Capítulo 20

Gabriel sintió que se le hacía un nudo en el estómago y recorrió la capilla con la vista.

– ¿Dónde está?

– No te preocupes. Te llevaré hasta él. -Madre Bendita se quitó unas cuantas horquillas, la toca, y luego agitó la cabeza para liberar la enredada melena pelirroja.

– ¿Por qué no le dijo a Maya que mi padre estaba en esta isla?

– Hace mucho que no estoy en contacto con otros Arlequines.

– Mi padre debería haberle dicho que me localizara.

– Pues no lo hizo. -Madre Bendita dejó la toca en una mesa auxiliar, cogió la espada enfundada en su negra vaina y se la colgó del hombro-. ¿Acaso Maya no te lo ha explicado? Los Arlequines solo protegemos a los Viajeros. No intentamos comprenderlos.

Si añadir más, condujo a Maya y a Gabriel fuera de la capilla. Una de las monjas, una irlandesa muy menuda, esperaba sentada en uno de los bancos exteriores mientras sujetaba un rosario y recitaba en silencio sus oraciones.

– ¿El capitán Foley sigue en el embarcadero?

– Sí, madre.

– Dile que sus pasajeros se quedarán en la isla hasta que me ponga en contacto con él. Las dos mujeres y la niña dormirán en el cobertizo del almacén. Di a la hermana Joan que prepare cena para el doble de gente.

La religiosa asintió y se alejó a toda prisa sin soltar el rosario.

– Estas mujeres saben obedecer -comentó Madre Bendita-, pero tantos cánticos y oraciones acaban siendo una pesadez. Para tratarse de una orden contemplativa, hablan un montón.

Maya y Gabriel la siguieron por una breve escalera hasta la terraza intermedia del monasterio. Se trataba de una zona de terreno llano donde los monjes de la antigüedad habían construido cuatro grandes cabanas de piedra con forma de colmena y la altura de un autobús londinense de dos pisos. El viento en la isla era constante, y todas las construcciones tenían pesadas puertas de roble y pequeños ventanucos redondos.

No vieron a Vicki ni a Alice por ninguna parte, pero Madre Bendita les dijo que se encontraban en la cabaña donde cocinaban. De una de las construcciones de piedra surgía un hilo de humo que era arrastrado rápidamente por el viento. Siguieron por un camino de tierra y pasaron junto a las dependencias de las monjas y lo que Madre Bendita dijo había sido la celda del santo. La última cabaña, en el extremo de la terraza, era el almacén. La Arlequín se detuvo y contempló a Gabriel como si fuera un animal en un zoo.

– Está dentro.

– Gracias por proteger a mi padre.

Madre Bendita se apartó un mechón de pelo de los ojos.

– Tu gratitud es una emoción innecesaria. Tomé una decisión y acepté mis obligaciones.

Abrió la pesada puerta y los guió hasta el interior del refugio. El suelo era de madera y una estrecha escalera subía a un nivel superior. La única iluminación provenía de los tres ventanucos redondos abiertos en los muros de piedra. Por todas partes había estanterías llenas de latas de comida, y también un generador portátil. Alguien había dejado unas velas en una caja de primeros auxilios. La Arlequín irlandesa cogió una caja de cerillas de madera y la lanzó a Maya.

– Enciende unas cuantas velas -ordenó. A continuación se arrodilló, pasó la mano por la suave superficie de madera hasta que localizó una tabla ligeramente descolorida y la empujó. Un tirador de cuerda quedó al descubierto-. Cuidado, apartaos.

Tiró de la cuerda y abrió una trampilla. Una escalera de piedra se zambullía en la oscuridad.

– ¿Qué es esto? -preguntó Gabriel-. ¿Acaso mi padre está prisionero ahí abajo?

– Claro que no. Coge una vela y compruébalo tú mismo.

Gabriel tomó la vela que Maya le ofrecía y bajó por la escalera hasta lo que parecía una bodega con paredes de ladrillo y suelo de tierra. Allí no había nada salvo un montón de cubos de plástico con el mango de acero. Gabriel se preguntó si las monjas los utilizaban para regar el huerto en verano.

– Hola… -llamó. Nadie contestó.

Solo podía continuar en una dirección: a través de otra puerta de roble. Sosteniendo la vela con la mano izquierda, Gabriel la abrió y entró en una estancia mucho más pequeña. Se sentía como si estuviera en un depósito de cadáveres a punto de identificar a un ser querido. Sobre una losa de piedra yacía un cuerpo cubierto por una sábana de algodón. Permaneció inmóvil junto al cuerpo durante unos segundos, luego alargó la mano y retiró la sábana. Era su padre.

Los goznes de la puerta chirriaron cuando Maya y Madre Bendita entraron en la habitación. Las dos Arlequines llevaban velas que proyectaban extrañas sombras en la pared.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Gabriel-. ¿Cuándo murió?

Madre Bendita alzó los ojos al cielo, como si no diera crédito a tanta ignorancia.

– No está muerto. Si apoyas la cabeza en su pecho, oirás que su corazón late cada diez minutos aproximadamente.

– Gabriel no había visto nunca a otro Viajero -explicó Maya.

– Bueno, pues ya lo ha hecho. Ese es el aspecto que tienes cuando viajas a otro dominio. Tu padre lleva meses en este estado. Algo debió de ocurrir. O le gustó lo que encontró y se quedó, o está atrapado y no puede regresar a nuestro mundo.

– ¿Cuánto tiempo puede permanecer así?

– Si muere en otro dominio, su cuerpo acabará descomponiéndose. Si sobrevive pero no regresa a este mundo, su cuerpo morirá de viejo. No sería mala cosa que muriera en otro dominio… -Hizo una pausa-. Al menos así podría largarme de esta maldita isla.

Gabriel dio media vuelta y se encaró con Madre Bendita.

– Puede marcharse de esta vida ahora mismo. Váyase al infierno.

– He protegido a tu padre, Gabriel. Habría dado mi vida por él. Pero no esperes que me comporte como si fuera su amiga. Mi responsabilidad exige que sea fría y completamente racional. -Madre Bendita fulminó a Maya con la mirada y salió con grandes zancadas de la habitación.

Gabriel no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en aquel sótano contemplando a su padre. Haber viajado desde tan lejos para encontrar un cuerpo vacío resultaba tan perturbador que su mente se negaba a aceptarlo. Sintió la infantil tentación de repetir todos sus movimientos: entrar en el refugio de piedra, tirar de la trampilla, bajar por la escalera y encontrar algo distinto.

Al cabo de un rato, Maya cogió el extremo de la sábana y cubrió el cuerpo de Matthew Corrigan.

– Está anocheciendo -dijo con suavidad-. Deberíamos reunimos con las demás.

Gabriel permaneció al lado de su padre.

– Michael y yo siempre soñábamos con el momento en que lo volveríamos a ver. Era nuestro tema de conversación antes de irnos a dormir.

– No te preocupes. Volverá.

Maya tomó a Gabriel del brazo y tiró de él con delicadeza. Fuera, el sol se ponía y hacía frío. Recorrieron juntos el camino de tierra y entraron en la cabaña donde se encontraba la cocina. Era un lugar cálido y acogedor, como el hogar de un amigo. Una rechoncha monja irlandesa llamada Joan acababa de hornear panecillos; los colocó en una bandeja junto con distintas clases de mermeladas caseras. Entretanto, la hermana Ruth, una mujer mayor que llevaba unas lentes muy gruesas, se afanaba en guardar las provisiones que habían descargado de la barca. Abrió la estufa de hierro y echó al fuego varios trozos de turba. El combustible empezó a consumirse con un resplandor anaranjado.

Vicki bajó corriendo del piso de arriba.

– ¿Qué ha pasado, Gabriel?

– Hablaremos de eso más tarde -dijo Maya-. Ahora lo que nos gustaría es beber un poco de té.

Gabriel se desabrochó la cazadora y se sentó en un banco junto a la pared. Las dos monjas lo miraron fijamente.

– ¿Matthew Corrigan es su padre? -preguntó la hermana Ruth.

– Así es.

– Fue un honor conocerlo.

– Es un gran hombre -añadió la hermana Joan-. Un gran…

– Té, por favor -interrumpió Maya.

Al cabo de un momento, Gabriel sostenía una taza de humeante té. Se produjo un tenso silencio hasta que otras dos monjas entraron con más cajas de provisiones. La hermana Maura era la monja menuda que había permanecido rezando fuera de la capilla, mientras que la hermana Paulina era originaria de Polonia y tenía un acento muy marcado. Mientras vaciaban el contenido de las cajas e inspeccionaban el correo, se olvidaron de la presencia de Gabriel y charlaron animadamente.

Las clarisas descalzas no tenían más posesión que la cruz que llevaban al cuello. Vivían sin agua corriente, instalaciones sanitarias ni electricidad; no obstante, parecían hallar gran alegría en los pequeños placeres de la vida. Por el camino de regreso del embarcadero, la hermana Faustina había recogido flores de brezo, y en ese momento las colocó al borde de cada plato, como una pincelada de color, junto con un panecillo caliente y un trozo de mantequilla irlandesa. Todo estaba perfectamente dispuesto, como en el mejor de los restaurantes, y sin embargo sus gestos habían sido completamente naturales. Para las clarisas descalzas el mundo era hermoso, y negar ese hecho equivalía a negar a Dios.

Alice Chen bajó del dormitorio y devoró tres panecillos colmados de mermelada de fresa. Vicki y Maya, sentadas en un rincón, charlaban en voz baja y miraban de vez en cuando a Gabriel. Las monjas bebían té mientras conversaban acerca del correo que acababa de llegar con el capitán Foley. En sus oraciones, pedían por docenas de personas repartidas por todo el mundo, y hablaban de ellas -de la mujer con leucemia, del hombre con la pierna destrozada-como si fueran amigos íntimos. Las malas noticias eran recibidas con solemnidad, mientras que las buenas eran motivo de risas y celebración, como si fuera el cumpleaños de alguien.

Gabriel no dejaba de pensar en el cuerpo de su padre y en la sábana blanca que lo cubría, como las telarañas de un antiguo sepulcro. ¿Por qué permanecía su padre en otro dominio? No había forma de hallar respuesta a eso, pero entonces recordó que Madre Bendita les había hablado de la razón que había llevado a su padre hasta tan remoto lugar.

– Disculpen -dijo Gabriel-. Me gustaría entender por qué mi padre decidió venir aquí. Madre Bendita dijo algo de un manuscrito escrito por san Columba…

– Ese manuscrito está en la capilla -dijo la hermana Ruth-. Antes estaba en Escocia, pero fue devuelto a esta isla hace unos cincuenta años.

– ¿Y sobre qué escribió el santo?

– Se trata de un relato de fe, una confesión. En él, san Columba hace una descripción detallada de su viaje al infierno.

– El Primer Dominio.

– Nosotras no creemos en ese esquema. Y desde luego no creemos que Jesucristo fuera un Viajero.

– Jesucristo es el Hijo de Dios -intervino la hermana Joan.

La hermana Ruth asintió.

– Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de la Virgen María. Fue crucificado, murió, fue sepultado y resucitó de entre los muertos. -Miró a las otras monjas-. Estos son los fundamentos de nuestra fe, pero no contradicen la idea de que Dios haya podido conceder a algunos el don de ser Viajeros ni que esos Viajeros se conviertan en visionarios, profetas o incluso santos.

– Así pues, ¿Columba fue un Viajero?

– No conozco la respuesta a esa pregunta. De todas maneras, su espíritu viajó hasta un lugar de condenación y regresó para escribir sobre él. Su padre pasó mucho tiempo traduciendo ese manuscrito. Y cuando no estaba en la capilla…

– Paseaba por la isla -intervino la hermana Faustina con fuerte acento polaco-. Subía a lo alto de la montaña y contemplaba el mar.

– ¿Podría ir a la capilla? -preguntó Gabriel-. Me gustaría ver ese manuscrito.

– No tenemos electricidad -señaló la hermana Ruth-. Tendrá que alumbrarse con velas.

– Solo quiero ver qué traducía mi padre.

Las religiosas se miraron unas a otras y parecieron llegar a un acuerdo. La hermana Maura se levantó y fue hasta una cómoda.

– En el altar hay velas suficientes, pero necesitará cerillas. Mantenga la puerta cerrada o el viento apagará las velas.

Gabriel se abrochó la cazadora y salió de la cocina. La única luz provenía de las estrellas y la luna creciente. Por la noche, las cabañas de piedra y la capilla parecían oscuros túmulos de tierra y roca, tumbas de los reyes de la Edad del Bronce. Intentando no tropezar por el irregular camino, pasó junto al dormitorio de las monjas y el refugio que había sido la celda del santo, donde en esos momentos vivía Madre Bendita. Una débil luz azulada brillaba en el piso de arriba, y Gabriel se preguntó si la Arlequín irlandesa tendría un ordenador portátil dotado de conexión vía satélite.

Bajó los peldaños hasta la terraza inferior y empujó la puerta de la capilla. Le costó ver algo hasta que logró encender tres grandes velas que ardieron con una llama amarilla.

El altar era una estructura rectangular del tamaño de una cómoda. Tenía una cruz de madera, y los lados estaban decorados con bajorrelieves donde se veían sirenas, monstruos marinos y un hombre al que le salía hiedra de la boca. Gabriel se arrodilló frente al altar y distinguió el contorno de un cajón central, pero no había ni tirador ni cerradura. Palpó y presionó todas las figuras esculpidas, pero ninguno de esos adornos paganos abrió el cajón. Estaba a punto de abandonar y volver a la cocina para pedir instrucciones cuando se le ocurrió desplazar la cruz hacia delante. Al momento, se oyó el sonido de un pestillo y el cajón central se abrió.

Dentro había un voluminoso objeto envuelto en terciopelo negro, una libreta de tapas duras y dos libros. Gabriel desenvolvió el objeto y halló un manuscrito con tapas de grueso cuero y páginas de papel vitela. En la primera había una ilustración en la que se veía a san Columba a la orilla de un río. A pesar de lo antiguo del códice, los colores seguían siendo vivos. En la página siguiente comenzaba la confesión del santo, escrita en latín.

Gabriel dejó el manuscrito a un lado y examinó los otros dos libros. Uno era un gastado diccionario de latín-inglés; el otro, un viejo libro de texto para estudiantes de primer año de latín. A continuación abrió la libreta y descubrió la traducción de su padre. La meticulosa caligrafía le recordó las listas de la compra que su padre solía colgar en el tablón de corcho de la cocina de la granja. El y Michael la leían todos los días para saber si sus padres habían decidido comprar caramelos o algo especial para la cena.

Sosteniendo la libreta junto a la vela, Gabriel empezó a leer las experiencias del santo en el Primer Dominio.

«Cuatro días después de nuestra celebración de la ascensión de la Virgen a los Cielos, mi alma abandonó mi cuerpo y descendió a ese lugar de condenación.»Gabriel pasó la hoja y siguió leyendo con avidez.

«Son demonios con apariencia de hombres y viven en una isla, en medio de un río oscuro. La luz proviene de un fuego…»Su padre había tachado aquella última palabra y anotado otras alternativas.

«La luz proviene de unas llamas, y el sol está oculto.»En la última página de la libreta, Matthew había subrayado varios pasajes.

«No hay fe. No hay camino revelado. Pero, por la gracia de Dios, hallé la puerta negra, y mi alma regresó a la capilla.»Gabriel cogió el manuscrito y pasó las páginas de papel vitela para ver las ilustraciones. Columba aparecía vestido con una túnica; una aureola dorada indicaba que se trataba de un santo. Pero no aparecían demonios en aquella versión del infierno, solo hombres vestidos a la usanza medieval, con espadas y lanzas. Mientras el santo observaba tras una torre derruida, los habitantes del infierno se mataban y torturaban con suma crueldad.

Oyó que la puerta crujía y se apartó del altar. Una silueta cruzó las sombras y entró en el reducido círculo de luz: Maya. Se había envuelto y cubierto la cabeza con uno de los negros chales de las religiosas, y, siguiendo el ejemplo de Madre Bendita, había prescindido del estuche de metal y llevaba su espada Arlequín a la vista de todos. La cincha de la funda le cruzaba el pecho, y la empuñadura de la hoja sobresalía tras su hombro izquierdo.

– ¿Has encontrado el libro? -preguntó.

– Sí, pero hay algo más. Mi padre no sabía latín, pero se empeñó en traducirlo y lo apuntó todo en una libreta. Trata de cuando san Columba cruzó al Primer Dominio. Imagino que mi padre quería saber lo máximo posible de ese lugar antes de ir.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Maya. Como de costumbre, parecía saber de antemano lo que Gabriel planeaba.

– Tu padre podría estar en cualquier parte, Gabriel.

– No. Está en el Primer Dominio.

– No es necesario que cruces hasta allí. El cuerpo de tu padre sigue en este mundo. Estoy segura de que tarde o temprano regresará.

Gabriel sonrió.

– Dudo que nadie tenga muchas ganas de regresar a la protección de Madre Bendita.

Maya meneó la cabeza y empezó a caminar arriba y abajo.

– La conozco desde que yo era una cría. Se ha vuelto tan negativa… Está llena de desprecio hacia todos.

– ¿Siempre ha sido tan vehemente?

– Yo admiraba su valor y su belleza. Todavía recuerdo un viaje que hicimos juntas en tren a Glasgow. Fue un viaje repentino, no tuvimos tiempo de preparar nada, y ella no llevaba ni disfraz, ni peluca. Me acuerdo de cómo la miraban los hombres. Se sentían atraídos por ella, pero al mismo tiempo intuían el peligro.

– ¿Y tú admirabas eso?

– Fue hace mucho tiempo, Gabriel. Ahora estoy intentando hallar mi propio camino. No soy una ciudadana ni un zángano, pero tampoco soy una Arlequín pura.

– ¿Y qué clase de persona deseas ser?

Maya se detuvo ante él y no se esforzó por disimular sus emociones.

– No quiero estar sola, Gabriel. Los Arlequines pueden tener esposa, hijos o familia, pero en realidad nunca están verdaderamente unidos a ellos. En una ocasión, mi padre cogió mi espada y me dijo: «Ella es tu familia, tus amigos y tu amante».

Gabriel se acercó y le puso las manos en los hombros.

– ¿Recuerdas cuando ayer nos sentamos en el banco, frente al mar, y me dijiste que estarías a mi lado pasara lo que pasase? Eso significó mucho para mí.

Estaban conversando -las palabras flotaban en el frío aire-, pero de repente, casi como por encantamiento, se produjo una transformación: la isla y la capilla se desvanecieron, y el mundo se convirtió solamente en ellos dos. Gabriel no vio disimulo en los ojos de Maya, no vio falsedad. Estaban conectados el uno con el otro de un modo profundo que iba más allá de sus respectivos papeles como Viajero y Arlequín.

El viento intentaba entrar en la capilla y arremetió con fuerza contra la puerta, como si pusiera a prueba su resistencia. Gabriel se inclinó hacia Maya y la besó largamente, hasta que ella se apartó. Habían acabado con una poderosa tradición como se arroja un papel al fuego. El deseo que Gabriel había sentido durante tantos meses apartó cualquier otro pensamiento de su mente. Cuando la miró, supo que no existían barreras entre ellos.

Suavemente, le quitó la espada del hombro y la dejó en un banco de madera. Gabriel regresó a ella, le apartó el cabello de la cara y volvieron a besarse. Maya se apartó, pero esta vez muy lentamente, y le susurró al oído:

– Quédate, Gabriel. Por favor, quédate…

Загрузка...