Capítulo 32

Hollis estaba preparando café en el apartamento cuando Linden entró desde la tienda. Llevaba en la mano un teléfono vía satélite.

– Acabo de tener noticias de Madre Bendita. Está en Skellig Columba.

– Apuesto a que no le gustó descubrir que Maya se había marchado.

– La conversación ha sido muy breve. Le he explicado que acababas de llegar a Londres y ha dicho que debes ir a la isla.

– ¿Quiere que me encargue de proteger el cuerpo de Matthew Corrigan?

Linden asintió.

– Parece la conclusión más lógica.

– ¿Qué hay de Vicki?

– No mencionó a mademoiselle Fraser.

Hollis sirvió una taza de café para el Arlequín y la dejó encima de la mesa.

– Tendrás que explicarme cómo puedo viajar a Irlanda y conseguir que alguien me lleve en barco hasta la isla.

– Madame me dijo que quería que llegaras lo antes posible. Así que… esta vez he organizado las cosas de otro modo.

Hollis no tardó en descubrir que organizar las cosas «de otro modo» significaba volar en helicóptero hasta la isla. Dos horas más tarde, Winston Abosa lo llevó hasta White Waltham, un aeródromo con una pista de hierba cerca de Maidenhead, en Berkshire. Hollis llevaba un sobre lleno de dinero; se encontró con el piloto, un hombre de unos sesenta años, en el aparcamiento. Algo en su aspecto -el pelo corto, su postura erguida-apuntaba a una formación militar.

– ¿Usted es el que quiere ir a Irlanda?

– Sí, soy…

– No quiero saber quién es. Quiero ver el dinero.

Hollis tuvo la impresión de que el piloto habría sido capaz de llevar a Jack el Destripador a las puertas de un internado femenino si en el sobre hubiera habido dinero suficiente. Diez minutos más tarde, el helicóptero estaba en el aire, rumbo al oeste. El piloto no abrió la boca salvo para hablar brevemente con los controladores aéreos. Su personalidad se reflejaba en su agresiva manera de volar entre valles y colinas, donde los campos estaban delimitados por muros de piedra. En determinado momento dijo: «Puede llamarme Richard», pero no preguntó a Hollis cómo se llamaba.

Empujados por el viento de levante, cruzaron el mar de Irlanda y repostaron en un pequeño aeropuerto cerca de Dublín. Mientras sobrevolaban la campiña irlandesa, Hollis vio almiares, pequeños grupos de casas y estrechas carreteras que raras veces discurrían en línea recta. Cuando llegaron a la costa oeste, el piloto se quitó las gafas y empezó a controlar el GPS del panel de instrumentos. Llevaba el helicóptero lo bastante bajo para pasar cerca de una bandada de pelícanos que volaban en formación. Bajo las aves, las olas del mar se alzaban y volvían a caer con rociones de espuma blanca.

Las afiladas siluetas de las Skellig aparecieron por fin en la distancia. Richard describió varios círculos sobre la isla, hasta que vio un trozo de tela blanca ondear en lo alto de un palo. Sobrevoló unos instantes aquella manga de viento improvisada, y luego aterrizó en una plataforma rocosa. Cuando los rotores dejaron de moverse, Hollis oyó el viento silbar a través de la ranura de la toma de aire.

– En esta isla vive un grupo de monjas -dijo-. Seguro que estarán encantadas de ofrecerle una taza de té.

– Tengo instrucciones de no moverme del helicóptero -repuso Richard-. Y me han pagado de sobra para que las siga al pie de la letra.

– Como quiera. Quizá le apetezca darse un vuelo por aquí. Hay una mujer irlandesa que probablemente quiera volver a Londres.

Hollis salió del aparato y contempló las ruinas del convento, al final de la pedregosa ladera. «¿Dónde está Vicki», se dijo. «¿No le han dicho que venía?»En lugar de a Vicki, a quien vio fue a Alice. Corría hacia el helicóptero seguida por una de las monjas y, un poco más atrás, por una mujer de abundante melena pelirroja. Alice fue la primera en alcanzarlo; se subió a una piedra para ponerse a su altura. Tenía el pelo enredado y las botas manchadas de barro.

– ¿Dónde está Maya? -preguntó.

Era la primera vez que Hollis oía su voz.

– Maya está en Londres. Está bien. No tienes de qué preocuparte.

Alice saltó al suelo y siguió corriendo, seguida por la religiosa. La mujer lo saludó con la cabeza al pasar, y Hollis creyó leer tristeza en sus ojos. De repente se encontró ante Madre Bendita.

La Arlequín irlandesa iba vestida con un pantalón negro de lana y una cazadora de cuero. Era más pequeña de lo que él había imaginado y su rostro mostraba una expresión altiva y enérgica.

– Bienvenido a Skellig Columba, señor Wilson.

– Gracias por el viaje en helicóptero.

– ¿Le ha dicho algo la hermana Joan?

– No. ¿Se supone que debía hacerlo? -Hollis miró alrededor-. ¿Dónde está Vicki? Es a ella a quien en realidad he venido a ver.

– Sí. Venga conmigo.

Hollis siguió a la Arlequín por un sendero hasta las cabañas de la segunda terraza. Se sentía como si hubiera habido un accidente de coche y se dispusieran a mostrarte el estropicio.

– ¿Alguna vez lo han golpeado con mucha fuerza, señor Wilson?

– Desde luego. Durante un tiempo me dediqué a la lucha profesional en Brasil.

– ¿Y cómo sobrevivió a eso?

– Cuando no puedes evitar el puño de alguien, lo mejor es moverte con él. Si te quedas quieto, acabas en el suelo.

– Es un buen consejo -dijo Madre Bendita. Se detuvo ante una de las cabañas-. Hace dos días, la Tabula aterrizó en la isla con sus helicópteros. Las monjas se refugiaron en una cueva con la niña, pero la señorita Fraser se quedó para proteger al Viajero.

– Bueno, ¿dónde está? ¿Qué ocurrió?

– Esto no le va a resultar fácil, señor Wilson. Pero puede entrar y verlo… si quiere.

Madre Bendita abrió la puerta de la cabaña pero dejó que él pasara primero. Hollis entró en una fría estancia de piedra llena de cajas apiladas y estanterías apoyadas contra la pared. El suelo y los muros estaban manchados de algo. Tardó unos segundos en comprender que era sangre seca.

Madre Bendita se quedó tras él.

– Los de la Tabula trajeron segmentados para que pudieran entrar por las ventanas. -Su voz era tranquila, no revelaba emoción alguna, como si estuviera hablando del tiempo-. Estoy segura de que después mataron a los animales y arrojaron sus cuerpos al mar.

Señaló un bulto cubierto por un plástico, y Hollis supo al instante que se trataba de Vicki. Caminando como un sonámbulo, llegó hasta el cuerpo y apartó el plástico. Vicki estaba irreconocible, pero las marcas de los brazos y las piernas demostraban que había sido víctima del ataque de un animal.

Hollis se quedó ante el mutilado cuerpo sintiéndose como si también a él lo hubieran aniquilado. La mano izquierda de Vicki era un amasijo de carne desgarrada y huesos astillados; sin embargo, la derecha estaba intacta y en su palma descansaba un medallón de plata con forma de corazón que Hollis reconoció en el acto. La mayoría de las mujeres de la congregación llevaban uno parecido. Si lo abrías, descubrías una fotografía en blanco y negro de Isaac T. Jones.

– Le quité el medallón del cuello -dijo Madre Bendita-. Pensé que usted querría ver lo que hay dentro.

Hollis cogió el medallón y metió la uña en la parte superior del pequeño corazón de plata. Se abrió con un clic. La familiar cara del profeta había desparecido, en su lugar había un diminuto pedazo de papel doblado varias veces. Lentamente, lo desplegó y lo extendió en la palma de su mano. Con una vieja estilográfica, intentando que cada letra le saliera perfecta, Vicki había escrito ocho palabras: «Hollis Wilson está en mi corazón. Para siempre».

El dolor dejó paso a una ira tan extrema que habría querido aullar. Pasara lo que pasase, daría caza a los hombres que habían asesinado a Vicki y los mataría uno a uno. No se concedería tregua ni descanso. Nunca.

– ¿Ha visto suficiente? -preguntó Madre Bendita-. Creo que ha llegado el momento de cavar una tumba.

Al ver que Hollis no contestaba, avanzó y cubrió el cadáver con el plástico.

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