La recepcionista del despacho de Jason Carroll tenía cabellos rubios que parecían auténticos y bronceado que parecía total. Pensé en la totalidad de su bronceado mientras me guiaba por el pasillo hasta Carroll. La chica lucía una blusa azul y pantalón blanco ceñido.
Carroll se incorporó detrás de su escritorio de cromo y ónix y dio la vuelta para saludarme. También era rubio, estaba bronceado y la chaqueta deportiva azul cruzada y los pantalones blancos resaltaban su delgadez. Parecían una pareja de baile: Sissy y Bobby.
– Encantado de conocerlo, Spenser. Pase y tome asiento. El señor Dixon me dijo que me haría una corta visita.
Su apretón de manos era firme y muy estudiado. Llevaba un anillo de Princeton. Tomé asiento en un sofá de cromo con almohadones de piel negra, junto a un ventanal desde el que se divisaba buena parte del puerto y algo de las vías detrás de lo que quedaba de la estación Sur. En el equipo estereofónico sonaba música clásica a un volumen muy bajo.
– Mi despacho está en un segundo piso, encima de un estanco -comenté.
– ¿Le gusta este lugar? -quiso saber Carroll.
– Está más cerca del nivel del mar -respondí-. La atmósfera está algo enrarecida para mi gusto.
De las paredes del despacho colgaban óleos de caballos.
– ¿Le apetece un trago? -preguntó Carroll.
– Una cerveza no me vendría mal -contesté.
– ¿Le parece bien una Coors? Cada vez que voy al oeste, traigo varias cajas.
– Sí, de acuerdo. Supongo que la Coors está bien como cerveza nacional.
– Si lo prefiere, puedo ofrecerle Heineken. ¿Rubia o negra?
– Estaba bromeando, señor Carroll, la Coors me parece maravillosa. Si está fría, generalmente no sé distinguir una cerveza de otra.
Carroll apretó el botón del intercomunicador y dijo:
– Jan, por favor, nos gustaría beber dos Coors -se recostó en su alta silla giratoria de cuero, cruzó las manos a la altura del estómago y preguntó-: ¿En qué puedo ayudarle?
La rubia se presentó con dos latas de cerveza y dos vasos helados en una pequeña bandeja. Probablemente gracias a mi sonrisa a lo Jack Nicholson, me sirvió primero a mí, luego a su jefe y se retiró.
– Hugh Dixon me ha contratado para que vaya a Londres y me dedique a buscar a las personas que mataron a su esposa e hijas. Para empezar necesitaré cinco mil dólares, y me dijo que usted me proporcionaría lo que me haga falta.
– Por supuesto -sacó el talonario de cheques del cajón central de su escritorio y rellenó uno-. ¿Es suficiente?
– De momento, sí. En el caso de que necesitara más, ¿me lo enviaría?
– Todo lo que haga falta.
Bebí Coors directamente de la lata. Parecía agua de manantial de las Rocosas. ¡Deliciosa!
– Hábleme de Hugh Dixon -pedí.
– Su situación financiera es sumamente estable -respondió Carroll-. Posee grandes y múltiples intereses económicos a lo largo y a lo ancho del mundo. Todo lo ha conseguido gracias a su propio esfuerzo. Es realmente un hombre que se ha hecho a sí mismo.
– Me figuraba que podía pagar sus cuentas. Pero me gustaría saber qué clase de persona es.
– Un verdadero triunfador, un verdadero triunfador. Un auténtico genio para los negocios y las finanzas. No creo que posea una sólida educación formal. Tengo entendido que empezó como revestidor de cementos o algo parecido. Después compró un camión, más tarde una excavadora y a los veinticinco años ya estaba lanzado.
Me di cuenta de que Carroll no estaba dispuesto a hablar de Dixon, de que sólo se explayaría sobre sus bienes.
– ¿Cómo amasó su fortuna? ¿A qué tipo de negocios se dedicó?
Si no puedes superarlos, únete a ellos.
– Primero al ramo de la construcción, más adelante a los transportes por carretera y actualmente posee tantos conglomerados que no es posible precisar su especialidad.
– Son ramos difíciles -comenté-. Los ingenuos no prosperan en estos sectores.
Carroll se mostró algo contrariado.
– Claro que no -añadió-. El señor Dixon es un hombre muy fuerte y con muchos recursos -Carroll bebió un sorbo de cerveza. Usó el vaso. Sus uñas estaba perfectamente cortadas por la manicura. Sus movimientos eran lánguidos y elegantes. «De buena cuna», pensé. Eso te dan las universidades selectas. Probablemente también había estudiado en Choate-. La espantosa tragedia de su familia… -Carroll no encontró las palabras y se limitó a menear la cabeza-. Dijeron que él tampoco debería estar vivo. Sufrió gravísimas heridas. Tendría que haber muerto. Los médicos dijeron que su recuperación fue milagrosa.
– Me parece que tenía algo que hacer -opiné-. Creo que no podía morir porque tenía que desquitarse.
– Y por eso lo ha contratado.
– Sí.
– Ayudaré en todo lo que pueda. Me trasladé a Londres cuando… cuando él estaba grave. Conozco a los policías asignados al caso y otras cuestiones por el estilo. Puedo ponerlo en contacto con algún miembro del despacho londinense del señor Dixon, que podrá ayudarlo. Me ocupo de todos los asuntos del señor Dixon o, al menos, de la mayoría, sobre todo desde el accidente.
– De acuerdo -dije-. Le pediré algo: dígame el nombre de la persona que dirige la oficina de Londres. Pídales que me reserven una habitación de hotel. Volaré esta misma noche.
– ¿Tiene pasaporte? -Carroll no parecía muy convencido.
– Sí.
– Pediré a Jan que le reserve una plaza en el vuelo a Londres. ¿Tiene alguna preferencia?
– No me interesan los biplanos.
– Supongo que no. Si está de acuerdo, pediré a Jan que reserve una plaza en el vuelo cincuenta y cinco de Pan Am, que sale todos los días a las ocho de la noche hacia Londres. ¿Le parece bien primera clase?
– Me parece perfecto. ¿Cómo sabe que habrá plaza?
– La organización del señor Dixon vuela a todo el mundo. Tenemos una relación algo especial con las compañías aéreas.
– Lo sospechaba.
– Mañana por la mañana el señor Michael Flanders acudirá a recibirlo al aeropuerto de Heathrow. Forma parte de la oficina londinense del señor Dixon y lo pondrá al corriente de todo.
– Supongo que tiene una relación algo especial con el señor Flanders.
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Cómo sabe que mañana por la mañana estará disponible?
– Ah, ahora comprendo. Sí. Todos los miembros de la organización saben lo que opina el señor Dixon sobre este asunto y están dispuestos a hacer lo que haga falta -acabé mi lata de cerveza. Carroll bebió otro sorbo. Un hombre que bebe cerveza a sorbos no es digno de confianza. Me sonrió mostrando dientes blancos en perfecta formación, miró la hora en su reloj de dos manecillas, nada tan tosco como un digital, y añadió-: Es casi mediodía. Supongo que tendrá que preparar las maletas.
– Así es. Tal vez haga algunas llamadas telefónicas al Departamento de Estado y otras instituciones semejantes -dije. Carroll arqueó las cejas-. No voy a Londres para visitar el Museo Británico y contemplar el manuscrito de Beowulf. Tengo que llevar un arma. Debo averiguar cuáles son las reglas.
– Ah, claro, en realidad nada sé de esta cuestión.
– Ya lo veo. Por eso voy yo y usted se queda.
Carroll volvió a mostrarme sus perfectas fundas dentales y añadió:
– El billete le estará esperando en el mostrador de la Pan Am en Logan. Espero que tenga un buen viaje. Y también… no sé qué es lo que se dice en estas circunstancias. Debería desearle una buena cacería, pero me parece una expresión excesivamente trágica.
– Salvo cuando la dice Trevor Howard -apostillé.
Mientras salía hice a Jan un gesto de aprobación con los pulgares, como en las viejas películas de la RAF. Creo que se ofendió.