Capítulo 28

Los lobos esperaron a que Gabriel bajara del murete y entonces lo agarraron. Le ataron las manos a la espalda con un trozo de cable eléctrico y le vendaron los ojos con un viejo retal de camisa. Cuando lo tuvieron inmovilizado, uno de ellos le asestó un puñetazo en la garganta. Gabriel se desplomó en el suelo de la azotea e intentó hacerse un ovillo mientras los lobos le golpeaban en el pecho y el estómago. Estaba ciego y desesperado, apenas podía respirar.

Alguien le atizó en la espalda con un palo, y una oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo. Oyó voces que hablaban de una escuela. Alguien dijo: «Levadlo al colegio». Unas fuertes manos lo obligaron a ponerse en pie y lo arrastraron escalera abajo. Una vez en la calle, caminó tropezando entre cascotes y ruinas mientras intentaba recordar qué dirección tomaban. Giro a la izquierda. Giro a la derecha. Alto. Pero el dolor le nublaba los pensamientos. Al final lo llevaron por otra escalera hasta una estancia con el suelo de terrazo. Le quitaron el cable eléctrico de las muñecas y le colocaron unas esposas. Le pusieron un grillete alrededor del cuello y sujetaron el extremo de la cadena a una anilla de acero fija en el suelo.

Gabriel tenía el cuerpo entumecido y notaba restos de sangre seca en las manos y la cara. En su mente se agolpaban imágenes del río, de los edificios derruidos y de las llamas de las cañerías del gas. Al cabo de un rato cayó en un inquieto sueño; se despertó con un sobresalto cuando oyó el golpe metálico de la puerta al abrirse. Una manos le quitaron la venda de los ojos y se encontró ante el hombre negro vestido con la bata blanca y el tipo rubio con el pelo trenzado.

– No puedes salir de este edificio -le dijo el rubio-. Y no tienes vida a menos que nosotros te la devolvamos.

Mientras los lobos le quitaban el grillete, Gabriel miró a su alrededor y vio un escritorio de profesor y una antigua pizarra. En una de las paredes había un alfabeto de cartulina recortada; varias letras descoloridas colgaban de cualquier manera de las pocas chinchetas que quedaban.

– Ahora vendrás con nosotros -dijo el negro-. El comisionado quiere verte.

Sujetándolo por los brazos, los dos lobos lo arrastraron por el pasillo. El edificio tenía paredes de ladrillo y pequeñas ventanas cerradas con postigos. En algún momento de los interminables combates, los lobos habían convertido el edificio en una mezcla de fortín, dormitorio, almacén y prisión. Gabriel se preguntó quién sería el comisionado. Tenía que ser necesariamente más corpulento, más fuerte y más cruel que los hombres que en esos momentos lo arrastraban con porras y cuchillos metidos en los cinturones.

Doblaron una esquina, cruzaron unas puertas batientes y entraron en una espaciosa sala que antaño había sido el auditorio del colegio. Había hileras de sillas de madera plegables ante un estrado. Una tubería corría por el techo y suministraba gas a una especie de estufa con forma de L en la que ardía una brillante llama. Había dos bancos contra la pared del fondo; los lobos, sentados en ellos, parecían siervos a la espera de ser recibidos por el rey.

En el centro del estrado había una gran mesa en la que se amontonaban carpetas, expedientes y libros de contabilidad. El hombre sentado tras ella vestía un traje azul, camisa blanca y corbata roja. Era delgado y calvo, y su rostro irradiaba autosuficiencia. Incluso desde aquella distancia, Gabriel intuyó que aquel hombre conocía todas las normas y estaba decidido a aplicarlas por las buenas o por las malas. Con él no habría negociaciones ni concesiones: todos eran culpables y todos serían castigados como correspondía.

Los guardas de Gabriel se detuvieron en mitad del pasillo y esperaron a que el comisionado concluyera su entrevista con un tipo corpulento que sostenía un saco de yute empapado en sangre. Uno de los ayudantes del comisionado contó los objetos que había en el interior del saco y susurró una cifra.

– Muy bien. -La voz del comisionado era potente y decidida-. Recibirás tu ración de comida.

El tipo del saco abandonó el estrado mientras el comisionado anotaba la cifra en el libro de cuentas. Haciendo caso omiso de los que esperaban, los dos lobos que flanqueaban a Gabriel lo subieron a la tarima por una rampa y lo obligaron a sentarse en un taburete frente a la mesa. El comisionado cerró su libro de cuentas y contempló aquel nuevo problema.

– Bien, he aquí nuestro visitante de no se sabe dónde. Me han dicho que te llamas Gabriel. ¿Es así?

Gabriel permaneció en silencio hasta que el tipo rubio le golpeó la espalda con la porra.

– Así es. ¿Quién es usted?

– Mis predecesores eran partidarios de los títulos carentes de significado y rimbombantes, como capitán general o jefe de Estado Mayor. Uno de ellos llegó a declararse presidente de por vida. Naturalmente, solo duró una semana. Tras pensarlo detenidamente, he elegido un título más sencillo: soy el comisionado de las patrullas de este sector de la ciudad.

Gabriel asintió pero no dijo nada. La llama de gas que ardía detrás de él emitía un sonido siseante.

– Por aquí ya han pasado otros visitantes del exterior, pero tú eres el primero al que veo. Dime: ¿quién eres y cómo has llegado hasta aquí?

– Soy como cualquier otro -dijo Gabriel-. De repente, abrí los ojos y vi que estaba al lado del río.

– No me lo creo.

El comisionado de las patrullas se levantó. Gabriel vio que llevaba una pistola al cinto. Chasqueó los dedos, y uno de los ayudantes se apresuró a acercarle otro taburete. El comisionado se sentó junto a Gabriel y le habló en voz baja.

– Algún día, los poderes divinos rescatarán al último grupo de supervivientes. Como es natural, me interesa alimentar este tipo de fantasías. Por mi parte, estoy convencido de que hemos sido condenados a masacrarnos unos a otros hasta el final de los tiempos. Eso significa que voy a quedarme aquí para siempre a menos que encuentre una forma de salir.

– ¿Esta es la única ciudad de este mundo?

– Claro que no. Antes de que el cielo se oscureciera podían verse otras más abajo, siguiendo el río. Pero yo creo que solo son otros infiernos, tal vez con habitantes de otras culturas o de distintas épocas. En cualquier caso, las islas son todas iguales: un lugar donde las almas se ven condenadas a repetir este ciclo una y otra vez.

– Si me deja explorar la Isla, podría buscar un camino de salida.

– Sí. Eso te gustaría, ¿verdad? -El comisionado se puso en pie y volvió chasquear los dedos-. Traed la silla especial.

Uno de los ayudantes salió corriendo y regresó con una silla de ruedas, hecha de madera y mimbre. Le quitaron las esposas, lo sentaron en la silla y le ataron las muñecas a los reposabrazos y los pies al armazón con cable eléctrico. El comisionado supervisó la tarea; de vez en cuando indicaba que añadieran un nudo aquí y otro allá.

– Si usted es el jefe de todo esto -dijo Gabriel-, ¿por qué no puede detener las matanzas?

– No puedo suprimir el odio y la ira. Solo puedo canalizarlos en distintas direcciones. He sobrevivido porque soy capaz de identificar a nuestros enemigos, las degeneradas formas de vida que deben ser exterminadas. En estos momentos estamos dando caza a las cucarachas que se esconden en la oscuridad.

El comisionado bajó por la rampa, seguido del hombre rubio que empujaba a Gabriel en la silla. Recorrieron nuevamente los pasillos de la planta baja del colegio. Los lobos que deambulaban por allí inclinaban la cabeza al paso del comisionado. Si este viera el menor atisbo de deslealtad en sus ojos, los señalaría de inmediato como enemigos.

Al final de uno de los pasillos, sacó una llave y abrió una puerta negra.

– Quédate aquí-ordenó al tipo rubio. Luego empujó la silla de Gabriel y cruzaron la puerta.

Entraron en una amplia estancia llena de archivos de color verde. Algunos cajones estaban abiertos y su contenido yacía esparcido por el suelo. Gabriel vio currículos, expedientes, pruebas y comentarios de profesores. Algunas fichas estaban manchadas de sangre.

– Todos estos archivos contienen expedientes académicos -explicó el comisionado-. En la Isla no hay niños, pero cuando nos despertamos la primera mañana esto era un colegio de verdad, con tiza para las pizarras y comida en la cafetería. Pequeños detalles para aumentar el grado de crueldad: no destruimos una ciudad de cartón piedra, sino un sitio de verdad, con sus semáforos y sus puestos de helados.

– ¿Para qué me ha traído aquí? -preguntó Gabriel.

El comisionado de patrullas empujó a Gabriel más allá de las hileras de archivados. Dos pequeñas llamas ardían en dos tuberías de gas que asomaban de la pared, pero las sombras de la sala eran más poderosas que su luz.

– Hay una razón por la que escogí este colegio como cuartel general. Todas las historias sobre visitantes están relacionadas con esta habitación. Hay algo especial en este lugar en concreto, pero todavía no he sido capaz de descubrir el secreto.

Llegaron a una zona de trabajo con mesas y sillas de metal. Gabriel estaba prisionero en su silla de ruedas, pero miró a un lado y a otro en busca del espacio de infinita oscuridad que le indicaría el camino de regreso al Cuarto Dominio.

– Si los visitantes pueden llegar a este mundo -continuó el comisionado-, tiene que haber un sitio por donde salir. ¿Dónde está, Gabriel? Tienes que decírmelo.

– No lo sé.

– Esa no es una respuesta aceptable. Tienes que prestar más atención a lo que digo. Llegados a este punto, solo veo dos posibilidades: o eres mi única esperanza de salir de aquí, o eres una amenaza para mi supervivencia. Y no tengo tiempo ni ganas de averiguar cuál de ambas opciones es la correcta. -El comisionado sacó su revólver y apuntó a la cabeza de Gabriel-. Esta pistola tiene tres balas, seguramente las últimas tres balas que quedan en esta isla. No me obligues a malgastar una matándote.

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