Capítulo 18

Hollis desayunó en una cafetería y después caminó por Columbus Avenue hasta el Upper West Side. Habían pasado cuatro días desde que Vicki y las demás habían salido rumbo a Londres. Durante ese tiempo, se había trasladado a un hotel barato y había encontrado empleo entre el personal de seguridad de una discoteca del centro. Cuando no estaba trabajando, se dedicaba a ofrecer fragmentos de información a los programas de vigilancia que estaban conectados con la Gran Máquina. Su intención era convencer a la Tabula de que Gabriel seguía en la ciudad. Maya le había explicado que en el argot de los Arlequines había una palabra que definía lo que él estaba haciendo: «alimentar», un término que los pescadores utilizaban cuando arrojaban carnaza al mar para atraer a los tiburones.

El Upper West Side estaba lleno de restaurantes, salones de manicura y Starbucks. Hollis nunca había entendido que hubiera tanta gente dispuesta a pasar el día en aquella cadena de establecimientos bebiendo batidos mientras observaban su ordenador. La mayoría de los clientes parecían demasiado mayores para ser estudiantes y demasiado jóvenes para estar jubilados. Alguna vez había echado un vistazo por encima del hombro de alguno de ellos para ver a qué se dedicaban con tanto ahínco. Empezaba a creer que todos los habitantes de Manhattan escribían el mismo guión cinematográfico sobre los problemas sentimentales de la clase media.

En el Starbucks de la Ochenta y seis con Columbus encontró a Kevin el pescador sentado a una mesa con su portátil. Kevin era un joven flaco y muy pálido que comía, dormía y de vez en cuando se lavaba las axilas en los distintos Starbucks de la ciudad. Su hogar era Starbucks y no conocía otra realidad fuera de esas cafeterías y sus zonas WiFi. Cuando Kevin no estaba echando una cabezada o empujando su carro de la compra hacia un nuevo Starbucks, es que estaba conectado a internet.

Hollis cogió una silla y la acercó a la mesa. El Pescador alzó la mano izquierda y agitó los dedos para indicar que había captado la presencia de otro ser humano. Sus ojos siguieron clavados en la pantalla mientras tecleaba con la mano derecha. Kevin acababa de piratear los archivos de una agencia de casting y estaba descargando fotografías de actores de Nueva York, todos guapos pero desconocidos. A partir de esas fotos, Kevin creaba perfiles en las páginas web para solteros. En ellas, los actores se convertían en médicos, abogados y banqueros deseosos de dar largos paseos por la playa y casarse. Miles de mujeres de todo el mundo enviaban sus mensajes intentando captar la atención de Kevin.

– ¿Qué tienes, Kevin?

– Una ricachona de Dallas -contestó con su voz aguda y nasal-. Quiere que vuele a París y nos encontremos por primera vez bajo la torre Eiffel.

– Suena romántico.

– La verdad es que es la octava mujer que conozco por internet que quiere que nos conozcamos en París o en la Toscana. Todas deben de ver las mismas películas. Échame una mano. Dime un buen signo del zodíaco.

– Sagitario.

– Bien. Perfecto. -Kevin tecleó otro mensaje y apretó el botón para enviar-. ¿Tienes otro trabajo para mí?

La Gran Máquina les había obligado a crear un sistema para enviar comunicaciones a través de internet sin que pudieran ser rastreadas. Cada vez que alguien utilizaba un ordenador para enviar correos electrónicos o para buscar información, la señal era identificada por la dirección IP exclusiva de cada aparato. Y todas las direcciones IP que llegaban a manos del gobierno o de las grandes corporaciones quedaban registradas para siempre. Una vez que la Tabula disponía de una dirección IP, contaba con un poderoso instrumento para rastrear la actividad en internet.

Para mantener el anonimato en su actividad cotidiana, los Arlequines podían acudir a los cibercafés o a las bibliotecas públicas; sin embargo, los pescadores como Kevin proporcionaban otro nivel de seguridad. Los tres ordenadores que tenía Kevin los había adquirido mediante intercambio, y eso los hacía difíciles de rastrear; además, el Pescador utilizaba unos programas especiales que rebotaban los correos electrónicos de los routers de todo el mundo. De vez en cuando, a Kevin lo contrataban gánsteres rusos afincados en Staten Island, pero la mayoría de sus clientes eran hombres casados que tenían alguna aventura y que deseaban descargar pornografía especializada.

– ¿Te gustaría ganar doscientos dólares?

– Doscientos dólares no están mal. ¿Quieres que envíe más información sobre Gabriel?

– Métete en algunos chats y deja comentarios en los blogs. Di que te has enterado de que Gabriel hizo un discurso en contra de la Hermandad.

– ¿Qué es la Hermandad?

– No necesitas saberlo. -Hollis sacó un bolígrafo y escribió algo en una servilleta de papel-. Haz correr la voz de que Gabriel va a reunirse esta noche con sus seguidores en una discoteca llamada Mask, en el centro de la ciudad. En el piso de arriba hay una sala privada en la que dará una conferencia a la una de la madrugada.

– No hay problema. Me pondré manos a la obra de inmediato.

Hollis le entregó los doscientos dólares y se levantó.

– Haz un buen trabajo y tendrás una propina. Quién sabe, quizá consigas lo suficiente para volar a París.

– ¿Y por qué querría hacer algo así?

– Para reunirte con esa mujer en la torre Eiffel.

– Eso no tiene gracia. -Kevin volvió a su ordenador-. Los seres de carne y hueso dan demasiados problemas.

Hollis salió del Starbucks y cogió un taxi. Durante el trayecto hasta el South Ferry estudió su ejemplar del El camino de la espada. El libro de meditación de Sparrow estaba dividido en tres partes: Preparación, Combate y Tras la batalla. En el capítulo seis, el arlequín japonés analizaba dos hechos que parecían contradictorios: un guerrero experimentado siempre planeaba una estrategia antes de un ataque; no obstante, en el fragor de la lucha solía hacer algo diferente. Sparrow opinaba que los planes eran útiles, pero que su verdadero poder residía en que sosegaban el espíritu y lo preparaban para la lucha. Hacia el final del capítulo, Sparrow había escrito: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».

Hollis sintió que llamaba la atención durante el trayecto en ferry a uno de los lugares más vigilados de Estados Unidos: la Estatua de la Libertad. El barco iba lleno de grupos de escolares, familias, turistas jubilados. En cambio, él era un negro solitario con una mochila al hombro. Cuando el barco llegó a Liberty Island, Hollis intentó mezclarse entre la multitud que avanzaba hacia la gran estructura erigida temporalmente al pie de la estatua.

Hizo cola durante veinte minutos, y cuando le llegó el turno le dijeron que pasara por una máquina que le recordó a un enorme escáner como los utilizados en las resonancias magnéticas. Una voz pregrabada le indicó que se situase sobre dos grandes huellas de pies de color verde, y entonces sintió un repentino golpe de aire. Estaba en un olfateador, una máquina capaz de detectar las emisiones químicas que desprendían los explosivos y las municiones.

Cuando se encendió una luz verde, lo dirigieron hacia una gran sala llena de taquillas. No se permitían bolsas ni mochilas cerca de la estatua, había que dejarlas en un cesto de alambre. Al introducir un dólar en la ranura de pago, otra voz pregrabada le indicó que pusiera el pulgar sobre el escáner. Encima de las taquillas había un cartel en el que se leía:

SU HUELLA DACTILAR ES SU LLAVE. USE SU HUELLA DACTILAR PARA ABRIR SU TAQUILLA CUANDO SALGA.

Oculta en la mochila llevaba un molde de la mano derecha de Gabriel. Unas semanas antes, Maya había derretido plástico de modelar en una cazuela, y Gabriel había metido una mano en la pegajosa sustancia. El resultado fue una mano artificial,una reproducción física de información biométrica que podía utilizarse para despistar a la Tabula. Hollis se había guardado la falsa mano en el bolsillo interior de la chaqueta; la cogió y presionó el pulgar de goma contra el escáner. En menos de un segundo, la huella de Gabriel se convirtió en un paquete de información digital que fue enviado a los ordenadores de la Gran Máquina.

– ¡Por aquí para Liberty! ¡Por aquí para Liberty! -llamaba un guardia en tono aburrido.

Hollis dejó la mochila en la taquilla y siguió al resto de los visitantes hacia el interior de la base de piedra de la enorme estatua. Todos salvo Hollis parecían contentos: estaban en la Tierra de la Libertad.

Hollis regresó al hotel a última hora de la tarde y pudo dormir unas cuantas horas. Cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue la tira con cuatro fotografías en blanco y negro que él y Vicki se habían hecho en un fotomatón. Una enorme cucaracha se acercó a su altar privado y movió las antenas. Hollis la arrojó al suelo de un papirotazo.

Cogió las fotos, las puso bajo la luz y se fijó en la última. En ella, Vicki se había dado la vuelta para mirarlo, y su expresión reflejaba amor y comprensión. Ella lo conocía de verdad, sabía que la violencia y el egoísmo habían guiado su pasado, y aun así lo había aceptado. El amor de Vicki hacía que se sintiera deseoso de salir al mundo a matar monstruos; habría hecho lo que fuera para ser digno de la fe de aquella mujer.

Alrededor de las ocho de la noche, se vistió y cogió un taxi hasta el distrito de Meatpacking, veinte manzanas de bloques industriales al oeste de Greenwich Village. Mask, la discoteca, ocupaba lo que había sido una antigua fábrica procesadora de pollos de la calle Trece. El negocio llevaba tres años funcionando, y eso era mucho en aquel peculiar mundillo.

La gran nave central estaba dividida en dos espacios. La mayor parte del edificio estaba ocupada por una zona de baile, dos barras y un apartado para cócteles. Al final de la sala, una escalera conducía a un área VIP desde donde se veía la pista de baile. Solo se permitía subir a la gente guapa o la que tenía el dinero suficiente para que la consideraran guapa. La planta baja era para los clientes que habían llegado a Manhattan en coche o en tren. Los propietarios del negocio estaban obsesionados con la proporción entre esos dos grupos. Aunque el segundo era el que les hacía ganar dinero, acudían al local atraídos por los actores y modelos que bebían gratis en el piso de arriba.

Sin las luces y la música atronadora, no sería difícil de convertir de nuevo aquel lugar en una fábrica procesadora de pollos. Hollis se dirigió al pequeño vestidor del personal y se puso una camisa negra y una chaqueta sport. Un letrero escrito a mano y pegado encima del espejo advertía que cualquier empleado que vendiera droga a los clientes sería despedido de inmediato. Sin embargo, Hollis ya había descubierto que a los propietarios les daba igual que los empleados se vendieran drogas entre ellos, por lo general estimulantes para aguantar despiertos hasta altas horas de la madrugada.

Se conectó el intercomunicador que lo mantenía en contacto con los otros matones de la discoteca y subió al piso de arriba. El personal de Mask consideraba el local como una complicada maquinaria para sacarles dinero a los clientes. Uno de los trabajos más lucrativos era vigilar la zona VIP, y el puesto lo ocupaba un tipo apodado Boodah. Boodah era de padre africano y madre china, y tenía una barriga enorme que parecía protegerlo de la locura de Nueva York.

El matón estaba disponiendo las mesas y las sillas de la zona de cóctel cuando Hollis subió.

– ¿Qué pasa? -preguntó Boodah-. Pareces cansado.

– Estoy bien.

– Recuerda, si alguien quiere cruzar el cordón, antes tiene que pasar por mí.

– No hay problema. Conozco las normas.

Boodah vigilaba la entrada principal de la zona VIP, mientras que Hollis se ocupaba de la salida, situada en la otra punta. Aquella salida solo la utilizaba la gente guapa que quería ir a los aseos de la planta baja o que le apetecía mezclarse con la sudorosa multitud. El trabajo de Hollis consistía en mantener alejados a todos los demás. Ser segurata de una discoteca significaba pasarte toda la noche diciendo que no, a menos que te pagaran lo suficiente para que dijeras que sí.

Desde el principio, Hollis había desempeñado su tarea como un obediente autómata; pero aquella noche intuía que las cosas podían ir de otro modo. Una pasarela protegida por un pasamanos llevaba desde la zona VIP hasta una sala privada donde había sofás de cuero, mesas de cóctel y un intercomunicador para pedir los combinados al bar. Una ventana con un cristal de espejo daba a la pista de baile, abajo. Aquella noche, la sala privada iba a estar ocupada por unos cuantos macarras de Brooklyn a los que les gustaba consumir drogas en las discotecas. Si la Tabula irrumpía en el reservado buscando a Gabriel, se llevaría una desagradable sorpresa.

Se apoyó en el pasamanos, estiró los músculos de las piernas, y regresó a su puesto cuando Ricky Toisón, el ayudante del gerente, subió por la escalera de atrás. Ricky era pariente lejano de los propietarios del negocio. Se aseguraba de que hubiera papel higiénico en los aseos y se pasaba la mayor parte del tiempo intentando ligarse a las mujeres que habían bebido demasiado.

– ¿Qué tal estás, hermano? -preguntó.

Hollis se hallaba lo bastante abajo en la jerarquía de la discoteca para no tener nombre. «No soy tu hermano», pensó, pero sonrió amistosamente.

– La sala privada está reservada, ¿verdad? He oído que Mario y sus amigos van a venir.

Ricky puso cara de fastidio.

– No. Han llamado para cancelar la reserva.

Media hora después, el DJ empezó la noche con un canto sufí y luego pasó lentamente a los ritmos trepidantes de la música house. Los clientes del piso de abajo fueron los primeros en llegar y hacerse con las pocas mesas que había cerca del bar. Desde su posición privilegiada sobre la pista de baile, Hollis observó a las jóvenes con minifalda y zapatos baratos correr al baño para retocarse el maquillaje y el peinado mientras sus parejas se paseaban por el local y entregaban billetes de veinte dólares al barman.

Las voces de los otros seguratas susurraban en su oído a través del intercomunicador. Se informaban constantemente sobre qué tipo parecía el más problemático o qué chica llevaba el vestido más provocativo. Mientras las horas pasaban, Hollis no le quitó ojo al reservado. Seguía vacío. Al final tal vez no pasaría nada aquella noche.

Alrededor de medianoche acompañó a dos modelos hasta un aseo que requería una llave especial. Cuando regresó a su puesto vio que Ricky y una chica con un ajustado vestido verde se dirigían por la pasarela hacia el reservado. Se acercó a Boodah y por encima del estruendo de la música le preguntó:

– ¿Para qué va Ricky a la sala privada?

El hombretón hizo un gesto de indiferencia, como si la pregunta no mereciera respuesta.

– Para montárselo con una jovencita. Él le dará un poco de coca y ella le corresponderá con lo de costumbre.

Hollis miró la pista de baile y vio que habían entrado dos hombres con cazadora. En lugar de echar un vistazo a las chicas o pedir una copa en la barra, los dos miraron hacia el reservado.

Uno de los mercenarios era bajo y musculoso, y el pantalón le quedaba demasiado largo. El otro era alto y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo.

Los dos hombres subieron hacia la zona VIP y deslizaron unos cuantos billetes en la mano de Boodah, dinero suficiente para ganarse su respeto inmediato y el paso libre más allá del grueso cordón de terciopelo. Unos segundos después se sentaron a una mesa y fijaron la vista en la pasarela que conducía al reservado, donde Ricky seguía encerrado con su amiguita. Hollis maldijo por lo bajo y recordó el consejo de Sparrow: «Planea saltar a la derecha, aunque lo más probable sea que acabes haciéndolo a la izquierda».

Una mujer borracha empezó a gritar a su pareja, y Boodah se apresuró a bajar para resolver el problema. Tan pronto como salió de la zona VIP, los dos mercenarios se levantaron y se dirigieron hacia el reservado. El más alto avanzó despacio por la pasarela, mientras el otro permanecía en guardia. Las luces de la pista se hicieron más intensas y destellaron al ritmo de la música. El mercenario más alto se volvió, y la hoja del cuchillo que sostenía en la mano lanzó un siniestro reflejo.

Hollis no creía que tuvieran ninguna fotografía de Gabriel. Seguramente les habían ordenado que mataran a todos los que estuvieran en el reservado. Si bien Hollis había empezado a pensar que podía actuar como Maya y los demás Arlequines, sabía que no era como ellos: ningún Arlequín se habría preocupado por Ricky y la joven. Hollis, por el contrario, no podía quedarse cruzado de brazos. «A la mierda», se dijo. «Si ese par de capullos mueren, su sangre manchará mis manos.»Con una sonrisa cortés, se acercó al mercenario más bajo.

– Lo siento, señor. La sala privada está ocupada.

– Sí, por un amigo nuestro, de modo que esfúmate.

Hollis levantó los brazos como si fuera a abrazar al intruso, pero sus manos se convirtieron en puños y le golpearon a la vez en ambos lados de la cabeza. La fuerza del impacto dejó aturdido al hombre y al momento cayó de espaldas. Las luces y la música eran tan abrumadoras que nadie se percató de lo ocurrido. Hollis pasó por encima del cuerpo y siguió adelante.

El mercenario alto ya tenía la mano en el tirador de la puerta, pero reaccionó inmediatamente cuando vio a Hollis. Este sabía que cualquiera que empuñara un cuchillo se concentraba en exceso en el arma; toda la maldad y la muerte se acumulaban en la punta de la hoja.

Extendió la mano, como si pretendiera agarrar la mano del mercenario y, cuando el hombre le lanzó una cuchillada, retrocedió de un salto y le asestó una patada en el estómago. El mercenario se dobló por el dolor, Hollis le golpeó de abajo arriba, y el hombre salió disparado por encima de la barandilla.

Abajo, la gente gritó, pero la música no se interrumpió. Hollis bajó corriendo y se abrió paso entre la multitud. Al llegar a la escalera de atrás, vio que otros tres mercenarios se acercaban. Uno de ellos era mayor que los demás y llevaba unas gafas de montura de acero. ¿Sería Nathan Boone, el asesino del padre de Maya? La Arlequín habría atacado de inmediato, pero Hollis siguió avanzando.

La multitud corrió de un lado a otro como un rebaño aterrorizado por el olor de la muerte. Hollis se adentró en la pista de baile y, apartando a la gente de su camino, siguió adelante. Llegó al pasillo trasero que conducía a la cocina y los lavabos. Unas cuantas jóvenes reían de algo; las luces se reflejaban en los espejos. Hollis pasó junto a ellas y cruzó una puerta antiincendios.

Dos mercenarios con intercomunicadores lo esperaban en el pasillo. Alguien los había advertido. El más veterano sacó un pulverizador y le roció los ojos con algún producto químico.

El dolor fue increíble, como si tuviera los ojos en llamas. No podía ver y fue incapaz de defenderse cuando un puño le golpeó la nariz y se la partió. Como un borracho, se lanzó hacia delante, agarró al mercenario y le asestó un cabezazo en la cara con todas sus fuerzas.

El hombre se desplomó, pero su compañero rodeó el cuello de Hollis por detrás con el brazo y empezó a estrangularlo. Hollis, cegado, le mordió la mano. Cuando lo oyó gritar, le agarró el brazo, tiró de él y se lo retorció hasta romperlo.

Ciego. Estaba ciego. Palpando el muro de ladrillo, echó a correr a través de la oscuridad.

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