El Támesis brillaba firmemente a nuestros pies. Susan y yo nos encontrábamos en el puente de Westminster. Aún llevaba el brazo izquierdo escayolado y lucía una chaqueta clásica azul con cuatro botones de cobre en el puño, colocada sobre los hombros al estilo David Niven. Podía pasar la escayola por la manga de la camisa, pero no por la chaqueta. Susan llevaba un vestido blanco con lunares de color azul marino. Un ancho cinturón blanco ceñía su cintura y calzaba altos tacones blancos. Sus brazos desnudos estaban bronceados y su pelo negro brillaba en el crepúsculo británico. Estábamos apoyados en el pretil, mirando cómo se deslizaban las aguas. No iba armado. Olía su perfume.
– Ah, esta isla con cetro, esta Gran Bretaña -dije.
Susan se volvió hacia mí, con los ojos ocultos tras las enormes gafas de sol. Había débiles arrugas que parecían dejar entre paréntesis sus labios, y se ahondaron cuando me miró.
– Llevamos tres horas aquí -dijo-. Has cantado Un día brumoso en Londres, Un ruiseñor cantó en la plaza Berkeley, Gran Bretaña se balancea como un péndulo y Habrá azulejos sobre los blancos acantilados de Dover. Has citado a Samuel Johnson, a Chaucer, a Dickens y a Shakespeare.
– Es verdad -reconocí-. También te ataqué en la ducha del hotel.
– Así es.
– ¿Dónde te gustaría cenar?
– Tú eliges -respondió.
– En la Torre de Correos.
– ¿No es un antro para turistas?
– ¿Acaso somos residentes?
– Tienes razón. A la torre y no se hable más.
– ¿Quieres que vayamos caminando?
– ¡Queda lejos?
– Sí.
– No llevo los zapatos adecuados.
– De acuerdo, tomaremos un taxi. Estoy forrado. Nena, quédate conmigo y te vestiré de armiño.
Llamé a un taxi. Subimos y le di las señas al conductor.
– ¿Hawk no quiso aceptar la mitad del dinero? -preguntó Susan.
Una vez acomodados en el coche, Susan apoyó delicadamente una mano en mi pierna. ¿Notaría algo el taxista si la atacaba en el coche? Probablemente se daría cuenta.
– No -respondí-. Me pasó la factura de los gastos y los honorarios por el tiempo dedicado al trabajo. Considera que de ese modo sigue siendo libre. Como ya he dicho, tiene algunas reglas.
– ¿Y Kathie?
Me encogí de hombros y se me cayó la chaqueta. Susan me ayudó a acomodarla.
– Dixon logró que la pusieran en libertad y no volvimos a verle el pelo. No regresó a la casa alquilada. Tampoco he vuelto a verla.
– Creo que te equivocaste al dejarla en libertad. No debería andar suelta por la calle.
– Probablemente tienes razón, pero acabará poniéndose de nuestro lado. No fui capaz de dejarla entre rejas. Si lo analizas a fondo, Hawk tampoco debería andar suelto.
– Supongo que no. ¿Cómo tomaste esa decisión?
Estaba a punto de volver a encogerme de hombros cuando me acordé de la chaqueta, así que me quedé quieto.
– A veces parto de una suposición, otras confío en mi intuición y algunas me da igual. Hago lo que puedo.
– Ya lo creo -Susan sonrió-. Lo noté en el hotel, cuando intenté ducharme. Incluso con un solo brazo.
– Soy muy poderoso -añadí.
– Mucha gente murió en este viaje.
– Así es.
– Y eso te preocupa…
– Sí.
– Esta vez ha sido peor.
– Hubo mucha sangre, demasiada -dije-. La gente muere. Probablemente algunas personas deben morir, pero esta vez fue excesivo. Necesitaba sacármelo de encima, depurarme.
– La pelea con Zachary -dijo Susan.
– ¡Maldita seas! Nada se te escapa, ¿verdad?
– Casi nada de lo que te ocurre se me escapa. Te quiero y he llegado a conocerte a fondo.
– Sí, la pelea con Zachary. Fue una especie de… bueno… tal vez fue como expulsar el veneno. No estoy seguro. Creo que a Hawk le ocurrió algo parecido. Aunque tal vez para Hawk sólo fue una competencia. No le gusta perder, no está acostumbrado a perder.
– Lo comprendo. A veces me pregunto esas cosas con respecto a mí misma. Pero comprendo lo que quieres decir.
– ¿Comprendes que hay más cosas?
– ¿Cuáles?
– Tú -respondí-. El ataque en la ducha. Es como si necesitara amarte para regresar sano y salvo de los sitios a los que a veces voy.
Susan frotó el dorso de su mano izquierda en mi mejilla derecha.
– Sí, también lo sé.
El taxista paró delante de la Torre de Correos. Pagué y le dejé una espléndida propina. Nos tomamos de la mano mientras subíamos en el ascensor. Era el anochecer de un día cualquiera. Encontramos mesa en seguida.
– Turístico -murmuró Susan-, muy turístico.
– Es verdad -reconocí-, pero podrás tomar Mateus rosado, yo tomaré cerveza Amstel y veremos cómo el sol se pone sobre Londres. Podemos comer patitos con cerezas y yo puedo citar a Yeats.
– Y más tarde puede haber otra ducha -añadió Susan.
– Sólo si no bebo demasiada Amstel ni como demasiados patitos con cerezas.
– En ese caso podemos ducharnos por la mañana -propuso Susan.