Capítulo 35

En el sur de Inglaterra era principios de primavera. Michael salió al balcón del segundo piso de Wellspring Manor y vio las primeras hojas verde pálido que brotaban en las hayas que cubrían las colinas circundantes. Justo debajo de él, los invitados a la fiesta de la tarde salían de la casa para pasear entre los rosales. Un séquito de camareros vestidos con americana blanca servían vino espumoso y canapés mientras un cuarteto de músicos interpretaba Las cuatro estaciones. Aunque la tarde anterior había llovido, aquel domingo era tan cálido y luminoso que el azul del cielo parecía vagamente artificial, como un entoldado de seda destinado a amparar a los invitados. Wellspring era otra de las fincas propiedad de la Hermandad. La planta baja y el primer piso estaban destinados a las actividades públicas, mientras que el segundo era una suite privada vigilada por el personal de seguridad. Michael llevaba ocho días viviendo allí. Durante ese tiempo, la señorita Brewster había explicado a fondo los objetivos públicos y privados del programa Young World Leaders. Los coroneles del ejército y los funcionarios de policía, que en esos momentos devoraban canapés de cangrejo en el jardín, habían viajado a Inglaterra para que les explicaran cómo debían derrotar al terrorismo. A lo largo de tres días de seminarios habían aprendido todo lo que había que saber sobre monitorización a través de internet, cámaras de vigilancia, chips RFID y sistemas de información global.

La fiesta en el jardín constituía la culminación del proceso de aprendizaje: los líderes conocerían a representantes corporativos deseosos de implantar aquella nueva tecnología en los países subdesarrollados. Cada líder había recibido una carpeta especial para ordenar las tarjetas comerciales que les darían al final de la fiesta.

Inclinado sobre la barandilla, Michael observó a la señorita Brewster moviéndose entre la multitud. Su falda azul turquesa y su chaqueta a juego destacaban entre los sobrios grises y verde oliva de los trajes y los uniformes. De lejos parecía una molécula de catalizador que hubiera caído en un matraz lleno de distintos productos químicos. A medida que charlaba con unos y otros y se despedía con un beso, creaba nuevas conexiones entre los jóvenes líderes y aquellos que deseaban servirlos.

Salió del balcón, cruzó unas puertas de cristal y entró en lo que en su día había sido el dormitorio principal. Su padre yacía en una mesa de operaciones situada en el centro de la estancia; pequeños cupidos de yeso lo observaban desde las esquinas del techo. Le habían afeitado la cabeza e introducido sensores en el cerebro. Su temperatura corporal y su ritmo cardíaco eran monitorizados constantemente. Uno de los neurólogos había declarado que el Viajero estaba «tan muerto como se puede estar y seguir todavía con vida».

A Michael le molestaba entrar continuamente en el dormitorio para contemplar aquel cuerpo inmóvil. Se sentía como un boxeador que hubiera acorralado a su adversario contra un rincón. La pelea había terminado, pero le parecía que su padre había conseguido escapar de algún modo.

– Conque este es el famoso Matthew Corrigan… -dijo una voz familiar.

Michael dio media vuelta y vio a Kennard Nash de pie en el umbral. Vestía un traje azul oscuro y en la solapa llevaba un alfiler con el emblema de la Fundación Evergreen.

– Hola, general. Lo creía todavía en Dark Island.

– Anoche estaba en Nueva York, pero siempre asisto a la ceremonia de clausura del programa Young World Leaders.

Además, quería ver con mis propios ojos la nueva captura del señor Boone.

Nash se acercó a la mesa y contempló a Matthew Corrigan.

– ¿De verdad que este es su padre?

– Sí.

El general alargó un dedo y tocó la mejilla del Viajero.

– Debo reconocer que me siento un tanto defraudado. Pensaba que sería un hombre físicamente más impresionante.

– Si siguiera en activo, podría haber supuesto un serio inconveniente para la implantación del Programa Sombra en Berlín.

– Pero eso no va a ocurrir, ¿verdad? -Nash sonrió con soberbia, no hizo el menor esfuerzo por disimular su desprecio-. Me doy cuenta, Michael, de que usted ha manipulado al consejo ejecutivo y ha conseguido que tenga miedo de un cuerpo inerte que yace tumbado en una mesa. En lo que a mí se refiere, los Viajeros han dejado de ser un factor relevante. Y eso lo incluye a usted y a su hermano.

– Debería hablar con la señorita Brewster, general. Yo diría que estoy colaborando con la Hermandad para que alcance sus objetivos.

– Ya he oído hablar de sus consejos, y no me impresionan. La señorita Brewster ha sido siempre una fiel partidaria de nuestra causa, pero opino que nos ha ocasionado un grave perjuicio al traerlo a usted a Europa para que soltara un montón de tonterías.

– Fue usted, general, quien me presentó al comité ejecutivo.

– Sí, y ese es un error que pronto quedará subsanado. Es hora de que regrese al centro de investigación, Michael. O quizá podría reunirse con su padre en otro dominio. Eso es precisamente lo que los Viajeros se sienten empujados a hacer, ¿verdad? Ustedes no son más que aberraciones genéticas. Igual que nuestros segmentados.

Los ventanales estaban abiertos, y Michael oyó que el cuarteto finalizaba su interpretación. Unos segundos más tarde se oyó un ligero ruido de acoplamiento de micrófono, y la voz de la señorita Brewster resonó en los altavoces exteriores.

– Bien-venidos. -Pronunció el saludo como dos palabras separadas-. Este magnífico día supone el mejor de los colofones para el simposio del programa Young World Leaders. Debo decir que me siento inspirada… No, no solo inspirada, me siento sinceramente emocionada por los comentarios que he escuchado esta tarde en el jardín…

– Parece que la señorita Brewster ha empezado su discursito. -Nash hundió las manos en los bolsillos y fue hacia la puerta-. ¿Viene usted, Michael?

– Creo que no es necesario.

– No, claro que no. En el fondo no es usted uno de los nuestros, ¿verdad?

El general Nash se marchó y Michael se quedó junto a su padre. La amenaza de Nash era real, pero en ese momento Michael se sentía confiado. No tenía intención de volver al cuarto vigilado del centro de investigación ni de cruzar a otro dominio. Todavía disponía de tiempo para maniobrar. De hecho, ya había formado una alianza con la señorita Brewster. Lo siguiente sería conseguir que otros miembros de la Hermandad se pusieran de su parte. Últimamente le resultaba muy fácil hablar con la gente: desde que había aprendido a captar los leves cambios de expresión de sus rostros, no le costaba escoger las palabras adecuadas para llevarlos por la dirección que le interesaba.

– ¿Por qué no hiciste tú lo mismo? -preguntó en voz alta a su padre-. Conseguir un poco de dinero. Conseguir un poco de poder. Conseguir algo. ¿Por qué elegiste esconderte?

Aguardó una respuesta, pero su padre permaneció en silencio. Se apartó de la mesa y volvió a salir al balcón. La señorita Brewster seguía con su discurso.

– Todos ustedes son verdaderos idealistas -decía-, y yo alabo su fortaleza y sabiduría. Han rechazado ustedes las disparatadas palabras de quienes abogan por las supuestas virtudes de la libertad. ¿Libertad para quién? ¿Para los asesinos y los terroristas? La gente decente y trabajadora de este mundo desea orden, no retórica. Ansia desesperadamente un liderazgo fuerte.

Doy gracias a Dios de que ustedes hayan decidido responder a ese desafío. A lo largo del próximo año, un país europeo dará el primer paso hacia un control metódico de su población. El éxito de ese programa será una inspiración para otros gobiernos. -Alzó la copa de vino-. Brindo por la paz y la estabilidad.

Se oyó un respetuoso murmullo de aprobación entre la multitud y más copas destellaron al sol.

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