Capítulo 17

Sujetando una navaja de afeitar, Jugger puso cara de furia, cortó el aire ante los ojos de Gabriel y exclamó:

– ¡El Destripador ha regresado a Londres y está sediento de sangre!

Sebastian, sentado en una silla plegable, junto a un calefactor portátil, levantó la mirada de su copia barata de El infierno de Dante y frunció el entrecejo.

– Deja de hacer tonterías, Jugger, y acaba el trabajo.

– Estoy terminando, y la verdad es que está siendo uno de mis mejores trabajos.

Jugger se puso un poco de crema de afeitar en la punta de los dedos, la aplicó cerca de las orejas de Gabriel y acabó de afeitarle las patillas. Cuando terminó, limpió los restos de la hoja en la manga de su camisa y sonrió.

– Ya está, colega. Eres un hombre nuevo.

Gabriel se levantó del taburete y se acercó al espejo que colgaba en la pared, cerca de la puerta. El vidrio roto le devolvió una imagen partida de su cuerpo, pero pudo ver que Jugger acababa de hacerle un corte de pelo muy militar. Su nuevo aspecto no estaba al nivel de las lentes de contacto y las fundas dactilares de Maya, pero era mejor que nada.

– ¿No se supone que Roland debería estar de vuelta? -preguntó.

Jugger miró la hora en su teléfono móvil.

– Esta noche le toca a él preparar la cena, así que ha ido a comprar comida. ¿Le ayudarás a cocinar?

– No lo creo. Ya quemé la salsa de los espaguetis la otra noche. Lo pregunto porque le pedí que hiciera una cosa por mí. Eso es todo.

– Se ocupará. No te preocupes. Roland es bueno en las tareas sencillas.

– ¡Increíble! ¡Dante se ha vuelto a desmayar! -Disgustado, Sebastian arrojó el libro al suelo-. Virgilio tendría que haber hecho cruzar el infierno a un free runner.

Gabriel salió de lo que había sido un salón con vistas a la calle y subió por una escalera hacia su cuarto. La escarcha manchaba la parte superior de las paredes, y su aliento formaba nubecillas de vapor. Desde hacía diez días vivía con Jugger, Sebastian y Roland en una casa okupa llamada Vine House, cerca de la orilla sur del Támesis. Antaño, el edificio de tres pisos había sido una granja en medio de los huertos y viñedos que suministraban sus productos a la ciudad.

Gabriel había aprendido una cosa de los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII: eran más bajos que los londinenses de esos momentos. Cuando llegó a lo alto de la escalera se agachó para cruzar el umbral y entrar en el desván. Era un cuarto pequeño y vacío, con el techo inclinado y paredes de yeso. La madera del suelo crujió cuando lo atravesó y se asomó a la claraboya.

Su cama era un colchón dispuesto sobre cuatro palets, y su escasa ropa estaba guardada en una caja de cartón. La única decoración de la estancia consistía en la foto enmarcada de una joven de Nueva Zelanda llamada «Nuestra Trudy», que aparecía con un cinturón de herramientas y un martillo en la mano mientras sonreía pícaramente a la cámara.

Una generación antes, Trudy y un pequeño ejército de okupas se habían hecho con las casas abandonadas de los alrededores de Bonnington Square. El tiempo había pasado y el ayuntamiento de Lambeth había dado cédula de habitabilidad a la mayoría de los edificios. Pero Trudy todavía sonreía en la fotografía y Vine House seguía en pie, ilegal, ruinosa y libre.

Cuando Jugger y su panda se reunieron con Gabriel tras la carrera en el mercado de Smithfield, le ofrecieron inmediatamente alimento, amistad y un nuevo nombre.

– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó Jugger mientras caminaban rumbo al sur, en dirección al río.

– Me la jugué y salté de la cañería.

– Pero ¿habías hecho alguna vez algo parecido? -preguntó Jugger-. Se necesita mucha confianza para hacer algo así.

Gabriel le habló de los saltos en paracaídas HALO que había practicado en California. Entonces había tenido que saltar desde gran altura y dejarse caer sin abrir el paracaídas durante más de un minuto.

Jugger asintió como si esa experiencia lo explicara todo.

– Escuchad -les dijo a los otros-. Tenemos un nuevo miembro de nuestra panda. Bienvenido a los free runners, Halo.

A la mañana siguiente Gabriel se despertó en Vine House y regresó de inmediato a Tyburn Convent. No se le ocurría otra manera de localizar a su padre; tenía que bajar la escalera de hierro hasta la cripta y descubrir cuáles eran los signos que su padre había dejado entre los huesos y las cruces oxidadas.

Durante tres horas permaneció sentado en un banco, al otro lado de la calle, observando quién abría la puerta del convento a los escasos visitantes. Esa mañana, los turistas fueron recibidos por la hermana Ann, la monja mayor que se negó a responder a sus preguntas, o por la hermana Bridget, la que se asustó cuando mencionó a Matthew Corrigan. Gabriel regresó al convento otras dos veces, pero siempre estaban las mismas religiosas a la puerta. Su única posibilidad consistía en esperar a que otra monja que no lo reconociera sustituyera a la hermana Bridget. Cuando no se dedicaba a vigilar el convento, Gabriel pasaba las tardes buscando infructuosamente a su padre por los suburbios del extrarradio de Londres. En la ciudad había cientos de cámaras de vigilancia, pero minimizaba el riesgo evitando el transporte público y las abarrotadas calles al norte del río.

Convertirse en un Viajero había ido cambiando gradualmente su forma de percibir el mundo. Podía observar a alguien y notar los más sutiles cambios en sus emociones. Se sentía como si su cerebro estuviera siendo reprogramado y no pudiera controlar del todo el proceso. Una tarde, mientras caminaba por Clapham Common, su visión se ensanchó hasta abarcar una panorámica de ciento ochenta grados y fue capaz de contemplar todo lo que tenía ante él al mismo tiempo: la belleza de un diente de león, la suave curva de una vía, y los rostros, tantos y tantos rostros. La gente salía de los comercios y caminaba por las calles con ojos que delataban fatiga, tristeza y ocasionales destellos de alegría. Aquella nueva forma de contemplar el mundo era abrumadora, pero al cabo de una hora la visión panorámica se disolvió poco a poco.

A medida que fueron pasando los días, se vio inmerso en los preparativos de una gran fiesta en Vine House. Las reuniones sociales nunca le habían hecho mucha gracia, pero la vida era distinta siendo Halo, el free runner estadounidense sin pasado ni futuro. Resultaba más fácil hacer caso omiso de sus poderes y salir con Jugger a comprar más cerveza.

El día de la fiesta fue frío pero soleado. Los primeros invitados empezaron a llegar alrededor de la una de la tarde, y no tardaron en aparecer más. Las pequeñas habitaciones de Vine House se llenaron de gente que compartía comida y alcohol. Los niños corrían por los pasillos y un recién nacido dormía en el arnés que su padre llevaba colgado al cuello. En el jardín, experimentados free runners mostraban nuevas y ágiles maneras de saltar por encima de un cubo de basura.

Mientras paseaba por la casa, a Gabriel le sorprendió cuánta gente estaba al corriente de la carrera en el mercado de Smithfield. Los free runners de la fiesta eran un grupo de amigos más o menos organizado que intentaban vivir alejados de la Red. Aquel era un movimiento social en el que nunca se fijarían los bustos parlantes de la televisión por la sencilla razón de que se resistía a ser visto. En esos momentos, la rebelión en los países industrializados no se inspiraba en obsoletas teorías político-filosóficas: la verdadera rebeldía venía determinada por la relación de cada uno con la Gran Máquina.

Sebastian iba de vez en cuando a la universidad, y Ice seguía viviendo con sus padres; pero la mayoría de los free runners tenían empleos en la economía sumergida. Algunos trabajaban en discotecas y otros servían copas en los pubs los días que había partido de fútbol; arreglaban motocicletas, hacían mudanzas y vendían recuerdos a los turistas. Jugger tenía un amigo que recogía perros muertos por cuenta del ayuntamiento de Lambeth.

Los free runners compraban la ropa en los mercadillos callejeros y la comida directamente a los granjeros. Se desplazaban por la ciudad a pie o en extrañas bicicletas llenas de remiendos. Todos tenían móvil, pero usaban números de prepago que resultaban difíciles de rastrear. Pasaban horas conectados a internet, pero nunca contrataban un proveedor de servicios. Roland montaba antenas con latas de café vacías que permitían captar distintas redes WiFi. Llamaban a eso «pescar», y los free runners se pasaban listas de cafeterías, oficinas y vestíbulos de hotel donde las redes eran accesibles.

A las nueve de la noche, todos los que tenían intención de emborracharse habían logrado su objetivo. Malloy, el barman ocasional que había estado en la carrera, hacía un discurso sobre el proyecto del gobierno de tomar las huellas dactilares de todos los niños menores de dieciséis años que solicitaran pasaporte. Esas huellas y demás información biométrica serían almacenadas en una base de datos secreta.

– El Home Office asegura que tomar las huellas a una niña de once años ayudará a derrotar al terrorismo -dijo Malloy-. ¿Cómo no se da cuenta la gente de que todo esto no es más que para tenernos controlados?

– Lo que deberías controlar en realidad es cuánto bebes -repuso Jugger.

– ¡Ya estamos presos! -exclamó Malloy-. ¡Y ahora se disponen a tirar la llave! ¿Dónde está el Viajero? Eso es lo que quiero saber. La gente sigue diciéndome: «Ten esperanza en el Viajero», pero yo no lo he visto por ninguna parte.

Gabriel tuvo la sensación de que, de repente, todos los allí reunidos habían comprendido quién era realmente. Contempló el abarrotado salón, casi esperando a que Roland o Sebastian lo señalaran con el dedo. «Ese es el viajero. Ahí está el jodido cabrón. Lo tenéis ante vuestros ojos.»La mayoría de los free runners no tenía ni idea de qué hablaba Malloy, pero unos cuantos estaban impacientes por sacarlo a que le diera el aire. Dos miembros de su panda lo llevaron fuera, y nadie prestó demasiada atención cuando la fiesta recuperó su ritmo normal. Más cerveza y patatas fritas.

Gabriel interceptó a Jugger en el pasillo de abajo.

– ¿De qué hablaba Malloy?

– Es una especie de secreto, tío.

– Vamos, Jugger. Sabes que puedes confiar en mí.

Jugger vaciló unos instantes, pero acabó asintiendo con la cabeza.

– Sí. Supongo que sí. Ven. -Llevó a Gabriel a la cocina y allí empezó a meter restos en una bolsa de basura-. ¿Te acuerdas de cuando nos conocimos en el pub y te hablé de la Gran Máquina? Bueno, pues algunos free runners aseguran que un grupo llamado la Tabula es el que está detrás de toda esta vigilancia y control. Están intentando convertir Gran Bretaña en una prisión sin barrotes.

– Pero Malloy ha hablado de alguien llamado el Viajero.

Jugger arrojó la bolsa de basura a un rincón y abrió una lata de cerveza.

– Bueno, ahí es donde la historia pierde un poco el norte. Corren rumores de que los llamados Viajeros son los únicos que pueden evitar que nos convirtamos en prisioneros. Por eso la gente escribe «Esperanza para el Viajero» en los muros de Londres. Yo mismo lo he hecho más de una vez.

Gabriel intentó que su tono sonara tranquilo y natural.

– ¿Y cómo se supone que ese Viajero cambiará las cosas?

– ¡Y yo qué sé! A veces creo que todas estas historias sobre los Viajeros no son más que un cuento de hadas. Lo que sí es real es que cada vez que salgo a pasear por Londres veo que han instalado más cámaras de vigilancia, y eso me desespera. Nuestra libertad se está esfumando de mil maneras distintas, y a nadie le importa un carajo.

La fiesta terminó alrededor de la una de la madrugada, y Gabriel ayudó a fregar los suelos y a recoger la basura. Ya era lunes, y esperaba que Roland regresara de Tyburn Convent. Una hora después de su corte de pelo, oyó el repiqueteo de unas botas contra el suelo de la escalera. Sonó un leve golpe en la puerta, y Roland entró en la buhardilla. El free runner de Yorkshire tenía siempre un aire solemne y un poco triste. En una ocasión, Sebastian había dicho de él que era como un pastor que se hubiera quedado sin ovejas.

– He hecho lo que querías, Halo. He ido al convento. -Roland meneó la cabeza-. Nunca antes había estado en un convento. Mi familia era presbiteriana.

– ¿Y qué ha pasado?

– Las dos monjas de las que me hablaste, la hermana Ann y la hermana Bridget, se han marchado. Hay una nueva, la hermana Teresa. Me ha dicho que esta semana ella es la «monja pública». Qué cosa más rara, ¿no?

– Quiere decir que puede hablar con desconocidos.

– Bueno, pues sí, habló conmigo. Una chica agradable. Si yo tuviera dos dedos de frente le pediría que se viniera a tomar una cerveza conmigo, pero supongo que las monjas no hacen esas cosas.

– Seguramente no.

De pie en el umbral, Roland observó cómo Gabriel se ponía la cazadora de cuero.

– ¿Estás bien, Halo? ¿Quieres que te acompañe a Tyburn?

– No. Hay algo que tengo que hacer, y debo hacerlo solo. No te preocupes, volveré. ¿Qué hay para cenar?

– Puerros -contestó lentamente Ronald-. Puerros, puré y salchichas.

Todas las bicicletas de Vine House tenían nombre y se guardaban en el cobertizo del jardín. Gabriel tomó prestada una llamada Blue Monster y se dirigió hacia el norte del río. La Blue Monster tenía un manillar de moto, un retrovisor de camión y un oxidado chasis pintado de color azul. Su rueda trasera chirriaba constantemente mientras Gabriel pedaleaba por Westminster Bridge y corría entre el tráfico hacia Tyburn Convent. Cuando llegó, una monja de ojos castaños y piel oscura le abrió la puerta.

– He venido a ver la cripta -le dijo Gabriel.

– Imposible -contestó la religiosa-. Estamos a punto de cerrar.

– Mañana tengo que regresar a Estados Unidos. Tenía muchas ganas de verla. ¿No podría dejarme pasar para que diese un vistazo rápido?

– Bueno, en ese caso… -La mujer abrió la puerta y le permitió entrar en la celda que daba acceso a la cripta-. Pero recuerde que solo puede quedarse unos minutos.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la verja. Gabriel le hizo unas cuantas preguntas y averiguó que había nacido en España y que había ingresado en la orden a los catorce años. Bajó a la cripta por la escalera de caracol. La monja encendió las luces, y él contempló los huesos, las ropas ensangrentadas y las demás reliquias de los mártires ingleses. Sabía que haber vuelto allí era peligroso. Aquella era su única oportunidad para dar con la pista que lo conduciría hasta su padre.

La hermana Teresa hizo un pequeño discurso sobre el embajador español y las mazmorras de Tyburn. Gabriel asentía con la cabeza, como si escuchara atentamente, mientras se paseaba entre las diferentes vitrinas y expositores. Fragmentos de huesos, un retal de puntilla manchado de sangre, más huesos. No tardó en comprender que no sabía casi nada de la Iglesia católica ni de la historia de Inglaterra. Se sintió como si estuviera en el instituto, a punto de pasar un examen importante sin haber estudiado nada.

– Cuando se inició la Restauración, algunas de las fosas comunes de Tyburn fueron abiertas y…

Los exhibidores de madera de la cripta se habían ido oscureciendo por el paso del tiempo y el contacto de los fieles. Si allí había alguna pista relacionada con su padre, tenía que estar oculta en algo reciente. Mientras daba una vuelta por la sala reparó en una foto con un marco de madera de pino colgada en la pared. En la base del marco había una placa de latón que reflejaba la luz.

Se acercó y examinó la imagen en blanco y negro. Era una pequeña isla rocosa que se había creado al emerger dos montañas del mar. Vio un grupo de edificios de piedra gris, todos con forma de conos invertidos. Desde la distancia parecían enormes hormigueros. En la placa de latón, grabada en letra gótica, figuraba la siguiente inscripción: skellig columba, Irlanda.

– ¿Qué es esta foto? -preguntó.

Sorprendida, la hermana Teresa interrumpió sus explicaciones.

– Skellig Columba, una isla en la costa oeste de Irlanda. Hay un convento de clarisas.

– ¿Es la orden a la que usted pertenece?

– No. Nosotras somos benedictinas.

– Tenía entendido que todo lo que había en esta cripta estaba relacionado únicamente con su orden o con los mártires ingleses…

La hermana Teresa bajó la mirada y frunció los labios.

– A Dios no le importan los países, solo las almas.

– No lo pongo en duda, hermana, es solo que me parece curioso que haya una foto de un convento irlandés en esta cripta.

– Supongo que tiene razón. No encaja.

– Tal vez la dejó aquí alguien de fuera del convento… -apuntó Gabriel.

La religiosa se metió la mano en el bolsillo y sacó el pesado aro con las llaves.

– Lo siento, señor, pero es hora de que se marche.

Gabriel intentó disimular su nerviosismo mientras seguía a la monja escalera arriba. Segundos más tarde volvía a estar en la calle. El sol se había ocultado tras los árboles de Hyde Park y empezaba a hacer frío. Quitó el candado a la bicicleta y pedaleó por Bayswater Road, hacia la rotonda.

Cuando miró por el retrovisor soldado al manillar, vio a un motorista con una cazadora negra que lo seguía a unos cien metros de distancia. El motorista podría haber acelerado, adelantarlo y perderse en la ciudad, pero prefería ir despacio y pegado a la acera. La visera ahumada del casco le ocultaba el rostro. Gabriel pensó en los mercenarios de la Tabula que lo habían perseguido por Los Angeles hacía tres meses.

Al llegar a Edgware Road, dio un brusco giro y miró el retrovisor. El motorista seguía detrás. La calle estaba congestionada por el tráfico de la hora punta. Los autobuses y los taxis se mantenían muy juntos en su avance hacia el este. Se metió por Blomfield Road, subió a la acera y zigzagueó entre los transeúntes que salían de las oficinas y se dirigían apresuradamente al metro. Una mujer mayor se detuvo y lo reprendió:

– ¡Por la calzada, joven!

Pero Gabriel hizo caso omiso de su enfado y siguió hacia la esquina de Warwick Avenue. Una carnicería. Una farmacia. Un restaurante kurdo. Se detuvo, las ruedas derraparon, y escondió rápidamente la Blue Monster tras unas cajas de cartón vacías. Luego echó a correr y cruzó las puertas eléctricas de un supermercado.

Un dependiente lo miró mientras cogía un cesto y se adentraba entre las estanterías. ¿Debía regresar a Vine House? No. La Tabula podía estar esperándolo y mataría a sus nuevos amigos con la misma fría eficiencia con la que habían asesinado a las familias de New Harmony.

Llegó al final del pasillo, giró en la esquina y se topó con el motorista. Era un tipo de aspecto duro, de fuertes brazos y anchos hombros. Llevaba la cabeza rasurada y tenía el rostro surcado de arrugas. Sostenía el casco de oscura visera en una mano y un teléfono vía satélite en la otra.

– No corra, monsieur Corrigan. Tenga, coja esto. -El motorista le tendió el teléfono-. Hable con su amiga -le dijo-, pero no olvide que no debe mencionar ningún nombre.

Gabriel se llevó el teléfono al oído y escuchó el débil crepitar de la estática.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Estoy en Londres con uno de tus amigos -contestó Maya-. El hombre que te ha dado el teléfono es mi socio.

El motorista sonrió ligeramente y Gabriel comprendió que la persona que lo había seguido era Linden, el Arlequín francés.

– ¿Puedes oírme? -preguntó Maya-. ¿Estás bien?

– Sí. Estoy bien -respondió Gabriel-. Me alegro de oír tu voz. He averiguado dónde vive mi padre. Tenemos que ir a buscarlo.

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