Capítulo 12

En Flatbush Avenue, en Brooklyn, Gabriel vio el escaparate de una agencia de viajes donde se exhibía una polvorienta colección de juguetes para la playa. La señorita García, una vieja dominicana que pesaba como mínimo ciento cincuenta kilos, dirigía la agencia. Se deslizaba por el establecimiento empujando con los pies una silla de despacho con ruedas giratorias mientras parloteaba en una mezcla de español e inglés. Cuando Gabriel le dijo que quería comprar un billete de avión de ida a Londres y pagar en efectivo, la señorita García se detuvo y estudió a su nuevo cliente.

– ¿Tiene usted pasaporte?

Gabriel dejó su nuevo pasaporte en la mesa. La señorita García lo examinó con la atención de un agente de inmigración y decidió que era aceptable.

– Un billete solo de ida suele despertar preguntas de la policía y de inmigración. Y puede que las preguntas no sean oportunas. ¿Verdad?

Gabriel recordó lo que Maya le había explicado de los viajes en avión. Los pasajeros a los que acababan registrando eran las abuelas que llevaban tijeritas para la manicura y aquellos que violaban las normas más sencillas. Mientras la señorita García comprobaba los vuelos, Gabriel contó el dinero de que disponía. Si compraba un billete de ida y vuelta, le quedarían unos ciento cincuenta dólares.

– De acuerdo -le dijo-. Deme un billete de ida y vuelta en el primer vuelo que salga.

La señorita García utilizó su propia tarjeta de crédito para comprar el billete on-line y luego dio a Gabriel la dirección de un hotel de Londres.

– No se aloje aquí. Esto es solo porque en el aeropuerto le pedirán una dirección y un número de teléfono.

Cuando Gabriel le confesó que no tenía más equipaje que la mochila que llevaba al hombro, la mujer le vendió una maleta de lona por veinte dólares y se la llenó de ropa vieja.

– Ahora es usted un turista de verdad -dijo-. ¿Qué quiere ver en Inglaterra? Es posible que le hagan esa pregunta.

«Tyburn Convent», pensó Gabriel. «Ahí es donde está mi padre.» Pero se encogió de hombros y miró el gastado linóleo del suelo.

– No sé, el puente de Londres, el palacio de Buckingham…

– Bien, señor Bentley, salude de mi parte a la reina.

Gabriel nunca había volado al extranjero, pero conocía la experiencia por los anuncios de la televisión y las películas. En ellas, gente elegantemente vestida se acomodaba en cómodos asientos y mantenía agradables conversaciones con otros pasajeros igualmente atractivos. Sin embargo, la experiencia de verdad le recordó al verano que él y Michael habían pasado en una granja de ganado cerca de Dallas, Texas. Las vacas tenían etiquetas grapadas en las orejas, y ellos pasaron la mayor parte del tiempo apartando novillos, inspeccionándolos, pesándolos, metiéndolos en rediles, conduciéndolos por estrechas empalizadas y obligándolos a entrar en los camiones.

Once horas más tarde se hallaba haciendo cola ante el servicio de inmigración del aeropuerto de Heathrow. Cuando le llegó el turno, se acercó al agente, un sij de larga barba. El hombre cogió el pasaporte y lo examinó unos instantes.

– ¿Ha visitado anteriormente el Reino Unido?

Gabriel le obsequió con la más relajada de sus sonrisas.

– No, esta es la primera vez.

El agente pasó el documento por un escáner y estudió la pantalla que tenía delante. La información biométrica del chip RFID se correspondía con la fotografía y con la información que ya figuraba en el sistema. Como la mayoría de los ciudadanos que tienen un trabajo aburrido, el hombre se fiaba más de la máquina que de su instinto.

– Bienvenido a Gran Bretaña -le dijo, y Gabriel se encontró de pronto en un nuevo país.

Eran casi las once de la noche cuando cambió el dinero que le quedaba, salió de la terminal, y cogió el tren a Londres. Se apeó en la estación de King's Cross y deambuló por la zona hasta que encontró un hotel. La habitación tenía el tamaño de un cuarto trastero y vidrios mates en las ventanas. No se desvistió, se limitó a envolverse en una fina sábana e intentó conciliar el sueño.

Cumplió veintisiete años pocos meses antes de salir de Los Ángeles, y habían pasado quince años desde la última vez que vio a su padre. Sus recuerdos más intensos se remontaban a la época en que vivía con su familia en una granja de Dakota del Sur, sin electricidad ni teléfono. Todavía recordaba a su padre enseñándole cómo cambiar el aceite de la camioneta y la noche en que sus padres bailaron abrazados frente a la chimenea de la sala de estar. Recordaba que una noche bajó por la escalera, cuando se suponía que debía estar en la cama, espió desde el pasillo y vio a su padre sentado solo a la mesa de la cocina. Matthew Corrigan parecía triste y pensativo, como si cargara con un enorme peso sobre sus hombros.

Pero por encima de todo recordaba un día en concreto, cuando él tenía doce años y Michael dieciséis. Durante una tormenta de nieve, los mercenarios de la Tabula asaltaron la granja. Los dos muchachos y su madre se refugiaron en el sótano del cobertizo mientras el viento aullaba en el exterior. A la mañana siguiente, él y su hermano encontraron cuatro cuerpos en la nieve, pero su padre se había esfumado, había desaparecido de sus vidas.

Gabriel se sintió como si alguien le hubiera metido algo en el pecho y le arrancara una parte de su ser. Esa sensación de vacío no había desaparecido del todo.

Cuando se levantó, preguntó al recepcionista unas cuantas direcciones y empezó a caminar hacia el sur, hacia la zona de Hyde Park. Se sentía nervioso y fuera de lugar en aquella ciudad desconocida. En los cruces, alguien había escrito mirar a la derecha o mirar a la izquierda, como si los negros taxis o las blancas camionetas de reparto estuvieran a punto de atropellar a cualquiera de los turistas que abarrotaban Londres. Michael intentó caminar en línea recta, pero se perdía constantemente por las estrechas calles adoquinadas que formaban ángulos inverosímiles. En Estados Unidos llevaba dólares en la cartera, pero en Londres tenía los bolsillos llenos de monedas.

En Nueva York, Maya le había hablado de la visión de Londres que había aprendido de su padre. Al parecer, existía una zona cerca de Goswell Road donde los cuerpos de las miles de personas que habían muerto víctimas de una epidemia habían sido arrojados a una fosa. Tal vez todavía quedaran algunos huesos, unas pocas monedas, la cruz que una mujer habría llevado colgada del cuello… pero aquel camposanto se había convertido en un aparcamiento lleno de carteles de publicidad. Había lugares parecidos por toda la ciudad, lugares de muerte y de vida, de grandes riquezas y de pobreza aún mayor.

Los fantasmas seguían ahí, pero un cambio fundamental estaba teniendo lugar. Había cámaras de vigilancia portadas partes: en los cruces de las calles y dentro de los comercios; había escáneres faciales, lectores de vehículos, sensores en las puertas para los carnets de identidad de radiofrecuencia que llevaba la mayoría de los adultos. Los londinenses salían en masa de las estaciones de tren y caminaban hacia el trabajo a toda prisa mientras la Gran Máquina absorbía sus imágenes digitales.

Gabriel había imaginado que Tyburn Convent sería una vieja iglesia de piedra cubierta de hiedra. Lo que encontró, sin embargo, fue un par de casas pareadas del siglo XIX, con ventanas emplomadas y techos de pizarra. El convento propiamente dicho se hallaba en Bayswater Road, justo enfrente de Hyde Park. El tráfico se apelotonaba hacia Marble Arch.

Una corta escalera de metal conducía a una puerta de roble con aldaba de bronce. Gabriel llamó al timbre. Una anciana monja benedictina vestida con un hábito impolutamente blanco le abrió.

– Llega demasiado pronto -le dijo con un marcado acento irlandés.

– ¿Demasiado pronto para qué?

– ¡Ah! ¿Es usted estadounidense? -La nacionalidad de Gabriel parecía ser explicación suficiente-. Las visitas a la cripta empiezan a las diez, pero no importa, solo faltan unos minutos.

Lo condujo a una antesala que parecía una jaula pequeña. Una puerta daba acceso a una escalera que bajaba al sótano, mientras que otra conducía a la capilla del convento y a las dependencias de las monjas.

– Soy la hermana Ann. -La monja llevaba unas gafas de montura dorada pasadas de moda. Su rostro, enmarcado por el griñón, era liso y firme, casi intemporal-. Tengo parientes en Chicago. No será usted de allí…

– No. Lo siento. -Gabriel tocó los barrotes de hierro que los rodeaban.

– Somos monjas de clausura -explicó la hermana Ann-. Eso significa que dedicamos nuestro tiempo a la oración y a la meditación. Dos hermanas se encargan del trato con el público. Yo soy la permanente. La otra cambia todos los meses.

Gabriel asintió educadamente, como si aquella fuera una información relevante, y se preguntó cómo iba a preguntarle acerca de su padre.

– Lo acompañaría a la cripta, pero tengo que cuadrar los libros. -La hermana Ann sacó un llavero de gran tamaño de un bolsillo y abrió una de las puertas-. Espere aquí mientras voy a buscar a la hermana Bridget.

La monja desapareció por un pasillo y Gabriel se quedó solo. En una pared había un expositor lleno de folletos religiosos y un llamamiento a la limosna en el tablón de anuncios. Al parecer, algún burócrata del ayuntamiento había decidido que las monjas tenían que gastarse trescientas mil libras para que el convento fuera accesible para las sillas de los minusválidos.

Gabriel oyó el susurro de unas telas y vio a la hermana Bridget avanzar por el pasillo como si flotara. Era mucho más joven que la hermana Ann. El hábito benedictino le tapaba todo el cuerpo salvo sus ojos castaño oscuro y sus sonrosadas mejillas.

– Es usted estadounidense. -Tenía una manera de hablar ligera, casi jadeante-. Vienen muchos por aquí, y suelen hacer espléndidas donaciones.

La hermana Bridget entró en la antesala y abrió la segunda puerta. Mientras Gabriel seguía a la monja por la escalera de caracol de hierro, se enteró de que cientos de católicos habían sido ahorcados o decapitados en las mazmorras de Tyburn, situadas calle arriba. Durante el período isabelino había habido incluso algún tipo de inmunidad diplomática, pues el embajador español tenía permiso para asistir a las ejecuciones y llevarse mechones de pelo de los reos. En tiempos recientes, cuando se excavó en la zona de las mazmorras para construir una rotonda, aparecieron más reliquias.

La cripta parecía un gran sótano de un edificio industrial. El suelo era de cemento negro, y el techo, blanco y abovedado. Había varias vitrinas de cristal donde se exponían trozos de huesos y prendas ensangrentadas. Había incluso una carta enmarcada, escrita por alguno de los mártires.

– ¿Eran todos católicos? -preguntó Gabriel mientras contemplaba un fémur amarillento y dos costillas.

– Sí. Católicos.

Gabriel miró a la monja a la cara y supo que estaba mintiendo. Inquieta por el pecado cometido, luchó unos instantes con su conciencia y al fin añadió con cautela:

– Católicos y otros.

– ¿Viajeros?

Ella pareció sobresaltarse.

– No sé de qué me está hablando.

– Estoy buscando a mi padre.

La monja le obsequió con una sonrisa compasiva.

– ¿Está en Londres?

– Mi padre es Matthew Corrigan. Creo que envió una carta desde este lugar.

La hermana Bridget se llevó la mano al pecho como si pretendiera protegerse de un golpe.

– En este convento no se permite la presencia de hombres.

– Mi padre se esconde de cierta gente que quiere hacerle daño.

La ansiedad de la monja se convirtió en pánico. Retrocedió hacia la escalera y tropezó.

– Matthew nos dijo que dejaría una señal aquí, en la cripta. Es todo cuanto puedo decirle.

– Tengo que encontrarlo. Por favor, dígame dónde está.

– Lo siento, no puedo decirle más -susurró la religiosa. Luego, echó a correr y sus gruesos zapatos resonaron en la escalera de hierro.

Gabriel recorrió la cripta cual un hombre atrapado en un edificio a punto de derrumbarse. Huesos. Santos. Una camisa manchada de sangre. ¿Cómo iba a conducirlo todo eso hasta el paradero de su padre?

Sonaron pasos en la escalera. Creyó que se trataría de la hermana Bridget, pero era la hermana Ann. La monja irlandesa parecía enfadada. La luz se reflejaba en los cristales de sus gafas.

– ¿Puedo ayudarlo, joven?

– Sí. Estoy buscando a mi padre, Matthew Corrigan. La otra monja, la hermana Bridget, me ha dicho que…

– Es suficiente. Tiene que marcharse.

– Me ha dicho que mi padre dejó una señal…

– Váyase inmediatamente o llamaré a la policía.

La expresión de la anciana no dejaba posibilidad de réplica. Las llaves que llevaba en un aro de hierro tintineaban mientras seguía a Gabriel escalera arriba y hasta la puerta del convento. Gabriel salió al frío de la mañana, y ella se dispuso a cerrar.

– Hermana, por favor, tiene que entenderlo…

– Sabemos lo que ha ocurrido en su país. Leí en los periódicos cómo mataron a todas esas personas. También a los niños. No respetaron ni a los más pequeños. ¡Eso no pasará aquí!

Cerró con un portazo, y Gabriel oyó el chasquido de los candados. Tuvo ganas de gritar y golpear la puerta, pero solo habría conseguido que apareciera la policía. Sin saber qué hacer, el Viajero contempló el tráfico y los desnudos árboles de Hyde Park. Estaba en una ciudad desconocida, sin dinero ni amigos, y nadie iba a protegerlo de la Tabula. Estaba solo, verdaderamente solo, dentro de una prisión invisible.

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