Capítulo 21

Una hora más tarde, Gabriel y Maya yacían abrazados en el suelo, envueltos en el chal negro de lana. En la capilla hacía frío, y estaban medio desnudos. Gabriel había dejado su camisa en uno de los bancos, y Maya notaba en sus pechos el contacto de su cálida piel. Deseaba quedarse así para siempre. Gabriel la rodeaba con los brazos; por primera vez en su vida sentía que alguien la protegía.

Era una mujer que yacía junto a su amante, pero su parte Arlequín había estado aguardando como un fantasma en una casa oscura. De repente, se apartó de Gabriel y se sentó.

– Abre los ojos, Gabriel.

– ¿Por qué?

– Tienes que salir de aquí.

El le sonrió, medio adormilado.

– No va a pasar nada…

– Vístete y vuelve a la cabaña que utilizan como almacén. Los Arlequines no pueden liarse con los Viajeros.

– Quizá podría hablar con Madre Bendita.

– Ni se te ocurra. No le digas nada y no te comportes de forma distinta. No me toques cuando ella esté cerca y no me mires a lo ojos. Hablaremos de esto más tarde, te lo prometo. Pero ahora tienes que vestiste y marcharte.

– Todo esto no tiene sentido, Maya. Eres adulta. Madre Bendita no es quién para decirte cómo debes vivir.

– No te das cuenta de lo peligrosa que es.

– Lo único que sé es que pasea por esta isla dando órdenes e insultando a todo el mundo.

– Hazlo por mí. Por favor…

Gabriel suspiró, pero obedeció. Despacio, se puso el pantalón, la camisa, las botas y la cazadora.

– Esto volverá a ocurrir -dijo.

– No. No volverá a ocurrir.

– Los dos lo deseamos, y lo sabes.

Gabriel la besó en los labios y salió de la capilla. Cuando la puerta se cerró, Maya empezó a relajarse. Esperaría a que le diera tiempo de llegar al almacén. Luego se vestiría. Se envolvió en el chal de lana y se tumbó en el suelo. Si se ovillaba todavía podía notar el calor del cuerpo de Gabriel en contacto con el suyo, aquel momento de intimidad y exaltación. El recuerdo de un deseo que pidió en un puente de Praga se abrió paso en su mente: «Que alguien me ame y yo sea capaz de devolverle ese amor».

Se deslizaba hacia un agradable sopor cuando la puerta se abrió y alguien entró en la capilla. Experimentó un instante de placer al pensar que Gabriel había regresado para volver a verla. Luego oyó que alguien avanzaba con paso decidido por el suelo de madera.

Unos fuertes dedos la agarraron por el pelo y la obligaron a ponerse en pie. Una mano surgió de la oscuridad y la abofeteó varias veces.

Maya abrió los ojos y vio a Madre Bendita. La Arlequín irlandesa había cambiado el hábito por un pantalón negro y un suéter.

– Vístete -ordenó. Recogió la ropa de Maya y se la arrojó.

Maya se quitó el chal y se puso la falda, a duras penas podía abrocharse los botones. Todavía iba descalza; los zapatos y los calcetines estaban desperdigados por el suelo.

– Si me mientes, te mataré aquí mismo, ante este altar. ¿Me has entendido?

– Sí.

Maya acabó de ponerse la falda y se levantó. Su espada estaba a unos pasos de distancia, en uno de los bancos.

– ¿Eres la amante de Gabriel?

– Sí.

– ¿Cuándo empezó todo?

– Esta noche.

– ¡Te he dicho que no me mientas!

– Te juro que es cierto.

Madre Bendita se acercó a Maya, le alzó el mentón con la mano derecha y escrutó el rostro de la joven en busca de alguna señal de engaño o vacilación. Luego la empujó.

– Tuve mis diferencias con tu padre, pero siempre lo respeté. Era un verdadero Arlequín, digno de la tradición. En cambio tú no eres nada. Nos has traicionado.

– Eso no es cierto. -Maya intentó que su voz sonara fuerte y decidida-. Encontré a Gabriel en Los Ángeles y lo protegí de la Tabula.

– ¿Acaso tu padre no te enseñó? ¿O es que te negaste a escucharlo? Los Arlequines protegemos a los Viajeros, pero no nos liamos con ellos. Y tú te has entregado al sentimentalismo y la debilidad.

Los desnudos pies de Maya apenas rozaron el suelo de madera cuando fue hacia el banco y cogió su espada. Se pasó la cincha por la cabeza y el arma quedó a su espalda.

– Me conoces desde que era pequeña -dijo-. Ayudaste a mi padre a que me destrozara la vida. Se supone que los Arlequines creen en la imprevisibilidad. Pues bien, ¡el azar no tuvo nada que ver con mi niñez! Me obligasteis a cumplir todo tipo de órdenes. Tú y todos los Arlequines que pasaron por Londres me abofeteasteis y me pegasteis. Me entrenasteis para que matara sin la menor duda o vacilación. Cuando tenía dieciséis años me cargué a aquellos tipos de París…

Madre Bendita reía en silencio, se burlaba de ella.

– Pobre niña. Cuánto lo siento… ¿Es eso lo que quieres oír? ¿Esperas que te compadezca? ¿Yo? ¿Crees que las cosas eran distintas cuando yo era una cría? ¡Maté a mi primer mercenario de la Tabula con una escopeta de cañones recortados cuando solo tenía doce años! ¿Y sabes cómo iba vestida? ¡Con el vestido blanco de la comunión! Mi madre me lo puso para que me resultara más fácil llegar al altar y apretar el gatillo.

Durante unos segundos, Maya vio una sombra de dolor en los ojos de la mujer. Imaginó a una niña con el vestido de la comunión, de pie en medio de una gran catedral, salpicada de sangre. El instante pasó, y la furia de Madre Bendita pareció aumentar.

– Soy una Arlequín, igual que tú -dijo Maya-. Y eso significa que no puedes ir por ahí dándome órdenes.

Madre Bendita desenfundó la espada, la blandió en el aire con las dos manos, hizo una finta espectacular y la apuntó al suelo.

– Harás lo que yo te diga. Tu relación con Gabriel ha terminado. No volverás a verlo.

Maya levantó la mano derecha lentamente para demostrar que no se disponía a atacar. A continuación sacó su espada de la funda y la sostuvo con la punta hacia arriba y la hoja, plana, contra su pecho.

– Llama mañana al capitán Foley, y él nos sacará de esta isla. Yo seguiré protegiendo a Gabriel; y tú, a su padre.

– Este asunto no admite discusión ni componendas. Te someterás a mi autoridad.

– No.

– Te has acostado con un Viajero y estás enamorada de él. Esc tipo de emociones lo pone en peligro. -Madre Bendita alzó la espada-. He vencido a mi propio miedo, por eso puedo despertar el miedo en los demás. Puesto que mi vida no me importa, son mis enemigos los que mueren. Tu padre intentó enseñarte todo esto, pero tú eras demasiado rebelde. Quizá yo consiga que me escuches.

Madre Bendita extendió la pierna izquierda. Fue un movimiento grácil y elegante, como el comienzo de una danza. Entonces, la Arlequín irlandesa se lanzó hacia delante y atacó con rápidos movimientos de manos y muñecas. Golpeó y lanzó os-tocadas sin piedad mientras Maya intentaba defenderse. Las llamas de las velas titilaron, y el ruido de las espadas rasgó el silencio de la capilla.

A pocos metros del altar, Maya se arrojó hacia el otro extremo de la sala como un nadador se zambulliría en una piscina, dio una voltereta, se levantó de un salto y alzó la espada de nuevo.

Madre Bendita reanudó su ataque y empujó a Maya poco a poco contra la pared. La Arlequín irlandesa lanzó una estocada hacia la derecha, desvió el golpe en el último momento, cruzó su espada con la de Maya y se la arrancó. El arma salió volando por los aires y cayó en el otro extremo de la estancia.

– Te someterás a mi autoridad -dijo Madre Bendita-. Te someterás o asumirás las consecuencias.

Maya se resistió a hablar.

Sin previo aviso, Madre Bendita le hizo tres rápidos cortes, en el torso, en el brazo y en la mano izquierda. Para Maya fue como si le hubiera quemado la piel. Miró a los ojos de la Arlequín y comprendió que el siguiente movimiento de su espada acabaría con su vida. Permaneció en silencio hasta que un pensamiento poderoso barrió su orgullo.

– Déjame ver a Gabriel una última vez.

– No.

– Te obedeceré, pero necesito decirle adiós.

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