Capítulo 22

Mi camisa casi le llegaba a las rodillas y Kathie desayunó cubierta con ella, muda, sentada en un taburete junto a la encimera, con las rodillas pegadas. Hawk tomó asiento del otro lado de la encimera, magnífico con una camisa blanca de mangas acampanadas. Lucía un pendiente de oro en la oreja derecha y una delgada cadena de oro le rodeaba el cuello. Los Boucher habían dejado algunos huevos y pan blanco. Preparé los huevos al vapor, con una pizca de vino blanco, y serví el pan tostado con puré de manzanas.

Hawk comió con gusto y con movimientos exactos y certeros, como los de un cirujano o, al menos, tal como yo suponía que debían ser los de un cirujano. Kathie comió sin apetito pero organizadamente, dejando en el plato la mayor parte de los huevos y media tostada.

– Hay una tienda de ropa bajando por el bulevar St. Laurent -dije-. La vi anoche cuando veníamos para aquí. Hawk, ¿por qué no llevas a Kathie y le compras ropa?

– Chico, quizá prefiere ir contigo.

Kathie intervino con voz átona y baja:

– Prefiero ir contigo, Hawk -fue la primera vez que la oí pronunciar su nombre.

– No pensarás jugarme una mala pasada en el coche, ¿verdad?

Kathie hundió la cabeza.

– Adelante -dije-. Ordenaré la casa y después me dedicaré a pensar.

– No te hagas daño -aconsejó Hawk.

– Kathie, vístete.

La chica ni se movió ni me miró.

– Vamos, nena, mueve el culo, ya lo has oído -la azuzó Hawk. Kathie se puso de pie y subió la escalera. Hawk y yo nos miramos-. ¿Crees que está a punto de franquear la barrera del color?

– No es más que el mito sobre tu aparato -respondí.

– Hombre, nada de mito.

Saqué de la cartera cien dólares canadienses y se los entregué a Hawk.

– Ten, cómprale cien dólares de ropa, lo que quiera, pero no permitas que los despilfarre en ropa interior de fantasía.

– Por lo que vi anoche, no piensa usarla.

– Quizás esta noche te toque el turno a ti.

– ¿No ha quedado satisfecha?

– No hice lo que me pedía -respondí-. Nunca lo hago durante la primera cita.

– Chico, te aseguro que admiro al hombre que tiene criterios. Suze debería estar orgullosa de ti.

– ¡Qué duda cabe!

– Por eso Kathie está tan enfadada contigo esta mañana y por eso yo empiezo a caerle un poco mejor.

– Hawk, Kathie es una psicópata.

– No es su psique lo que me propongo joder, chico.

Me encogí de hombros. Kathie bajó la escalera cubierta con el arrugado vestido de hilo blanco. Salió con Hawk sin siquiera mirarme. En cuanto se largaron fregué los platos, ordené la casa y llamé a cobro revertido a Jason Carroll, el hombre de Dixon.

– Estoy en Montreal -informé-. Me he ocupado de todas las personas de la lista de Dixon y supongo que debería volver a casa.

– Así es -afirmó Carroll-. Flanders nos ha enviado informes y recortes. El señor Dixon está totalmente satisfecho respecto de los primeros cinco. Si puede confirmar los cuatro restantes…

– Nos ocuparemos de eso cuando vuelva a la ciudad. Ahora lo que quiero es hablar con Dixon.

– ¿Para qué?

– Quiero seguir adelante. Tengo la punta de un asunto y me gustaría tirar del hilo y desmadejarlo antes de terminar el trabajo.

– Spenser, ya ha cobrado una elevada suma de dinero.

– Por eso quiero hablar con Dixon, usted no puede autorizarme.

– Bueno, yo no…

– Hable con Dixon, dígale que quiero hablar con él y vuelva a llamarme. No me mandonee. Los dos sabemos perfectamente que usted no es más que un lameculos pagado de sí mismo.

– No es verdad, Spenser, pero tampoco hace falta que discutamos el tema. Me pondré en contacto con el señor Dixon y le llamaré. ¿A qué número?

Le leí el número que figuraba en el teléfono y colgué. Después me repantigué en la sala apenas amueblada y pensé.

Si Paul y Zachary estaban aquí -y probablemente estaban-, tenían entradas para los Juegos Olímpicos. Kathie no tenía ni idea de a qué pruebas asistirían. Era harto probable que se presentaran en el estadio. Existía la posibilidad de que fueran fanáticos del deporte, pero era más probable que, fanáticos o no del deporte, tuvieran un plan para cargarse algo o a alguien durante los Juegos Olímpicos. Buena parte de los equipos africanos habían boicoteado los juegos, pero no todos. Dado el historial del grupo, sabía que apenas se preocupaban de las personas a las que hacían daño en nombre de la causa. No obtendría grandes cosas apelando a la policía canadiense. Controlaban tanto como podían las cuestiones de seguridad después del espantoso espectáculo de Munich. Si hablábamos con ellos, nos dirían que no nos metiéramos. Y nosotros queríamos meternos, de modo que tendríamos que actuar sin apelar a la policía.

Si Paul quería dejar su impronta, el mejor lugar era el estadio olímpico. Era el punto de mira de los medios de comunicación. También era el sitio donde debíamos buscarlo. Para hacerlo necesitábamos entradas y supuse que Dixon se podría ocupar de ello.

Sonó el teléfono. Era Carroll.

– El señor Dixon lo recibirá -informó.

– ¿Por qué no un telefonazo?

– El señor Dixon no hace negocios por teléfono. Lo recibirá en su casa tan pronto pueda desplazarse hacia allí.

– Está bien. Sólo es una hora de avión. Llegaré esta tarde. Tendré que consultar los horarios.

– El señor Dixon estará en su casa a la hora que sea. Nunca sale y rara vez duerme.

– Iré hoy mismo, pero no sé a qué hora.

Colgué, llamé al aeropuerto, reservé plaza en un vuelo de después del almuerzo, telefoneé a Susan Silverman y nadie respondió. Hawk regresó con Kathie. Acarreaban cuatro o cinco bolsas. Hawk aguantaba un gran paquete envuelto en papel marrón.

– Compré una escopeta nueva en una tienda de artículos deportivos -explicó-. La adaptaré después del almuerzo.

Kathie subió las bolsas a la planta alta.

– Esta misma tarde volaré a Boston y regresaré mañana por la mañana.

– Dale mis recuerdos a Suze.

– Si la veo…

– No te entiendo. ¿Para qué vas a Boston?

– Necesito hablar con Dixon y es un hombre que no hace tratos por teléfono.

– Te has ganado su pasta -dijo Hawk-. No estás obligado a hacer lo que no quieres.

– Kathie y tú podéis rondar el estadio. Si encuentras un revendedor, compra entradas y date una vuelta por el interior. Sospecho que es allí donde se presentará Paul.

– ¿Para qué quiero a Kathie?

– Es posible que, en lugar de Paul, se presente Zachary. O quizás otra persona que ella puede conocer. Además, no me gusta dejarla sola.

– No es eso lo que dijiste esta mañana.

– Ya sabes a qué me refiero.

Hawk sonrió.

– ¿Por qué quieres hablar con Dixon?

– Necesito su influencia. Necesito entradas para el estadio. Necesito que ponga en juego su poder si, como suele decirse, transgredimos la ley. También le debo una explicación sobre lo que estoy haciendo… Este asunto le importa y no tiene otra cosa de qué ocuparse.

– Chico, Ann Landers y tú, el problema común.

– Mi fuerza equivale a la de diez porque mi corazón es puro -declaré.

– ¿Qué quieres que haga con Paul, Zachary o quien sea, si es que me topo con alguien?

– Debes hacer un arresto a manos de un ciudadano.

– ¿Y si se resisten porque se dan cuenta de que no soy ciudadano de este país?

– Tú mismo, Hawk.

– A todos nos gusta que nos reconozcan por nuestro trabajo, jefe, muchísimas gracias.

– Quédate el coche -añadí-. Cogeré un taxi al aeropuerto.

Dejé mi revólver en la casa. No llevaba equipaje ni quería problemas en la aduana. Eran poco más de las dos de la tarde cuando sobrevolamos Winthrop y nos dirigimos hacia la pista del aeropuerto Logan.

Cogí un taxi del aeropuerto a Weston y a las tres y veinte volví a tocar el timbre de la casa de Hugh Dixon, tal como había hecho un mes atrás. Me abrió la puerta el mismo oriental, que dijo:

– Por aquí, señor Spenser.

No está mal, pensé, sólo me ha visto una vez hace un mes, aunque seguramente me esperaba.

Dixon estaba en el patio, contemplando las colinas. También estaba el gato, durmiendo. Fue como cuando vuelves de la guerra y ves que los jardines están como siempre, la gente prepara la cena y te das cuenta de que han seguido haciendo lo mismo mientras tú estabas fuera.

Dixon me miró pero no dijo palabra.

– He atrapado a la gente de su lista, señor Dixon -dije.

– Lo sé. Cinco con toda seguridad y doy por buena su palabra con respecto a los demás. Carroll lo está comprobando. Quiere dinero por esos cinco. Carroll le pagará.

– Ya arreglaremos más tarde esa cuestión -dije-. Quiero continuar en el caso.

– ¿A costa mía?

– No.

– Entonces, ¿por qué ha venido a verme?

– Necesito ayuda.

– Carroll me ha dicho que contrató un ayudante, un negro.

– Necesito otro tipo de ayuda.

– ¿Qué se propone? ¿Por qué quiere continuar? ¿Qué ayuda necesita?

– Me ocupé de su gente, pero mientras me encargaba de ellos descubrí que sólo eran las hojas de la hierba rastrera. Sé quién es la raíz y me gustaría arrancarla.

– ¿Tuvo algo que ver con la matanza?

– Con la suya, señor, no.

– ¿Y por qué habría de preocuparme por él?

– Porque ha participado en muchas otras matanzas y porque probablemente acabará con la familia de alguien más y luego con la de otros.

– ¿Qué quiere?

– Quiero que me consiga entradas para los Juegos Olímpicos, concretamente para las pruebas de pista y por equipos que se celebran en el estadio. Y quiero poder decir que trabajo para usted en el supuesto de que me metiera en líos.

– Cuénteme lo que está ocurriendo y no excluya un solo detalle.

– Está bien. Hay un hombre llamado Paul, cuyo apellido ignoro, y probablemente otro llamado Zachary. Dirigen una organización terrorista denominada Libertad. Sospecho que están en Montreal y que se proponen cometer una locura durante los Juegos Olímpicos.

– Empiece por el principio.

Le conté la historia con pelos y señales. Dixon me miró a la cara, sin moverse ni interrumpir, mientras le explicaba lo que había hecho en Londres, Copenhague, Amsterdam y Montreal.

Cuando terminé, Dixon accionó un botón del brazo de su sillón de ruedas y un minuto más tarde se presentó el oriental. Dixon dijo:

– Lin, tráeme cinco mil dólares -el oriental asintió y se retiró. Dixon se dirigió a mí-: Correré con los gastos de esta operación.

– No es necesario. Ya me ocuparé yo.

– No -Dixon negó con la cabeza-. Nado en dinero y me faltan fines en la vida. Correré con los gastos de esta operación. Si la policía plantea problemas, haré lo que esté en mis manos para quitarla de en medio. Supongo que no habrá dificultades para conseguir las entradas. Antes de irse, déle a Lin sus señas en Montreal. Haré que envíen las entradas a esa dirección.

– Necesitaré tres entradas para cada jornada.

– Muy bien -Lin regreso con cincuenta billetes de cien dólares. Dixon le dijo-: Entrégaselos a Spenser -Lin me los dio y los guardé en la cartera. Dixon añadió-: Cuando todo esto haya terminado, vuelva aquí y explíquemelo personalmente. Si usted muere, que venga el negro.

– Así se hará, señor.

– Espero que no muera -concluyó Dixon.

– Yo también. Buenas tardes.

Lin me acompañó hasta la salida. Le pregunté si podía pedirme un taxi y dijo que sí. Me senté en un banco del vestíbulo empedrado a esperar el taxi. Cuando apareció, Lin me acompañó al coche. Subí al taxi y le dije al chófer:

– Lléveme a Smithfield.

– Hombre, es una carrera bastante larga -opinó el taxista-. Le costará unos cuantos pavos.

– Tengo unos cuantos pavos.

– Perfecto.

Bajamos por la serpenteante calzada de acceso, salimos a la carretera y nos dirigimos a la carretera 128. Smithfield estaba aproximadamente a media hora de viaje. El reloj del salpicadero funcionaba: marcaba las cinco menos cuarto. Pronto ella volvería a casa de la escuela de verano, si es que aún asistía a la escuela de verano.

Oh, Susanna, no llores más por mí, vengo de Montreal…

– ¿Qué ha dicho? -preguntó el taxista.

– Estaba cantando para mí.

– Ah, creía que me hablaba. Si quiere, siga cantando.

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