En primer lugar telefoneé a la compañía aérea. Me dijeron que podía llevar una pistola siempre que estuviera desmontada, guardada en una maleta y registrada. Las municiones debía trasladarlas por separado. Evidentemente, no podía llevarla conmigo en la cabina del avión.
– ¿Le parece correcto que masque chicle cuando se me tapen los oídos? -pregunté.
– Por supuesto, señor.
– Muchas gracias.
A continuación llamé al Consulado británico. Me informaron de que si llevaba una escopeta no tendría problemas. Podía entrarla y no necesitaba papeles.
– Yo había pensado en un revólver Smith and Wesson del calibre treinta y ocho. Es incómodo portar una escopeta en una funda de cadera. Y pasearla por Londres a babor resulta un poco exhibicionista.
– Por supuesto. Bien, en lo que se refiere a un arma de mano, las reglas dicen que si tiene la licencia correspondiente será retenida en la aduana hasta que reciba autorización del jefe de policía de la ciudad o población que visite. ¿Me ha dicho que va a Londres?
– Sí.
– En ese caso, debe solicitarla allí. Desde luego, no está permitido entrar ametralladoras, metralletas, rifles automáticos ni algún arma capaz de disparar un proyectil difusor de gases.
– ¡Maldita sea! -exclamé.
Entonces telefoneé a Carroll.
– Ocúpese de que su hombre en Londres me consiga un permiso para portar armas en la policía de la ciudad.
Le di el número de serie, el número de licencia para portar armas expedida en Massachusetts y el número de mi licencia de detective privado.
– Quizá se muestren quisquillosos a la hora de expedir esa autorización en su ausencia.
– En ese caso, nada se podrá hacer. Llegaré por la mañana. Pero tal vez Flanders pueda ablandarlos un poco. ¿No tienen una relación algo especial con la poli londinense?
– Haremos lo que podamos, señor Spenser -repondió y colgó.
Me pareció una respuesta algo brusca para un tío de su clase. Miré la hora: 2:00. Me asomé a la ventana de mi oficina. Un viejo delgado, con perilla, paseaba por la avenida Massachusetts a un perro pequeño y viejo que sujetaba con una cadena. Incluso desde el primer piso se notaba que la correa era nueva: eslabones de metal brillante y asa de piel roja. El viejo se detuvo y revolvió la papelera sujeta a una farola. El perro se sentó en esa actitud tan paciente que tienen los perros viejos, con sus patas cortas ligeramente combadas.
Telefoneé a Susan Silverman. No estaba en casa. Telefoneé a mi servicio de recepción de mensajes. No había mensajes para mí. Les comuniqué que abandonaba la ciudad por motivos de negocios y que no sabía cuándo regresaría. La chica recibió la noticia sin inmutarse.
Cerré la oficina con llave y fui a casa a preparar las maletas: una maleta, una bolsa de mano y una funda para mi otro traje. En la maleta guardé dos cajas de cartuchos del 38. Quité el tambor del revólver y lo guardé en dos piezas en la bolsa de mano, junto a la funda. A las tres y cuarto tenía las maletas listas. Volví a telefonear a Susan Silverman. Nadie respondió.
En la ciudad de Boston hay varias personas que han amenazado con matarme. No me gusta andar desarmado. Por eso agarré el arma de repuesto y la encajé en el cinturón, a la altura de la región lumbar. Se trataba de un Colt 357 Magnum, con cañón de diez centímetros. Lo conservaba por si alguna vez me atacaba un rorcual, pero me resultó pesado e incómodo bajo la chaqueta mientras llevaba el cheque de Carroll a mi banco y lo hacía efectivo.
– Señor Spenser, ¿lo quiere en cheques de viajero?
– No, en dinero contante y sonante. Si tiene moneda británica, la aceptaré.
– Lo siento mucho, tal vez podamos conseguirle algo para el viernes.
– No me sirve. Démelo en verdes. Lo cambiaré en Londres.
– ¿Está seguro de que quiere andar por la calle con esta cantidad en efectivo?
– Lo estoy. Mire mi cara infantil. ¿Cree que alguien me asaltará?
– Bueno, es usted bastante fornido.
– Sí, pero muy delicado -respondí.
A las cuatro menos cuarto estaba de regreso en mi apartamento y volví a telefonear a Susan Silverman. Nadie respondió.
Consulté el listín y llamé a la secretaría general de la Escuela de Verano de Harvard.
– Intento localizar a una estudiante, la señora Silverman. Creo que sigue un par de cursos sobre asesoramiento.
Hubo ciertos comentarios sobre lo difícil que sería encontrar a una estudiante sin disponer de más información. Decidieron pasar mi llamada al Instituto de Ciencias de la Educación.
Los despachos del Instituto de Ciencias de la Educación cerraban a las cuatro y media y les costaría mucho trabajo localizar a una estudiante. ¿Había hablado con la secretaría general? Sí, lo había hecho. Tal vez algún miembro del Departamento de Asesoramiento y Orientación pudiera ayudarme. Pasó mi llamada. ¿Sabía el nombre del profesor? No, no lo sabía. ¿Y el número del curso? Tampoco. En ese caso, sería realmente difícil.
– No tanto como lo será si me veo obligado a presentarme y patear a un profesor.
– ¿Cómo dice?
– Tenga la amabilidad de mirar los horarios y decirme si hay un curso de asesoramiento que se celebra a esta hora o dentro de un rato. Usted debe tener los horarios. Simule que no se trata de una cuestión de vida o muerte. Simule que estoy en condiciones de conceder una beca del gobierno. Simule que soy Solomon Guggenheim.
– Creo que Solomon Guggenheim está muerto -dijo la mujer.
– ¡Santo cielo…!
– Pero miraré el horario -añadió-. Por favor, espere un momento -oí una lejana máquina de escribir y sonidos de gente que caminaba. La secretaria regresó al teléfono medio minuto más tarde-. De las dos cero cinco a las cuatro cincuenta y cinco hay una clase de técnicas de asesoramiento que imparte el profesor More.
– ¿En qué aula?
Me informó. Colgué y me dirigí a la plaza Harvard. Eran las cuatro y veinte.
A las cuatro y cuarenta encontré una boca de riego en la avenida de Massachusetts, junto al patio de Harvard, y aparqué delante. Generalmente se podía confiar en las bocas de riego. Pregunté a una joven con pantalones cortos de tenis y botas de excursionista dónde quedaba el paraninfo Sever y a las cuatro y cincuenta y seis, cuando salió Susan, la estaba esperando cerca de la escalera, bajo un árbol. Llevaba un mono de madras azul con una gruesa cremallera dorada y acarreaba los libros en un inmenso bolso de bandolera de lona blanca. Noté su elegancia proverbial al bajar la escalera. Daba la sensación de ser la propietaria del edificio y de descender para vagar por los jardines. Noté el impacto. Hacía casi tres años que salía con ella, pero cada vez que la veía notaba una especie de sacudida, una conmoción física que resultaba tangible. Se me tensaban los músculos del cuello y de los hombros. Susan me vio, su rostro se iluminó y sonrió.
Dos estudiantes la observaban furtivamente. El mono le sentaba de maravillas. Su oscura cabellera brillaba al sol y, cuando se acercó, vi mi reflejo en los cristales opacos de sus enormes gafas de sol. Mi terno blanco no estaba nada mal.
Susan me dijo:
– Disculpa, ¿no eres un armador griego multimillonario y miembro de la jet set internacional?
– Claro que sí -respondí-. ¿Te molestaría casarte conmigo y vivir en mi isla privada, rodeada de todos los lujos de la tierra?
– Me encantaría, pero estoy comprometida con un gamberro bostoniano de poca monta y antes tendría que quitármelo de encima.
– No es lo de gamberro lo que me molesta, sino lo de poca monta.
Susan pasó su brazo por el mío y añadió:
– Chico, para mí eres de mucha monta.
Mientras atravesábamos el patio, varios estudiantes y profesores observaron a Susan. Los comprendí pero, de todas maneras, los miré con cara de pocos amigos: conviene mantenerse en forma.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó.
– Esta noche a las ocho tengo que irme a Gran Bretaña y quería despedirme.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
– No lo sé, pero podría ser mucho. Incluso varios meses. Todavía no lo sé.
– Te echaré de menos.
– Nos echaremos de menos el uno al otro.
– Sí.
– He aparcado en la avenida Massachusetts.
– Yo dejé el coche en la estación Everett y cogí el metro. Podemos ir a tu apartamento y luego te llevaré al aeropuerto en tu coche.
– Muy bien -respondí-, pero no seas tan mandona. Sabes que detesto a las zorras mandonas.
– ¿Has dicho mandonas?
– Sí.
– ¿Habías hecho planes para celebrar nuestra despedida?
– Sí.
– Pues será mejor que los olvides.
– Está bien, a mandar.
Susan me pellizcó el brazo y sonrió. Era una sonrisa estupenda que contenía algo. Picardía sería una palabra demasiado débil para definirla, pero perversión sería excesiva. De todos modos, en la sonrisa de Susan siempre estaba presente algo que parecía decir: ¿sabes qué sería divertido?
Le abrí la portezuela y, cuando entró en mi coche, el mono se ciñó a sus muslos. Di la vuelta, me senté y puse el motor en marcha.
– Supongo que si llevaras ropa interior bajo el mono se notaría, pero no se nota -comenté.
– Eso sólo yo lo sé y tú tienes que averiguarlo, muchachote.
– Aceptado -repliqué-. Volvamos a ocuparnos de la fiesta.