Capítulo 6

Rechacé el taxi que Flanders me ofreció y deambulé por el Strand rumbo al Mayfair, en medio de la tarde que caía lentamente. Eran poco más de las ocho. No tenía que ir a sitio alguno hasta la semana siguiente y caminé sin rumbo fijo. Donde el Strand se une con Trafalgar Square, tomé Whitehall. Hice un alto a mitad de camino y contemplé los dos centinelas a caballo junto a la garita anexa al edificio de la Guardia Montada. Lucían botas altas de cuero, petos metálicos y cascos del viejo Imperio británico, de modo que parecían estatuas si no fuera por los rostros jóvenes y corrientes que asomaban bajo los cascos y por los ojos que se movían. Eran unos rostros realmente sorprendentes. Al final de Whitehall se alzaban el Parlamento y el puente de Westminster y, frente a la plaza del Parlamento, la abadía de Westminster. Años atrás la había recorrido con Brenda Loring y una avalancha de turistas. Me encantaría atravesarla en un momento en que estuviera desierta.

Miré la hora: 8:50. Restando seis horas, en casa eran las tres menos diez. Me pregunté si Susan habría asistido a su clase de asesoramiento. Probablemente no se reunían todos los días, aunque en verano tal vez lo hicieran. Me desvié un poco hacia el puente de Westminster y contemplé el río. El Támesis. ¡Santo cielo! Fluía por esa ciudad cuando en el Charles sólo estaban los wampanoag. Abajo, a mi izquierda, había un desembarcadero en el que los bardos de recreo recogían y dejaban pasajeros. Un año antes Susan y yo habíamos ido a Amsterdam y realizado un crucero de vino y queso, a la luz de las velas, por los canales de la ciudad, contemplando las altas fachadas del siglo xvii de las casas que los bordeaban. Shakespeare debió haber cruzado este río. Recordaba difusamente que el Teatro Globo estaba del otro lado… o lo había estado. También tuve la vaga sospecha de que ya no existía.

Observé el río largo rato, giré, me apoyé en el pretil del puente con los brazos cruzados y durante unos minutos me dediqué a mirar a la gente. No tenía dudas de que llamaba la atención con mi chaqueta deportiva azul, pantalones grises, camisa blanca y corbata de republicanas rayas rojas y azules. Me aflojé el nudo y dejé que la corbata cayera informalmente sobre la pechera blanca. En pocos minutos una cimbreante pájara londinense con minifalda de cuero vería que estaba solo y se detendría a darme ánimos.

La minifalda no parecía estar de moda. Vi montones de pantalones bombachos y de tejanos Levis metidos dentro de las botas. Habría aceptado cualquier sustituto, pero ninguna mujer hizo el menor gesto de acercamiento. Probablemente habían adivinado que era extranjero. ¡Malditas xenófobas! Nadie reparó en el adorno de cobre de las borlas de mis mocasines. Suze lo vio la primera vez que me los puse.

Un rato después me di por vencido. Aunque hacía diez o doce años que no fumaba, en ese instante deseé tener un cigarrillo al que darle una última calada y arrojarlo encendido al río mientras me alejaba. No fumar es positivo en el campo del cáncer de pulmón, pero muy negativo en el reino de los gestos dramáticos. En los márgenes de St. James's Park apareció un sendero llamado Birdcage y lo tomé. Probablemente lo hice a causa de mi romanticismo irlandés. Me condujo por el lado sur del parque hasta el palacio de Buckingham.

Me detuve un rato ante la entrada del palacio y contemplé el ancho y desnudo patio empedrado. «¿Cómo estás, Majestad?», dije para mis adentros. Existía un modo de saber si estaban o no en casa, pero no logré recordar cuál era la señal. Tampoco tenía demasiada importancia. Seguramente no moverían un dedo por mí.

Desde el monumento conmemorativo que se alzaba en el círculo, delante del palacio, salía un sendero que atravesaba Green Park hacia Piccadilly y mi hotel. Lo tomé. Me resultaba extraño caminar solo a través de un sitio oscuro poblado de árboles y hierbas, a un océano de distancia de casa. Pensé en mí cuando era un niño y en la cadena de acontecimientos que relacionaban a aquel chiquillo con el hombre de edad madura que se encontraba solo, por la noche, en un parque de Londres. El chiquillo prácticamente nada tenía que ver conmigo. Y el hombre de edad madura tampoco. Me sentía incompleto. Echaba de menos a Susan y antes nunca había añorado a alguien.

Volví a salir a Piccadilly, giré a la derecha y luego a la izquierda por Berkeley. Pasé delante del Mayfair y observé la plaza Berkeley, larga, estrecha y muy limpia. No oí el canto del ruiseñor. Me dije que algún día regresaría con Susan. Volví al hotel y pedí al servicio de habitación que me subiera cuatro cervezas.

– ¿Cuántos vasos, señor?

– Ninguno -respondí en tono tajante.

Cuando apareció el botones, le di una propina muy generosa para compensar mi brusquedad. Bebí las cuatro cervezas directamente de la botella y me acosté.

Por la mañana madrugué y puse un anuncio en el Times. Decía: «recompensa. Se ofrecen mil libras a cambio de información sobre organización denominada Libertad y muerte de tres mujeres en atentado con bombas en el restaurante Steinlee el 21 de agosto pasado. Llamar a Spenser al Hotel Mayfair, Londres.»

La noche anterior Downes se había comprometido a enviarme al hotel el expediente sobre el caso Dixon y cuando regresé lo encontré en un sobre de papel de Manila, doblado por la mitad a lo largo y encajado en la casilla de la recepción. Lo llevé a mi habitación y lo leí. Contenía fotocopias del informe del policía de mayor graduación, declaraciones de los testigos, la declaración de Dixon en el hospital, copias de los retratos robot realizados y de los informes regulares de que no había habido progreso alguno, presentados por diversos agentes. También había una fotocopia de la nota en que Libertad reivindicaba la colocación de las bombas y la victoria sobre los «cerdos comunistas». Por último, contenía una copia de una breve historia del grupo Libertad, evidentemente entresacada de los archivos de prensa.

Me tendí en la cama de la habitación del hotel, abierta la ventana que daba al patio de luces, y leí tres veces el material, atento a cualquier pista que los polis británicos hubieran pasado por alto. No encontré nada. Si a ellos se les había escapado algo, a mí también. Casi tuve la sensación de que yo no era más listo que ellos. Miré la hora: 11:15. Prácticamente la hora de almorzar. Si salía, caminaba sin prisas hasta un restaurante y comía lentamente, sólo tendría que matar cuatro o cinco horas hasta que llegara el momento de cenar. Volví a mirar el material. No produjo la más mínima respuesta. Si el anuncio no desencadenaba algo, no sabría qué hacer a continuación. Podía beber cerveza a manta y recorrer la ciudad, pero es probable que Dixon se inquietara después de que yo hubiera consumido un par de adelantos de cinco mil dólares.

Salí, entré en un pub de Shepherd's Market, cerca de la calle Curzon, almorcé, bebí cerveza, luego subí hasta Trafalgar Square y entré en la Galería Nacional. Pasé la tarde allí, mirando los cuadros, contemplando en su mayoría retratos de personas de otra época y dejándome llevar por el impacto de su verismo. El perfil de la mujer del siglo xv, cuya nariz parecía rota. El autorretrato de Rembrandt. Noté que me esforzaba por comprenderlos. Me marché después de las cinco y, en medio de una lacerante sensación de aislamiento, me zambullí en Trafalgar Square y la viva realidad de las palomas. Me habían dicho que el anuncio aparecería por la mañana. Esa noche nada tenía que hacer. Como no me agradaba cenar solo en un restaurante, regresé a mi habitación, pedí que me subieran una bandeja de bocadillos con varias cervezas y comí mientras leía mi libro.

Tal como me habían informado, el anuncio apareció a la mañana siguiente. Por lo que sabía, yo era el único que lo había visto. Nadie se presentó ese día ni al siguiente. El anuncio siguió publicándose. Me quedaba en el hotel esperando hasta que no aguantaba más, entonces salía y me hacía la ilusión de que dejarían un mensaje. A lo largo de los cinco días siguientes visité el Museo Británico y contemplé las esculturas griegas; también recorrí la Torre de Londres y contemplé las iniciales grabadas en las paredes de las celdas. Presencié el cambio de la guardia e hice jogging regularmente por Hyde Park, a lo largo de la Serpentine.

Seis días después de que comenzara a publicarse el anuncio, regresé al hotel con la camiseta empapada en sudor, los pantalones azules de hacer ejercicio elegantemente usados con las cremalleras de los tobillos abiertas y mis zapatillas Adidas aún con apariencia de recién estrenadas. Como de costumbre, pregunté si había algún mensaje y el recepcionista contestó afirmativamente, sacó un sobre blanco de mi casilla y me lo entregó. Estaba cerrado con lacre y sólo decía «Spencer».

– ¿Fue entregado en mano? -pregunté.

– Sí, señor.

– ¿No fue enviado por teléfono? ¿No es un sobre del hotel?

– No, señor. Tengo entendido que fue entregado por un caballero joven, hace alrededor de media hora.

– ¿Sigue aquí? -inquirí.

– Lo dudo, señor, no lo veo. Puede probar en la cafetería.

– Muchas gracias.

¿Por qué no habían enviado el mensaje por teléfono? Tal vez porque querían ver quién era yo, lo que lograrían si dejaban un sobre y apostaban a alguien para que viera quién lo abría. Entonces ellos sabrían quién era yo y yo no sabría quiénes eran ellos. Me dirigí a uno de los sillones del vestíbulo, donde todas las tardes servían el té. La pared de enfrente estaba revestida de paneles de cristal y, para vigilar, me senté de cara a ella. Llevaba puestas gafas de sol y, con esta protección, abrí el sobre espiando a través del espejo improvisado. Era una carta delgada que no resultaba sospechosa. Dudaba de que se tratara de una carta bomba. Por lo que sabía, podía tratarse de una nota de Flanders, en la que me invitaba a una merienda cena en el Connaught. Pero no era una invitación: era exactamente lo que yo quería.

La nota decía: «Preséntese mañana, a las diez de la mañana, en la punta de la cafetería del túnel este, cerca de la puerta de entrada norte del zoo londinense de Regent's Park.»

Fingí releerla y, dentro de lo que me permitían los paneles de cristal, escudriñé el vestíbulo amparado tras mis gafas de sol. No vi nada sospechoso, pero tampoco lo esperaba. Intentaba memorizar todos los rostros presentes para que, si volvía a ver alguno, pudiera recordarlo. Guardé la nota en el sobre y giré pensativo en el sillón, golpeándome los dientes con una esquina del sobre. Pensativo, ensimismado, observando descaradamente el vestíbulo del hotel. Nadie llevaba una Sten. Salí por la puerta principal y caminé hacia Green Park.

No es fácil seguir a alguien sin que te descubra, sobre todo si ese alguien intenta pescarte mientras lo haces. La vi cuando cruzaba Piccadilly. Había estado comprando postales en el vestíbulo del hotel y ahora cruzaba Piccadilly hacia Green Park, media calle más abajo. Yo aún vestía ropa deportiva y no iba armado. Puesto que me habían descubierto, tal vez quisieran despacharme rápidamente.

Me detuve en Green Park, hice varias flexiones y ejercicios de estiramiento para guardar las apariencias y luego inicié un trote moderado rumbo al Malí. Si ella quería alcanzarme, tendría que correr. Si echaba a correr para alcanzarme, yo sabría que no le importaba que la viera, lo que significaba que probablemente me dispararía o me señalaría para que me viera otra persona que me dispararía. En ese caso daría la vuelta en U y correría hacia Piccadilly en busca de un poli.

La mujer no echó a correr. Me dejó partir y, cuando llegué al Malí, ella se había esfumado. Regresé a Piccadilly por el sendero Queen's, crucé la calle y descendí hasta el Mayflair. No la vi y tampoco estaba en el vestíbulo. Subí a mi habitación y me duché con el revólver encima de la cisterna del inodoro. Me sentía bien. Por fin volvía a trabajar después de contemplar durante una semana cómo se ponía el sol en el Imperio británico. Además, tenía un punto de ventaja sobre alguien que creía tener un punto de ventaja sobre mí. Si la mujer formaba parte de Libertad, ellos suponían que me habían identificado y que yo no los conocía. Si nada tenían que ver con ese grupo, si sólo deseaban comprobar si podían birlarme mil libras y me estaban estudiando, nos manteníamos empatados. Yo los conocía, ellos creían que no sabía quiénes eran y, además, suponían que ésa era la situación. Existían algunos inconvenientes. Ellos me conocían perfectamente y yo sólo conocía a uno de sus miembros. Por otro lado, yo era profesional y ellos aficionados. Claro que si alguno me ponía una bomba, probablemente el estallido no haría diferencias entre aficionados y profesionales.

Me puse tejanos, camisa Levi blanca y zapatillas Adidas blancas con tiras azules. No quería que los malditos británicos pensaran que un detective estadounidense no sabía combinar colores. Saqué de la maleta una funda de hombro negra, de cuero trenzado, y me la puse. No es tan cómoda como la funda de cadera, pero quería ponerme una chaqueta Levi corta y la funda de cadera se vería. Guardé el revólver en la funda, me puse la chaqueta Levi y la dejé desabrochada. Era de pana azul marino. Me miré en el espejo que había encima del tocador. Levanté el cuello. Elegante. Recién afeitado, recién duchado y con un corte de pelo reciente. Era la viva imagen del aventurero internacional. Desenfundé dos veces a toda velocidad para asegurarme de que todo estaba en su sitio, hice una perfecta imitación de Bogart ante el espejo, «Muy bien, Louis, suelta el arma», y me preparé para la acción.

Como ya habían arreglado la habitación, no era necesario que la camarera volviera a entrar. Cogí un bote de talco y, de pie en el pasillo, lo esparcí minuciosa y uniformemente encima de la alfombra de delante de la puerta. Cualquiera que entrara dejaría huellas en el interior y pisadas fuera, al salir. Si se trataba de alguien observador, tal vez lo notara y borrara las pisadas, pero tendría dificultades para cubrir las huellas del interior, a menos que llevara consigo un bote de talco.

Cerré cuidadosamente la puerta por encima de la delgada capa de talco y me llevé el bote. Junto a los ascensores había una papelera y allí lo tiré. Compraría otro bote de talco por la noche, cuando emprendiera el regreso al hotel.

Caminé hasta Piccadilly Circus y cogí el metro a Régenos Park. Llevaba en el bolsillo el mapa de Londres. Lo saqué y le eché un vistazo, procurando no parecer un turista. Calculé cuál era la mejor caminata por el parque, asentí sagazmente por si alguien me observaba -como si estuviera confirmando lo que ya sabía- y me dirigí hacia la puerta norte. Quería reconocer el territorio antes de presentarme al día siguiente.

Pasé delante de las grullas, las ocas y los buhos de la entrada de la puerta norte y crucé el puente del canal Regent's. Debajo traqueteaba un transporte fluvial. Junto a la casa de los insectos aparecía un túnel que pasaba por debajo de un edificio de oficinas del zoo y reaparecía al lado del restaurante. A la izquierda había una cafetería y, a la derecha, un restaurante y un bar. Más allá de la cafetería se veían algunos flamencos en un pequeño parque de hierba. ¡Vaya, flamencos en la hierba! Si se proponían hacerme el viaje, el túnel era el mejor lugar. No era un gran túnel, pero era recto y no tenía huecos. No había dónde esconderse. Si alguien se acercaba hacia mí desde ambos extremos, me harían picadillo sin demasiadas dificultades. Era mejor que me mantuviera lejos del túnel.

En la tienda de fotografía de la cafetería compré una guía del zoo en cuya contratapa figuraba un mapa. La puerta sur, bajando por el bosque de los lobos, parecía un buen sitio para presentarme al día siguiente. Deambulé un rato para estudiar el terreno. Más allá de la jaula de los papagayos y frente a algo con un letrero en el que se leía Periquitos, un grupo de chiquillos se paseaba en camellos y se desternillaba de risa ante el ondulante paso asimétrico de los animales con joroba.

La puerta sur estaba poco más allá de la pajarera de las aves de rapiña, que me pareció de mal agüero, más allá de los perros salvajes y los zorros, y junto al bosque de los lobos. Éste tampoco era demasiado alentador. Regresé y estudié la situación de la cafetería. Vi una glorieta con mesas. Servían la comida en un edificio abierto que parecía una arcada. Si me sentaba en la glorieta, en una mesa al aire libre, me convertiría en blanco fácil, prácticamente desde cualquier ángulo. Apenas existía protección. Pedí en la cafetería un pastel de ternera y riñones y me lo llevé a la mesa. Estaba frío y tenía el mismo sabor que una pelota de tenis. Mientras procuraba tragarlo, evalué mi situación. Si pretendían dispararme nada había que lo impidiera. Tal vez no pensaban dispararme, pero no podía confiar demasiado en eso.

– No puedes confiar en las intenciones del enemigo -dije-. Tienes que basarte en lo que es capaz de hacer, no en lo que podría hacer.

El muchacho que limpiaba las mesas me miró estupefacto.

– ¿Cómo dice, señor?

– Sólo era un comentario sobre estrategia militar. ¿Nunca lo haces? ¿Nunca te sientas y hablas contigo mismo sobre estrategia militar?

– No, señor.

– Pues haces bien. Ten, llévate esto.

Dejé caer casi todo mi pastel de ternera y riñones en su cubo de la basura. El chico siguió con su trabajo. Yo quería dos cosas, quizá tres, según cómo se hicieran los cálculos. Quería que no me mataran. Quería desactivar a algún miembro del enemigo. Quería que, como mínimo, uno de ellos lograra escapar para poder seguirlo. Desactivar: bonita palabra. Suena mejor que matar. Pero en este caso estoy pensando en matar a un par de personas. Decir desactivar no mejorará la situación. De todos modos, la elección está en manos de ellos. No dispararé si no me veo obligado a repeler el fuego. Si intentan matarme, lucharé. No les estoy tendiendo una celada, ellos me la están tendiendo a mí… Mejor dicho, les estoy tendiendo una celada para que me tiendan una celada a fin de poderles tender una celada. ¡Qué complicado! Chico, sea un lío o no, lo harás, de modo que no tiene mucho sentido ahondar en sus repercusiones éticas. Sí, supongo que sí. Me limitaré a comprobar si después me siento bien.

Ellos tenían experiencia con explosivos y les importaba un bledo a quién herían. Eso ya lo sabíamos. Si estuviera en el lugar de ellos, esperaría que yo me internara por el túnel, haría estallar unos cuantos explosivos y me convertiría en una pintura rupestre. También podían despacharme al otro mundo desde el puente que cruzaba el canal.

Yo sabía quiénes eran ellos. Conocía a la chica y disponía de los retratos que Dixon me había entregado. Sólo la chica sabía quién era yo. Tendría que estar presente para identificarme. Tal vez yo los descubriera primero. ¿Cuántos enviarían? Si pensaban atraparme en el túnel, un mínimo de dos más la chica. Querrían contar con un hombre en cada punta. Sin embargo, cuando volaron a las Dixon eran nueve, y Dixon los vio. No hacían falta nueve personas. Seguramente se debió a su sentido comunitario: el grupo que pone bombas unidos se mantiene unido.

Sospechaba que aparecerían en pleno y que tendrían cuidado. Estarían atentos a un montaje policial; cualquiera lo haría y ellos no podían ser tan estúpidos. En consecuencia, también estarían vigilantes. Me levanté. Nada podía hacer salvo tropezar con ellos. Me mantendría lejos del túnel y, tanto como fuera posible, de las zonas abiertas, amén de vigilar todo cuidadosamente. Yo los conocía y ellos no lo sabían. Sólo la chica me había visto. Era el único margen que tendría a mi favor. Me molestaba la funda bajo la chaqueta. Me hubiera gustado contar con más potencia de fuego.

El pastel de ternera y riñones se agitó como un bolo en mi estómago, mientras me dirigía a la calle Prince Albert y cogía un autobús rojo de dos pisos para regresar al Mayfair.

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