Agujetas

Al día siguiente de mi encuentro con Sonia San Cristóbal me quedé en casa con agujetas. Era finales de julio, hacía un calor sahariano y lo más parecido a un aparato de aire acondicionado que hay en mi apartamento es un viejo ventilador bastante ruidoso. Y al compás de aquellas perezosas aspas me entretuve en planear cuáles iban a ser mis próximos movimientos. Había una frase de todas las dichas por Sonia San Cristóbal durante nuestro encuentro que me revoloteaba en la memoria más que otras y era ésta: Todos mienten. Es cierto, qué duda cabe, la gente falta a la verdad a cada rato, más aún cuando ocurre algo que puede comprometerla. Incluso yo misma puedo estar mintiendo al escribir estas líneas. Cuando se lee un libro, tiende uno a pensar que el narrador es siempre veraz, tal vez porque, al confiarnos sus pensamientos, parece que está haciendo una confesión íntima. Sin embargo, hay multitud de ejemplos en literatura de narradores embusteros. De hecho, y sin ir más lejos, así es como está construida por ejemplo aquella novela que Olivia dejó en mi camarote con su dedicatoria. En La muerte de Roger Ackroyd da la casualidad de que, al final, el lector descubre que es el propio narrador, con el que se ha encariñado y en el que confía plenamente, quien ha cometido el crimen. ¿Por qué no iba a hacer yo otro tanto con este relato a pesar de que esto no es una novela sino la vida real? Al fin y al cabo no sería la primera ni tampoco la última vez que la realidad imite al arte. Pero bueno, qué bobadas estoy diciendo, estas no son más que tontas elucubraciones mías debidas, sin duda, al calor. Yo, por supuesto, no maté a mi hermana ¿Por qué iba a hacerlo? Además, si seguimos con la lógica de las novelas policíacas en las que todos los personajes que intervienen han de tener un motivo claro para cometer el crimen, había a bordo del Sparkling Cyanide varias personas con razones más poderosas que las mías. Y el campeón, a mi modo de ver, era Cary Faithful. «Las palabras de Olivia cuando desgranó los motivos de cada uno para desear su muerte fueron breves, pero también muy reveladoras», me dije, convencida de que, si hacía un pequeño esfuerzo, seguro que podía recordar exactas las que se referían a Cary. No tengo buena memoria para los números y los nombres se me olvidan sin remedio, pero la tengo en cambio para otras cosas: para retener discursos ajenos, por ejemplo. Son las ventajas de años dedicados a la docencia, se desarrolla una habilidad para retener lo que dicen los alumnos y, por extensión, cualquier interlocutor.

«Si no hiciera tanto calor», pensé. Y sin embargo yo creo que fue precisamente el lento ronroneo de las aspas de mi ventilador el que me trajo de pronto la voz de Oli aquella noche:

Cary Faithful. El gran Cary Faithful, el segundo hombre más sexy del planeta, por el que suspiran millones de mujeres. ¿Sabéis cuál es su secreto? Yo sí, y tengo grabada su «confesión». Digamos por el momento que se trata de un juego de niños. Y cuanto más guapos y jóvenes sean esos «niños», mejor.

«Grabada en su propia voz», «una confesión», «un juego de niños», ¿acaso no estaba claro lo que querían decir estas tres frases?

Sí, definitivamente mi candidato favorito era Cary Faithful. Creo que nadie podía desear tanto la muerte de mi hermana como él, concluí convencida.

Pasaron unos minutos. Las aspas de aquella antigualla continuaron girando sin que el calor se disipara en absoluto, al contrario, las palas parecían abrirse paso con suma dificultad en el aire, cortándolo en rebanadas. Entonces otro recuerdo de algo ocurrido en la última noche de Olivia acudió a mi memoria. Me refiero a sus palabras sobre aquellos «que aman demasiado y son capaces de hacer cualquier cosa para vengar o proteger a la persona que tanto quieren».

Cierto, me dije, he ahí otra buena razón para matar. ¿Y de cuántas personas a bordo del Sparkling Cyanide podría decirse que amaban «demasiado»? Curiosamente de muchas. Estaban por supuesto las dos a las que Olivia había señalado durante su discurso. Me refiero a Kardam Kovatchev, que adora a su hermana Cósima, y a Miranda, que tiene igual sentimiento por Cary Faithful, pero a mi entender había varias más. La madre de Sonia, por ejemplo, mi muy admirada madame Serpent, encajaba a la perfección en este apartado y ¿no debería contar este distinguido grupo con la presencia también de Pedro Fuguet? Sí, sin duda. Sólo que él a quien amaba demasiado era a Olivia.

Dije esto y me quedé cavilando. Pero en seguida me di cuenta de que el hecho de que Oli fuese el objeto de su amor no sólo no alejaba a Fuguet de toda sospecha, sino al contrario. Una mirada más al hipnótico ventilador y dos ideas al hilo de esta última reflexión acudieron a mi cabeza. La primera, intelectual, la otra muy de andar por casa. La intelectual estaba relacionada con cierta estrofa de uno de mis poemas favoritos escrito por Oscar Wilde cuando se encontraba cumpliendo condena en la cárcel de Reading. Me refiero a esa que dice: «Each man kills what he loves most» (Cada hombre mata aquello que más ama). Siendo así (y Wilde rara vez se equivocaba en sus apreciaciones sobre la naturaleza humana), el doctor Fuguet encajaba a la perfección en este apartado. Porque no sólo se mata para defender a quien uno quiere, sino que a veces se mata también para defenderse de quien más se ama.

El pensamiento doméstico, por su parte, estaba relacionado con un objeto que en ese momento descansaba sobre mi cama junto a dos cojines chinos. Hablo de aquel almohadón de tira bordada que me llevé del Sparkling Cyanide y que a mi regreso había colocado allí copiando, supongo, el estilo de decoración de mi hermana. Por supuesto no hizo falta que el ronroneo del ventilador me recordara cuáles eran las palabras que había en él bordadas. ¿Cómo olvidarlo si, además de verlo todos los días, se trataba de una piececita más que ahora encajaba muy lindamente en mi puzle? Rezaba así: «Hay amores que matan.»

Pero lo más curioso, me daba cuenta ahora, es que ese lema elegido por Olivia sin duda con toda deliberación, encajaba no sólo con Pedro Fuguet, sino también con todos y cada uno de los invitados a bordo, puesto que son muchos y muy variados los amores que pueden matar. Amores turbios como el que sentía Cary por los jovencitos. Amores desmedidos como los que tenían por protagonistas a Kardam, Miranda, y también madame Serpent; amores traicionados como el de Vlad Romescu o el de Sonia San Cristóbal; amores contra la voluntad de quien los siente, como el que profesaba el doctor Fuguet. Y por fin, para no quedarme fuera de la lista de sospechosos, amores como el mío. ¿Cómo definirlo? Bueno, para ser honesta debo reconocer que, si exceptuamos el amor de Cary por los efebos, creo que bien puede decirse que el mío por Oli era una mezcla de todos los demás. Amor traicionado, amor contra mi voluntad, amor desmedido… Y es que de todos estos sentimientos ambiguos están hechas en mayor o menor medida las relaciones fraternales y yo no soy ninguna excepción, me temo. Por eso, y sin ir más lejos, creo que Olivia sabía muy bien de lo que estaba hablando aquella noche cuando nos equiparó a Caín y Abel.

Las aspas de ventilador continuaron lentas, cortando el aire en grandes tajadas. Ahora que con esta enumeración de amores que pueden matar creía haber encajado una piececita más de mi puzle, el próximo paso era seguir adelante. Aún me faltaba hablar con muchos de los pasajeros del Sparkling Cyanide y ver qué contaba cada uno ellos. Y no importa que, como decía Sonia, todos mintiesen, eso había que darlo por descontado, lo importante era cotejar sus versiones para ir descifrando poco a poco la verdad. Ya había tenido oportunidad de conocer las versiones de Kardam y Sonia. ¿Por dónde seguir ahora? Lo más lógico era intentarlo con alguno de los dos pasajeros que vivían en Madrid, el doctor Fuguet o madame Serpent. Pensé ponerme en marcha. Incluso intenté levantarme del sofá en el que estaba tumbada. Pero, Dios santo, hacía tanto calor que cualquiera se echaba a la calle en aquellas circunstancias.

Las aspas del ventilador siguieron dando vueltas. Ni la temperatura ni las agujetas invitaban a la acción, la verdad, y sin embargo, bendita edad moderna, me dije, porque lo cierto es que hoy, para hacer las cosas más laboriosas, a veces basta con mover sólo un dedo. Y quien dice uno dice cinco o tal vez seis, que son los que yo utilizo sobre el teclado de mi ordenador puesto que pertenezco a esa generación que nunca aprendió a escribir bien a máquina. Todo esto viene al caso porque lo que hice a continuación fue ponerme de pie para dirigirme a mi ordenador. Se me acababa de ocurrir que, con un poco de suerte, ahora que estas nuevas piececitas de las muchas que Olivia iba dejando en mi camino encajaban en su sitio, tal vez la fortuna me regalara otra más y sin demasiado esfuerzo por mi parte. Por ejemplo: si esto fuera, en efecto, una novela, lo más probable es que, acto seguido, la heroína (en este caso yo) descubriera en la bandeja de entrada de su correo electrónico uno dirigido a madame Poubelle y a su Club de los Corazones Solitarios por ese anónimo internauta de nick Rapunzel tras el que, ahora ya no me cabía duda, se escondía el doctor Fuguet. Sí, hubiera sido literario y a la vez tan conveniente que en este mismo momento él escribiera a madame contando desde su punto de vista lo que había visto y oído en el Sparkling Cyanide y aportando nuevos y reveladores datos a mi historia. Literario, conveniente y también muy probable porque, según mi experiencia de años en internet, los que han probado suerte con las confidencias cibernéticas ya no pueden vivir sin ellas. Se vuelven yonquis de las confesiones. Y es que, una vez que alguien, por lo general una persona introvertida y solitaria, descubre el placer de desnudar su alma, se convierte en un tremendo exhibicionista. ¿Cómo lo diría? En algo así como en striper de su alma atribulada. Y tan segura estaba de que en cuanto abriera el correo iba a encontrarme con uno de Rapunzel que tuve que revisar tres o cuatro veces la bandeja de entrada para cerciorarme. Pero no. Allí no había correo alguno bajo ese nick, tampoco de ningún otro tras el que pudiera esconderse Pedro Fuguet. Ya que hablo de madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios, diré que, si la bandeja de entrada no contenía mensaje alguno del, para mí, más interesante y solitario de los pasajeros del Sparkling Cyanide, estaba en cambio «petao» de muchos otros, que se dice ahora. Y es que desde el ya lejano día en que me había embarcado junto a los demás, madame Poubelle continuaba de vacaciones, por lo que mi correo amenazaba con estallar «¡¡¡Angustiada!!!» «Sálvame.» «Haciendo equilibrios en el pretil.» «Aiuto!» «Al borde de la catástrofe.» «Heeeelp»… He aquí algunos de los muchos «asuntos» que figuraban en mi bandeja de entrada, pero aun así me mostré del todo imperturbable. En otras circunstancias sin duda habría corrido a auxiliar a mis pobres corazones atribulados, y lo cierto es que me dio una pequeña punzada de mala conciencia al no hacerles ni caso, pero aun así, continué inflexible. «Ya me conectaré otro día -me dije llena de buenas intenciones-. Sí, sí, aunque tenga que trasnochar», prometí, pero de inmediato mi atención volvió a lo que me preocupaba en aquel momento, esto es: ya que no había noticias del doctor Fuguet, debía buscar el modo de entrar en contacto con él. Naturalmente siempre cabía la posibilidad de que fuera yo (oculta bajo el manto de madame Poubelle, naturalmente) quien escribiera a Rapunzel para interesarme por cómo estaba y si necesitaba algo. Sin embargo, una cierta intuición difusa aconsejaba no hacerlo. «Es mejor no tentar la suerte -me dije mientras repasaba por enésima vez mi lista de mails con la tonta esperanza de haber pasado por alto un correo suyo-. Esperemos un par de días más, no hay que ser impaciente», concluí. Y fue en ese preciso momento, cuando saltó aquel pop up.

Por lo general, detesto esa forma invasiva de publicidad que consiste en que, cuando uno está tranquilamente navegando por internet, plaff, se materializa un coche, un anuncio de viagra o vaya usted a saber de qué. No sólo lo detesto sino que lo considero contrario a los intereses del producto anunciado porque de pura ira yo suelo jurar en ese mismo momento que nunca compraré aquel maldito coche/medicamento/zumo/etcétera. Sin embargo, como resulta imposible no ver de qué anuncio se trata, leí por encima su texto y, para mi sorpresa, me pareció que estaba dirigido especialmente a mí:

Tal vez eso que busques esté un poco más lejos de lo que piensas. En Londres, por ejemplo, y Vueling te lleva por sólo 30 euros. * (* Tasas no incluidas).

No soy supersticiosa, no creo en los mensajes divinos; tampoco en los que supuestamente mandan los espíritus o almas en pena desde el Más Allá, y desde luego no imagino a mi querida hermana intentando ponerse en contacto conmigo a través de las nuevas tecnologías. No obstante, creo que no sorprenderé a nadie si digo que lo próximo que hice una vez leído este anuncio fue meterme en la página de Vueling y reservar un billete.

¿Haría en Londres el mismo calor sahariano que aquí en Madrid? ¿Debería avisar a Cary y Miranda de que me disponía a hacerles una visita o era preferible caer de improviso? Sin tener a nadie más que mi viejo ventilador y a mí misma a quien plantearle la cuestión, me contesté de forma negativa a ambas preguntas y luego pensé: «Sí, será muy agradable cambiar de aires, al menos por un par de días. Agradable y, con un poco de suerte, también fructífero. Realmente, ¡qué calor!»


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