Capítulo 19

Alrededor de las diez de la mañana, Maya y los demás cruzaron la ciudad de Limerick. Gabriel conducía despacio por el centro comercial, intentando no infringir ninguna norma de circulación. Cuando salieron a la campiña su prudencia desapareció y apretó el acelerador. El pequeño utilitario azul se lanzó por las serpenteantes carreteras de dos carriles hacia la costa oeste y la isla de Skellig Columba.

En otra situación, Maya se habría sentado junto a Gabriel a fin de tener mejor visión de la carretera y poder anticiparse a cualquier problema, pero no quería que Gabriel la mirara constantemente para intentar interpretar las diferentes expresiones que pasaban por su rostro. Durante el breve tiempo en que había tratado de llevar una vida normal en Londres, había oído con frecuencia a sus compañeras de trabajo quejarse de que sus parejas nunca se daban cuenta de sus cambios de humor. En cambio, ella se veía enfrentada a un hombre que era capaz precisamente de eso, y su poder la empujaba a ser prudente.

Durante aquel viaje por Irlanda, Vicki iba en el asiento del pasajero, y Alice y Maya en el de atrás, separadas por una gran bolsa llena de galletas y botellas de agua. La bolsa constituía una barrera necesaria. Desde que habían llegado a Irlanda, Alice había querido sentarse junto a Maya. En una ocasión incluso había extendido la mano y acariciado el cuchillo de lanzamiento que Maya llevaba bajo el suéter. Aquello era demasiado íntimo, demasiado cercano, y Maya prefería mantener cierto distanciamiento.

Linden había alquilado el coche con la tarjeta de crédito de una de las empresas tapadera que tenía en Luxemburgo. También había comprado una cámara digital sencilla y varias bolsas de viaje de plástico con el rótulo: MONARCH TOURS -NOSOTROS VEMOS EL MUNDO. Se trataba de que parecieran turistas. Aun así, Vicki se lo pasaba en grande con la cámara y no dejaba de repetir «A Hollis le encantaría» mientras bajaba la ventanilla para tomar otra foto.

Tras parar a repostar en Adare, dejaron atrás los verdes pastos y las tierras de labranza y se adentraron por una estrecha carretera de montaña. El pelado paisaje de brezo, rocas y matorrales recordó a Maya las Highlands de Escocia.

Al coronar una loma divisaron el mar en la distancia.

– Está allí -susurró Gabriel-. Sé que está allí.

Nadie se atrevió a contradecirlo.

Maya llevaba varios días protegiendo a Gabriel, pero ambos habían evitado tener cualquier conversación íntima. A ella le sorprendió el corte de pelo que se había hecho en Londres. Su cabeza rapada le daba un aire intenso, casi severo, y se preguntó si sus poderes como Viajero habrían aumentado. Desde el primer momento, Gabriel pareció obsesionado con la fotografía que había visto en la cripta de Tyburn Convent. Insistió en partir de inmediato hacia Skelling Columba, y Linden a duras penas consiguió controlar su enfado. El Arlequín francés miraba a Maya como a una madre que hubiera educado a un hijo obstinado y rebelde.

Tan pronto como empezaron a preparar el viaje a Irlanda, Gabriel pidió algo más. Había pasado las dos últimas semanas viviendo con unos free runners del South Bank y quería despedirse de sus nuevos amigos.

– Maya puede entrar conmigo, pero usted es mejor que se mantenga a distancia -le dijo a Linden-. Tiene todo el aspecto de estar a punto de matar a alguien.

– Solo si es necesario -repuso Linden, pero cuando llegaron a Bonnington Square se quedó en la furgoneta.

La vieja casa olía a beicon frito y patatas hervidas. Tres jóvenes y una quinceañera de aspecto duro y con el pelo muy corto cenaban en el salón. Gabriel les presentó a Maya, y ella saludó a Jugger, Sebastian, Roland y Ice con un gesto de la cabeza. Les dijo que Maya era una amiga y que se marcharían de la ciudad esa misma noche.

– ¿Estás bien? -preguntó Jugger-. ¿Podemos ayudarte en algo?

– Si viene alguien haciendo preguntas sobre mí, decidle que he conocido a una chica y que me he ido al sur de Francia.

– Vale. Eso está hecho. Recuerda que siempre tendrás amigos aquí.

Cargando con una caja en la que llevaba sus pertenencias, Gabriel siguió a Maya de regreso a la furgoneta. Pasaron dos días en una casa segura cerca de Stradford mientras Linden buscaba información sobre Skellig Columba. Todo lo que averiguó a través de internet fue que en la isla había un monasterio fundado en el siglo VI por san Columba. Ese santo irlandés, también conocido como Collum Cille, había llevado la palabra de Dios a las tribus paganas de Escocia. A principios de 1900, el edificio en ruinas había sido restaurado por monjas de la orden de las clarisas descalzas. No había conexión por ferry con la isla, y las monjas no admitían visitantes.

Descendieron de las montañas hasta una carretera costera que serpenteaba entre un acantilado y el mar. Poco a poco, el paisaje se fue convirtiendo en una zona de marismas. A lo lejos, varios hombres extraían bloques de turba, residuos vegetales acumulados desde la Era Glacial.

Por todas partes había lagos y marismas, y durante un rato la carretera bordeó un río que desembocaba en una pequeña bahía. Las montañas la cerraban por el norte, pero ellos giraron en dirección opuesta, hacia Portmagee, una aldea de pescadores frente a un muelle y un dique. Un par de docenas de casas se erguían al otro lado de la calle. Viendo sus fachadas Maya pensó en el dibujo que un niño haría de una cara: tejas de pizarra gris en lugar de pelo, dos ventanas en vez de ojos, una puerta colorada donde debería ir la nariz, y dos ventanas bajas con macetas llenas de flores blancas a modo de sonrisa dentada.

Entraron en un pub, y el propietario les dijo que un tal Thomas Foley era la única persona que iba a Skellig Columba. El capitán Foley rara vez contestaba al teléfono, pero por las tardes solía estar en casa. Vicki se quedó para reservar habitaciones en el pub, mientras Maya y Gabriel se dirigían calle abajo. Era la primera vez que estaban los dos solos desde que se encontraron en Londres. A Maya le parecía natural estar con él de nuevo y recordó cómo fueron las cosas cuando se conocieron en Los Ángeles. Entonces, los dos se mostraron sumamente prudentes e inseguros respecto a sus responsabilidades como Arlequín y Viajero.

Cerca de las afueras del pueblo encontraron un tosco letrero en el que se leía: CAPITÁN T. FOLEY. EXCURSIONES EN BARCA. Siguieron por un camino embarrado y llegaron a una casa encalada. Maya llamó a la puerta.

– ¡Entre o deje de llamar! -gritó un hombre.

Pasaron a un pequeño vestíbulo y vieron un salón lleno de salvavidas de plástico, muebles de jardín y un bote de remos de aluminio encima de un caballete para serrar. Aquella casa parecía el vertedero del oeste de Irlanda. Maya siguió a Gabriel por el pasillo, abarrotado de montones de diarios viejos y bolsas llenas de latas de aluminio. Las paredes se curvaban hacia arriba cuando llegaron a una segunda puerta.

– ¡Si eres tú, James Kelly, ya puedes largarte con viento fresco! -gritó la misma voz.

Maya se adelantó, empujó la puerta, y entraron en una cocina: en un rincón había una estufa eléctrica; el fregadero rebosaba de platos sucios. Sentado en el centro de la estancia, un anciano remendaba una red de pescar. El hombre levantó la vista y sonrió; tenía los dientes de un color amarillo oscuro, fruto de toda una vida fumando y bebiendo té negro.

– ¿Quiénes son ustedes?

– Me llamo Judith Strand, y él es mi amigo Richard. Estamos buscando al capitán Foley.

– Pues lo han encontrado. ¿Se puede saber para qué lo buscan?

– Nos gustaría alquilar una barca para cuatro pasajeros.

– Eso es fácil. -El capitán Foley examinó a Maya con la mirada, como si calculara la cantidad que pensaba cobrarle-. Una excursión de medio día a lo largo de la costa son trescientos euros; un día entero, quinientos. El maldito almuerzo corre de su cuenta.

– He visto fotos de una isla llamada Skelling Columba -intervino Gabriel-. ¿Cree que podríamos ir hasta allí?

– Yo llevo provisiones a las monjas cada quince días. -Foley rebuscó entre los trastos de la mesa hasta que encontró una pipa-. Pero ustedes no pueden desembarcar en esa isla.

– ¿Qué problema hay? -preguntó Gabriel.

– No hay ningún problema. -El marino cogió una abollada lata de azúcar llena de tabaco, sacó un pellizco y llenó con él la pipa-. Solo que no admiten turistas. La isla es propiedad del Estado, que se la arrienda a la Iglesia, que a su vez la tiene cedida a la orden de las clarisas descalzas. Y un punto en el que todos están de acuerdo, gobierno, Iglesia y monjas, es que no quieren a nadie rondando por la isla. Se trata de una reserva natural para aves marinas. Las clarisas no las molestan porque se pasan el día rezando.

– Bueno, quizá yo podría hablar con ellas y pedirles permiso para…

– Nadie puede poner el pie en la isla sin una autorización por escrito del obispo, y no veo que lleve usted una. -Foley encendió la pipa y lanzó unas cuantas bocanadas de humo dulzón-. Y fin de la historia.

– Voy a proponerte otra historia, capitán -dijo Maya-. Le pagaremos mil euros para que nos lleve a la isla y podamos hablar con las monjas.

Foley lo meditó.

– Quizá podría…

Maya cogió a Gabriel de la mano y tiró de él hacia la puerta.

– Creo que será mejor que busquemos en otra parte -dijo.

Foley reaccionó inmediatamente.

– Por supuesto que podría. Mañana, a las diez, en el muelle.

Maya y Gabriel salieron y volvieron hacia la aldea. La Arlequín se sentía como atrapada en una madriguera. Empezaba a oscurecer; las sombras se confundían con los arbustos y se extendían bajo los árboles.

Los habitantes de la aldea estaban a salvo en sus casas, mirando la televisión y preparando la cena. Las luces brillaban tras las cortinas de encaje, y de varias chimeneas salía humo. Gabriel llevó a Maya hasta un oxidado banco que miraba hacia la bahía. La marea había bajado y había dejado a la vista una franja de oscura arena llena de algas y restos. Maya se sentó. Gabriel caminó hasta la orilla y contempló el horizonte. El sol, una brumosa bola de fuego que flotaba a lo lejos, rozaba el mar.

– Mi padre está en esa isla -dijo Gabriel-. Sé que está allí. Casi puedo oírle hablar conmigo.

– Puede que sea cierto, pero todavía no sabemos por qué vino a Irlanda. Tiene que haber una razón.

Gabriel se volvió, se alejó del agua y se sentó junto a Maya. Estaban solos en la penumbra, tan cerca el uno del otro que ella notaba su respiración.

– Está oscureciendo -dijo Gabriel-. ¿Por qué llevas todavía las gafas de sol?

– Simple costumbre.

– Una vez me dijiste que los Arlequines están contra las costumbres y los actos predecibles. -Se acercó, le quitó las gafas, y las dejó junto a la pierna de Maya.

De repente, Maya se sintió desnuda y vulnerable, como si le hubieran quitado todas sus armas.

– No quiero que me mires, Gabriel. Me siento incómoda.

– Pero nos gustamos… Somos amigos.

– Eso no es verdad. Nunca seremos amigos. Yo estoy aquí para protegerte, para morir por ti si es necesario.

Gabriel desvió la vista hacia el mar.

– No quiero que nadie muera por mí.

– Todos los Arlequines conocemos el riesgo.

– Puede ser, pero me siento vinculado con lo ocurrido. Cuando nos conocimos en Los Ángeles y me revelaste que quizá fuera un Viajero, no comprendí que eso fuera a cambiar las vidas de la gente que conocía. Tengo tantas preguntas que hacerle a mi padre… -Calló y meneó la cabeza-. Nunca acepté la idea de que hubiera desaparecido para siempre. Cuando era pequeño, solía quedarme en la cama, despierto, y mantenía conversaciones imaginarias con él. Pensaba que eso pasaría a medida que fuera haciéndome mayor, pero la verdad es que han ido a más.

– Gabriel, puede que tu padre no esté en esa isla…

– Entonces seguiré buscándolo.

– Si la Tabula sabe que buscas a tu padre, tendrá poder sobre ti y te pondrá pistas falsas, como el cebo de un anzuelo.

– Me arriesgaré, pero eso no significa que tengas que acompañarme. Si te ocurriera algo no podría soportarlo, Maya. No podría vivir con algo así.

Maya se sintió como si Thorn estuviera a su lado susurrándole sus amenazas y advertencias: «Nunca confíes en nadie», «Nunca te enamores». Su padre se mostraba siempre tan fuerte, tan seguro de sí mismo… Había sido la persona más importante de su vida. «Pero, maldita sea, me robó la voz y ahora no puedo hablar», pensó.

– Gabriel -susurró-. Gabriel… -Su voz era muy baja, como la de un niño perdido que ya no tiene ninguna esperanza de ser encontrado.

– Todo está bien. -Él buscó su mano y la tomó, solo una franja de sol permanecía en el horizonte. La piel de Gabriel era cálida al tacto, y Maya sintió como si pudiera darle calor (calor de Arlequín) para el resto de su vicia.

– Seguiré a tu lado pase lo que pase, Gabriel. Te lo juro.

Él se inclinó para besarla, pero cuando Maya volvió la cabeza vio oscuras sombras que se les acercaban.

– ¡Maya! -llamó Vicki-. ¿Eres tú? Alice está preocupada. Quería encontraros…

Llovió toda la noche. Por la mañana, un grueso manto de niebla cubría el mar más allá de la bahía. Maya se vistió con parte de la ropa que había comprado en Londres, un pantalón de lana, un jersey de cachemira y un abrigo de cuero negro forrado. Tras desayunar en el pub, fueron al muelle, donde encontraron al capitán Foley cargando cajas de provisiones y sacos de turba en su barca de pesca de diez metros. Foley les explicó que la turba era para las estufas del convento, y que las cajas contenían alimentos y ropa limpia. La única agua disponible en Skellig Columba era la que provenía de la lluvia y se almacenaba en los depósitos excavados en las rocas. Era agua suficiente para que las monjas pudieran beber y lavarse, pero no para hacer la colada.

La cubierta, a popa, estaba despejada para tirar de las redes de pesca; cerca de proa una cabina ofrecía protección contra los elementos. Alice parecía muy emocionada de pisar de nuevo una embarcación, y la inspeccionó de arriba abajo mientras salían de puerto. El capitán Foley dio un par de caladas a su pipa.

– El mundo conocido -dijo, y señaló con el pulgar las verdes colinas que se alzaban a oriente-. Y este… -Hizo un gesto hacia poniente.

– El fin del mundo -terció Gabriel.

– Tiene razón, joven. Cuando san Columba y sus monjes llegaron por primera vez a esta isla, se dirigían al lugar más al oeste que figuraba en los mapas de Europa de la época. La última parada del tranvía.

En cuanto abandonaron la protección de la bahía, la niebla los envolvió. Era como hallarse dentro de una enorme nube. La cubierta brillaba, y de la jarcia y la antena colgaban gotas de humedad. La barca de pesca se abrió paso entre las olas, cortándolas con la proa entre blancos rociones. Alice, que se aferraba a la barandilla de popa, corrió hacia Maya. Emocionada, le señaló una foca que nadaba cerca de la embarcación. La foca los miró como un perro observaría a unos desconocidos que entraran en su jardín.

Poco a poco, la niebla se fue disipando y empezaron a ver el cielo. Había aves marinas por todas partes: petreles, gaviotas, alcatraces y pelícanos. Tras navegar durante casi una hora, pasaron ante una isla llamada Little Skellig que era una reserva para la cría de alcatraces. Los excrementos de las aves cubrían de blanco las rocas, y miles de pájaros revoloteaban en lo alto.

Tardaron otra hora en llegar a Skellig Columba. La isla era como la que Michael había visto en la fotografía de Tyburn Convent: dos picos de una montaña emergiendo del mar. Estaba cubierta de brezo y matojos, pero Maya no vio el convento ni ninguna otra construcción.

– ¿Dónde desembarcaremos? -preguntó al capitán Foley.

– Paciencia, señorita. Nos estamos acercando por el este. Al sur de la isla existe una especie de cala.

Manteniéndose a una distancia prudencial de las rocas, Foley atracó junto a un embarcadero de unos seis metros de largo construido sobre pilares de hierro. El embarcadero conducía hasta una plataforma de hormigón por la que se accedía a un camino escalonado que serpenteaba pendiente arriba; estaba cerrado por una valla de alambre y una verja. Un rótulo con letras rojas y negras anunciaba que la isla era una zona ecológica protegida cuyo acceso estaba vedado a cualquiera que no tuviera un permiso escrito de la diócesis de Kerry.

El capitán Foley detuvo el motor y dejó que el oleaje empujara suavemente la embarcación hacia el muelle; luego lo amarró a uno de los pilones. Maya, Vicki y Alice saltaron a tierra y se dirigieron hacia la plataforma mientras Gabriel ayudaba a Foley a descargar las cajas y los sacos de turba. Vicki se acercó a la verja y miró el candado que la bloqueaba.

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

– No hay nadie -dijo Maya-. Supongo que deberíamos saltar la valla y subir hacia el convento.

– No creo que al capitán Foley le guste la idea.

– Foley nos ha traído hasta aquí. Solo le he dado la mitad del dinero que le prometí, y Gabriel no se marchará de esta isla hasta que sepa qué ha sido de su padre.

De repente, Alice cruzó la plataforma y señaló hacia la pendiente. Maya retrocedió unos pasos y vio a cuatro monjas que descendían por el camino escalonado que conducía al embarcadero. Las clarisas descalzas vestían hábitos negros y se cubrían con tocas blancas. Los cinturones de cuerda que llevaban alrededor de la cintura estaban inspirados en los orígenes franciscanos de su orden. Las cuatro se envolvían con chales de lana negro que les cubrían la parte superior del cuerpo. El viento agitaba sus ropas, pero ellas siguieron avanzando hasta que divisaron al grupo de desconocidos que acababa de desembarcar en su isla. Se detuvieron. Tres de ellas permanecieron juntas; la más alta se quedó unos pasos por detrás.

El capitán Foley descargó un par de sacos de turba y los dejó cerca de la verja.

– Esto no tiene buena pinta -comentó-. La más alta es la abadesa, la que dirige el cotarro.

Una de las religiosas se acercó a la abadesa, recibió una orden y se apresuró a descender hasta la verja.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gabriel.

– Que se acabó, joven -respondió Foley-. No los quieren aquí.

El capitán se quitó la gorra con la que se cubría la calva y se acercó a la verja. Hizo una leve inclinación y habló brevemente y en voz baja con la religiosa. Al cabo de un instante, se volvió hacia Maya con aire sorprendido.

– Discúlpeme, señorita. Lamento lo que le he dicho. La abadesa requiere su presencia en la capilla.

La abadesa había desaparecido, pero las otras tres monjas cargaron cada una con un saco de turba y empezaron a subir por la escalera. Maya, Gabriel, Vicki y Alice las siguieron; el capitán Foley se quedó esperando en el embarcadero.

En el siglo vi, los monjes guiados por san Columba construyeron una escalera que conducía desde el mar hasta lo alto de la isla. La piedra caliza estaba veteada de pizarra y llena de líquenes. Mientras seguían a las monjas, el rumor de las olas desapareció y fue sustituido por el del viento que corría entre las construcciones cónicas de piedra, agitando la hierba, el cardo y la acedera. Skellig Columba recordaba las ruinas de algún antiguo castillo con torres caídas y arcos en ruinas. Las aves marinas habían sido sustituidas por cuervos, que volaban en círculos por encima de ellos y se graznaban unos a otros.

Llegaron a lo alto de un risco y empezaron a descender por el lado norte de la isla. Justo bajo ellos se extendían tres terrazas de unos quince metros de ancho. La primera estaba ocupada por un pequeño jardín y dos depósitos que recogían el agua de lluvia que caía por la pared de roca. En la segunda había cuatro construcciones de piedra sin mortero; parecían enormes colmenas con puertas de madera y ventanas redondas. En la tercera terraza había una capilla; tenía unos veinte metros de longitud y la forma de una barca vuelta boca abajo.

Alice y Vicki se quedaron con las monjas mientras Gabriel y Maya bajaban la escalera que conducía a la capilla. En el interior, el suelo era de roble; el altar estaba en un extremo de la capilla: tres ventanas detrás de una sencilla cruz de oro. Vestida con su hábito, la abadesa los esperaba de pie junto al altar, de espaldas a ellos y con las manos entrelazadas, rezando. La puerta se cerró y todo cuanto oyeron fue el ulular del viento a través de los muros de piedra.

Gabriel se adelantó unos pasos.

– Disculpe, madre. Acabamos de llegar a la isla y necesitamos hablar con usted.

La religiosa desentrelazó las manos y bajó lentamente los brazos. Había algo en sus gestos que era al mismo tiempo grácil e inquietante. Maya cogió al acto el cuchillo que llevaba oculto en la bocamanga. «¡No!», quiso gritar, «¡No!»La religiosa se volvió hacia ellos al tiempo que les arrojaba un negro cuchillo que fue a clavarse en uno de los paneles de madera que recubrían las paredes de piedra, a escasos centímetros por encima de la cabeza del Viajero.

Maya se situó ante Gabriel; tenía el cuchillo de lanzamiento en la mano. Se disponía a arrojarlo cuando reconoció aquel rostro familiar. Una mujer irlandesa de unos cincuenta años. Ojos verdes salvajes, casi locos. Un mechón pelirrojo asomaba por debajo del almidonado griñón. Una boca que sonreía con absoluto desdén.

– Está claro que no estás muy alerta ni preparada -dijo la mujer a Maya-. Unos centímetros más abajo, y tu ciudadano estaría muerto.

– Es Gabriel Corrigan -repuso Maya-. Es un Viajero, como su padre, y tú has estado a punto de matarlo.

– Nunca mato a nadie accidentalmente.

Gabriel miró el cuchillo.

– ¿Y quién demonios es usted?

– Es Madre Bendita -explicó Maya-. Una de las últimas Arlequines que quedan con vida.

– Una Arlequín…, claro… -dijo Gabriel en tono despectivo.

– Conozco a Maya desde que era una niña -aclaró madre Bendita-. Yo fui una de las personas que le enseñó cómo entrar en un edificio. Siempre quiso parecerse a mí, pero por lo que he visto le queda mucho que aprender.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Maya-. Linden te cree muerta.

– Eso es lo que pretendía. -Madre Bendita se quitó el negro chal y lo dobló hasta formar un pequeño cuadrado-. Después de que Thorn cayera en la emboscada de Pakistán, comprendí que había un traidor entre nosotros, pero tu padre no me creyó. ¿Quién fue, Maya? ¿Lo sabes?

– Shepherd. Yo lo maté.

– Bien. Espero que sufriera lo suyo. Llegué a esta isla hará unos catorce meses. Cuando la abadesa murió, las monjas me eligieron temporalmente como líder. -Resopló burlonamente-. Las clarisas descalzas llevamos una vida sencilla y piadosa.

– O sea que es una cobarde -intervino Gabriel-y vino aquí para esconderse.

– Qué joven tan imprudente… No me impresionas. Tal vez deberías cruzar las barreras unas cuantas veces más. -Madre Bendita atravesó la capilla, arrancó el cuchillo de la madera y se lo guardó en la funda que ocultaba bajo la ropa-. ¿Ves el altar que hay cerca de la ventana? Contiene un manuscrito miniado escrito supuestamente por san Columba. Mi Viajero deseaba leer ese libro, de modo que tuve que seguirlo hasta este pedazo de roca solitaria.

Gabriel, nervioso, avanzó unos pasos.

– Y ese Viajero es…

– Tu padre, claro. Está aquí. Lo he estado protegiendo.

Загрузка...