Capítulo 33

Maya salió de la tienda de instrumentos de percusión y se dirigió a un cibercafé de Chalk Farm Road. Linden le había dicho que solo confiaba en un experto en los seis dominios, un italiano llamado Simón Lumbroso. Una rápida búsqueda por internet le reveló que Lumbroso era tasador de arte en Roma. Anotó la dirección de su despacho y su número de teléfono, pero no lo llamó. Decidió que iría a Roma para conocer a la persona que supuestamente había sido amigo de su padre.

Tras reservar un billete de avión, cogió un taxi y se dirigió al pequeño cuarto trastero que tenía alquilado en Londres, donde cogió nueva documentación falsa. Para el viaje a Roma se decidió por la opción más segura: uno de sus OR-IF, es decir, «origen real – identidad falsa». Esos pasaportes habían sido emitidos por el gobierno y los datos que contenían se hallaban en la Gran Máquina.

Se tardó varios años en preparar la identificación OR-IF de Maya. Cuando ella tenía nueve años, Thorn consiguió los certificados de nacimiento de varias niñas muertas. A partir de ahí, cultivaron sus «vidas» como árboles frutales que de vez en cuando había que regar y podar. Sobre el papel, aquellas chicas habían obtenido el certificado de estudios y el permiso de conducir, tenían un empleo y habían solicitado tarjetas de crédito. Maya había actualizado aquellos documentos incluso mientras había intentado llevar una vida como una ciudadana normal dentro de la Red.

Cuando el gobierno del Reino Unido introdujera los documentos de identidad biométricos, los datos físicos incorporados a los pasaportes electrónicos tendrían que ser calcados a los de cada identidad falsa. Maya se había comprado lentes de contacto especiales que le permitirían burlar los escáneres del iris del aeropuerto, además de las delicadas fundas con las que se cubriría el dedo índice de las dos manos. La fotografía de algunos pasaportes se había hecho después de que las drogas faciales cambiaran su aspecto.

Con el paso del tiempo, se acostumbró a contemplar cada pasaporte como un aspecto diferente de su personalidad. El pasaporte en el que aparecía como Judith Strand la hacía sentirse una profesional ambiciosa. A Italia decidió llevarse el de una niña nacida en Brighton y llamada Rebecca Green. En la imaginación de Maya era una joven con inclinaciones artísticas y aficionada a la música electrónica.

Llevar una pistola en el avión, aunque fuera facturada con el equipaje, resultaba demasiado peligroso, de modo que Maya la dejó en la taquilla del trastero. En su lugar cogió la espada talismán de Gabriel, un estilete y el cuchillo de lanzamiento, y lo escondió todo en el interior de los tubos del cochecito de bebé que había construido uno de los contactos españoles de su padre.

En el aeropuerto Leonardo Da Vinci cogió un taxi que la llevó a la ciudad. El corazón de Roma podía situarse dentro de un triángulo en cuya base estaban los famosos centros turísticos del Foro y el Coliseo. Cogió una habitación en un hotel situado en el extremo norte de dicho triángulo, cerca de la piazza del Popolo, se colocó los cuchillos en los antebrazos, bajo las mangas, y salió rumbo al sur, más allá del mausoleo del emperador Augusto, por las adoquinadas calles de la ciudad vieja.

La planta baja de los antiguos edificios estaban ocupadas por restaurantes para turistas y tiendas de lujo. Aburridas dependientas, vestidas con ajustadas faldas, mataban el tiempo charlando con sus amigos por el móvil. Maya evitó las cámaras de vigilancia de los alrededores del edificio del Parlamento y entró en la plaza donde estaba el Panteón. La enorme construcción de ladrillo y mármol, erigida por el emperador Adriano para que fuera el templo de todos los dioses, llevaba dos mil años ocupando el centro de Roma.

Maya pasó bajo la columnata del pórtico. La nerviosa energía que embargaba a los grupos de turistas y a sus guías parecía disiparse en aquel abovedado espacio. Todos bajaban la voz y hablaban en susurros mientras cruzaban el suelo de mármol para admirar la tumba de Rafael. En medio de aquel gran templo, Maya intentó idear un plan. ¿Qué le diría a Lumbroso? ¿Realmente conocería el modo de rescatar a Gabriel?

Algo cruzó por el aire. Maya levantó la vista hacia el oculus, la redonda abertura que coronaba la bóveda. Una paloma había quedado atrapada en el interior del templo e intentaba salir. El pájaro ascendía en una amplia espiral batiendo frenéticamente las alas, pero el oculus estaba demasiado alto y no conseguía alcanzarlo. Maya vio que la paloma estaba agotada y que perdía altura con cada intento. El pájaro estaba tan asustado y desesperado que lo único que podía hacer era seguir volando, como si permanecer en el aire fuera a brindarle una solución.

La seguridad que Maya había sentido en Londres parecía haberse desvanecido. Sintiéndose débil y estúpida, salió del templo y corrió hacia el gentío que esperaba el autobús cerca del Teatro Argentino. Luego, rodeó las ruinas del centro de la plaza y se adentró en el laberinto de callejuelas que antaño habían constituido el antiguo barrio judío.

Anteriormente ese barrio se parecía al East London de la era victoriana: un lugar donde los maleantes podían encontrar refugio y aliados. Los judíos habían vivido en Roma desde el siglo II a.C., pero a partir del siglo XVI se vieron obligados a vivir dentro del sector amurallado, cerca del viejo mercado de pescado. Solo los médicos que trataban a los miembros de la aristocracia estaban autorizados a salir durante el día. Y los domingos los niños judíos tenían que acudir a la iglesia de San Angelo in Pescheria, donde el párroco les decía que estaban condenados para toda la eternidad. La iglesia seguía en pie, junto con la blanca sinagoga, que parecía un museo de la belle apoque trasplantado directamente de París.

Simón Lumbroso vivía en una casa de dos plantas cerca de las ruinas del Pórtico de Octavia. Su nombre aparecía en una placa de latón clavada en la puerta, y en ella ofrecía sus servicios en italiano, alemán, francés, hebreo e inglés: SIMÓN LUMBROSO, EXPERTO EN ARTE, SE EMITEN CERTIFICADOS.

Maya apretó el timbre, pero nadie respondió. Cuando lo volvió a intentar, una voz surgió del interfono.

Buon giorno…

– Buenas tardes -dijo Maya-. Busco al señor Lumbroso.

– ¿Y para qué? -El tono, antes cálido y amistoso, parecía suspicaz.

– Estoy considerando la compra de cierto objeto y deseo saber su verdadera antigüedad.

– La estoy observando por el vídeo y no veo que lleve una estatua o un cuadro.

– Se trata de una joya. Un broche de oro.

– Claro. Una joya para una bella donna.

La cerradura se abrió con un zumbido, y Maya entró en el edificio. La planta baja consistía en dos estancias comunicadas que daban a un patio interior. Parecía como si un camión cargado con el contenido de un laboratorio científico y de una galería de arte hubiera volcado su carga allí dentro. Maya vio un espectroscopio, una centrifugadora y un microscopio repartidos en varias mesas, entre estatuas de bronce y antiguos cuadros. Pasó entre unos cuantos muebles antiguos y entró en la estancia del fondo, donde un hombre barbudo de unos setenta años examinaba un viejo pergamino miniado. El anciano iba vestido con un pantalón negro, una camisa blanca y un solideo negro. La puntilla del tallit katan, la prenda de hilo que llevan tantos judíos ortodoxos, asomaba por debajo de su camisa.

El hombre le mostró lo que estaba examinando.

– Este papiro es antiguo, seguramente lo arrancaron de una Biblia, pero la inscripción es moderna. En lugar de tinta, los monjes medievales utilizaban hollín, moluscos prensados o su propia sangre. No podían coger el coche e irse a la tienda a comprar los productos de la industria química.

– ¿Es usted Simón Lumbroso?

– No suena usted muy convencida, joven. Por alguna parte tengo mis tarjetas, pero siempre acabo perdiéndolas. -Lumbroso se puso unas gafas de gruesas lentes que agrandaron sus oscuros ojos-. Hoy en día los nombres son frágiles. La gente se cambia de nombre con la misma facilidad con que cambia de zapatos. ¿Cuál es el suyo, signorina?

– Me llamo Rebecca Green y soy de Londres. He dejado el broche en mi hotel, pero podría dibujarle un boceto para que se haga una idea de cómo es.

Lumbroso sonrió y meneó la cabeza.

– Me temo que necesito ver el objeto. Si tiene una piedra, puedo desmontarla y examinar la pátina de debajo.

– Deme papel y lápiz. Puede que reconozca el diseño.

Lumbroso parecía escéptico, pero le entregó un rotulador y un bloc.

– Como usted quiera, signorina.

Rápidamente, Maya dibujó el símbolo de los Arlequines. Luego, arrancó la página y la dejó encima de la mesa. Lumbroso contempló el óvalo atravesado por tres líneas y la miró a los ojos. Maya se sintió como una obra de arte en plena tasación.

– Sí, por supuesto. Conozco ese diseño. Si me lo permite, quizá podría darle alguna información más.

Se dirigió a una caja fuerte que había en un rincón y giró el dial.

– Me ha dicho que es usted de Londres. ¿Sus padres nacieron también en el Reino Unido?

– Mi madre provenía de una familia sij que vivía en Manchester.

– ¿Y su padre?

– Era alemán.

Lumbroso abrió la caja fuerte y extrajo una vieja caja de cartón llena de correspondencia ordenada cronológicamente. La depositó en la mesa y empezó a rebuscar en ella.

– No puedo decirle gran cosa del broche. En realidad, no creo que exista. En cambio, sí sé algo sobre su lugar de origen, el de usted.

Abrió un sobre, sacó una fotografía en blanco y negro y la dejó en la mesa.

– Creo que es usted la hija de Dietrich Schóller. Al menos ese era su nombre antes de que se convirtiera en un Arlequín llamado Thorn.

Maya examinó la fotografía y se sorprendió al verse a la edad de nueve años sentada junto a su padre en un banco de Saint James Park. Alguien, tal vez su madre, había tomado la foto.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– Su padre y yo nos carteamos durante más de veinte años. Tengo una foto de usted recién nacida. Si quiere verla…

– Los Arlequines nunca hacen fotos, salvo para falsificar un pasaporte o un documento de identidad. Cuando en el colegio hacían la foto anual de la clase, yo me quedaba en casa.

– Bueno, pues su padre le hizo unas cuantas fotos y las dejó a mi custodia. Dígame, Maya, ¿dónde está? Hace tiempo que le envío mis cartas a una dirección de Praga, pero siempre me las devuelven.

– Murió. La Tabula lo mató.

Los ojos de Lumbroso se llenaron de lágrimas por el padre. Lloraba por su padre, su violento y arrogante padre. Se sorbió los mocos, buscó un pañuelo de papel y se sonó la nariz.

– La noticia no me sorprende. Dietrich llevaba una vida peligrosa. Aun así, su muerte me entristece enormemente. Era mi amigo más íntimo.

– No creo que usted lo conociera de verdad. Mi padre no tuvo un amigo en toda su vida. Nunca amó a nadie, ni siquiera a mi madre.

Lumbroso pareció sorprendido; luego, entristecido. Meneó la cabeza.

– ¿Cómo puede decir eso? Su padre sentía un enorme respeto hacia su esposa. Cuando ella murió, estuvo deprimido durante mucho tiempo.

– No sé nada de eso, pero sí sé lo que ocurrió cuando yo era pequeña: mi padre me entrenó para matar.

– Sí, la convirtió en Arlequín. No seré yo quien defienda esa decisión. -Lumbroso se levantó, fue hasta un perchero y cogió un largo abrigo negro-. Venga conmigo, Maya. Vamos a comer algo. Como dicen los romanos: «No hay historia que quepa en un estómago vacío».

Envuelto en su abrigo y con su sombrero de ala ancha, Simón Lumbroso guió a Maya a través del barrio judío. El sol se había escondido tras los tejados, pero algunos vecinos habían sacado sillas de cocina a la calle y charlaban mientras los niños jugaban a la pelota. Todo el mundo parecía conocer a Lumbroso, y este saludaba a sus vecinos tocando con dos dedos el ala del sombrero.

– Hace cuarenta años ofrecía excursiones guiadas para los extranjeros. Así fue como conocí a su padre. Fue la única persona que se presentó una tarde ante la sinagoga. Su padre era un gentil, desde luego, pero sabía mucho de la historia hebrea. Me hizo preguntas inteligentes y pasamos un rato estupendo debatiendo distintas teorías. Al final, le dije que me lo había pasado muy bien poniendo al día mi alemán y que no iba a cobrarle nada.

– Para él eso significó contraer una obligación.

Lumbroso sonrió.

– En efecto. Así es como lo vería un Arlequín. Pero yo no lo comprendí. En aquella época, unos cuantos jóvenes romanos de familia bien habían formado un grupo fascista, y por la noche solían pasear por el gueto para dar palizas a los judíos. Un día me pillaron a orillas del Tíber, no lejos de aquí. Cinco contra uno. Entonces, de repente, apareció su padre y…

– Y acabó con ellos.

– Sí. Pero lo que me sorprendió fue cómo lo hizo. Durante la pelea no mostró la menor emoción, solo una agresividad fría y calculada, además de una completa falta de miedo. Dejó a los cinco brutos inconscientes, y los habría arrojado al río si yo no se lo hubiera impedido.

– Eso sí que suena a mi padre.

– A partir de entonces empezamos a vernos con regularidad para explorar la ciudad y cenar juntos. Poco a poco, Dietrich me contó su vida. Mire, Maya, aunque su padre provenía de una familia Arlequín, nunca creyó que ese fuera su destino. Si no recuerdo mal, estudió historia en la Free University de Berlín y después decidió convertirse en pintor, por eso vino a Roma. Algunos jóvenes optan por experimentar con las drogas o con el sexo. Para su padre, tener un amigo era algo igualmente prohibido. Nunca había tenido amigos, ni siquiera en la adolescencia en el Oberschule.

Rodearon la sinagoga de Lungotevere y cruzaron el puente Fabricio, que conducía a una pequeña isla en medio del río. Lumbroso se detuvo a medio camino, y Maya contempló las verdosas aguas que atravesaban Roma.

– Cuando yo era pequeña, mi padre solía repetirme que los amigos nos hacen débiles.

– La amistad es tan necesaria como el agua o la comida. Nos llevó algún tiempo, pero al final nos hicimos amigos, no teníamos secretos entre nosotros. No me sorprendió saber de la existencia de los Viajeros. Existe una rama mística del judaísmo, inspirada en la Cábala, que describe ese tipo de revelaciones. En cuanto a la Tabula, basta con leer diariamente los periódicos para darse cuenta de que existe.

– No puedo creer que mi padre no deseara ser un Arlequín.

– ¿Qué resulta tan sorprendente? ¿Que fuera humano, como todos nosotros? Llegué a creer que se había liberado de su familia y que iba a quedarse en Roma para convertirse en pintor, cuando un día un Arlequín español se presentó en busca de ayuda. Y Dietrich cedió. Cuando regresó a Italia, ocho meses después, había adoptado su nombre Arlequín. Todo cambió. Fue el fin de su vida normal, pero su amor por Roma permaneció. Nos seguimos viendo esporádicamente y me enviaba un par de cartas al año. A veces, las cartas iban acompañadas de alguna foto de usted. La vi crecer y convertirse en una señorita.

– Me adiestró para convertirme en Arlequín -dijo Maya-. ¿Sabe lo que eso significa?

Lumbroso le puso la mano en el hombro.

– Solo usted puede perdonar a su padre. Lo único que yo puedo decirle es que la quería.

Perdidos ambos en sus pensamientos, cruzaron el puente y entraron en el barrio del Trastevere, al otro lado del río. Las casas estaban pintadas en tonos pastel y una densa hiedra trepaba por las fachadas.

Lumbroso llevó a Maya por una calle que desembocaba en una plaza adoquinada llamada piazza Mercanti. El lugar estaba desierto salvo por un par de gaviotas que luchaban por los restos de un par de cubos de basura esparcidos por el suelo. Los pájaros se graznaban como si fueran seguidores de equipos de fútbol rivales.

– Solo los turistas y los enfermos cenan a una hora tan temprana -dijo Lumbroso-, pero es una hora estupenda para una conversación privada.

Entraron en una trattoria que todavía no tenía clientela y un camarero con un imponente mostacho los acompañó a una mesa del fondo. Lumbroso pidió una botella de Pinot Grigio y un primer plato de bacalao frito.

Maya tomó un sorbo de vino pero no probó la comida. La visión que Lumbroso tenía de su padre era totalmente distinta de la suya. ¿Realmente Thorn se había interesado por ella? ¿Era posible que no hubiera querido convertirse en Arlequín? Las implicaciones de aquellas preguntas resultaban tan desconcertantes que decidió apartarlas de su mente y concentrarse en el motivo que la había llevado a Roma.

– No he venido aquí para hablar de mi padre -dijo-. Un Arlequín llamado Linden me dijo que es usted experto en los seis dominios.

Lumbroso sonrió mientras cortaba el pescado en pequeños bocados.

– Los únicos realmente expertos son los Viajeros, pero algo sé. Conocer a su padre me cambió la vida. Yo me gradué en arte, pero mi verdadera pasión era investigar esos otros mundos. He intentado hacerme con todos los libros, diarios y cartas que los describen.

Sin levantar la voz, Maya le explicó cómo había encontrado a Gabriel en Los Ángeles y por qué habían acabado en Europa. Lumbroso dejó los cubiertos y escuchó atentamente cuando Maya le contó lo que habían descubierto en Skellig Columba.

– Creo que Gabriel ha cruzado al Primer Dominio para ir en busca de su padre. Si se hubiera quedado atrapado allí, ¿hay algún modo de que yo pueda traerlo de regreso?

– No -respondió Lumbroso-. No si no va usted misma hasta allí.

Los dos guardaron silencio cuando el camarero sirvió el plato de pasta, bolas de sémola llamadas gnocchi alla romana. Maya seguía sin probar bocado, pero Lumbroso le sirvió otra copa de vino.

– ¿Qué quiere decir? ¿Eso es posible?

– Debe entender que para los griegos clásicos y los romanos no existía una separación tan rígida entre este mundo y las otras realidades. Durante esa época hubo Viajeros, pero los antiguos también creían que existían ciertas «puertas» que permitían a cualquiera cruzar a esos otros dominios.

– ¿Como caminos de paso?

– Yo los llamaría puntos de acceso al alcance de quienes los buscan. Una analogía moderna sería lo que la física teórica llama agujeros de gusano, atajos a través del espacio y el tiempo que permiten que una persona viaje de un punto a otro del universo sin lapso de tiempo. En la actualidad hay muchos físicos que te hacen pensar en el oráculo de Delfos… pero ellos se expresan con ecuaciones. -Lumbroso cogió la servilleta y se limpió un resto de salsa de tomate de la barbilla-. Leyendo los textos antiguos, parece claro que muchos de los lugares que se consideraban sagrados en la antigüedad, como por ejemplo Stonehenge, fueron construidos originariamente alrededor de un objeto que constituía un punto de acceso a otros dominios. Por lo que sé, ninguno de esos puntos existe en la actualidad. Sin embargo, los antiguos romanos nos dejaron una guía que nos enseñará dónde podemos encontrar uno.

Maya dejó la copa de vino.

– ¿Un mapa?

– Es algo mucho mejor que un mapa. Los mapas pueden perderse o destruirse. Esta guía en particular se halla oculta bajo las calles de Roma. Es el Horologium Augusti, el reloj de sol construido por orden del emperador Augusto.

Cuando el camarero se les acercó, Lumbroso discutió con él las distintas opciones del siguiente plato y al final se decidió por ternera con salsa de salvia. Una vez solos de nuevo, escanció más vino y prosiguió:

– El Horologium no era un pequeño reloj de sol que uno pudiera encontrar en cualquier jardín. Estaba en el centro mismo de Roma y era un enorme círculo de travertino con letras y líneas de bronce incrustados. Si ha caminado más allá del edificio del Parlamento, en la piazza di Montecitorio, habrá visto el obelisco egipcio que creaba la sombra.

– Pero ¿ahora ese reloj de sol está bajo tierra?

– La mayor parte de la Roma antigua lo está. Se podría decir que todas las ciudades tienen una ciudad fantasma oculta a la vista. Una pequeña parte del reloj de sol fue excavado en la década de 1970 por arqueólogos alemanes, algunos de los cuales eran amigos míos; sin embargo, tras un año de trabajos lo dejaron. Bajo las calles de Roma sigue habiendo manantiales naturales, y una corriente fluye sobre la cara del reloj de sol. Además, hubo problemas de seguridad. Los carabinieri no querían que los arqueólogos excavaran un camino que conducía directamente al edificio del Parlamento.

– Pero ¿qué tiene que ver esto con hallar un punto de acceso a otros dominios?

– El reloj de sol era algo más que un reloj y un calendario. También servía como centro del universo romano. En el anillo exterior había flechas que señalaban a África o la Galia, y también direcciones a portales espirituales que conducían a otros mundos. Como he dicho, los antiguos no tenían nuestra limitada visión de la realidad. Para ellos, el Primer Dominio habría sido como una distante provincia situada en el extremo del universo conocido.

»Cuando los arqueólogos alemanes pusieron punto final a su proyecto, la mayor parte del reloj de sol estaba cubierto de polvo y cascotes. Pero de eso hace treinta años, y desde entonces Roma ha sufrido varias inundaciones. Recuerde que una corriente subterránea fluye por toda la zona. Yo he inspeccionado el lugar y estoy convencido de que ahora está expuesta a la vista una parte del reloj mucho mayor.

– ¿Y por qué no lo ha comprobado personalmente? -preguntó Maya.

– Quien se decida a entrar ahí tiene que ser ágil, atlético y… -Lumbroso se acarició la voluminosa panza-mucho menos corpulento que yo. Tendrá que utilizar botellas de oxígeno y gafas de bucear para poder sumergirse. Y tendrá que ser valiente. Toda la zona es sumamente inestable.

Los dos permanecieron en silencio unos instantes. Maya tomó un sorbo de vino.

– ¿Y si compro el equipo necesario?

– El equipo no es problema. Es usted la hija de mi mejor amigo, lo cual significa que estoy encantado de ayudarla, pero nadie ha explorado esa área después de las inundaciones. Quiero que me prometa que si advierte algún peligro lo dejará estar y dará media vuelta.

La primera reacción de Maya fue pensar: «Los Arlequines no hacen promesas», pero recordó que ya había violado la norma con Gabriel.

– Intentaré tener cuidado, Simón. Es cuanto puedo decir. Lumbroso dobló su servilleta y la dejó en la mesa.

– A mi estómago no le gusta la idea, y eso es mala señal.

– Pues yo estoy hambrienta -dijo Maya-. ¿Dónde está el camarero?

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