El médico aplicó un vendaje de compresión en mi… bueno, en mi «muslo» y me dio unos sedantes para el dolor.
– Durante unos días caminará de un modo extraño, pero pronto se pondrá bien. Sin embargo, a partir de ahora tendrá un nuevo hoyuelo en las cachas.
– Me reconforta la existencia de la medicina socializada -comenté-. Sólo lamento que no esté acompañada por el voto de silencio.
Downes llegó justo cuando se iba el médico. Entre los dos explicamos mi situación al policía canoso y al joven. Aparecieron dos individuos con bolsas para cadáveres y estudiamos los cuerpos antes de que se los llevaran. Saqué mis retratos robot y ambos figuraban en los dibujos. Ninguno de los dos superaba los treinta años ni llegaría a cumplirlos.
Downes observó el retrato robot y al joven caído y asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto le pagan por él?
– Veinticinco mil dólares.
– ¿Qué puede comprar con esa suma en su país?
– La mitad de un coche.
– ¿De un coche de lujo?
– No.
Downes volvió a mirar al muchacho. Llevaba el pelo rubio largo y tenía las uñas recién cortadas y limpias. Sus manos inmóviles se veían muy vulnerables.
– La mitad de un coche barato -comentó Downes.
– Me tendió una emboscada -dije-. Yo no estaba al acecho de ninguno de los dos.
– ¡Ni que lo diga!
– Venga, Downes, ¿me cree capaz de actuar así?
El inspector se encogió de hombros. Contemplaba los restos de talco que aún quedaban delante de la puerta. El suelo de la habitación estaba lleno de huellas blancas incompletas.
– Entalcó el suelo de la habitación antes de salir -afirmó.
– Así es.
– ¿Y si uno de ellos no hubiera dejado huellas?
– Habría abierto la puerta con suma lentitud y cuidado, y revisado el suelo antes de entrar -respondí.
– Pero los esperó fuera. Abrió la puerta de par en par y esperó en el pasillo hasta que ellos decidieron actuar.
– Sí.
– Hay que reconocer que es usted bastante audaz.
– Yo lo definiría exactamente con la misma palabra.
– El problema consiste en que no podemos permitir que pasee por Londres abatiendo al azar a presuntos anarquistas y cobrando la recompensa -opinó Downes.
– No es ése mi plan, Downes. No me dedico a disparar contra aquellos que no es necesario. He venido a cumplir un trabajo que hay que hacer y que ustedes están demasiado ocupados para terminar. Recuerde que estos dos desgraciados intentaron matarme. No los abatí porque fueran presuntos anarquistas, sino para impedir que me hicieran el viaje.
– ¿Por qué cubrió el suelo de talco antes de salir?
– Es necesario tomar el máximo de precauciones en el extranjero -respondí.
– ¿Y el anuncio que puso en el Times?
Me encogí de hombros.
– De alguna manera tenía que llamar su atención.
– Evidentemente, lo logró.
Apareció un poli uniformado con la bolsa con el disfraz y se la entregó a Downes.
– Señor, la encontré en el pasillo, al girar en el primer recodo.
– Es mía -dije-. La solté cuando descubrí a los asesinos.
– ¿Asesinos? -preguntó Downes. Metió la mano en la bolsa y sacó la peluca, el bigote y el pegamento. Su rostro ancho y apacible se iluminó. Sonrió de tal manera que alzó las mejillas y prácticamente cerró los ojos. Se acomodó el bigote, bajo la nariz y preguntó al policía-: Grimes, ¿qué aspecto tengo?
– Señor, parece un guardia rubicundo.
– Me duele el trasero y no creo que se deba a la herida -comenté.
– Spenser, ¿y este disfraz para qué sirve? ¿Lo han reconocido?
– Creo que ayer alguien del grupo me identificó.
– ¿Y acordó un encuentro?
No quería que Downes asistiera al encuentro. Temía que espantara mi presa y necesitaba establecer otro contacto.
– No. Dejaron una carta en mi casilla y supieron quién era al ver que yo la cogía y la leía. De momento no habrá encuentro alguno. En la carta decían que se pondrían en contacto. Sospecho que fue un montaje. Por eso pensé en modificar ligeramente mi aspecto.
Downes me contempló durante cerca de un minuto.
– Bueno, creo que nadie llorará demasiado a estos dos -añadió-. Espero que nos mantenga informados a medida que se despliega la situación. También espero que no pretenda someter a la justicia a toda esta gente actuando de la manera que acaba de hacerlo.
– Si puedo evitarlo, no lo haré -respondí.
Los técnicos cerraron la segunda bolsa para cadáveres y se lo llevaron en una plataforma rodante.
– La mitad de un coche barato -repitió Downes.
– ¿Qué tipo de arma llevaba el chico que me disparó?
El policía de impermeable ligero respondió:
– Era igual a la que encontramos en el pasillo, una pistola de tiro Colt, del veintidós. Probablemente robaron un cajón con armas en alguna parte. Puede considerarse afortunado de que no robaran una calibre cuarenta y cinco o una Magnum.
– Habría perdido un trozo de trasero mucho más grande -comentó Downes.
– De muslo -le corregí-. Herida en el muslo superior.
Downes se encogió de hombros.
– En su lugar, yo cerraría la puerta con llave y estaría muy atento, ¿entendido? -asentí. En mi habitación sólo quedaban Downes y los otros dos-. Manténgase en contacto con nosotros.
Volví a asentir. Downes señaló la puerta con la cabeza y los tres se levantaron y salieron. Cerré la puerta y eché el cerrojo. El médico me había dado unos sedantes por si el dolor se volvía muy agudo. Aún no quería tomarlos. Necesitaba pensar. Me senté en la cama y cambié rápidamente de idea. Era mejor tenderse. Y lo mejor era estar tendido boca abajo. Un balazo en el trasero. Sin duda, a Susan le haría mucha gracia. Sólo duele cuando me río.
Libertad no era un grupo de idiotas. Me había puesto a pensar en el día siguiente y, mientras yo pensaba en el día siguiente, me volarían por los aires esa misma noche. No estaba mal. ¿Y ahora qué ocurriría? ¿Se presentarían al día siguiente? Seguro. Irían para ver si yo había ido a ver si estaban allí. No podía saber que los problemas de esa noche los habían creado ellos. Y ellos no sabían que yo disponía de retratos robot. Aunque así fuera, no sabría -¡diablos, no sabía!- si las personas que querían verme eran las mismas que esa noche habían intentado mandarme al otro mundo. Tal vez existía realmente un informante. Tal vez los muchachos de esta noche intentaban impedir que me pusiera en contacto con el informante. Tendría que acudir a la cita.
Pedí por teléfono que me despertaran a las siete y media, tomé dos sedantes y al rato me quedé dormido boca abajo. Fue un reposo de píldoras y dolor, irregular y plagado de bruscos despertares. Matar a dos críos no me sirvió de mucho. Me levanté antes de que telefonearan, aliviado por ver el nuevo día, con la sensación de haberme metido en un horno. Había dormido vestido y, al quitarme los pantalones, comprobé que estaban tiesos a causa de la sangre seca. Me duché haciendo malabarismos para mantener seco el vendaje. Me lavé los dientes, me afeité y me puse ropa limpia. Pantalón gris, camisa de rayas blancas y azules, corbata tejida azul, mocasines con borlas negras, funda de hombro con revólver. La continuidad en medio del cambio. Pegué el bigote falso a mi labio superior, me calcé la peluca, me puse unas gafas de aviador de cristales rosa y me cubrí con la chaqueta deportiva azul con botones de bronce y forro a cuadros de colores. Se puede confiar en un individuo que lleva un forro a cuadros de colores. Me miré en el espejo. La caída del cuello de la camisa no era correcta. Aflojé la corbata y rehíce el nudo sin apretarlo tanto.
Retrocedí para mirarme en el espejo de cuerpo entero. Parecía el encargado de echar a los alborotadores de un bar de homosexuales. Pero serviría. Hoy tenía un aspecto muy distinto del de ayer en el vestíbulo, con pantalones y zapatillas de hacer ejercicio. Guardé seis cartuchos adicionales en el bolsillo interior de la chaqueta y consideré que estaba listo. Entalqué nuevamente el suelo y me dirigí a la cafetería del hotel. No había probado bocado desde el pastel de ternera y riñones y mi horario estaba desfasado. Tomé tres huevos fritos con jamón, tostadas y café. Cuando acabé eran las ocho y diez. Cogí un taxi a las puertas del hotel y viajé cómodamente hasta el zoo. Me senté ligeramente inclinado hacia la derecha.