Al regresar al estadio vi que se había despejado. Faltaba una hora para que dejaran pasar a los asistentes a los juegos de la tarde. Di vueltas por la entrada de nuestra sección y Hawk apareció cinco minutos más tarde. Kathie no lo cogía del brazo y caminaba ligeramente rezagada. En cuanto me vio, Hawk meneó la cabeza.
– Lo he visto -dije.
– ¿Iba solo?
– Sí. Pero se me escapó en el metro.
– ¡Mierda!
– Regresará. Marcó una posición en el segundo nivel. Esta tarde iremos a echarle un vistazo.
– ¿Podemos comer? -preguntó Kathie a Hawk.
– ¿Quieres que probemos la Brasserie? -me preguntó Hawk.
– Me encantaría.
Bajamos hacia la zona abierta que precedía las escaleras de la estación, cerca del Centro Deportivo. Había pequeños tenderetes de frankfurts y hamburguesas, de souvenirs, un sitio donde comprar monedas y sellos, servicios y una inmensa carpa de aspecto festivo con los lados abiertos y los estandartes ondeando en la punta de sus diez postes. Dentro había enormes mesas y bancos de madera. Había un incesante movimiento de camareros y camareras que tomaban pedidos y servían alimentos y bebidas.
Tomamos salchichas con cerveza y contemplamos a los entusiastas que comían en otras mesas. Había montones de estadounidenses. Más que cualquier otra nacionalidad, tal vez más estadounidenses que canadienses. Kathie hizo cola delante de los servicios. Hawk y yo bebimos otra cerveza.
– ¿A qué conclusión has llegado? -inquirió Hawk.
– No estoy seguro, pero creo que Paul ha marcado un punto de trasposición de tiro. Miró por el catalejo e hizo una raya en la pared, a la altura del hombro. Me gustaría echar un vistazo a lo que se ve desde ese sitio.
Kathie regresó. Nos dirigimos al estadio. Los asistentes a los juegos de la tarde empezaban a entrar. Los acompañamos y nos dirigimos al segundo nivel. En la pared de la esquina de los servicios, cerca de la rampa de entrada, estaba la marca de Paul. Antes de acercarnos dimos un paseo por la zona. No vimos a Paul.
Estudiamos la marca. Si apoyabas la mejilla contra la pared y seguías con la vista su radio de acción, contemplabas el extremo más alejado del campo interior del estadio, a este lado de la pista de atletismo. En ese momento allí sólo había hierba. Hawk también echó un vistazo.
– ¿Por qué este sitio? -preguntó.
– Tal vez es el único lugar semiescondido que permite un disparo a la acción.
– En ese caso, ¿para qué la marca? Puede recordar el lugar.
– Allá, en ese sitio, tiene que haber algo. Si decidieras cargarte a alguien para llamar la atención durante los Juegos Olímpicos, ¿a quién elegirías?
– A los que obtengan medallas.
– Claro, yo haría lo mismo. Me gustaría saber si las ceremonias de entrega de galardones tienen lugar ahí abajo.
– No he visto ninguna. No hay muchas ceremonias de ese tipo al comienzo de los juegos.
– Vigilaremos.
Estudiamos la situación. Yo vigilé la marca y Hawk circuló por el estadio en compañía de Kathie. Paul no hizo acto de presencia. No hubo reparto de medallas. Al día siguiente sí lo hubo y, guiándome por la marca de Paul en la pared de los servicios, vi las tres tarimas blancas y al ganador de la medalla de oro en lanzamiento del disco de pie, en la del centro.
– La cosa se aclara -dije a Hawk-. Sabemos qué se propone. Bastará con que nos mantengamos por aquí y lo cojamos cuando lo intente.
– ¿Cómo sabes que en el estadio no hay otras seis marcas como ésta?
– No lo sé, pero supuse que tú vigilarías y que si no las encontrabas, podíamos contar con ésta.
– Tienes razón. Quédate aquí. Kathie y yo seguiremos circulando. Por lo que dice el programa, hoy no se celebran más finales. En consecuencia, no creo que lo intente hoy mismo.
Paul no lo intentó ese día ni al siguiente, pero se presentó al próximo acompañado de Zachary.
Zachary no alcanzaba, ni remotamente, el tamaño de un elefante. De hecho, no era mucho más grande que un caballo de tiro belga. Llevaba el pelo rubio cortado al rape y su frente era estrecha. Vestía una camiseta sin mangas a rayas azules y blancas y bermudas a cuadros. Cuando llegaron, yo montaba guardia junto a la marca de tiro y Hawk circulaba con Kathie.
Paul, que acarreaba una bolsa deportiva que en los lados decía olympique montreal, 1976, miró la hora, dejó la bolsa en el suelo, sacó un pequeño catalejo y miró siguiendo la marca. Zachary cruzó sus increíbles brazos sobre su pecho monumental y se apoyó contra la pared de los servicios, cubriendo a Paul. Éste se arrodilló y abrió la bolsa detrás de Zachary. Vi aparecer a Hawk y a Kathie en la curva de la rampa del estadio. No quería que los descubrieran. Paul no estaba mirando y Zachary no me conocía. Abandoné mi hueco y caminé hacia Hawk. Al verme se detuvo y se acercó a la pared. Cuando los alcancé, Hawk preguntó:
– ¿Están aquí?
– Sí, junto a la marca. Zachary también ha venido.
– ¿Estás seguro de que es Zachary?
– Es Zachary o hay una ballena suelta en medio de las gradas.
– ¿Es tan grande como dijo Kathie?
– Ni más ni menos -respondí-. Te caerá muy bien.
Llegó un tintineo del interior del estadio y a través del amplificador se oyó la voz de un locutor en francés.
– Ceremonia de entrega de medallas -dijo Hawk.
– Entendido -dije-. Tenemos que actuar de inmediato.
Avanzamos con Kathie a nuestras espaldas.
A la vuelta de la esquina, detrás de Zachary, Paul había montado un rifle con mira telescópica. Saqué mi revólver de la funda y dije:
– Quédate donde estás.
Era una maniobra inteligente. Hawk había sacado la escopeta de cañones recortados y apuntado. Miró a Zachary y soltó un taco estirando mucho las letras.
Zachary llevaba en la mano una pequeña pistola automática que apretaba contra el muslo. La alzó en cuanto hablé. Paul giró apuntando con el rifle de francotirador y los cuatro quedamos inmovilizados. Tres mujeres y dos niñas salieron de los servicios y se detuvieron.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó una de las mujeres.
Kathie apareció por la otra esquina del quiosco de los servicios y, con las dos manos, golpeó a Paul en pleno rostro. Él la apartó con el cañón del rifle. Las tres mujeres y sus hijas chillaban e intentaban quitarse de en medio. Apareció más gente.
– No dispares -dije a Hawk.
Asintió, cambió de mano la escopeta y la balanceó como un bate de béisbol. Alcanzó a Paul en la nuca con la culata, y éste cayó sin decir esta boca es mía. Zachary me disparó pero erró y le golpeé la mano que empuñaba la pistola con el cañón de mi revólver. No le di bien, pero se vio obligado a sacudir el brazo y volvió a fallar a corta distancia. Intenté apuntarle para disparar sin alcanzar a otra persona, pero me golpeó con la mano izquierda y el revólver cayó al suelo estrepitosamente. Le sujeté la derecha con ambas manos y aparté la pistola.
Hawk le dio con la escopeta, pero Zachary hundió los hombros y le pegó demasiado bajo, en los músculos trapecio tensados. Mientras sujetaba su brazo derecho, Zachary giró a medias, alcanzó a Hawk con el izquierdo, como la botavara que cruza el velero, y mandó a mi amigo y su escopeta en direcciones distintas. Mientras Zachary estaba ocupado, conseguí que aflojara la pistola. Fue la fuerza de mis dos manos contra sus dedos y estuve a punto de perder. Empujé tanto como pude su dedo índice hacia atrás y la automática se estrelló contra el suelo de cemento.
Zachary gruñó y me envolvió de nuevo con su brazo derecho. Hizo ademán de rodearme con el izquierdo, pero antes de que lo consiguiera, Hawk se puso en pie y lo sujetó. Di un topetazo a Zachary bajo la nariz, me retorcí y me zafé. Volvió a quitarse de encima a Hawk y, mientras lo hacía, me alejé rodando y me puse nuevamente en pie.
A esa altura estábamos rodeados de gente. Oí que alguien gritaba algo acerca de la policía y una especie de murmullo de miedo en diversos idiomas. Zachary había retrocedido varios pasos y estaba contra la pared, con Hawk a la derecha y yo a la izquierda, en medio de un mar de gente que se desplazaba de un lado a otro. Zachary respiraba con dificultad y tenía el rostro bañado en sudor. A mi derecha vi que Hawk adoptaba el arrastramiento de pies típico de los boxeadores. En el pómulo, bajo el ojo derecho, lucía un morado que se estaba hinchando. Su rostro estaba encendido y brillante y sonreía. Respiraba con normalidad y movía ligeramente las manos, a la altura del pecho. Silbaba casi imperceptiblemente con los dientes apretados No hagas nada hasta recibir mis noticias.
Zachary miró a Hawk y luego me observó. Me di cuenta de que yo había adoptado prácticamente la misma postura que Hawk. Zachary volvió a mirar a Hawk. Y a mí. Y a Hawk. El tiempo estaba de nuestra parte. Si lo reteníamos allí, en pocos minutos aparecerían polis armados, y él lo sabía. Volvió a mirarme y respiró hondo.
– Hawk -dije.
Zachary arremetió. Hawk y yo lo sujetamos y salimos rebotados, Hawk de su hombro derecho y yo de su muslo izquierdo. Había intentado agarrarlo por abajo, pero fue más rápido de lo que esperaba y no pude descender lo suficiente con bastante rapidez. La muchedumbre se dispersó como una bandada de palomas, precipitándose y volviendo a posarse mientras Zachary la atravesaba en dirección a la rampa. Al incorporarme noté sabor a sangre en la boca y vi que Hawk parecía sangrar por la nariz.
Fuimos en pos de Zachary. Se movía pesadamente rampa abajo, ligeramente adelantado.
– Estoy seguro de que podremos atraparlo pero ¿qué haremos con él? -me consultó Hawk.
– Se acabaron las amabilidades -respondí.
El labio se me estaba hinchando y me costaba trabajo hablar con claridad. Salimos del estadio, pasando junto a un par de sobresaltados acomodadores, y corrimos por la terraza exterior que conducía a la zona de los puestos de alimentos y de las concesiones.
Zachary bajó la escalera del extremo de la terraza de a dos peldaños por vez. Aunque tenía el tamaño de un autocine, era un tío muy ágil y veloz. Al pie de la escalera giró a la izquierda, rumbo al edificio de los nadadores. Apoyé una mano en la barandilla, salté el muro de contención y aterricé sobre él, dos metros y medio más abajo. El choque con mi cuerpo lo lanzó hacia delante y ambos caímos despatarrados en el suelo de cemento. Le rodeé el cuello con el brazo al caer, pero rodó encima de mí y se liberó. Hawk rodeó el ángulo de la escalera y pateó a Zachary en un lado de la cabeza mientras se incorporaba. Ni se dio por enterado. Se puso en pie y siguió corriendo. Hawk le aplicó un gancho de derecha en el cuello, pero Zachary gruñó, apartó a Hawk y siguió avanzando. Hawk y yo nos miramos a ras del suelo.
– Tal vez tengas que apelar a todas tus habilidades -dije.
– Zachary sabe correr, pero le resultará imposible esconderse -dijo Hawk y continuamos la persecución.
Una vez superada la zona de las piscinas, Zachary viró a la izquierda y subió por una larga y empinada colina hacia el parque que abarcaba ese extremo del estadio.
– La colina lo dejará sin resuello -le comenté a Hawk.
– A mí tampoco me hace bien -contestó Hawk, pero su respiración aún era tranquila y seguía moviéndose como un mecanismo de relojería.
– Le costará esfuerzo desplazar ciento treinta y ocho kilos cuesta arriba. Cuando lo alcancemos estará cansado.
Zachary avanzaba penosamente algo más adelante. Incluso a cincuenta metros de distancia podíamos ver el sudor que empapaba su camiseta de rayas. La mía también estaba mojada. Miré hacia abajo sin dejar de correr. Mi ropa estaba húmeda de sangre que seguramente manaba del labio abierto. Miré a Hawl: la mitad inferior de su rostro estaba cubierta de sangre y también se había salpicado la camisa. Uno de sus ojos empezaba a cerrarse. Acortamos distancias. Tantos años de practicar diariamente de cinco a ocho kilómetros de jogging me vinieron de perillas. Notaba ágiles las piernas, respiraba sin dificultades y el sudor que comenzó a cubrirme pareció facilitar un poco más el movimiento. En la colina no había tanta gente y, si vimos a alguien, no nos enteramos. La carrera se tornó hipnótica: el ritmo uniforme de nuestras pisadas, el balanceo de nuestros brazos, los pies de Hawk que casi no producían ruido alguno al tocar el suelo mientras subíamos por la larga colina. Cerca de la cima estábamos prácticamente detrás de Zachary. Al llegar a la cumbre se detuvo, hinchó el pecho, la respiración rascó su garganta herida y el sudor cubrió su rostro. Ligeramente por delante y por encima de nosotros, con el sol a las espaldas, Zachary se detuvo y aguardó, alto y enorme, como si se hubiera incorporado sobre las patas traseras. Lo habíamos acorralado.