La llegada a bordo

Tal como había imaginado Olivia, todos sus invitados llegaron al puerto mucho antes que ella y la primera en hacerlo fue su hermana Ágata, que era extremadamente puntual. Allí se encontró con el primer imprevisto. Según le explicaron en Comandancia de Marina, el Sparkling Cyanide no estaba atracado en ningún pantalán sino fondeado fuera del puerto y a una distancia considerable de tierra. Debido a este contratiempo, Ágata tuvo que dar muchas vueltas hasta conseguir alquilar una zódiac que la llevara a bordo.

«Ya está mi querida hermana poniendo a prueba la paciencia de todos», se dijo mientras ayudaba al indolente marinero que le había tocado en suerte a embarcar su vieja y única maleta. Una vez instalada en popa y procurando, sobre todo, que su ordenador portátil no se mojara con el agua que encharcaba el fondo de la barca, Ágata Uriarte se entretuvo en observar la silueta cada vez más cercana del Sparkling Cyanide y en cavilar qué le depararía la singladura. Para empezar se dijo que, visto desde el mar, aquel velero azul marino de dos palos con cerca de cuarenta metros de eslora y ocho de manga (éstos eran datos facilitados por su marinero) parecía enorme. ¿Pero lo sería tanto como para permitirle tener los momentos de privacidad que necesitaba para continuar con sus actividades en internet y con su Club de Corazones Solitarios, por ejemplo? Seguramente no. Seguramente madame Poubelle iba a tener que tomarse unas forzosas vacaciones y ella abandonar el mundo virtual en el que se sentía tan cómoda para adentrarse en el real. O peor aún, en el tonto y caprichoso mundillo ricachón de su hermana Olivia que le resultaba tan desconocido como desasosegante.

Sparkling Cyanide -vocalizó intentando que aquello sonara lo más irónico e impostadamente mundano posible, porque lo cierto es que nunca había estado a bordo de un barco así.

«Aunque por mucho lujo y amplitud que tenga -se dijo- cuarenta metros no son tantos en realidad y en ellos habremos de convivir ocho personas que no nos conocemos de nada, sin mencionar a la tripulación, algo siempre complicado.»

«Más o menos igual que en esos experimentos en los que meten varias ratas de laboratorio en un espacio cerrado -caviló a continuación-. Y cuando eso ocurre, ya sabemos lo que pasa. Las ratas primero se miran, luego se vuelven amistosas (algunas incluso se aparean), pero al cabo de un tiempo empiezan a mostrarse impacientes, nerviosas, y, al final, acaban devorándose entre ellas.»

– Qué, señora, ¿desembarcamos o no? -Era la voz del dueño de la zódiac la que se inmiscuía en sus pensamientos-. Haga usted el favor, ya hemos llegado. Vaya subiendo que ya me ocuparé de que le alcancen el equipaje.

Ágata miró hacia arriba. Ahora tocaba subir por la escalera que conducía desde el agua hasta la cubierta del Sparkling Cyanide. Para ser un barco tan lujoso, aquella especie de escala adosada a un lateral de la nave tenía un aspecto bastante bamboleante, la verdad. «Pero en fin -pensó poniéndose en pie con resignación- a ver qué tal se me da eso que llaman pie marinero.» Y luego -invocando el diminutivo de su nombre (algo que solía hacer sólo cuando ironizaba sobre sí misma o, como en este caso, cuando necesitaba infundirse ánimo), sonrió: «Vamos Agatita. Arriba querida mía, comienza la comedia.»

En realidad no le resultó tan difícil como había previsto ponerse en pie dentro de aquella zódiac medio pinchada. Tampoco salvar la distancia que había de la barca a la escalera; sin embargo, cuando había subido apenas un par de peldaños, algo la detuvo.

«Qué típico -se dijo entonces-. Pero qué típico de mi exhibicionista hermana mayor es que, para llegar a bordo, nos veamos todos obligados a echar un vistazo a su camarote.» En efecto, un ojo de buey más grande que los demás y desprovisto de cortinas permitía observar con detalle el camarote principal. Así, desde el exterior podían verse las paredes bellamente paneladas en madera clara, los armarios recubiertos de espejo, los cuadros todos ellos tan caros como absurdos e incomprensibles, y por supuesto una gran cama doble en la que reinaban varios almohadones entre los que había uno, distinto de los demás y rodeado de puntillas en el que alcanzaba a leerse: Hay amores que matan.

«Muy impropio de Olivia tener un cojín tan cursi y con semejante topicazo bordado en él -pensó Ágata mientras se agarraba con prudencia al pasamano, pero luego se dijo que su hermana no hacía nada a humo de pajas y que incluso aquella inscripción debía significar algo especial en la puesta en escena que les tenía preparada-. ¿Querría eso decir que el viaje iba ser un tipo de casting para elegir nuevo marido? Y de ser así ¿qué papel jugaba ella en dicha reunión?: ¿la de chaperona?, ¿la de la hermana fea en contraposición a la guapa para que todos compararan?, ¿la de paño de lágrimas de los candidatos desechados que le pedirían consejo para recuperar el favor de la bella?» En realidad ese papel era ya un clásico en su vida; durante su adolescencia y buena parte de la veintena de ambas, a Ágata le había tocado consolar a los innumerables descartes de su hermana mayor. De hecho, de ahí le había venido la idea de inventar a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios; había tantos en este mundo.

Todas estas cavilaciones se vieron interrumpidas de pronto por la irrupción de un largo y musculoso brazo del color del trigo allá arriba en cubierta. Uno que, al ayudarla a subir a bordo, la hizo encontrarse cara a cara con un tipo guapísimo. «Soy Vlad», dijo aquella aparición sobrenatural, y Ágata sólo pudo tartamudear al decir: «… y… yo la hermana de Olivia». Pero por suerte, en seguida logró sobreponerse y sonreír: «Tonta, qué falta de mundo -se dijo- pareces una pueblerina. Una pueblerina de hace treinta años, además, porque ahora ya nadie se extraña de nada, ni siquiera de las apariciones arcangélicas, digamos.»

Mientras un silente marinero oriental se ocupaba de subir el equipaje, Ágata aprovechó para mirar a su alrededor al tiempo que se divertía en rememorar todos los términos marineros que había aprendido en sus lecturas juveniles en La isla del tesoro o en las novelas de Salgari. Vio entonces dos grandes mástiles de madera antigua y rubia, la cubierta de teca impecable, vio también los winches pulidos, perfectos, que brillaban al sol y, más allá vio extenderse toda la zona de popa decorada con almohadones tapizados en cuero marfil. Soberbio sin duda aquel barco de casco tan azul e interior tan blanco. «Y qué adecuado -se dijo entonces- es el nombre que han elegido para él: Cianuro-espumoso (cian quiere decir azul ¿verdad? Cian de cianuro, cian de cianótico).» Y es que, en su opinión, nada podía sintetizar mejor la sensación que producía el espectáculo que estaba viendo: «Me recuerda a una gran copa color cobalto llena de Dom Pérignon», rió.

– ¿Me acompaña, por favor? -le preguntó en ese momento Vlad.

«Qué demonios hará un ángel como él en este maravilloso y a la vez inquietante decorado», se dijo Ágata, admirando la silueta del muchacho que se recortaba contra a la barandilla de estribor. Pero aunque eran muchos los interrogantes que se agolpaban en su cabeza, ya no le dio tiempo a más cavilaciones; él la llamaba con un gesto de la mano.

– ¿No quiere ver su camarote? Yo la acompaño, señora.

– Por favor, llámame Ágata, y de tú; no soy nadie importante -rogó, mientras ambos descendían un par de escalones hacia el interior de la nave y se adentraban en un amplio salón. Al principio, cegada por la luz del exterior, nada podía ver pero, poco a poco, Ágata fue recobrando la visión. Entonces pudo comprobar que todas las paredes de aquel recinto estaban recubiertas de una madera color miel. Venecianas de láminas grises filtraban la luz de las ventanas exteriores que daban sobre cubierta, así como a los pasillos laterales de la nave. Y, al ambiente de penumbra general, contribuía además el tono de la moqueta, que era de un azul tan intenso que casi parecía negro. Oscuros y de cuero eran también los sofás sobre los que podían verse diversos almohadones confeccionados en telas de dibujos africanos en las que se entremezclaban los rojos, los verdes, los malvas. Hasta el olor de aquel lugar era especial porque, al particular aroma de las maderas y el cuero, se sumaba algo parecido al ámbar o tal vez una resina oriental. Ágata se detuvo. Qué mundo tan ajeno al suyo era ése y qué lejos quedaba ahora su pisito de Madrid de cincuenta metros cuadrados. También su empleo como profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado. ¿De veras era éste el ambiente en el que reinaba desde hacía años su propia hermana?, ¿cuántos años luz separaban su mundo del de ella?

Pasados unos segundos de cavilación, Ágata no tuvo más remedio que reanudar la marcha porque la rubia cabeza de Vlad acababa de desaparecer por el hueco de una gran escalera tapizada también en moqueta oscura. Pronto descubrió que los peldaños conducían al interior del Sparkling Cyanide y a una especie de distribuidor en el que se alineaban varias puertas que estaban abiertas, por lo que no le fue difícil espiar el interior. Las dos de la derecha correspondían a camarotes amplios y espléndidos con cama doble, de modo que dedujo que estarían destinados a alojar parejas. Los dos restantes, en cambio, a pesar de ser tan amplios y bellos como los anteriores, tenían camas algo más pequeñas, de esas que los americanos llaman queen size, «… y que ya quisiera cualquier simple mortal como cama de matrimonio», se dijo Ágata, que imaginaba que uno de esos camarotes sería el suyo.

Sin embargo, Vlad pasó de largo dejando atrás todas aquellas puertas y continuó su camino (hacia proa y siempre por estribor, se dijo Ágata ya muy ambientada). «Seguro que ahí adelante hay otros tantos camarotes igual de fastuosos -pensó- desde luego este barco es aún más grande de lo que parece desde fuera.»

Siguieron avanzando y Ágata se dio cuenta de que, poco a poco, el decorado comenzaba a cambiar. Desapareció primero la moqueta oscura tan elegante, después las venecianas de láminas grises y hasta el maravilloso aroma a madera, resina y ámbar se trocó en otro efluvio que Ágata no tuvo dificultad en reconocer como una fritanga oriental mezcla de soja con repollo, o algo muy parecido.

Siguiendo siempre al silencioso Vlad, sus pasos acabaron por llevarla a un mundo interior, funcional y laborioso en el que pudo ver, primero, las cocinas del barco y a continuación, una especie de recinto que se abría hacia babor, en el que dos camareros filipinos o tal vez malayos repartían comida a cuatro o cinco marineros también orientales ataviados con camisetas azules en las que podía leerse en discretas letras blancas Sparkling Cyanide.

– Buenos días -saludó educadamente Ágata, pero ninguno de aquellos individuos pareció oírla, por lo que continuó adelante tras los pasos de su guía hasta que, por fin, éste se detuvo ante una pequeña puerta un par de metros más allá. Segundos más tarde, Vlad se hacía a un lado caballerosamente para introducir a Ágata en un habitáculo de reducidas dimensiones en el que se peleaban por convivir una cama individual, un armarito metálico y una solitaria mesilla de noche algo desconchada. Sobre la cama, cubierta por una colcha gris, había tres toallas y, sobre la mesilla, un libro.

– ¿Es aquí? -inquirió, aunque tenía más que fundada sospecha de cuál sería la respuesta.

– Sí, me temo que el resto de los camarotes están todos adjudicados -dijo Vlad, con lo que a Ágata le pareció genuino apuro, de modo que ella inmediatamente se dedicó a quitarle importancia al asunto. Y, para demostrar que, en efecto, no la tenía, le sonrió al tiempo que fingía echar un vistazo a la carátula del libro que había sobre la mesilla. «Por lo menos un detalle acogedor en esta celda monacal», pensó antes de calcular, así a ojo, que su camarote debía de ser más o menos del tamaño del dosel del de su hermana Olivia y desde luego mucho menos glamouroso.

– … Además, Ágata -dijo en ese momento Vlad con el mismo tono de antes-, está previsto que el ocupante de este camarote comparta conmigo el cuarto de baño. Espero que no te moleste demasiado.

– Claro que no -contestó ella, viendo desde ese instante su habitáculo con ojos bastante más benévolos-. Será un verdadero placer -dijo, y él se lo agradeció con la primera sonrisa que dibujaban aquellos bellísimos labios.


Diez minutos más tarde, después de colocar en sitio seguro su ordenador y mientras deshacía la maleta intentando no chocar demasiado con las paredes (como un hipopótamo al que han asignado una jaula demasiado pequeña en el zoo, así lo describió ella), Ágata tuvo ocasión de observar a través del ojo de buey de su camarote el comienzo de un curioso desfile: la llegada por turnos del resto de los invitados al Sparkling Cyanide, traídos hasta allí por la misma zódiac que la había transportado a ella.

«¿Será ése el tal doctor Fuguet?», se preguntó, al ver cómo, en la proa de tan precaria embarcación, se aproximaba ahora un hombre de unos treinta y tantos años y de aspecto sombrío. Una vez que la zódiac se abarloó al barco, el desconocido aquel se puso en pie y entonces Ágata pudo comprobar que era extremadamente alto y tan delgado que, a pesar de que no soplaba ni la más mínima brisa, su figura parecía cimbrearse y tremolar a merced de un gran viento. «Qué cosas se te ocurren -se dijo entonces-. No es que se cimbree, tampoco que se estremezca. No hay más que verle para darse cuenta de que lo que le ocurre es que no sabe ni cómo moverse en estas circunstancias. El pobre parece tan fuera de lugar en este ambiente como yo. ¿Qué relación tendrá con Olivia? No creo que sea candidato en su casting de maridos.»

Diez minutos más tarde, Ágata se encontraba en el pequeño cuarto de baño (el que iba compartir con Vlad, qué inesperado regalo del cielo) desplegando sus productos de aseo, también su batería de adelgazantes, cuando nuevas voces allá afuera, en el mar, llamaron su atención.

La vida de Ágata Uriarte era tan solitaria últimamente que tenía más puntos de referencia con la literatura o el cine que con el mundo real. Y es que, aparte de las cada vez más largas horas que dedicaba a sus actividades como madame Poubelle, el resto de su tiempo lo pasaba leyendo o disfrutando de viejas películas. Tal vez por eso, al observar a los nuevos invitados que se acercaban en zódiac al barco (y que eran en esta ocasión doña Cristina San Cristóbal y su hija Sonia, acompañadas de su novio Churri), todas las comparaciones que se hizo para describirlos estaban relacionadas con personajes del celuloide. «¡Pero si es igual a madame Serpent!», se dijo, por ejemplo, al ver a Cristobalina Sosa sentada al frente como un pequeño y bastante aterrador mascarón de proa. En realidad, Ágata no se acordaba del verdadero nombre de aquel personaje cinematográfico al que tanto le recordaba esa mujer, pero en su imaginación siempre la había llamado así. Se trataba de la pequeña y enigmática emperatriz china que aparece en 55 días en Pekín cargada de joyas y envuelta en sedas pero cuyo rasgo más significativo eran unos labios finos y ojos minúsculos.

«Claro que esta madame Serpent no es exactamente china sino (así al primer vistazo) yo diría que tal vez peruana o boliviana -se dijo Ágata haciendo cábalas-. Tampoco su túnica talar (naranja y rosa chicle, por cierto) tiene aspecto de ser oriental sino más bien de Dolce & Gabanna. Pero esos ojos… -añadió a continuación-. Dios mío, parecen dos estiletes manchurios. ¿Quién diablos será esta señora y por qué la habrá invitado Olivia?»

En esas cavilaciones estaba cuando su vista se desvió para estudiar a los dos restantes pasajeros de la zódiac; y lo que observó en ellos le resultó mucho más fácil de interpretar y desde luego más agradable a la vista. «Toni Mañero con un toque de sangre centroeuropea -se dijo al ver al novio de Sonia San Cristóbal, el tal Churri. Y luego, como si estuviera haciendo una descripción policial de él añadió-: Veintitantos años, calculo yo, un metro setenta y pocos centímetros de altura, mucho gimnasio (no hay más que ver esos bíceps). ¿Y de qué nacionalidad puede ser? ¿Será turco, serbio? ¿Búlgaro tal vez? Lo que está claro es que es un pez tan fuera del agua como madame Serpent o el invitado que subió antes. O yo -añadió entonces con una sonrisa- de modo que ya somos cuatro sapos de otro pozo…»

Las suposiciones que hizo sobre la tercera pasajera de la zódiac, Sonia San Cristóbal, no necesitaron comparación alguna con personajes del celuloide. Hasta el momento, Ágata no había logrado verle la cara porque se encontraba oculta tras un gran sombrero de paja, pero en cuanto se lo quitó para subir al barco, comprobó que le era muy familiar. «Bueno, bueno, parece que por fin los personajes que embarcan en este espumoso cianuro son más acordes con lo que espera una encontrar en un mega yate. Vamos a ver: ¿cómo demonios se llama esta niña tan guapa? Su nombre venía en la invitación que mandó Olivia pero -Alzheimer mío, que galopas- ahora mismo se me ha ido de la cabeza. Aún así, estoy segura de que la he visto en un montón de revistas, también en la tele. ¿Cómo demonios se llama?, lo tengo en la punta de la lengua. ¿Linda Evangelista? No, no, es muchísimo más joven que la Evangelista. ¿Eva Longoria? De ninguna manera, ésta es lo menos veinte centímetros más alta que ella.»

– Cuidado, mi princesita, agárrate fuerte al pasamanos. Con cuidadito, preciosura -le oyó entonces decir a madame Serpent, que en ese momento hacía grandes esfuerzos para que la túnica talar de Dolce & Gabanna no le hiciera vela y la arrastrara a las profundidades.

Entonces, al reparar en el acento sudamericano de la dama en cuestión, a Ágata ya no le quedó duda de quién podía ser la última pasajera: «Claro -se dijo-, qué tonta soy, se trata de Sonia San Cristóbal, la famosa modelo madrileña. Siempre pensé que era una leyenda urbana eso de que es hija de una indígena de la sierra andina de apenas metro cincuenta de estatura y no precisamente Miss Perú. ¿Cómo es posible que de una madre así salga criatura tan celestial? -se preguntó al comprobar que Sonia, después de dejar a la vista un pelo oscuro, casi negro, miraba hacia la cubierta del barco con ojos brillantes y azules, como dos aguamarinas-. Desde luego -añadió Ágata- la genética tiene cada capricho, cada extravagancia. Claro que qué me van a contar a mí sobre ese tema…»


Las agujas del reloj caminaban ahora hacia las seis de la tarde. A estas alturas, Ágata hacía rato que había terminado de deshacer su exiguo equipaje, por lo que bien podía haber elegido subir a cubierta e intentar recabar información más directa sobre cada uno de los recién llegados. Sin embargo, prefirió seguir donde estaba. Era más divertido ver sin ser vista, juzgar sin ser juzgada. «Aquí viene de nuevo Caronte con más pasajeros -pensó al observar cómo se acercaba por tercera vez aquella vieja zódiac con el mismo marinero a la caña-. ¿Quiénes serán los próximos invitados a nuestro Hades particular? -añadió mientras se aprestaba a hacer nuevas cábalas.»

Sin embargo esta vez no iba a necesitar de su imaginación porque al menos a uno de los pasajeros lo conocía desde la infancia.

«Mira tú -se dijo al espiar el inminente desembarco de su antiguo compañero de colegio, Cary Faithful-. Qué poco ha cambiado este chico.»

En todos los años que la separaban de su infancia, ella había visto multitud de fotos de Cary publicadas por ahí, también un par de películas suyas, pero siempre había tenido la impresión de que se trataba de alguien muy distinto al niño que conociera en tiempos. Sin embargo, le bastó observarlo unos minutos desde su escondrijo para darse cuenta de lo grandes que son las trampas del celuloide, qué enormes los milagros del photoshop. Y es que, si en el cine y también en las fotos Cary parecía atractivo, sexy y con una mirada de perpetua ironía, ahora, al natural, nada de esto era evidente. «Mi camarote puede ser una birria como habitáculo, pero como puesto de observación resulta inmejorable -se dijo Ágata no sin cierto placer-. Y yo parezco una voyeur», sonrió para luego decirse que bueno que por qué no, que tal vez el destino de mujeres sin relevancia especial como ella fuera ser más una observadora que una participante en la vida, pero que, como todo tiene sus compensaciones, nadie conoce tanto a las personas a las que tiene que enfrentarse como un espía y un voyeur.

– A ver qué más veo -añadió en voz alta, segura de que nadie podía escucharla-: Barriguita incipiente… pelo en franco retroceso por no decir en desbandada, y… ¿Serías tan amable de quitarte las gafas de sol un momento para que pueda ver tus ojos, Cary? ¡Gracias! -exclamó, porque en ese instante, como si, en efecto, hubiera oído su petición, Cary Faithful acababa de pasarle las Ray-Bán a su acompañante para que se las limpiara antes de subir a bordo, lo que hizo que dejase al descubierto una mirada que Ágata no dudó en calificar de huérfana.

¿Por qué diablos se le ocurriría esa palabra tan poco adecuada para describir a una estrella de cine y encima archimillonario? «Tal vez -caviló a continuación- por la actitud que mostraba hacia él la chica que lo acompañaba.» Y es que, según pudo ver Ágata, ésta era una muy atractiva pelirroja de unos treinta y pocos años. «Pero qué curioso, a pesar de la diferencia de edad, ella lo trata como si fuera su hijo pequeño, o algo así -se dijo antes de preguntarse asombrada de quién podría tratarse, porque en ningún caso creía que fuera su novia por la actitud que mostraba. ¿Será su secretaria?, ¿su entrenadora personal?, ¿su asesora de imagen?, ¿su enfermera, quizá? Sea lo que fuere, su aspecto resulta extraño porque las mujeres que hacen de coche escoba o chica para todo de un famoso suelen tener otra apariencia física, pienso yo, una más bien insignificante. Esta muchacha en cambio parece un error de casting. Es como si para hacer el papel de la madre Teresa de Calcuta hubieran elegido a Rita Hayworth o, peor aún, a Raquel Welch.»

Ágata observó cómo la chica, que hablaba español con acento latinoamericano, parecía ocuparse de todo con una diligencia tan serena como eficaz: de que izaran a bordo el equipaje, de advertir a Cary que tuviera cuidado al subir por la escala, de agradecer al dueño de la zódiac y darle una buena propina. «Creo que de ella bien podría hacerme amiga -pensó entonces Ágata, como si estableciera con la recién llegada una repentina corriente de simpatía o solidaridad. Pero de inmediato decidió mostrarse más cauta-. No corramos tanto -añadió-. En realidad una mujer así parece too good to be true, como dicen los ingleses, demasiado buena para que sea cierto.»


– ¡Miranda, por favor! Creo que me he olvidado la BlackBerry en la zódiac, haz algo te lo ruego -estaba diciendo Cary Faithful en ese momento en inglés a la pelirroja en un tono entre suplicante y conminatorio.

«Miranda -pensó entonces Ágata con otra sonrisa- es un bonito nombre y suena igual en todos los idiomas. ¿De qué país será esta chica a pesar de su aspecto tan inglés? ¿Cubana?, ¿venezolana?, ¿colombiana? Con tantas nacionalidades distintas como las que se reúnen en este barco -pensó a continuación-, de estar aquí uno de esos tontos cronistas de sociedad hablaría sin duda de "una moderna torre de Babel". Dejémoslo mejor en arca de Noé, vaya zoo -se dijo antes de añadir-: Y es que ninguno de ellos es el tipo de persona que yo imaginaba invitaría mi muy sofisticada hermana mayor a su barco. A Olivia le pegaba más convidar a aristócratas decadentes mezclados, qué sé yo, con mafiosos italianos o rusos o falsificadores internacionales, por ejemplo. Me pregunto por qué diablos habrá elegido precisamente a esta gente que, además, parece no tener nada en común. Y ahora -se dijo al fin después de esperar un buen rato por si veía acercarse algún nuevo pasajero- me pregunto si faltará alguien más por subir a bordo de arca tan particular. ¿Algún otro espécimen de animal, mineral o planta? Para mí que sólo falta ella, nuestra querida anfitriona, que como siempre llegará tardísimo.» «¿Es que realmente Olivia nunca aprenderá a ser puntual?»


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