Capítulo 40

Cuando Maya tenía dieciocho años, la enviaron a Nigeria para que recogiera el contenido de una caja de seguridad de un banco de Lagos. Un Arlequín inglés llamado Greenman había dejado allí un paquete con diamantes, y Thorn necesitaba el dinero.

El aeropuerto de la capital nigeriana había sufrido una avería eléctrica, y las cintas de la recogida de equipajes no funcionaban. Mientras Maya esperaba su maleta, empezó a llover. De los agujeros del techo caía agua sucia. Tras sobornar a cuantos vio de uniforme, Maya logró salir al vestíbulo del aeropuerto, donde se vio de inmediato rodeada por una multitud de nigerianos. Los taxistas se pelearon por llevarle la maleta, gritaban y gesticulaban. Mientras se abría paso hacia la salida, notó que alguien le tiraba del bolso: un niño de apenas ocho años intentaba cortar la correa. Maya no tuvo más remedio que sacar el cuchillo que llevaba oculto en la manga.

Llegar al aeropuerto internacional Bole, en Etiopía, fue una experiencia muy diferente. Maya y Lumbroso aterrizaron una hora antes de que amaneciera. La terminal estaba silenciosa y limpia, y los funcionarios de inmigración no dejaban de repetir «Tenas-tëllën», que en amárico significaba «Ve con salud».

– Etiopía es un país conservador -le explicó Lumbroso-.

No levante la voz y muéstrese siempre cortés. Los etíopes suelen tratarse por el nombre de pila. Cuando se dirija a un hombre, añada «ato», que significa «señor». A usted, como es soltera, la llamarán «weyzerit» Maya.

– ¿Cómo tratan aquí a las mujeres?

– Votan, dirigen empresas y van a la universidad. Usted es una faranji, una extranjera, y eso la sitúa en una categoría especial. -Lumbroso observó el atuendo de viaje de Maya e hizo un gesto de aprobación. Llevaba un pantalón ancho de lino y una blusa blanca de manga larga-. Viste usted con discreción, y eso está bien. Aquí se considera vulgar que una mujer enseñe los hombros o las rodillas.

Pasaron la aduana y llegaron a la zona de recepción, donde los esperaba Petros Semo. El etíope era un hombre menudo y delicado, de ojos oscuros. Lumbroso parecía muy alto a su lado. Se estrecharon las manos durante casi un minuto mientras se saludaban y hablaban en hebreo entre ellos.

– Bienvenida a mi país -dijo Petros a Maya-. He alquilado un Land Rover para nuestro viaje a Axum.

– ¿Se ha puesto en contacto con las autoridades religiosas? -preguntó Lumbroso.

– Por supuesto, ato Simón. Los sacerdotes me conocen bastante bien.

– ¿Significa eso que podré ver el Arca? -preguntó Maya.

– No puedo prometérselo. En Etiopía solemos decir «Egzia-bher Kale», «si Dios quiere».

Salieron de la terminal y subieron a un Land Rover blanco que todavía tenía el emblema de una ONG noruega. Maya subió al asiento del pasajero, junto a Petros, mientras que Lumbroso se instaló atrás. Antes de salir de Roma, Maya había enviado la espada japonesa de Gabriel a Addis Abeba. El arma seguía en su embalaje, y Petros se la entregó a Maya como si fuera una bomba a punto de explotar.

– Perdone que se lo pregunte, weyzerit Maya, pero ¿esta es su arma?

– Es una espada talismán forjada en el siglo XIII en Japón. Se dice que cuando los Viajeros cruzan a otros dominios pueden llevar consigo objetos talismán, pero no sé si es el caso con el resto de nosotros.

– Creo que es usted la primera Tekelakai que aparece por Etiopía desde hace muchos años. Un Tekelakai es un defensor de un profeta. Antes había muchos de ellos en el país, pero los persiguieron y los asesinaron durante los disturbios políticos.

Para poder enlazar con la carretera del norte, tuvieron que cruzar la capital. Era primera hora de la mañana, pero las calles ya estaban abarrotadas de taxis blancos y azules, camionetas y autobuses amarillos cubiertos de polvo. En el centro de Addis Abeba había modernos edificios gubernamentales y hoteles de lujo rodeados por miles de humildes viviendas con el techo de plancha ondulada.

Las calles principales eran como ríos alimentados por carreteras de tierra y caminos embarrados. A lo largo de las aceras, había tenderetes donde se vendía de todo, desde carne hasta películas de vídeo pirateadas. La mayor parte de los hombres vestían al estilo occidental y llevaban un paraguas o un bastón corto llamado dula. Las mujeres calzaban sandalias, llevaban falda larga y se envolvían con un chai blanco de cintura para arriba.

Al salir de la ciudad, el Land Rover tuvo que abrirse paso entre varios rebaños de cabras que llevaban al matadero. Las cabras solo fueron un anticipo de futuros tropiezos con otros animales: pollos, ovejas y lentos rebaños de vacas. Cada vez que el Land Rover aminoraba la marcha, los niños que había a ambos lados de la carretera veían que en su interior viajaban dos extranjeros y echaban a correr junto al vehículo. Muchachos con la cabeza rapada y de piernas flacuchas seguían al coche durante más de un kilómetro, riendo, agitando los brazos y gritando «You! You!» en inglés.

Simón Lumbroso se recostó en el asiento de atrás y sonrió.

– Creo que podemos decir que estamos a salvo de la Gran Máquina.

Tras dejar atrás unas colinas cubiertas de eucaliptos, siguieron por una carretera de tierra hacia el norte y se adentraron en un paisaje montañoso y rocoso. Las lluvias estacionales habían caído unos meses antes, pero la hierba seguía teniendo un color verde amarillento con manchas púrpura y blancas de las flores locales. A unos sesenta kilómetros de la capital pasaron frente a una casa rodeada de mujeres vestidas de blanco. Un profundo gemido salía del interior, y Petros explicó que la Muerte se hallaba dentro de la casa. Tres pueblos más adelante, la Muerte volvió a hacer acto de presencia: el Land Rover tomó una curva y estuvo a punto de chocar con un cortejo fúnebre. Envueltos en chales, hombres y mujeres portaban un féretro negro que parecía flotar sobre ellos como una embarcación sobre un blanco mar.

Los clérigos etíopes de los pueblos vestían largas togas de algodón llamadas shammas y grandes gorros de algodón; Maya pensó en los gorros de piel que eran tan comunes en Moscú. Un sacerdote que sostenía una sombrilla con un ribete dorado se hallaba de pie junto a la carretera que se adentraba en la garganta del Nilo Azul. Petros se detuvo a su lado y le dio un poco de dinero; el anciano rezaría para que tuvieran un viaje sin incidentes.

Se metieron en la garganta del río y la carretera se estrechó; apenas había unos centímetros entre el borde y las ruedas del coche. Maya se asomó por la ventanilla y solo vio el cielo y una nube de polvo; le pareció que avanzaban con dos ruedas en el aire y las otras dos en el camino.

– ¿Cuánto le ha dado a ese cura? -preguntó Lumbroso.

– No mucho. Cincuenta birr.

– La próxima vez, dele cien -masculló Lumbroso mientras Petros tomaba otra curva cerrada.

Cruzaron un puente de hierro que atravesaba el Nilo y salieron de la garganta. Los cactus y la vegetación del desierto dominaban el paisaje. Los rebaños de cabras seguían bloqueando la carretera, pero también se cruzaron con una hilera de camellos con armazones de madera para llevar la carga. Lumbroso se quedó dormido con la cabeza apoyada en el cristal y el sombrero de ala ancha medio aplastado contra la ventanilla. Durmió a pesar de los baches y las piedras, de los buitres que se perfilaban contra el azul del cielo y de los gemidos de los camiones que ascendían colina arriba.

Maya bajó su ventanilla para que entrara un poco de aire fresco.

– Llevo euros y dólares -dijo a Petros-. ¿Qué tal si hago una donación a los sacerdotes? ¿Cree que eso podría ayudar?

– El dinero puede resolver muchos problemas -respondió él-, pero aquí estamos hablando del Arca de la Alianza. El Arca es muy importante para el pueblo etíope. Los sacerdotes no permitirían que un soborno influyera en su decisión.

– ¿Usted qué opina? ¿Cree que el Arca es real?

– Tiene poder. Es todo cuando puedo decirle.

– ¿Y el gobierno israelí cree que es real?

– La mayoría de los judíos etíopes viven en Israel. El gobierno israelí no saca nada ayudando a Etiopía, pero la ayuda sigue llegando. -Petros sonrió ligeramente-. Es un hecho curioso que no hay que pasar por alto.

– Según la leyenda, el Arca fue llevada a África por el hijo del rey Salomón y de la reina de Saba.

Petros asintió.

– Hay otra teoría que dice que la sacaron de Israel cuando el rey Manasseh llevó un ídolo al templo de Salomón. Algunos eruditos aseguran que el Arca fue conducida primero a un asentamiento judío que había en la isla Elefantina, en el Alto Nilo. Cientos de años después, cuando los egipcios atacaron ese asentamiento, fue trasladada a una isla que hay en medio del lago Tana.

– ¿Y ahora se encuentra en Axum?

– Si. La tienen en un santuario especial. Solo un sacerdote está autorizado a acercarse al Arca, y solo una vez al año.

– Entonces ¿por qué iban a permitirme entrar?

– Como le dije en el aeropuerto, en Etiopía tenemos una larga tradición de guerreros que han defendido a Viajeros. Los sacer-dotes comprenden esta idea, pero usted presenta un problema especialmente difícil.

– ¿Porque soy extranjera?

Petros parecía incómodo.

– Porque es mujer. No ha habido una mujer Tekelakai desde hace trescientos o cuatrocientos años.

Cuando cruzaron las montañas del norte de Etiopía empezó a llover. La carretera se adentró en un árido paisaje desprovisto de vegetación, salvo algunos cultivos en terrazas y unos pocos eucaliptos plantados a modo de cortavientos. Las casas, las escuelas, y los puestos de policía estaban construidos con grandes bloques de piedra amarilla. Encima de los tejados de plancha ondulada había piedras apiladas, y muros también de piedra recorrían las laderas de las colinas en un vano intento de detener la erosión.

Maya apoyó la espada en su regazo y miró por la ventana. En aquella zona, lo único interesante eran los otros seres humanos. Cruzaron un pueblo donde todos los hombres llevaban botas para la lluvia. En otro vieron a una niña de unos tres años sentada en la cuneta sosteniendo un huevo entre el índice y el pulgar. Era viernes, y los campesinos se dirigían al mercado. Sus paraguas oscilaban arriba y abajo como un ejército de hongos de diferentes colores caminando colina arriba.

Era ya de noche cuando llegaron a la antigua ciudad de Axum. Había dejado de llover, pero en el ambiente persistía una leve bruma. Petros parecía tenso y preocupado. No dejaba de lanzar miradas a Maya y a Lumbroso.

– Prepárense. Los sacerdotes están avisados de su llegada.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Lumbroso.

– Yo hablaré primero. Será mejor que Maya lleve su espada para demostrar que es una Tekelakai, pero podrían matarla si la desenvaina. Recuérdenlo: estos sacerdotes están dispuestos a morir para proteger el Arca. Es imposible entrar a la fuerza en el santuario.

El recinto de la iglesia, situado en el centro de la ciudad, mezclaba una fea arquitectura moderna con la piedra gris de los muros exteriores de la iglesia de Santa María de Sión. Petros condujo el Land Rover hasta un patio central y todos se apearon. Permanecieron allí, envueltos en la niebla, a la espera de que algo ocurriera mientras las nubes de tormenta pasaban por encima de su cabeza.

– Allí… -susurró Petros-. El Arca está allí.

Maya miró hacia la izquierda y vio un edificio de hormigón en forma de cubo con una cruz etíope en el techo. Las ventanas estaban protegidas por barrotes de hierro; una tela encerada de color rojo cubría la puerta.

De repente, los sacerdotes etíopes empezaron a salir de los distintos edificios. Llevaban túnicas de diferentes colores sobre los blancos hábitos y se cubrían la cabeza con variados tocados. En su mayoría eran ancianos muy delgados, pero también había tres jóvenes que, empuñando fusiles de asalto, se colocaron alrededor del Land Rover como los tres vértices de un triángulo.

Cuando ya habían salido una docena de religiosos, se abrió una puerta lateral de la iglesia de Santa María de Sión y salió un anciano ataviado con una resplandeciente túnica blanca y un solideo igualmente impoluto. Sus sandalias sonaban con un ruido apagado cuando se acercó por el camino de losas.

– Ese es el Tebaki -explicó Petros-. El Guardián del Arca. La única persona autorizada para entrar en el santuario.

Cuando el guardián se hallaba a escasos metros del vehículo, se detuvo e hizo un gesto con la mano. Petros fue hasta el anciano, se inclinó tres veces y se lanzó a un apasionado discurso en amárico. De vez en cuando señalaba a Maya como si estuviera haciendo una larga lista de sus virtudes. Cuando hubo acabado, el pequeño etíope tenía el rostro cubierto de sudor. Los sacerdotes aguardaron las palabras del guardián. El anciano meneó la cabeza pensativamente, como si sopesara la situación. A continuación habló brevemente en amárico.

Petros volvió corriendo hacia Maya.

– Esto va bien -le dijo-. La cosa promete. Según parece, un viejo sacerdote del lago Tana ha anunciado la llegada a Etiopía de un poderoso Tekelakai.

– ¿Un hombre o una mujer? -preguntó Maya.

– Puede que un hombre, pero hay ciertas discrepancias. El guardián considerará su petición. Quiere que usted diga algo.

– Dígame qué debo hacer, Petros.

– Explíquele por qué deben dejarla entrar en el santuario.

«¿Y qué voy a decirle?», se preguntó Maya. «Lo más probable es que ofenda alguna de sus tradiciones y me peguen un tiro.» Manteniendo las manos lejos de la espada, se acercó al anciano. Mientras se inclinaba ante el guardián, se acordó de la frase que Petros había dicho cuando los recibió en el aeropuerto.

Egziabher Kale -dijo en amárico, «Si Dios quiere». A continuación hizo una nueva reverencia y volvió junto al Land Rover.

Los hombros de Petros parecieron relajarse, como si acabara de evitarse un desastre. Simón Lumbroso, que se encontraba justo detrás de Maya, le susurró al oído: «Brava!».

El guardián permaneció inmóvil unos instantes, reflexionando sobre aquellas palabras; luego dijo algo a Petros. Aferrando el bastón en el que se apoyaba para caminar, dio media vuelta y regresó arrastrando los pies al edificio principal. Los demás sacerdotes lo siguieron. Los tres clérigos jóvenes armados con fusiles de asalto no se movieron.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Maya.

– No van a matarnos -anunció Petros.

– A esto se le llama hacer progresos… -dijo Lumbroso.

– Estamos en Etiopía, de modo que ahora debatirán largamente -explicó Petros-. El guardián decidirá, pero antes debe oír las opiniones de todos.

– Y mientras tanto ¿qué hacemos?

– Vayamos a cenar algo y a descansar. Volveremos más tarde y averiguaremos si la dejarán entrar.

Maya no quería cenar en ningún hotel donde pudieran encontrarse con turistas, así que Petros los llevó a un restaurante de las afueras. Después de la cena, el establecimiento empezó a llenarse de gente, y dos músicos subieron a un pequeño escenario. Uno de los hombres tocaba un tambor, mientras que el otro llevaba un masinko, un instrumento de una sola cuerda que se tocaba con un arco, como un violín. Interpretaron algunas canciones sin que nadie les prestara atención hasta que un muchacho acompañó a una mujer ciega al escenario.

La mujer era corpulenta, tenía el pelo largo y vestía una falda larga y una blusa adornada con lentejuelas de cobre. Se sentó en una silla en el centro del estrado y separó ligeramente las piernas, como para afirmar su anclaje en el suelo. A continuación cogió un micrófono y empezó a cantar con una voz poderosa que llegó a todos los rincones del establecimiento.

– Es una cantante de loas -explicó Petros-. Es muy famosa en esta parte del país. Si alguien del público le paga, ella canta algo agradable sobre esa persona.

El percusionista se paseó entre los parroquianos sin dejar de tocar el tambor, se detuvo frente a un hombre que le dio algo de dinero y le susurró unas palabras al oído, y volvió junto a la cantante ciega para susurrarle la información. Esta comenzó a cantar al instante una canción dedicada a aquel hombre, que hizo que sus amigos rieran y aplaudieran.

Al cabo de una hora de espectáculo, los músicos se tomaron un descanso y el percusionista se acercó a Petros.

– ¿No le gustaría que cantásemos una canción para sus amigos? -preguntó.

– No hace falta, gracias.

– Espere, por favor -intervino Maya cuando el músico ya se alejaba. La Arlequín había llevado una vida clandestina bajo una serie de nombres distintos. Si moría, ningún memorial señalaría su paso por el mundo-. Me llamo Maya -dijo al músico al tiem-po que le entregaba unos birr-. Quizá su amiga podría dedicarme una canción.

El hombre fue a hablar con la ciega y al poco regresó a la mesa de Maya.

– Lo siento, le pido disculpas, pero ella quiere hablar con usted.

Mientras los clientes pedían más copas y las chicas del bar se paseaban en busca de los que no tenían compañía, Maya subió al escenario y se sentó en una silla plegable. El percusionista se instaló entre ellas y fue traduciendo mientras la cantante frotaba el pulgar sobre la muñeca de Maya como un médico que la buscara el pulso.

– ¿Estás casada? -preguntó.

– No.

– ¿Y dónde está tu amado?

– Lo estoy buscando.

– ¿Es un viaje difícil?

– Sí. Muy difícil.

– Sé una cosa, puedo sentirla: debes cruzar el río oscuro. -La cantante le rozó los párpados, los labios y las orejas-. Maya, que los santos te protejan de lo que oirás, probarás y verás.

La mujer empezó entonces a cantar sin micrófono mientras Maya regresaba a su mesa. Sorprendido, el hombre que tocaba el masinko volvió corriendo al escenario. La canción de Maya fue completamente distinta de los cantos de loa que habían sonado previamente. Las palabras sonaron tristes, pesarosas y graves. Las chicas del bar ya no reían, los clientes dejaron sus vasos, hasta los camareros se quedaron inmóviles, con el dinero de las consumiciones aún en la mano.

Y tan bruscamente como había empezado, la canción acabó y todo volvió a ser como antes. Petros tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se dio la vuelta para que Maya no pudiera verlo. Dejó unos billetes encima de la mesa y dijo con brusquedad:

– Vamos, es hora de que nos marchemos.

Maya no le pidió que le tradujera la letra. Por primera vez en su vida tenía su propia canción. Eso era suficiente.

Era casi la una de la madrugada cuando regresaron al recinto de la iglesia y aparcaron en el patio. La mayor parte de la zona estaba en sombras, de modo que se quedaron bajo la única luz que había. Con el traje negro y la corbata, Simón Lumbroso tenía un aspecto tétrico mientras escudriñaba el santuario. Petros parecía nervioso; no tenía la mirada puesta en el santuario sino en la iglesia.

Esa vez todo ocurrió mucho más deprisa. Primero aparecieron los jóvenes monjes armados con fusiles; a continuación se abrieron las puertas de la iglesia y el guardián salió, seguido de varios sacerdotes. Todos tenían un aire muy solemne, era imposible adivinar la decisión del anciano.

El guardián se detuvo en el sendero y alzó la cabeza cuando Petros se le acercó. Maya esperaba una ceremonia especial, algo así como una proclamación; pero el guardián se limitó a golpear unas cuantas veces el suelo con el bastón y a pronunciar algunas palabras en amárico. Petros hizo una reverencia y regresó corriendo al Land Rover.

– Los santos nos han sonreído. El guardián ha decidido que usted es una Tekelakai. Tiene permiso para entrar en el santuario.

Maya se echó la espada talismán al hombro y siguió al guardián camino del santuario. Un sacerdote que portaba una lámpara de queroseno abrió la verja exterior, y entraron en la zona reservada. El rostro del guardián era una máscara inexpresiva, pero resultaba evidente que cada movimiento le causaba dolor. Subió un escalón ante la puerta del santuario, se arregló el blanco hábito y dio un paso adelante.

– En el santuario solo entrarán la weyzerit Maya y el Tebaki-dijo Petros-. Los demás nos quedaremos aquí.

– Gracias por su ayuda, Petros -dijo Maya.

– Ha sido un honor conocerla. Buena suerte en su búsqueda.

Maya iba a tender la mano a Simón Lumbroso, pero el judío se adelantó y le dio un abrazo. Aquel fue el momento más difícil. Una parte de ella deseaba no salir de aquel círculo de afecto y seguridad.

– Gracias, Simón.

– Es usted tan valiente como su padre. Sé que se habría sentido orgulloso.

Un sacerdote levantó la tela roja que ocultaba la puerta, y el guardián abrió la cerradura; luego, el anciano se guardó la llave y tomó la lámpara de queroseno que le tendían. Masculló unas palabras en amárico e hizo un gesto a Maya para que lo siguiera.

Abrió la puerta muy lentamente, hasta dejar un resquicio de unos cuarenta centímetros. El guardián y Maya entraron en el santuario, y los sacerdotes cerraron rápidamente. Maya se encontró en una antesala de unos cuatro metros cuadrados. La única luz provenía de la linterna de queroseno, que oscilaba adelante y atrás mientras el guardián caminaba con dificultad hacia una segunda puerta. Maya miró alrededor y vio la historia del Arca pintada en las paredes: israelitas siguiendo el Arca durante su largo viaje a través del Sinaí, el Arca siendo llevada a la batalla contra los filisteos y guardada en el templo de Salomón…

El guardián abrió otra puerta y la Arlequín lo siguió hasta otra estancia mucho más amplia. En el centro se hallaba el Arca, cubierta con una tela ricamente bordada. La rodeaban doce vasijas de barro con las bocas selladas con cera. Maya recordó que Petros le había contado que una vez al año retiraban aquella agua y la entregaban a las mujeres que no podían concebir.

El sacerdote observaba a Maya como si temiera que la Arlequín hiciera algo violento. Dejó la lámpara en el suelo, se acercó al Arca y retiró la tela. El Arca era un cofre de madera cubierta con láminas de oro. Le llegaba a la altura de las rodillas y medía aproximadamente un metro veinte de largo. A cada lado había una larga percha metida en dos anillas, y sobre la tapa, arrodillados, querubines de oro con cuerpo de hombre y alas y cabeza de águila. Sus alas brillaban intensamente a la luz de la llama de queroseno.

Maya se acercó y se arrodilló frente al Arca. Agarró los dos querubines, levantó la tapa y la dejó en el suelo, encima de la tela bordada. «Ten cuidado», se dijo, «no hay razón para actuar con brusquedad». Se inclinó hacia delante y miró en el interior del cofre. Estaba vacío. «No hay nada», pensó. «El arca es un fraude.» No existía ningún punto de acceso a otros dominios, solo una vieja caja de madera protegida por las supersticiones.

Decepcionada y enfadada, lanzó una mirada al guardián. El anciano se apoyó en el bastón y sonrió por la ingenuidad de la Arlequín. Maya volvió mirar el interior del Arca y, en el fondo, vio un punto negro cerca de un rincón. «¿Es la marca de una quemadura? ¿Una imperfección de la madera?», se preguntó. Mientras observaba, el punto negro aumentó hasta adquirir el tamaño de una moneda y empezó a flotar en el fondo del Arca.

El punto parecía inmensamente profundo, un vacío sin límites. Cuando alcanzó el tamaño de un plato, Maya metió la mano y tocó aquella oscuridad. La punta de sus dedos desapareció. Sorprendida, retiró la mano de golpe. Seguía en este mundo. Seguía viva.

Cuando el punto de acceso dejó de moverse, Maya apartó de su mente al guardián y a los otros sacerdotes, olvidó a todos menos a Gabriel. ¿Lo encontraría si se lanzaba?

Se armó de valor y se obligó a meter el brazo derecho en la oscuridad. Esa vez sí notó algo: un helor doloroso que le causó una sensación de hormigueo. Introdujo el otro brazo, y el dolor la sorprendió. De repente sintió como si una enorme ola la golpeara y una corriente poderosa la arrastrara al mar. Su cuerpo se estremeció y se precipitó en el vacío de la nada. Quiso pronunciar el nombre de Gabriel, pero le resultó imposible. Se hallaba rodeada de oscuridad, y ningún sonido salía de su boca.

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