Allí estaban. La chica que había visto antes contemplaba los flamencos cuando atravesé la puerta sur, junto a los halcones y las águilas de las jaulas de las aves de rapiña. Me detuve de espaldas a ella y observé los papagayos. Como la chica no sabía que yo la había visto, no intentó esconderse. Adoptó una actitud natural mientras se dirigía a la jaula de los cuervos. No reparó en mí. Spencer, maestro ilusionista.
A lo largo de las dos horas siguientes hicimos algo difícil y complejo, semejante a la danza ritual de apareamiento de los faisanes plateados. Ella me observó con disimulo y yo la observé con disimulo. Por ahí tenía que haber otros miembros del grupo, gente armada. Ignoraban cuál era mi aspecto, aunque probablemente tenían una descripción. A decir verdad, yo no sabía realmente qué aspecto tenían a menos que los retratos robot fueran muy exactos y que ellos fueran las mismas personas que se habían cargado a las Dixon.
La chica se paseó hasta la zona de los chimpancés. Yo me acerqué a las cacatúas. Caminó junto a la jaula de los papagayos y me desplacé al extremo norte de la jaula de los gibones. La muchacha contempló los periquitos sin quitarme ojo de encima. Bebí una taza de café en la glorieta, ocupándome de no perderla de vista. La chica observaba si por allí había policías de paisano. Yo estaba atento a la aparición de miembros de su grupo. Ambos intentábamos parecer consuetudinarios visitantes de zoo que preferían permanecer cerca de la zona del túnel este. Mi papel se complicaba por el hecho de que me sentía como un imbécil con la peluca y el bigote. Por culpa del bigote tuve dificultades con el café. Si se me caía, los malos sospecharían que algo se estaba cocinando.
La tensión era, literalmente, física. A las once sudaba a raudales y me dolía la nuca. La herida me dolía permanentemente. Y caminar sin cojear requería la máxima concentración. Para ella también debió de ser duro, aunque no hubiera recibido un balazo en la parte posterior del regazo. Al menos, por lo que yo sabía, no lo había recibido.
Era bastante guapa. No tan joven como los chicos de la noche anterior. Tenía los treinta cumplidos y pelo liso y muy rubio que le llegaba a los hombros. Sus ojos eran redondos y sensibles y, a juzgar por la distancia a que había podido acercarme, negros. Sus pechos eran demasiado grandes y sus muslos de primera. Llevaba sandalias negras, pantalón blanco y una blusa blanca escotada con un pañuelo negro anudado al cuello. Acarreaba un enorme bolso de bandolera de piel negra y aposté a que en él guardaba un arma. Probablemente una pistola. El bolso no era lo bastante grande para contener un arma antitanque.
A las doce menos cuarto, según el reloj de la torre, se dio por vencida. Yo me había retrasado casi dos horas. Meneó enérgicamente la cabeza dos veces, haciendo señas a alguien que no vi, y se dirigió al túnel. La seguí. El túnel era un obstáculo que deseaba evitar, pero no supe cómo hacerlo. No quería perderla. Me había tomado muchas molestias para conseguir ese contacto y quería sacarle algún provecho. Si me atrapaban en el túnel, podía considerarme hombre muerto, pero no existía otra opción. Disimula, cumple con tu deber. Entré en el túnel detrás de la chica.
En el interior del túnel no había nadie. Lo recorrí despacio, silbando despreocupadamente, con los músculos trapecio en una poderosa tensión. Al salir del túnel arrojé mis gafas de cristales rosa en una papelera y me puse las comunes. Me quité la corbata, la guardé en el bolsillo y me desabroché tres botones de la camisa. En una novela policíaca de Dick Tracy había leído que un ligero cambio de aspecto puede resultar muy útil cuando se sigue disimuladamente a alguien.
No era difícil seguir a la chica. No me estaba buscando y se limitaba a caminar. Se dirigió al este por la calle Prince Albert y giró por Albany. Fuimos hacia el sur por Albany, cruzando Marylebone hacia la calle Great Portland.
A la izquierda, la Torre de Correos destacaba por encima de la ciudad. La chica giró a la izquierda delante de mí y subió por la calle Carburton. Entramos en un barrio poblado de pequeñas tiendas de alimentación, muy de clase media y estudiantil. Tenía un vago recuerdo de que al este de la Torre de Correos se encontraban Bloomsbury, la Universidad de Londres y el Museo Británico. La mujer giró a la derecha por la calle Cleveland. Tenía un andar infernal. Me gustaba verlo y era lo que había estado haciendo durante los últimos diez o quince minutos. Era un paso libre, de tranco largo, con balanceo desde la cadera y muy ligero. Era un andar muy rápido para una persona herida y a cada paso que daba notaba el balazo. En la esquina de la calle Tottenham, en diagonal al otro lado de la acera de un hospital, la mujer entró en un edificio de ladrillo vista, subió tres escalones y abrió la puerta.
Encontré un portal soleado, me detuve y me apoyé en la pared, desde donde podía observar la puerta por la que ella había entrado. Me dediqué a esperar. La chica no apareció hasta casi las dos y media de la tarde. Sólo caminó media manzana hasta una tienda y regresó con la bolsa de la compra. En ningún momento tuve que abandonar el portal.
«Muy bien -pensé-, vive aquí. ¿Y qué?» Una de las características de mi trabajo era la frecuencia con que ignoraba lo que me hallaba haciendo o lo que tendría que hacer a continuación. Las sorpresas estaban a la orden del día. «He rastreado a la bestia hasta su guarida -pensé-. Y ahora, ¿qué hago con ella?» Bestia no era la palabra adecuada, pero tampoco me sonaba bien decir he rastreado a la bella hasta su guarida.
Como ocurre tantas veces cuando se plantean dilemas de este tipo, encontré la solución perfecta acerca de lo que tenía que hacer. Nada. Me pareció mejor esperar a ver qué ocurría. Si al principio no lo logras, aplázalo para el día siguiente. Miré la hora. Eran más de las cuatro. Había vigilado a la chica y la puerta de su casa desde las nueve de la mañana. Era víctima de todos los apetitos y necesidades fisiológicas imaginables. Tenía hambre y sed, estaba casi incontinente y el dolor del trasero era tan real como simbólico. Si me proponía seguir vigilando, necesitaría ayuda. A las seis tuve que abandonar.
Me encontraba a menos de dos manzanas de la Torre de Correos, donde tenían casi todo lo que necesitaba. Mientras caminaba hacia allí me quité la peluca y el bigote y los guardé en el bolsillo. El restaurante abría a las seis y veinte. Después de visitar los servicios me instalé en una mesa junto a la ventana y pedí una cerveza. El restaurante estaba en lo alto de la torre y giraba lentamente, de modo que en el transcurso de la comida disfrutaba de una panorámica de Londres, de trescientos sesenta grados, desde el edificio -con mucho- más alto de la ciudad. Sabía que los restaurantes giratorios como éste, emplazados en la cúpula de un llamativo rascacielos, eran para turistas y baratos, pero intenté no darle importancia. La vista de Londres a mis pies era espectacular y, al final, me dejé de tiquismiquis y disfruté. Además, allí servían Amstel, que en mi país era inhallable, y para celebrarlo bebí varias botellas. Era día laborable, temprano y el restaurante todavía no estaba a tope. Nadie me metió prisas.
El menú era amplio, variado y no contenía la más mínima mención del pastel de ternera y riñones. Por sí mismo, este detalle merecía otra cerveza. Mientras el restaurante giraba, vi el Támesis al sur y la catedral de St. Paul al este, con su impresionante cúpula achaparrada y churchilliana, tan distinta a la altura vertiginosa de las grandes catedrales del continente europeo. Tenía los pies profundamente arraigados en la roca firme de Gran Bretaña. Comenzaba a notar el efecto de las cuatro cervezas holandesas en mi estómago vacío. St. Paul, que te estoy viendo, dije para mis adentros.
El camarero apuntó mi pedido y me trajo otra cerveza. La bebí a sorbos. Regent's Park se asomó desde el norte. Esta inmensa ciudad estaba rebosante de espacios verdes, esta isla con cetro, esta Gran Bretaña. Bebí otro trago de cerveza. Que te estoy viendo, muchacho. El camarero me trajo la fritada picante de ternera y tuvo la suerte de que me la comiera sin devorarle la mano. Como postre tomé un bizcocho borracho con gelatina, frutas y natillas, típicamente británico, y dos tazas de café. Eran más de las ocho cuando salí a la calle rumbo al hotel.
Había tomado suficiente cerveza para que la herida dejara de dolerme y quería celebrarlo paseando, así que saqué mi mapa de calles de Londres y escogí una agradable caminata de regreso al Mayfair. Bajé por la calle Cleveland hasta Oxford, al oeste por Oxford y luego hacia el sur por New Bond. Eran más de las nueve y el efecto de la cerveza se había disipado cuando subí por la calle Bruton rumbo a la plaza Berkeley. La caminata había asentado comida y bebida, pero la herida volvió a dolerme y soñaba con una ducha caliente y sábanas limpias. Delante de mí, subiendo por la calle Berkeley, se alzaba la puerta de servicio del Mayfair. Pasé la recepción y subí dos escaleras hasta el vestíbulo. Allí no había nadie que portara un arma letal. El ascensor estaba repleto y no me resultó amenazador. Subí dos pisos por encima del que me correspondía, salí del ascensor, caminé hasta la punta del pasillo y cogí el ascensor de servicio, que decía sólo para empleados, hasta mi planta.
No tenía sentido caer en una trampa. El ascensor de servicio daba a un pequeño vestíbulo en el que guardaban ropa blanca. Bajando del ascensor de servicio hacia mi habitación, cuatro puertas más abajo se cruzaban los pasillos transversales. Apoyado cerca del recodo y mirando ocasionalmente hacia la puerta de mi habitación había un gordo de pelo rubio rizado y mejillas alborotadas. Vestía un impermeable de gabardina gris y mantenía la mano derecha en el bolsillo. No necesariamente estaba esperando para tenderme una emboscada, pero no supe qué más podía hacer allí. ¿Dónde estaba el otro? Enviarían dos o más, nunca uno solo.
El segundo debía de estar en el otro extremo del pasillo, con el propósito de alcanzarme en el fuego cruzado. Sabrían quién era yo cuando me detuviera delante de la puerta y pusiera la llave en la cerradura. Permanecí inmóvil en el vestíbulo de la ropa blanca y vigilé. En la otra punta del pasillo se abrieron las puertas del ascensor y bajaron tres personas, dos mujeres jóvenes y un cuarentón con terno de pana. Mientras caminaban por el pasillo en dirección a mí, más allá del ascensor apareció un hombre y los observó. Los tres pasaron delante de la puerta de mi habitación y el tío de la otra punta del pasillo se esfumó. El que estaba más cerca de mí giró y miró por el pasillo transversal como si esperara a su esposa.
De acuerdo, volvían a intentarlo. Eran unos cabrones perseverantes y, por añadidura, hostiles. Yo sólo había puesto un anuncio en el periódico. Volví a meterme en el ascensor de servicio y subí tres plantas. Bajé, recorrí un pasillo idéntico hasta los ascensores para los clientes y miré qué había detrás: la escalera. Descendí rodeando el pozo del ascensor y me encontré en la escalera en la que se ocultaba el otro tirador, tres pisos más abajo. Decidí sorprenderlo desde arriba. No esperaría verme bajar, sino subir.
Me quité la chaqueta, me subí las mangas de la camisa por encima de los codos y me quité los zapatos y los calcetines. Reconozco que lo de las mangas era una cuestión psicológica, pero me molestaban, me estorbaban y creo que tengo pleno derecho a ser fetichista. Los mocasines de cincuenta dólares con borlas negras eran maravillosos para contemplarlos, deliciosos para poseerlos, pero horribles para liarse a puñetazos y ruidosos si pretendía sorprender a los criminales. Los pies cubiertos por calcetines suelen resbalar. Cuando me quité los zapatos, vi que los bajos del pantalón arrastraban y tuve que arremangarlos. Parecía a punto de vadear un río: Huckleberry Finn.
Bajé la escalera descalzo, sin hacer el menor ruido. El pozo del ascensor estaba vacío. A mi derecha, los cables del ascensor ronroneaban y se detenían, ronroneaban y se detenían. En el recodo de mi planta me detuve a escuchar. Oí que alguien se sorbía los mocos y el sonido de una tela que roza la pared. El sujeto estaba del mismo lado que yo con respecto a la salida de emergencia. Prestó atención al ascensor ya que, si se detenía en esa planta, se asomaría apenas cerrarse las puertas y echaría un vistazo. Eso facilitaba las cosas. Estaba apoyado contra la pared, lo sabía por el roce de la tela que había oído. Estaba de frente a la salida de emergencia, apoyado contra la pared. Querría tener libre la mano del arma. A menos que fuera zurdo, eso significaba que estaba apoyado en la pared de la izquierda. La mayoría de las personas no son zurdas.
Me asomé por el ángulo de la escalera y lo vi, cuatro escalones más abajo, apoyado contra la pared de la izquierda, de espaldas a mí. Salté los cuatro escalones y aterricé tras él en el preciso momento en que veía reflejado un movimiento en las puertas de cristales reforzados con tela de alambre de la salida de emergencia. Giró a medias, sacando de la pretina del pantalón la pistola de cañón largo, y le di con el antebrazo en el lado derecho de la cara, cerca de la frente. Rebotó contra la pared, cayó al suelo y se quedó quieto. Puedes romperte la mano golpeando a un hombre en la cabeza con la fuerza suficiente para dejarlo fuera de combate. Cogí el arma. Formaba parte del mismo cargamento: pistola de tiro 22, de cañón largo. No es gran cosa, pero si te dan donde corresponde, estás acabado. Lo palpé en busca de otras armas, pero sólo llevaba la 22.
Subí de prisa los dos pisos, me puse los zapatos y la chaqueta, estiré los bajos de los pantalones, encajé la pistola en el cinturón, a la altura de la región lumbar, y bajé la escalera a toda velocidad. Mi hombre no se movía. Estaba tendido mirando hacia el techo, con la boca abierta. Vi que usaba patillas como las de uno de los Hermanos Smith, patillas que comienzan en la comisura de los labios y llegan hasta las orejas. Lamentable.
Abrí la puerta de la salida de emergencia y me interné en el pasillo. El hombre apostado en el otro pasillo no era visible. Pasé por delante de la puerta de mi habitación. Percibí un ligero movimiento en el recodo del pasillo. Al llegar al recodo giré y lo encontré, un poco indeciso, intentando mostrarse indiferente, pero sintiéndose algo receloso. Yo debía ajustarme a la descripción que tenía, pero no entendía por qué no había entrado en mi habitación. Aún tenía la mano en el bolsillo del impermeable, que llevaba desabrochado.
Di tres pasos más allá del hombre, me di la vuelta y le sujeté los brazos bajándole el impermeable de un tirón. Intentó sacar la mano del bolsillo. Sin soltar el impermeable, desenfundé mi revólver con la derecha y se la coloqué detrás de la oreja.
– Gran Bretaña se balancea como un péndulo -dije.