Capítulo 7

En el trayecto de regreso al hotel me apeé del autobús en Piccadilly y entré en una tienda de artículos teatrales. Compré una peluca rubia, un bigote del mismo color y pegamento para maquillaje. Spenser, el hombre de las mil caras. En el suelo, junto a la puerta de mi habitación, había una bonita huella de talco. Pasé de largo y continué pasillo abajo. Cuando éste se cruzó con un pasillo transversal giré a la derecha y me apoyé contra la pared. No había indicios de que alguien estuviera al acecho. El enfoque corriente ante una situación como ésta consistiría en apostar un hombre adentro y otro afuera, pero no parecía ser ése el caso.

Claro que la huella la podía haber dejado un inocente empleado del hotel que hubiese entrado por alguna razón. Pero debía de tratarse de alguien que quería verme muerto. Dejé la bolsa con el disfraz en el suelo y desenfundé el revólver. Lo agarré con la mano derecha y crucé los brazos a la altura del pecho para mantenerlo oculto. En el pasillo no había nadie. Me asomé en el recodo: en el otro pasillo tampoco había nadie.

Caminé de puntillas hasta mi habitación. Saqué la llave del bolsillo con la mano izquierda. En la derecha llevaba el revólver, ahora a la altura del pecho y perfectamente visible. Los débiles sonidos de la amortiguada maquinaria del hotel ronroneaban alrededor de mí. Los ascensores subían, bajaban y se detenían. El zumbido de un acondicionador de aire y, a lo lejos, un televisor que sonaba a un volumen muy bajo. La puerta era de roble, y los números de la habitación de bronce.

Me detuve junto a la puerta de mi habitación y presté atención. No oí sonido alguno. Me situé a la derecha de la puerta, estiré el brazo izquierdo, introduje la llave con suma delicadeza en la cerradura y la giré. Nada sucedió. Abrí ligeramente la puerta para liberar el pestillo. Luego quité la llave y me la guardé en el bolsillo. Respiré hondo. Me costaba trabajo tragar saliva. Abrí la puerta de par en par con la mano izquierda y me aplasté contra la pared, a la derecha de la puerta. Tenía el revólver amartillado. Nada sucedió. Nadie hizo el menor sonido.

Aunque las luces estaban apagadas, brillaba el sol de la tarde y por la habitación se filtraba algo de luz hasta el pasillo. Di unos pocos pasos por el pasillo para quedar mejor colocado con relación a la puerta y crucé. Si alguien salía disparando, esperaría encontrarme donde había estado, a la derecha de la puerta, contra la pared. Volví a cruzarme de brazos para esconder el revólver, me recosté contra la pared, vigilé la puerta abierta y esperé.

El ascensor se detuvo a mi derecha y bajó un hombre con chaleco a cuadros de colores acompañado por una señora con traje de pantalón color rosa. Él era calvo y el pelo de ella gris azulado. Miraron hacia delante, tratando de no parecer curiosos al pasar por mi lado. También tuvieron la amabilidad de no mirar por la puerta abierta de la habitación. Los observé mientras caminaban. No parecían terroristas, pero nadie puede distinguir a un terrorista por su aspecto. De todos modos, hay que desconfiar un poco de alguien que usa un chaleco a cuadros de colores. Entraron en una habitación situada diez puertas más abajo. Todo volvió a quedar inmóvil.

Me sentiría como un imbécil redomado si mi habitación estaba vacía y yo pasaba varias horas apostado allí, como el agente X-15. Pero también sería un imbécil redomado si entraba, la encontraba llena de asesinos y así ganaba mi parcela en la Alegre Gran Bretaña por no haber tenido paciencia. Me tocaba esperar.

Evidentemente, él también estaba dispuesto a esperar. Confiaba en que la tensión le haría mella. La puerta abierta se abriría cada vez más a medida que la mirara. Si había dos, llevaría más tiempo. Un solo individuo se asusta más que dos. Yo no tenía que ir a sitio alguno hasta la diez de la mañana siguiente y estaba seguro de que podría resistir más tiempo.

Una india de uniforme blanco pasó delante de mí arrastrando el carrito de la lavandería, miró con curiosidad la puerta abierta y no me hizo el más mínimo caso. Últimamente había descubierto que era cada vez mayor el número de mujeres que no me hacían el menor caso. Tal vez los gustos ya no se centraban en el héroe de la pantalla.

La luz procedente de mi habitación se desvaneció. No aparté la vista porque sabía que, en cuanto el asesino decidiera hacer su jugada, vería una sombra. Quizás él también lo sabía y esperaba que anocheciera.

Dos africanos bajaron del ascensor y pasaron junto a mí. Ambos vestían traje gris de hombre de negocios, con solapas muy finas. Los dos llevaban corbatas delgadas y oscuras y camisas de popelín blanco con las puntas del cuello ligeramente vueltas hacia arriba. El que se encontraba más cerca de mí tenía cicatrices de marcas tribales en las mejillas. Su compañero llevaba gafas redondas con montura dorada. Cuando pasaron delante de mí, oí que hablaban inglés con acento británico. No me prestaron la menor atención ni se fijaron en la puerta. Los observé de soslayo mientras vigilaba la puerta. Cualquiera podía ser cómplice.

El teléfono se encontraba cerca de la puerta y, dado el apestoso silencio que reinaba, me convencí de que el asesino no podría hablar sin que lo oyera. Podía haber recibido alguna señal a través de la ventana o acordado de antemano que, si a cierta hora no telefoneaba, su apoyo subiría a ver qué pasaba.

Resultaba difícil vigilar simultáneamente la puerta y el tráfico del pasillo. Me había cansado de sujetar el revólver. Mi mano estaba rígida y, como había amartillado el arma, debía sujetarla con cuidado. Pensé en pasarla a la mano izquierda. Pero no era tan bueno con la zurda y cabía la posibilidad de que repentinamente tuviera que ser muy bueno. Pero tampoco me serviría de mucho si se me dormía la mano con que empuñaba el revólver. Pasé el arma a la izquierda e hice ejercicios con la derecha. Me sentía incómodo. Debería practicar más con la zurda. No había previsto que se me durmiera la mano con que empuñaba el revólver. Spenser, ¿cómo te dispararon? Bueno, San Pedro, de la siguiente manera: estaba apostado en el pasillo de un hotel y se me durmió la mano. Un rato después todo mi cuerpo empezó a dar cabezadas, Spenser, ¿a Bogie o a Kerry Drake alguna vez se les durmió la mano? No, señor. Spenser, no creo que podamos dejarte entrar en el Cielo de los Detectives Privados.

Empezaba a relajarme mientras montaba guardia en el pasillo. Había recuperado la sensibilidad de la mano derecha y volví a agarrar el revólver. Ya no se filtraba luz a través de la puerta abierta de mi habitación. Una familia de cuatro miembros, incluidos bolsos de bandolera e Instamatics, salió del ascensor y pasó junto a mí por el pasillo. Los chicos miraron hacia la puerta abierta y el padre dijo:

– ¡Seguid caminando!

Tenía acento yanqui y su voz denotaba cansancio. La mamá poseía un trasero despampanante. Torcieron a la derecha en el pasillo transversal y desaparecieron. Se hacía tarde. Estaba trabajando horas extras. Horas extras para una muerte súbita. Vaya, Spenser, cómo manejas las palabras. Horas extras para una muerte súbita. Dinamita.

Me dolían los pies. Llevaba tanto tiempo así que empezaba a sentir dolores en la región lumbar. ¿Por qué te cansas más de pie que caminando? Es un imponderable. También resulta agotador esperar que alguien se asome desde un umbral a oscuras y te pegue un tiro. Presta atención. No desvaríes. Dejaste de estar atento unos instantes cuando pasó la mamá del espléndido trasero. Chico, si hubiera sido el momento de verse cara a cara, ya no estarías presente.

Vigilé atentamente la puerta. El asesino tendría que aparecer por la derecha. La puerta abierta estaba apoyada en la pared de la izquierda. Se asomaría por la pared de la derecha, buscándome pasillo abajo. Tal vez no, tal vez se asomaría boca abajo, pegado al suelo. Eso es lo que haría yo. ¿O no? Tal vez yo saldría lanzado por la puerta, buscaría un buen ángulo al otro lado del pasillo e intentaría ser más rápido que el sujeto que había montado guardia allí, dejándose hipnotizar por la puerta.

Tal vez yo ni siquiera estaría allí. Tal vez yo sería una habitación vacía y un tonto nervioso montaría guardia afuera y contemplaría el vacío durante infinidad de horas. Podría llamar al servicio de seguridad del hotel y decir que había encontrado mi puerta abierta. Sin embargo, si dentro había alguien, la primera persona que franqueara el umbral volaría por los aires. El asesino llevaba demasiado tiempo ahí dentro para hacer sutiles distinciones. Además, si era miembro de Libertad, no le importaría demasiado a quién mataba. No podía pedirle a alguien que entrara en la habitación por mí. Esperaría. Podía esperar. Era una de las cosas para las que yo servía: resistir.

En el pasillo apareció un camarero del servicio de habitaciones, un hombre de piel morena y de traje blanco, que sacó del ascensor de servicio una mesa de ruedas llena de platos tapados y en el recodo torció a la derecha. Percibí un débil olor a patatas al horno. Después del pastel de ternera y riñones había pensado en un ayuno prolongado, pero ese aroma me hizo cambiar de idea.

El asesino salió a gatas e hizo un disparo pasillo abajo, hacia el ascensor, en la pared contraria a la que me encontraba, sin darse cuenta de que yo no estaba allí. Fue rápido y giró a medias para volver a disparar cuando le apunté al pecho, con el brazo estirado y el cuerpo semigirado, sin respirar mientras accionaba el gatillo. A tan corta distancia mi proyectil lo obligó a dar media vuelta. Volví a dispararle cuando cayó de lado, con las rodillas encogidas. El arma se le escapó de la mano al desplomarse. Calibre corto. Cañón largo. Un arma de tiro. Salté, me zambullí por la puerta abierta de la habitación, aterricé sobre un hombro y rodé más allá de la cama. Había un segundo hombre y el primer proyectil que disparó arrancó un fragmento del marco de la puerta que daba a mis espaldas. El segundo me alcanzó con una brusca sacudida en la parte posterior del muslo izquierdo. Acuclillado, disparé tres veces hacia el centro de su forma oscura, que se perfilaba débilmente contra la ventana. Trastabilló hacia atrás, chocó con una silla y cayó boca arriba, con un pie sobre el asiento.

Me incorporé pegado a la pared. Eran dos: por ese motivo pudieron esperar tanto. Me resultaba muy difícil respirar y notaba cómo bombeaba sangre mi corazón en el centro del pecho. No moriré de un disparo, un día de éstos sufriré un paro cardíaco.

Aspiré profundas bocanadas de aire. En el bolsillo derecho de la pechera de mi chaqueta Levi de pana azul guardaba doce cartuchos adicionales. Abrí el tambor del revólver y quité los cartuchos vacíos. Sólo quedaba una bala. Me palpé la parte posterior de la pierna izquierda. Aunque aún no me dolía, estaba caliente y sabía que sangraba. Los disparos habían sonado estentóreamente en el pasillo, lo que provocaría la llegada inmediata de algunos polis.

Me acerqué a la figura en penumbras que tenía un pie sobre la silla. Le busqué el pulso y no lo encontré. Me incorporé y caminé con dificultad hacia la puerta. El primer hombre al que le había disparado estaba tendido tal como había caído. La pistola de tiro de cañón largo se encontraba a treinta centímetros de su mano inerte. Tenía las rodillas encogidas. Había sangre en la moqueta del pasillo. Guardé mi pistola en la funda y me acerqué. Él también estaba muerto. Regresé a mi habitación. Empezaba a dolerme el muslo. Me senté en la cama y descolgué el teléfono, pero en ese preciso instante oí pisadas en el pasillo. Algunas se detuvieron a cierta distancia de mi habitación y otras llegaron hasta la puerta. Colgué el teléfono.

– Muy bien, quienquiera que esté ahí, que salga con las manos en alto. Somos de la policía.

– Está todo controlado -dije-. Aquí dentro hay un hombre muerto y yo estoy herido. Entren, estoy de su parte.

Un joven de impermeable ligero entró rápidamente en la habitación y me apuntó con su revólver. Tras él apareció un hombre mayor de pelo canoso, que también me apuntó con su arma.

– Tenga la amabilidad de ponerse de pie -dijo el hombre más joven-. Y de colocar las manos encima de la cabeza, con los dedos cruzados.

– Bajo el brazo izquierdo llevo un revólver en su funda -informé.

Varios policías uniformados y otros dos vestidos de paisano se apiñaron en la habitación. Uno de ellos se dirigió directamente al teléfono y empezó a hablar. El hombre canoso me palpó, agarró mi revólver, sacó del bolsillo las siete balas que quedaban y retrocedió.

El joven se dirigió al que hablaba por teléfono:

– Está sangrando, necesitará atención médica -el que hablaba por teléfono asintió con la cabeza. El policía joven se dirigió a mí-: Le agradecería que nos lo contara todo.

– Soy un buen chico -aseguré-. Soy un investigador estadounidense y he venido a resolver un caso. Si se pone en contacto con el inspector Downes, de su departamento, verá cómo responde de mí.

– ¿Y estos caballeros? -señaló con la cabeza el cadáver tendido en el suelo y, con un giro de la barbilla, incluyó al que yo había dejado frito en el pasillo.

– No tengo la menor idea. Supongo que querían jugármela porque estoy trabajando en este caso. Cuando regresé a mi habitación, descubrí que me estaban esperando.

El poli canoso preguntó:

– ¿Mató a los dos?

– Sí.

– ¿Ésta es el arma?

– Sí.

– Por favor, identifíquese.

Le entregué mis papeles, incluido el permiso para llevar armas expedido por las autoridades británicas.

El poli canoso se dirigió al que hablaba por teléfono:

– Dígales que se pongan en contacto con Phil Downes. Tenemos a un investigador estadounidense apellidado Spenser que dice conocerlo.

El policía que estaba al teléfono asintió con la cabeza. Mientras hablaba se introdujo un cigarrillo entre los labios y lo encendió.

Apareció un hombre pequeño con un maletín negro de médico. Vestía un traje de seda oscuro y una camisa azul lavanda cuyo cuello asomaba por encima de las solapas de la chaqueta. Alrededor de su cuello divisé una gargantilla de pequeñas cuentas de color turquesa.

– Me llamo Kensy y soy el médico del hotel -se presentó.

– Los formales médicos británicos son todos iguales -comenté.

– No me cabe la menor duda. Le agradecería que se bajara los pantalones y se tendiera en la cama, boca abajo.

Obedecí. Ahora la pierna me dolía mucho y sabía que la parte posterior de la pernera estaba empapada en sangre. «No es fácil conservar la dignidad -pensé-, pero siempre puede intentarse.» El médico se dirigió al cuarto de baño para lavarse.

El poli de impermeable ligero me preguntó:

– Señor Spenser, ¿conoce a alguno de estos hombres?

– Aún no he tenido tiempo de verlos.

El médico regresó. Aunque no podía verlo, lo oía revolver en su maletín.

– Tal vez escueza un poco.

Olí a alcochol y me ardió hasta el alma mientras el médico desinfectaba la zona.

– ¿La bala sigue alojada en mi pierna? -quise saber.

– No, pasó rozando. Es una herida limpia. Aunque ha perdido sangre, creo que no hay de qué preocuparse.

– Me alegro. No me gustaría acarrear una posta en la parte superior del muslo -comenté.

– Llámelo como quiera -respondió el médico- pero, si quiere saber la verdad, le han disparado en el culo.

– A eso le llamo buena puntería -aseguré-. Y, por añadidura, a oscuras.

Загрузка...