Averigüé lo que quería saber sobre la ropa interior y varias cosas más. La mayor parte de ellas ya las sabía, pero recordarlas era un placer. Después descansamos sobre la cama, mientras el sol de la tarde se colaba por la ventana. El cuerpo de Susan, fuerte y algo húmedo por el esfuerzo compartido, brillaba allí donde el sol lo acariciaba.
– Eres una mujer fuerte y activa -afirmé.
– Hago ejercicios regularmente y tengo una actitud positiva.
– Creo que has arrugado mi traje de lino blanco.
– De todos modos, se habría arrugado durante el vuelo.
Nos vestimos, caminamos por la calle Boylston y cruzamos el Prudential Center hasta un restaurante llamado St. Botolph. Pertenecía a la infinidad de restaurantes de tipo californiano surgidos como dientes de león en un jardín recién sembrado a raíz de los planes de renovación urbana. Encajado detrás del Hotel Colonnade, era un local de ladrillos con plantas colgantes y una informalidad relativa, en el que realmente podías degustar un buen trozo de carne… entre otras cosas.
Yo pedí un gran chuletón y Susan escalopes a la provenzal. No había mucho que decir. Le hablé de mi trabajo.
– Un buscador de recompensas -comentó.
– Sí, puede que sí, como en las películas.
– ¿Tienes algún plan?
Su maquillaje era perfecto: delineador, sombra para párpados, colorete en los pómulos, carmín. Probablemente a los cuarenta tenía mejor aspecto que el que había tenido a los veinte. En los ojos se percibían pequeñas patas de gallo y en las comisuras de la boca sugerencias de sonrisa que recalcaban su rostro y le daban forma y significado.
– El mismo plan de siempre. Me presentaré, no haré nada especial, veré si algo se agita y qué ocurre. Tal vez publique un anuncio en la prensa ofreciendo una cuantiosa recompensa.
– ¿Crees que puede interesarle a un grupo de estas características? ¿Te parece que una recompensa hará que se delaten entre sí?
Me encogí de hombros.
– Es posible. Quizá logre que establezcan contacto conmigo. Sea como fuere, necesito un contacto. Necesito un señuelo.
– ¿No intentarán matarte si se enteran de tu presencia?
– Es posible, pero tengo la intención de desbaratar sus planes.
– Y en ese caso dispondrás de un contacto -dedujo Susan.
– Exacto.
Susan meneó la cabeza.
– No lo pasaré bien durante este período.
– Ya lo sé… a mí tampoco me gusta demasiado.
– Es posible que a una parte de tu persona no le guste, pero vivirás una gran aventura. Tom Swift, buscador de recompensas. Una parte de tu ser lo pasará estupendamente.
– Eso era más cierto antes de conocerte -afirmé-. Sin ti, hasta la búsqueda de recompensas es menos divertida.
– Sé que eres sincero y te lo agradezco. También sé que eres como eres, pero si te pierdo se volverá crónico. Será algo que nunca podré superar.
– Regresaré -aseguré-. No moriré lejos de ti.
– Oh, Dios mío -murmuró y su voz se quebró. Giró la cabeza.
Tenía un nudo en la garganta y los ojos me escocían.
– Sé lo que sientes. Si no fuera un cabrón duro y varonil podría estar al borde de las lágrimas.
Susan volvió a mirarme. Aunque sus ojos estaban muy brillantes, su expresión era relajada. Dijo:
– Es posible que tú lo hagas, cariño, pero yo no. Pienso representar un fragmento de mi famosa interpretación de la señorita Kitty y luego reiremos y charlaremos alegremente hasta que llegue el momento de que subas al avión -puso su mano sobre mi brazo, me miró severamente, se inclinó hacia delante y me advirtió-: Matt, ten cuidado.
– Kitty, un hombre tiene que cumplir con su deber -respondí-. Tomemos una cerveza.
Estuvimos alegres y dicharacheros durante el resto de la cena y el viaje al aeropuerto. Susan me dejó en la terminal internacional. Me apeé, abrí el maletero, saqué mi equipaje, guardé el 357 en el maletero, lo cerré y me asomé al interior del coche.
– No pienso entrar contigo -dijo Susan-. Sentarse a esperar en un aeropuerto resulta demasiado deprimente. Envíame una postal. Aquí estaré cuando regreses.
Le di un beso y acarreé mi equipaje hacia la terminal.
Tal como me habían prometido, el billete estaba en el mostrador de la Pan Am. Lo recogí, entregué mi equipaje y subí a la sala de pasajeros para esperar hasta la hora de embarque. Era una noche serena en la terminal. Pasé el control de seguridad, encontré un asiento libre cerca de la rampa de embarque y abrí mi libro. Ese año me dedicaba a estudiar un texto erudito: La regeneración a través de la violencia, de un tío llamado Richard Slotkin. Me lo había dejado un amigo de Susan que quería que lo leyera porque estaba interesado en lo que llamaba «la reacción espontánea de alguien dedicado a la especialidad». Era profesor de literatura en Tufts y se le podía perdonar esa jerga…, aunque relativamente.
El libro me interesaba, pero no lograba concentrarme. Estar sentado de noche en un aeropuerto produce una sensación de soledad. Y esperar un vuelo al extranjero, acompañado de ti mismo y en un avión casi vacío, resultaba muy solitario. Casi había decidido dar media vuelta, llamar a Susan y pedirle que me recogiera. A medida que envejecía, estar solo me molestaba cada vez más. Quizá se debiera a Susan. Daba lo mismo cuál fuera la razón. Diez años atrás habría sido una gran aventura. Lo que hoy quería era poner pies en polvorosa.
A las ocho y media subimos al avión. A las ocho y cincuenta despegamos. A las nueve y cuarto le había pedido a la azafata la primera cerveza y una bolsa de almendras ahumadas. Empecé a sentirme mejor. Tal vez mañana podría cenar en Simpson y encontrar un buen restaurante indio para almorzar. A las diez ya había bebido tres cervezas y comido cerca de un cuarto de kilo de almendras. El avión estaba casi vacío y la azafata se mostró muy complaciente. Probablemente se sintió atraída por la elegancia de mi terno de lino, aunque estuviera arrugado.
Leí, pasé por alto la película, me puse los auriculares para oír el canal de los viejos pero buenos cantantes, bebí varias cervezas más y mi estado de ánimo mejoró. Después de medianoche me tendí sobre varios asientos y eché una cabezada. Al despertar vi que las azafatas servían café con panecillos y que el sol se colaba por las ventanillas.
Aterrizamos en el aeropuerto de Heathrow, en las afueras de Londres, a las diez y cincuenta y cinco hora local, y bajé del avión entumecido de la siesta en los asientos. El café y los panecillos chapoteaban junto a la cerveza y las almendras ahumadas.
Para ser una simple mezcolanza y una gran complicación, el nombre del aeropuerto de Heathrow conduce a todo lo demás. Seguí las flechas y cogí el autobús A; seguí más flechas y por fin acabé en la fila de la taquilla de pasaportes. El empleado miró mi pasaporte, sonrió y dijo:
– Encantado de verlo, señor Spenser. Tenga la amabilidad de pasar a la oficina de seguridad, que está allí.
– Me han denunciado. Me arrestarán por consumo excesivo de cerveza en un vuelo internacional.
El empleado sonrió y señaló la oficina de seguridad.
– Por favor, señor, pase por allí.
Cogí mi pasaporte y me dirigí a la oficina. En el interior encontré a un agente de seguridad uniformado y a un hombre alto y delgado, de dientes largos, que vestía una camisa verde oscura con corbata marrón y fumaba un cigarrillo.
– Me llamo Spenser -dije-. El empleado de la ventanilla de pasaportes me dijo que viniera.
El tipo alto y delgado dijo:
– Spenser, bienvenido a Gran Bretaña. Soy Michael Flanders -nos dimos la mano-. ¿Tiene los resguardos del equipaje? -asentí-. Tenga la amabilidad de dármelos. Haré que se ocupen de sus maletas.
Entregó los resguardos al agente uniformado y me sacó de la oficina tomándome del codo con la mano. Salimos por otra puerta y me di cuenta de que ya habíamos sorteado la aduana. Flanders se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta de tweed y sacó un sobre con mi nombre.
– Tome -dijo-. Esta misma mañana pude arreglarlo con las autoridades.
Abrí el sobre, dentro había un permiso para llevar armas.
– No está mal -opiné.
Salimos del edificio de la terminal por debajo de uno de los caminos que une todas las segundas plantas de Heathrow. Un típico taxi negro londinense esperaba en la puerta y un mozo cargaba mi equipaje bajo la atenta mirada del agente de seguridad.
– No está mal -repetí.
Flanders sonrió.
– No es nada. Como en tantos otros lugares, aquí el señor Dixon también ejerce una influencia considerable -señaló el taxi, el chófer dio la vuelta, dijo algo que no entendí y nos pusimos en movimiento. Flanders se dirigió al taxista-: Si es tan amable, al Hotel Mayfair -se recostó en el asiento y encendió otro cigarrillo. Sus dedos, largos y huesudos, estaban manchados de nicotina-. Lo alojaremos en el Mayfair. Es un hotel de primera categoría muy bien situado, espero que sea de su agrado.
– Durante el último caso en que trabajé -le conté-, me vi obligado a dormir dos noches en un Pinto alquilado. Supongo que me las arreglaré perfectamente en el Mayfair.
– Espero que así sea -añadió Flanders.
– Supongo que conoce los motivos por los que he venido -dije.
– Estoy al corriente.
– ¿Qué información puede proporcionarme?
– Lamentablemente, no mucha. Propongo que después de que se haya instalado almorcemos juntos y hablemos del tema. Supongo que desea arreglarse un poco y mandar ese traje a la tintorería.
– El viaje en avión garantiza las arrugas, ¿no le parece?
– ¡Ya lo creo!