Capítulo 16

El Prince William of Orange era un carguero propiedad de un grupo de inversores chinos que vivían en Canadá, enviaban a sus hijos a colegios ingleses y guardaban su dinero en Suiza. La tripulación provenía de Surinam, pero los tres oficiales eran holandeses que habían hecho sus prácticas con la marina mercante de aquel país.

Durante el trayecto desde Estados Unidos hasta Gran Bretaña, ni Maya ni Vicki averiguaron qué había dentro de los contenedores sellados que llenaban la bodega. Comían y cenaban con los oficiales, y una noche Vicki cedió a la curiosidad.

– ¿Qué cargamento lleva este barco? -preguntó al capitán Vandergau-. ¿Se trata de algo peligroso?

Vandergau era un hombre corpulento y taciturno de pelo rubio. Dejó el tenedor y sonrió amistosamente.

– El cargamento… -dijo, y pensó en aquella pregunta como si nadie nunca se la hubiera planteado.

El primer oficial, un hombre más joven y de bigote engominado, estaba sentado al otro extremo de la mesa.

– Coles -apuntó.

– Sí. Eso es -confirmó el capitán Vandergau-. Llevamos coles verdes, coles rojas, col en vinagre y col en lata. El Prince Villiam of Orange lleva coles a un mundo hambriento.

Estaban a principios de primavera, les acompañaba el viento y la lluvia. El barco era de color gris acero, casi como el del cielo. Las olas, de un verde oscuro, subían para lamer la proa en una interminable serie de pequeños enfrentamientos. En aquel tedioso entorno, Maya se dio cuenta de que pensaba demasiado en Gabriel. Linden estaba en Londres buscando al Viajero, y ella no podía hacer nada para ayudarlo. Tras varias noches de sueño inquieto, encontró un par de latas de pintura que alguien había rellenado con cemento. Cogiendo una lata en cada mano, hizo ejercicios con ellas hasta que los músculos le dolieron y acabó empapada de sudor.

Vicki pasaba la mayor parte del tiempo en la cámara de los oficiales, bebiendo té y llenando un diario con sus pensamientos. De vez en cuando, una expresión de dicha le iluminaba el rostro, y Maya comprendía que estaba pensando en Hollis. Le hubiera gustado largarle uno de los sermones de su padre acerca del amor -que te hacía débil-, pero sabía que Vicki no escucharía ni una palabra. El amor parecía haber hecho de ella una persona más fuerte y confiada.

En cuanto a Alice, tan pronto como comprendió que estaba a salvo, pasaba todas las horas de luz deambulando por el barco, y se convirtió en una presencia silenciosa en el puente y en la sala de máquinas. La mayor parte de los miembros de la tripulación tenían familia e hijos, de modo que la trataban con amabilidad, le fabricaban juguetes y le preparaban platos especiales para cenar.

Al amanecer del octavo día, el barco dejó atrás los diques del Támesis y empezó a remontar el río lentamente. Maya, cerca de la proa, contemplaba las luces de las poblaciones ribereñas. Aquel no era su hogar -de hecho, no tenía hogar-, pero al fin había regresado a Inglaterra.

El viento arreció, hizo tintinear la jarcia y silbar los cables de los botes salvavidas. Las gaviotas chillaban y revoloteaban sobre las agitadas aguas. El capitán Vandergau caminaba por cubierta mientras hablaba por un teléfono vía satélite. Según parecía, era importante que su cargamento llegara a cierto muelle de East London, donde trabajaba un inspector de aduanas llamado Charlie. Vandergau maldijo en inglés, holandés y en otro idioma que Maya no reconoció, pero Charlie siguió sin responder a sus llamadas.

– Nuestro problema no es la corrupción -explicó el capitán a Maya-, sino la perezosa e ineficaz corrupción británica.

Por fin logró hablar con la novia de Charlie y consiguió la información que necesitaba.

– A las catorce horas. Entendido.

Vandergau dio una serie de órdenes a la sala de máquinas, y las hélices gemelas empezaron a girar. Cuando Maya fue bajo cubierta, una débil vibración sacudió el casco de la embarcación. Era como un golpeteo constante y sordo, como si un gigantesco corazón latiera en lo más profundo del buque.

Alrededor de la una de la tarde, el primer oficial llamó a la puerta del camarote de las mujeres, les dijo que prepararan sus cosas y subieran a la cámara de los oficiales para recibir instrucciones. Poco después, Maya, Vicki y Alice se sentaban a la estrecha mesa mientras los platos y los vasos tintineaban en las estanterías. El barco giraba en mitad del río para acercarse a un muelle.

– ¿Qué haremos ahora? -preguntó Vicki.

– Cuando la inspección termine, desembarcaremos y nos reuniremos con Linden -respondió Maya.

– ¿Y qué hay de las cámaras de vigilancia? ¿Tendremos que disfrazarnos?

– No sé qué va a ocurrir, Vicki. Normalmente, cuando uno quiere evitar que lo descubran, tiene dos alternativas: recurrir a algo pasado de moda, algo tan primitivo que no pueda ser detectado, o utilizar una tecnología mucho más avanzada que la estándar. En ambos casos, a la Gran Máquina le resultará difícil procesar la información.

El primer oficial regresó a la cámara de oficiales e hizo un gesto grandilocuente con el brazo.

– El capitán Vandergau les envía sus saludos y les pide que me sigan hasta unas dependencias más seguras.

Maya, Vicki y Alice obedecieron y entraron en el cuarto que se utilizaba como despensa. Con ayuda del cocinero javanés, el primer oficial escondió a las tres polizones tras una pila de cajas de cartón. Luego, cerró la puerta de hierro y las dejó solas.

El tubo fluorescente del techo arrojaba una luz áspera y metálica. Maya llevaba su revólver en la funda tobillera, y en una repisa, junto a ella, había dejado su espada Arlequín y la espada japonesa de Gabriel. Los pasos de alguien que caminaba rápidamente por la cubierta superior resonaron en el techo. Alice Chen se acercó a Maya, y se quedó muy quieta, a escasos centímetros de su pierna.

«¿Qué quiere?», se preguntó Maya. «Soy la última persona en el mundo que podría demostrarle afecto.» Entonces recordó una ocasión en que Thorn le había contado un viaje que había hecho por el sur de Sudán. Su padre había pasado un tiempo en compañía de los misioneros de un campo de refugiados, y un niño pequeño, un huérfano de guerra, lo había seguido todo el día como un perro extraviado. «El instinto de la supervivencia está presente en todos los seres vivos», le había explicado su padre. «Si un niño ha perdido a su familia, buscará a la persona más fuerte, a la más poderosa para que lo proteja.»La puerta de la despensa se abrió, y Maya oyó la voz del primer oficial.

– Esta es la despensa.

Un hombre con acento de Londres dijo «Vale». Fue solo una palabra, pero la forma de pronunciarla recordó a Maya ciertos aspectos de Inglaterra: los jardines de los patios traseros con sus enanos de cerámica; los Fish & Chips… Casi al instante, la puerta volvió a cerrarse y eso fue todo. Fin de la inspección.

Esperaron un poco más, hasta que el capitán Vandergau en tro en el cuarto y desmontó la pared de cajas.

– Ha sido un placer conocerlas, señoras; pero ha llegado la hora de que se marchen. Por favor, síganme. Hay un bote esperándolas.

Una espesa niebla se había apoderado del barco mientras estaban ocultas en la despensa. La cubierta estaba mojada, y del pasamanos colgaban gotas de agua. El Prince William of Orange estaba amarrado en los muelles de East London por babor, pero el capitán las acompañó hasta estribor. Un estrecho bote, amarrado con dos cabos de nailon, las esperaba en el agua. La embarcación tenía unos doce metros de largo y había sido construida para navegar en aguas someras. Tenía una gran cabina central con ojos de buey y la cubierta de popa abierta. Maya había visto otras embarcaciones como aquella en Londres cuando cruzaba los canales. Alguna gente vivía en ellas o las utilizaba en vacaciones.

De pie en la popa, un hombre barbudo y abrigado con un Mackintosh negro aferraba el timón. La capucha que le cubría la cabeza le daba el aire de un cura de la Inquisición. Les dijo por gestos que bajaran, y Maya vio una escalerilla de cuerda que colgaba por la borda del carguero.

Maya y Alice apenas tardaron unos segundos en descender y subir a bordo de la estrecha embarcación. Vicki tuvo mucho más cuidado, bajó muy despacio, sin dejar de mirar el bote que subía y bajaba al compás de las olas. Por fin, sus pies tocaron la cubierta y se soltó. El hombre barbudo y encapuchado -que para Maya era ya el señor Mackintosh-puso el motor en marcha.

– ¿Adónde vamos? -preguntó la Arlequín.

– Canal arriba hasta Camden Town -repuso el encapuchado con un fuerte acento del este de Londres.

– ¿Tenemos que quedarnos dentro de la cabina?

– Si lo que quiere es estar calentita, sí. No se preocupe por las cámaras. Donde vamos no hay ninguna.

Vicki se refugió en la cabina, donde un fuego de carbón ardía en una estufa de hierro. Entretanto, Alice entraba y salía mientras inspeccionaba la cocina, el techo y los paneles de madera.

Maya se instaló cerca del timón mientras Mackintosh hacía virar la embarcación y remontaba el río. Una tormenta había descargado sobre la ciudad y el sistema de drenaje había dejado el agua del río de un color verde oscuro. La densa niebla impedía ver más allá de una distancia de cuatro metros, pero el timonel parecía capaz de orientarse sin referencias visibles. Pasaron junto a una boya en medio del río, y Mackintosh asintió.

– Esa suena como la campana de una vieja iglesia en un día de mucho frío.

La niebla los envolvía y su fría humedad hizo tiritar a Maya. Las olas se calmaron; pasaron junto a unos amarres donde descansaban veleros y otros yates de recreo. En la distancia, Maya oyó la bocina de un coche.

– Estamos en Limehouse Basin -explicó Mackintosh-. Antes solían descargar todo aquí y llevarlo en barcazas. Hielo y madera, carbón de Northumberland. Esto era como la boca de Londres, se lo tragaba todo, y los canales eran el resto del cuerpo.

La bruma se había levantado ligeramente cuando la estrecha embarcación entró en el canal de hormigón que conducía hasta la primera esclusa. Mackintosh subió a tierra por una escalera y cerró un par de compuertas de madera tras el bote. Luego, accionó una palanca de color blanco. El agua entró en la esclusa, y la barca ascendió hasta que los niveles se igualaron.

A la izquierda del canal había cañizo y maleza, mientras que a la derecha se veía un camino de losas y un edificio de ladrillo con las ventanas tapiadas. Tenían la impresión de haber entrado en un Londres de una época anterior, un lugar lleno de carruajes, donde el hollín de las chimeneas flotaba en el aire. Pasaron bajo un puente de ferrocarril y siguieron remontando el canal. Había poca profundidad, y en un par de ocasiones la quilla de la embarcación rozó el fondo de arena y gravilla. Cada veinte minutos se detenían para cruzar esclusas y equilibrar los niveles de agua. El cañizo rozaba la proa de la lenta embarcación.

Alrededor de las seis de la mañana cruzaron la última esclusa y se acercaron a Camden Town. Lo que en su día había sido un barrio dejado de la mano de Dios, se había convertido en un lugar con pequeños restaurantes, galerías de arte y un mercadillo semanal. Mackintosh amarró a un lado del canal y descargo las bolsas de lona de las mujeres y la niña. Vicki había comprado un poco de ropa para Alice en Nueva York y la había metido en una mochila de color rosa con el dibujo de un unicornio.

– Sigan por esa calle y busquen a un tipo africano llamado Winston-les dijo Mackintosh-. El las llevará a donde quieren ir.

Maya guió a Vicki y a Alice por la calle que atravesaba Camden. En la acera alguien había grabado un pequeño laúd con una flecha que apuntaba hacia el norte.

Unos cien metros más adelante llegaron a una furgoneta blanca que tenía pintado en el costado una figura de diamante con entrelazos. Un joven nigeriano de rostro gordinflón se apeó y abrió la puerta lateral del vehículo.

– Buenos días, señoras. Soy Winston Abosa, su guía y chófer. Es un placer darles la bienvenida a Gran Bretaña.

Subieron a la parte trasera de la furgoneta y se sentaron en unos bancos metálicos soldados al chasis. Una reja metálica separaba la zona de carga de los asientos delanteros. Winston se internó por las estrechas calles de Camden. La furgoneta se detuvo, y la puerta lateral se abrió bruscamente. Un hombre corpulento, con la cabeza rasurada y de nariz prominente se asomó.

Linden.

El Arlequín francés llevaba un largo sobretodo y vestía ropa de color oscuro. El estuche donde guardaba su espada le colgaba del hombro. A Maya siempre le había recordado a un soldado de la legión extranjera, aquellos que reservaban su lealtad exclusivamente para sus compañeros y la lucha.

Bonsoir, Maya. Veo que sigues con vida. -Sonrió como si en aquello hubiera una sutil ironía-. Es un placer volver a verte.

– ¿Has encontrado a Gabriel?

– Todavía no. Pero tampoco creo que la Tabula la haya encontrado. -Linden se sentó en el banco más próximo al conductor y le pasó un papel doblado a través de la rejilla-. Buenos días, señor Abosa. Por favor, llévenos a esta dirección.

Winston se puso en marcha y se dirigió hacia el norte atravesando Londres. Linden apoyó sus fuertes manos en las rodillas y examinó a los demás pasajeros.

– Supongo que usted será mademoiselle Fraser.

– Así es. -Vicki parecía intimidada.

Linden contempló a Alice Chen como si fuera una bolsa de basura que hubieran descargado del bote.

– Y ella debe de ser la niña de New Harmony…

– ¿Adónde vamos? -preguntó Maya.

– Como solía decirme tu padre: «Ocúpate primero de lo primero». En la actualidad los orfanatos no abundan, pero uno de nuestros amigos sijs ha encontrado un hogar de acogida en Clapton; se trata de una mujer que se hace cargo de algunos niños.

– ¿Recibirá una nueva identidad?

– Le he conseguido un certificado de nacimiento y un pasaporte. Su nuevo nombre es Jessica Moi. Sus padres murieron en un accidente de avión.

Winston avanzó despacio entre el tráfico y cuarenta minutos más tarde se detuvo junto a una acera.

– Hemos llegado, señor -anunció en voz baja.

Linden abrió la puerta corredera y todos bajaron. Se encontraban en Clapton, cerca de Hackney, en el norte de Londres. Aquella era una calle residencial flanqueada por casas de ladrillo de dos plantas, jardín delantero y un porche de entrada. Durante años aquel barrio había presentado un aspecto respetable, pero ya no estaba para apariencias. Charcos de agua sucia llenaban los baches de la acera y la calzada, mientras que en los jardines crecían las malas hierbas y se amontonaban las bolsas de basura. Un papel clavado en un árbol pedía ayuda para encontrar un perro extraviado; la lluvia había convertido cada letra en ondulantes líneas negras.

Linden observó un lado y otro de la calle. No apreció ningún peligro evidente. Miró a Vicki.

– Coge a la niña de la mano -le ordenó.

– Se llama Alice. -La expresión de Vicki era de firmeza-. Debería llamarla por su nombre, señor… Linden.

– Su nombre no es importante, mademoiselle. Dentro de cinco minutos tendrá uno nuevo.

Vicki tomó a Alice de la mano. Los ojos de la muchacha reflejaban su miedo y sus preguntas: «¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué me estáis haciendo esto?».

Maya le dio la espalda. El pequeño grupo caminó por la acera hasta la casa número diecisiete, y Linden llamó a la puerta.

La lluvia se había filtrado entre la pared y el marco y había hinchado la madera. La puerta estaba trabada; oyeron a una mujer maldecir mientras forcejeaba con el picaporte. Por fin, se abrió de un empujón, y Maya vio a una mujer de unos sesenta años de pie en el recibidor. Tenía piernas fuertes, anchos hombros y el pelo teñido de rubio y con mechas grises. «No es ninguna idiota», pensó Maya. «Una falsa sonrisa en una cara astuta.»-Bienvenidos, queridos míos. Soy Janice Stillwell. -Se fijó en Linden-. Usted debe de ser el señor Carr. Lo estábamos esperando. Nuestro amigo, el señor Singh, me dijo que están buscando un hogar de acogida.

– Así es. -Linden la miraba como el policía que acaba de encontrar un nuevo sospechoso-. ¿Podemos pasar?

– Naturalmente. Disculpen mis modales. Hace un día de lo más desapacible. Es hora de una taza de té.

La casa olía a orines y a tabaco. Un niño pelirrojo y flacucho, vestido únicamente con una camiseta de hombre, los miraba sentado en la escalera. Se escabulló al primer piso cuando la señora Stillwell acompañó al grupo hasta el salón, cuyas ventanas daban a la calle. En un lado de la sala había un gran televisor que emitía un programa de dibujos animados de robots. No tenía sonido, pero un niño pakistaní y una niña negra contemplaban los desagradables dibujos sentados en un sofá.

– Estos son algunos de los niños -explicó la mujer-. En estos momentos tenemos seis a nuestro cargo. Con la que traen ustedes serán siete. El número de la suerte. Gloria, aquí presente, la tenemos por orden judicial; Ahmed viene de un acuerdo privado. -Dio un par de palmadas con aire irritado-. ¡Ya está bien, chicos! ¿No veis que tenemos invitados?

Los dos niños se miraron y salieron del salón. La señora Stillwell acompañó a Vicki y a Alice hasta el sofá, pero Maya y Linden permanecieron de pie.

– ¿Alguien quiere una taza de té? -preguntó la señora Stillwell. Algo en ella le decía que los dos Arlequines eran peligrosos-. ¿Les apetece una taza? -Tenía el rostro arrebolado y no dejaba de mirar las manos de Linden, sus robustos dedos y sus nudillos llenos de cicatrices.

Una sombra apareció en el umbral de la sala y un hombre mayor entró fumando un cigarrillo. Tenía el rostro abotagado propio de un alcohólico. Vestía un pantalón arrugado y un jersey lleno de manchas.

– ¿Esta es la nueva? -preguntó mirando a Alice.

– Mi marido, el señor Stillwell.

– Bueno, ya tenemos dos negros, dos blancos y a Ahmed y a Gerald, que son mestizos. Ella será nuestra primera china. -Soltó una risita ahogada-. Esto va parecer las jodidas Naciones Unidas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la señora Stillwell a Alice, que permanecía sentada en el borde del sofá, con ambos pies firmemente apoyados en el suelo.

Maya se desplazó hacia el umbral por si la niña pretendía huir.

– ¿No será sorda o quizá retrasada? -preguntó el señor Stillwell.

– A lo mejor solamente habla chino. -La señora Stillwell se inclinó hacia la niña-. ¿Hablas algo de inglés? Esta va a ser tu nueva casa.

– Alice no habla -les aclaró Vicki-. Necesita seguir tratamiento especial.

– Aquí no damos tratamientos especiales, querida. Aquí solo proporcionamos comida e higiene.

– Les han ofrecido quinientas libras al mes -intervino Linden-. Se las aumento a mil si se la quedan ahora mismo. Dentro de tres meses el señor Singh vendrá a comprobar cómo va todo. Si hay algún problema, se la llevará.

Los Stillwell intercambiaron una mirada y asintieron.

– Mil libras está bien -dijo el señor Stillwell-. Yo no puedo trabajar por culpa de mi espalda y…

Alice saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero, en lugar de intentar escapar, se aferró a Maya.

Vicki lloraba.

– No permitas que le hagan esto -le suplicó.

Maya notó el cuerpo de la niña pegado a sus piernas. Sus delgados brazos la sujetaban con fuerza. Nadie la había tocado nunca de aquel modo. «Sálvame.»-Suéltame, Alice. -El tono de Maya fue deliberadamente duro-. Suéltame ahora mismo.

La niña suspiró y se apartó. Por alguna razón, aquel acto de obediencia no hizo más que empeorar las cosas para Maya. Si Alice se hubiera resistido violentamente o hubiera intentado huir por la fuerza, Maya le habría retorcido el brazo y tirado al suelo; pero Alice había obedecido igual que ella había hecho con Thorn, años atrás. Y esos recuerdos afluyeron a su memoria con inusitada fuerza: las bofetadas, los gritos, la traición de aquel día en el metro, cuando su padre la obligó a luchar contra tres hombres hechos y derechos. No había duda de que los Arlequines defendían a los Viajeros, pero tampoco de que protegían su arrogante orgullo.

Haciendo caso omiso de los demás, Maya se encaró con Linden.

– Alice no se va a quedar en esta casa. Vendrá conmigo.

– Eso es imposible, Maya. Ya he tomado una decisión.

Linden acarició el estuche de la espada, pero retiró la mano. Maya fue la única de los presentes que comprendió el significado de aquel gesto. Los Arlequines nunca amenazaban en vano. Si peleaban, él intentaría matarla.

– ¿Crees que puedes asustarme? Soy hija de Thorn. Condenada por la carne, salvada por la sangre.

– ¿Qué diablos está pasando aquí? -preguntó el señor Stillwell.

– Cállese -le espetó Linden.

– ¡No pienso callarme! Acaba de prometernos mil libras al mes. Puede que no hayamos firmado un contrato, ¡pero conozco mis derechos de ciudadano!

Sin previo aviso, Linden cruzó la sala, agarró a Stillwell por la garganta con una sola mano y empezó a apretar. Su mujer no se movió para ayudarlo, sino que se quedó muy quieta, mientras boqueaba como si buscara aire.

– Por favor… -murmuró-. Por favor… Por favor…

– En ciertas ocasiones permito que los miserables como usted me dirijan la palabra -dijo Linden-. Ese permiso queda revocado. ¿Lo ha entendido? ¡Demuestre que me ha entendido!

El rostro del viejo estaba amoratado, pero se las arregló para asentir brevemente. Linden lo soltó, y Stillwell se derrumbó en el suelo.

– Conoces cuál es nuestra obligación -dijo Linden volviéndose hacia Maya-. Y no habrá modo de que puedas cumplirla si te llevas a esta niña contigo.

– Alice me salvó cuando estábamos en Nueva York. Estuve en peligro, y ella arriesgó su vida para conseguirme unas gafas de visión nocturna. También tengo una obligación hacia ella.

El rostro de Linden parecía petrificado. Todo su cuerpo estaba en tensión. Sus dedos acariciaron la espada por segunda vez. Justo detrás del Arlequín, el televisor mostraba imágenes de unos niños felices desayunando cereales.

– Yo me ocuparé de Alice -dijo Vicki-. Lo prometo.

Linden sacó la cartera, cogió unos cuantos billetes de cincuenta libras y los arrojó al suelo como si fueran basura.

– No tienen ustedes idea de lo que es el dolor, el verdadero dolor -dijo a los Stillwell-. Pero si mencionan lo ocurrido, lo sabrán.

– Sí, señor… -balbució la mujer-. Lo hemos comprendido, señor…

Linden salió de la sala. Los Stillwell seguían a cuatro patas, recogiendo afanosamente los billetes del suelo, cuando el grupo se marchó.

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