Capítulo 38

Hollis miró por la ventanilla mientras el tren Eurostar aceleraba por la pendiente y entraba en el túnel que atravesaba el canal de la Mancha. Los vagones de primera clase se parecían a la cabina de un avión. Una azafata francesa empujaba un carrito por el pasillo y servía el desayuno: cruasanes, zumo de naranja y champán.

Madre Bendita estaba sentada a su lado. Vestía un traje chaqueta gris y llevaba gafas. Se había recogido la rebelde melena pelirroja en un moño y, mientras leía en el ordenador portátil su correo electrónico, tenía todo el aspecto de una especialista de las altas finanzas rumbo a una reunión con algún cliente de París.

A Hollis le había impresionado la eficiencia con la que la Arlequín había organizado el viaje a Berlín. Cuarenta y ocho horas después de haberse presentado en la tienda de Winston Abosa, le habían proporcionado un traje, un pasaporte falso y los documentos que acreditaban que era un ejecutivo de una empresa de distribución cinematográfica con sede en Londres.

El tren salió del túnel y enfiló hacia el este, ya en Francia. Madre Bendita desconectó el ordenador y pidió una copa de champán a la azafata. Había algo en su imperiosa manera de comportarse que hacía que la gente inclinara la cabeza cuando la atendía.

– ¿Desea algo más, señora? -preguntó la azafata en tono solícito-. Veo que no ha probado el desayuno…

– Ha hecho usted bien su trabajo -contestó Madre Bendita-. No necesitamos nada más.

La joven se retiró con la botella envuelta en una servilleta.

Por primera vez desde que salieron de Londres, Madre Bendita se volvió hacia Hollis y dio muestras de que sabía que otro ser humano estaba sentado a su lado. Unas semanas atrás, Hollis quizá habría intentado sonreír y agradar a aquella difícil mujer, pero todo había cambiado. La furia que había despertado en él la muerte de Vicki era tan abrumadora que a veces tenía la impresión de que un espíritu maligno se había apoderado de su cuerpo.

La Arlequín se quitó una cadena de oro que llevaba al cuello y de la que colgaba un objeto de plástico del tamaño de una pequeña estilográfica.

– Coja esto, señor Wilson. Es una unidad de disco. Si conseguimos llegar hasta el centro de informática de la Tabula, usted será el encargado de enchufar esto en un puerto USB. Ni siquiera tendrá que apretar una tecla. El disco está programado para descargarse automáticamente.

– ¿Qué tiene?

– ¿Sabe lo que es una banshee? Es una criatura de Irlanda que anuncia con sus aullidos la muerte de un familiar. Pues bien, aquí dentro hay un virus banshee. Destruirá no solo los datos del sistema informático, sino también el ordenador.

– ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Algún hacker?-A las autoridades les gusta echar la culpa de los virus informáticos a ciertos adolescentes, pero saben bien que los virus más peligrosos provienen de los centros de investigación gubernamentales o de los grupos criminales. Este virus en concreto lo conseguí de unos antiguos miembros del IRA que viven en Londres y que se han especializado en extorsionar las páginas web dedicadas a las apuestas.

Hollis se colgó la cadena del cuello y se metió el dispositivo bajo la camisa, junto con el medallón de Vicki.

– ¿Y qué pasa si este virus entra en internet?

– No es probable que suceda. Ha sido diseñado para operar en un sistema cerrado.

– Pero ¿podría ocurrir?

– En este mundo pueden ocurrir muchas cosas desagradables que no son de mi incumbencia.

– ¿Todos los Arlequines son tan egoístas como usted?

Madre Bendita se quitó las gafas y fulminó a Hollis con la mirada.

– No soy egoísta, señor Wilson. Simplemente me concentro en determinados objetivos y descarto todo lo demás.

– ¿Siempre se ha comportado igual?

– No tengo por qué darle explicaciones.

– Solo intento entender por qué alguien decide convertirse en Arlequín.

– Supongo que podría haberlo dejado y huir, pero esta vida me gusta. Los Arlequines nos hemos liberado de las mezquindades de la vida cotidiana. No nos preocupamos por la basura que se acumula en el sótano ni por la hipoteca de fin de mes. No tenemos una esposa o un marido que nos importune porque llegamos tarde a casa ni amigos que se sientan ofendidos porque no les devolvemos las llamadas. Aparte de con nuestras espadas, no tenemos ataduras con nada ni nadie. Ni siquiera nuestros nombres son importantes. A medida que envejezco me cuesta más acordarme del nombre que figura en mi pasaporte.

– ¿Y eso la hace feliz?

– La palabra «feliz» se ha usado con tanto exceso que ha perdido su significado. La felicidad existe, por supuesto, pero es un momento que pasa. Si acepta la idea de que la mayoría de los Viajeros traen cambios positivos a este mundo, entonces la vida de un Arlequín tiene significado. Defendemos el derecho de la humanidad a evolucionar y crecer.

– ¿Defienden el futuro?

– Sí. Es una buena manera de expresarlo. -Madre Bendita apuró el champán y dejó la copa en la mesita. Estudió a Hollis y llegó a la conclusión de que, tras su aspereza, había una mente perspicaz-. ¿Le interesa este tipo de vida, señor Hollis? Lo normal es que los Arlequines provengan de determinadas familias, pero a veces aceptamos a gente venida de fuera.

– Los Arlequines me importan un bledo. Lo único que quiero es hacer sufrir a la Tabula por lo que hicieron a Vicki.

– Como quiera, señor Wilson. Pero le advierto una cosa por propia experiencia: ciertos anhelos nunca pueden ser saciados.

Llegaron a la Gare du Nord a las diez de la mañana y en la estación tomaron un taxi hasta el barrio de Clichy-sous-Bois. En aquella zona abundaban los bloques de viviendas sociales, edificios grises y anónimos que se alzaban sobre las tiendas de electrónica y las carnicerías que llenaban las calles. Por todas partes se veían restos de coches incendiados. La única nota de color la ponían las pocas prendas infantiles que colgaban de los tendederos. El taxista cerró los pestillos de las puertas mientras pasaban junto a mujeres vestidas con chador y grupos de jóvenes con sudaderas con capucha.

Madre Bendita ordenó al taxista que los dejara en una parada de autobús. Se apearon, y Madre Bendita condujo a Hollis por una calle adoquinada hasta una tienda de libros árabes. El propietario aceptó un sobre con dinero sin decir una palabra y entregó una llave a Madre Bendita. Salieron, se dirigieron a la parte de atrás del establecimiento, y la Arlequín usó la llave para abrir la puerta de un garaje. En su interior había un Mercedes-Benz último modelo. El depósito estaba lleno, había botellas de agua en sus respectivos encajes y la llave de contacto estaba puesta.

– ¿Qué hay de los papeles del coche?

– Es propiedad de una empresa tapadera domiciliada en Zurich.

– ¿Y las armas?

– Deberían estar en el maletero.

Madre Bendita lo abrió y sacó un embalaje de cartón que contenía su espada Arlequín y una bolsa de lona negra en laque guardó su ordenador. Hollis vio entonces que en su interior había cizallas, ganzúas y un recipiente con nitrógeno líquido para desactivar detectores de movimiento infrarrojos. En el maletero había asimismo dos maletas de aluminio que contenían un subfusil de fabricación belga y dos automáticas de nueve milímetros con sus respectivas pistoleras.

– ¿Cómo ha conseguido todo esto? -preguntó Hollis.

– Las armas siempre están disponibles. Es como una subasta de ganado en Kerry. Encuentras al vendedor y regateas el precio.

Madre Bendita fue al baño y regresó vestida con un suéter y un pantalón negros. Abrió la bolsa del equipo y sacó un destornillador eléctrico.

– Voy a inutilizar la caja negra del vehículo que está conectada al airbag.

– ¿Por qué? ¿No se supone que es lo que registra los datos si se produce un accidente?

– Sí, esa era la intención original. – La Arlequín abrió la puerta del conductor y se inclinó sobre el asiento para destornillar un panel bajo el volante-. Luego las compañías de alquiler de vehículos empezaron a utilizarlos para averiguar qué clientes corrían demasiado. En la actualidad, todos los vehículos tienen conectada la caja negra a un dispositivo GPS. No solo saben dónde está el coche, también saben si el conductor acelera, frena o lleva puesto el cinturón.

– ¿Y cómo lo han conseguido?

Madre Bendita retiró el panel y dejó al descubierto el mecanismo del airbag.

– Si la intimidad tuviera una lápida, en ella se podría leer: «Fue por tu propio bien».

Entraron en la autopista A2 y cruzaron la frontera con Bélgica. Mientras Madre Bendita se concentraba en la carretera, Hollis conectó un teléfono vía satélite al ordenador y se puso en con-tacto con Jugger, en Londres. Este había recibido otro mensaje de los free runners de Berlín. Cuando él y Madre Bendita llegaran a la capital tenían que reunirse con ellos en un edificio de Auguststrasse.

– ¿Te ha dado algún nombre? -preguntó la Arlequín.

– Sí. Uno se llama Tristan y el otro Króte.

Madre Bendita sonrió.

– En alemán Króte significa «sapo».

– Debe de ser un apodo. Como Madre Bendita.

– No lo elegí yo. Crecí en una familia de seis hermanos. Mi tío era Arlequín, y la familia me escogió a mí para que siguiera la tradición. Mis hermanos y hermanas se convirtieron en ciudadanos con trabajos normales mientras yo aprendía cómo se mata a la gente.

– ¿Y no está furiosa por ello?

– A veces, señor Wilson, habla usted como un psicólogo. ¿Es ese un rasgo estadounidense? Yo que usted no perdería el tiempo interesándome por mi infancia. Vivimos el presente y caminamos hacia el futuro.

Cuando entraron en Alemania, Hollis se sentó al volante. Le sorprendió saber que en las autopistas de aquel país no había limitación de velocidad. El Mercedes circulaba a ciento sesenta, pero otros coches los adelantaban. Varías horas después, aparecieron los carteles de Dortmund, Bielefeld, Magdeburgo y, por fin, Berlín. Hollis cogió la salida seis de Kaiserdamm y unos minutos más tarde cruzaban Sophie-Charlotten-Strasse. Era casi medianoche. El vidrio y el acero de los rascacielos brillaban con las luces. Había muy poca gente por la calle.

Aparcaron en una calle lateral, sacaron las armas del maletero y se escondieron las pistolas bajo la ropa. Madre Bendita metió su espada en un tubo metálico con una cincha y se la colgó al hombro mientras Hollis sacaba el subfusil de la maleta y lo metía en la bolsa de lona.

Se preguntó si moriría aquella noche. Se sentía vacío, ajeno a su propia vida. Tal vez eso era lo que Madre Bendita había visto en él: era lo bastante frío para convertirse en Arlequín. Era una oportunidad de defender el futuro, pero a los Arlequines nunca dejarían de perseguirlos. Nada de amigos. Nada de amantes. No era extraño que en los ojos de Maya se leyera tanto dolor y soledad.

La dirección de Auguststrasse resultó ser un ruinoso edificio de cinco plantas. En la planta baja estaba Ballhaus Mitte, una sala de baile para clases populares reconvertida en restaurante y discoteca. Una cola de jóvenes esperaban ante la puerta mientras fumaban cigarrillos y contemplaban cómo una pareja se besaba apasionadamente. Cuando la puerta se abrió, los envolvió una oleada de música electrónica a todo volumen.

– Vamos al 4B -dijo Madre Bendita.

Hollis miró el reloj.

– Llegamos una hora antes de lo previsto.

– Siempre es mejor llegar con antelación. Cuando uno no conoce a su contacto, no debe presentarse a la hora convenida.

Hollis la siguió al interior del edificio y por la escalera. Al parecer estaban cambiando el sistema eléctrico de la casa, porque las paredes estaban reventadas en muchos lugares y el suelo se veía cubierto de polvo de yeso. La música que llegaba de la discoteca se fue apagando a medida que subían, hasta que desapareció totalmente.

Cuando llegaron al cuarto piso, Madre Bendita le hizo un gesto con la mano. «Silencio. Esté preparado.» Hollis puso la mano en el picaporte del apartamento 4B y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Miró hacia atrás y vio que Madre Bendita había desenfundado la pistola y la mantenía junto al pecho. Cuando abrió la puerta, la Arlequín entró en tromba en una estancia vacía.

El apartamento estaba lleno de muebles viejos. Había un sofá sin patas, dos ajados colchones y unas cuantas mesas y sillas diferentes. En todas las paredes había fotografías de free runners realizando cabriolas, saltando de un edificio a otro y dando volteretas. Parecía como si a aquellas figuras no les afectaran las leyes de la gravedad.

– Y ahora ¿qué? -preguntó Hollis.

– Ahora esperamos. -Madre Bendita enfundó la pistola y se sentó en una silla de cocina.

Exactamente a la una de la madrugada, alguien descendió por la fachada del Ballhaus. Hollis vio dos piernas balancearse fuera de la ventana. Los pies localizaron una cornisa, y una figura apareció en el alféizar de la ventana, la abrió y saltó al interior del apartamento. El escalador debía de tener unos diecisiete años. Vestía vaqueros y una sudadera con capucha y llevaba el pelo, negro y largo, anudado en trenzas. En el dorso de las manos tenía tatuados unos dibujos geométricos.

Unos segundos más tarde otro par de piernas se descolgó por la ventana. El segundo free runner era un muchacho de once o doce años. Tenía una melena enmarañada que le daba el aspecto de un niño medio salvaje. Llevaba un reproductor digital colgado del cinturón y auriculares en los oídos.

Cuando el muchacho hubo entrado, el mayor hizo una reverencia ante Madre Bendita y Hollis. Sus movimientos eran exagerados, como un actor consciente de su público.

Guten Abend. Bienvenidos a Berlín.

– No me impresionan vuestras hazañas como escaladores -dijo Madre Bendita-. La próxima vez utilizad la escalera.

– Pensé que sería la mejor manera de mostrar nuestras… ¿Cómo se dice en inglés…? Nuestras credenciales. Somos de los free runners de Spandau. Yo me llamo Tristán, y él es mi primo Króte.

El chaval del pelo enmarañado meneaba la cabeza al ritmo de la música de sus auriculares. De repente, se dio cuenta de que todos lo miraban y retrocedió hacia la ventana con súbita timidez. Hollis se preguntó si Króte no intentaría escapar por donde había entrado.

– ¿Tu primo habla inglés? -preguntó.

– Solo unas pocas palabras. -Tristán se volvió hacia Króte-. Di algo en inglés.

– Multidimensional -susurró el muchacho.

Sehr gut! -Tristán sonreía con orgullo-. Lo ha aprendido en internet.

– ¿Así fue como os enterasteis del Programa Sombra?

– No. Fue a través de la comunidad de free runners. Tenemos una amiga, Ingrid, que trabajaba para una empresa llamada Personal Customer. Supongo que era buena en lo que hacía, porque un tipo llamado Lars Reichhardt le pidió que trabajara para su división. A cada miembro del equipo se le asignó una pequeña tarea y se le dijo que no compartiera la información con sus colegas. Dos semanas más tarde, Ingrid tuvo acceso a otra parte del sistema y se enteró del Programa Sombra. Fue entonces cuando recibimos el correo electrónico de los free runners ingleses.

– Hollis y yo tenemos que llegar al centro de informática -dijo Madre Bendita-. ¿Podéis ayudarnos?

– ¡Claro que sí! -Tristán extendió las manos como si les estuviera ofreciendo un regalo-. Los llevaremos hasta allí.

– ¿Tendremos que escalar muros? -preguntó la Arlequín -. No he traído cuerdas…

– No harán falta cuerdas. Iremos por debajo de las calles. Durante la Segunda Guerra Mundial cayeron cantidad de bombas sobre Berlín, pero Hitler estaba a salvo en su bunker. La mayoría de los bunkers y los túneles siguen ahí abajo. Króte lleva explorándolos desde los nueve años.

– Diría que a vosotros no se os ve mucho por la escuela… -dijo Hollis.

– A veces vamos. Hay chicas, y me gusta jugar al fútbol.

Pocos minutos después los cuatro abandonaron el Ballhaus y cruzaron el río. Króte llevaba a la espalda una mochila con su equipo para bajar al subsuelo. Correteaba por delante de su primo como un boy scout salvaje.

Tras caminar por una ancha avenida que bordeaba el Tiergarten, llegaron a un monumento dedicado a los judíos asesinados en Europa. El memorial al Holocausto estaba formado por una gran plataforma inclinada cubierta por losas de cemento de diversos tamaños. A Hollis le parecieron cientos de ataúdes grises. Tristán les explicó que la pintura antigrafiti que protegía el monumento la fabricaba una empresa filial de la que había suministrado el gas Zyklon-B que se había utilizado en las cámaras de gas.

– Durante la guerra, fabricaron gas venenoso; en la paz, luchan contra los grafiteros. Todo forma parte de la Gran Máquina.

Al otro lado de la calle había una hilera de bares y tiendas de souvenirs que ocupaban una estructura de madera y cristal. Króte corrió hasta un Dunkin' Donuts y dobló la esquina. Los demás lo siguieron y lo encontraron abriendo el candado de lo que parecía una tapa de hierro encajada en el pavimento.

– ¿Dónde habéis conseguido esa llave? -preguntó Madre Bendita.

– El año pasado rompimos el candado del ayuntamiento y lo sustituimos por uno de los nuestros.

Krote abrió la mochila y sacó tres linternas. Él se puso un frontal con una bombilla de gran intensidad.

Abrieron la trampilla y bajaron a toda prisa por los peldaños de hierro clavados en la pared. Hollis se agarraba con una sola mano y sostenía la bolsa con el equipo en la otra. Llegaron a un túnel de mantenimiento lleno de cables eléctricos, y Króte abrió una puerta de hierro sin rotular.

– ¿Cómo es que nadie se ha dado cuenta de que habéis cambiado las cerraduras? -preguntó Hollis.

– Nadie, salvo los exploradores como nosotros, quiere entrar aquí. Aquí abajo está oscuro y da miedo. Es el altes Deutchland, el pasado.

Uno tras otro fueron entrando en un pasillo con el suelo de cemento. En esos momentos se encontraban justo debajo del memorial, en el bunker donde se refugiaba Joseph Goebbels y su personal durante los bombardeos. Hollis había esperado algo más impresionante, muebles de oficina cubiertos de polvo y banderas nazis colgadas de las paredes; sin embargo, lo que sus linternas iluminaban eran paredes de bloques de cemento cubiertas de una pintura grisácea y con las palabras: RAUCHEN VERBOTEN. Prohibido fumar.

– La pintura es fluorescente. Después de todos estos años sigue funcionando.

Króte avanzó por el túnel lentamente, iluminando la pared con su lámpara de espeleólogo.

Licht -dijo en voz baja, y Tristán se volvió hacia Hollis y Madre Bendita para indicarles que apagaran sus linternas.

En la oscuridad vieron que los movimientos de la lámpara de Króte habían dibujado una línea verde en la pared que brilló unos segundos y se desvaneció. Volvieron a encender las linternas y siguieron avanzando por el bunker. En un cuarto vieron un viejo somier desprovisto de colchón. Otro parecía un pequeño hospital, con su mesa de exploraciones y una vitrina de cristal vacía.

– Los rusos violaron a casi todas las mujeres de Berlín y saquearon la ciudad a fondo -explicó Tristán-. Pero hay un lugar en este bunker donde no se metieron. Puede que fueran demasiado perezosos o resultara demasiado horrible de ver.

– ¿De qué hablas? -preguntó Madre Bendita.

– Miles de alemanes se quitaron la vida cuando llegaron los rusos. ¿Y dónde lo hicieron? En el lavabo. Era uno de los pocos sitios donde uno podía estar solo.

Króte se hallaba junto a una puerta abierta. En la pared se leía la palabra waschraum. Dos flechas señalaban en direcciones opuestas mánner y frauen.

– Los esqueletos siguen dentro de los reservados -dijo Tris-tan-. Si no les da miedo pueden verlos.

– Sería una pérdida de tiempo. -Madre Bendita negó con la cabeza.

Pero Hollis no pudo evitar seguir al muchacho y entrar en el aseo de señoras. Las dos linternas revelaron una hilera de reservados de madera. Todas las puertas estaban cerradas, y Hollis intuyó que ocultaban los restos de más de un suicidio. Króte se adelantó unos pasos y señaló algo. Cerca del fondo, una de las puertas estaba ligeramente entreabierta. Una mano momificada, como una negra garra, sobresalía por la abertura. Hollis tuvo la sensación de que acababan de llevarlo al mundo de los muertos. Un escalofrío lo estremeció de la cabeza a los pies, y se apresuró a regresar al pasillo principal.

– ¿Ha visto la mano?

– Sí, la he visto.

– Todo Berlín está construido encima de esto -comentó Tristan-. Encima de los muertos.

– Me importa un rábano -terció Madre Bendita-. Sigamos.

Al final del pasillo había otra puerta de hierro, pero esta no estaba cerrada con llave. Tristán la empujó.

– Ahora entraremos en el antiguo sistema de alcantarillado. Dado que esta zona estaba cerca del Muro de Berlín, tanto los de la Alemania del Este como los occidentales lo dejaron tal cual.

Se metieron en una tubería de drenaje de unos dos metros y medio de diámetro. El agua corría por el suelo de la cañería, y la luz de las linternas hacía brillar sus paredes. Del techo colgaban estalactitas de sal que parecían cuerdas blancas. Había también extraños hongos blancos con aspecto de bolas de grasa. Chapoteando en el agua, Króte los guió hasta una bifurcación y se volvió para esperarlos. La luz de su frontal se movió como una luciérnaga.

Al final, llegaron a una tubería mucho más pequeña que desembocaba en la grande. Króte empezó a hablar en alemán con su primo mientras señalaba la tubería y gesticulaba.

– Ya hemos llegado. Solo tienen que avanzar unos diez metros más y forzar la entrada -dijo Tristán.

– Ni hablar. -Madre Bendita lo fulminó con la mirada-. Prometiste llevarnos hasta el final.

– Nosotros no vamos a meternos en el centro de informática de la Tabula -dijo Tristán-. Es demasiado peligroso.

– El verdadero peligro lo tienes delante, jovencito. No me gusta la gente que no cumple sus promesas.

– ¡Pero os estamos haciendo un favor!

– Esa es tu interpretación, no la mía. Lo único que sé es que te comprometiste a algo.

La frialdad del tono y la mirada de la Arlequín resultaban intimidantes. Tristán se quedó inmóvil, y Króte miró a su primo con aire asustado. Hollis decidió intervenir.

– Deje que vaya yo primero -dijo a Madre Bendita-. Comprobaré que todo esté en orden.

– Esperaré diez minutos, señor Wilson. Si no ha vuelto, habrá consecuencias.

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