Dos años. Ese era el tiempo que Pedro Fuguet llevaba sin noticias de Olivia Uriarte: veinticuatro largos meses, ciento seis semanas, setecientos treinta interminables días con sus noches en las que su vida había sido plácida pero también plana como los son aquellas que carecen del divino (otros opinan que el maldito) desasosiego de una pasión. Y durante todo este tiempo Pedro Fuguet había logrado adaptarse bien a las ventajas de una vida sin sobresaltos, en la que el timbrazo del teléfono no provocaba en su cerebro una corriente eléctrica tanto de alegría como de temor y en la que los sobres de correo no eran sospechosos de contener nada más inconveniente que una multa de tráfico.
«Dios mío -pensó mientras extraía aquella carta del buzón-. Es de ella», y acto seguido, al notar el temblor de su mano izquierda, se maravilló de cuánto se equivoca el bolero cuando dice que la distancia es el olvido. De lo mucho que mienten también los libros de autoayuda, esos que sostienen que hay cura para el mal de amores. Y de cómo se columpian por fin todos los tratados de antropología moderna que aseguran que el enamoramiento no es más que un cóctel de endorfinas con dopamina o serotonina y que dura exactamente treinta meses.
A diferencia del resto de las personas que hasta ahora habían recibido la invitación de Olivia Uriarte para embarcar en el Sparkling Cyanide, Pedro Fuguet no retrasó ni un instante el momento de rasgar el sobre. ¿De qué le serviría hacerlo? Sabía que fuera cual fuese el contenido, no tendría más remedio que obedecer sus mandatos.
Una vez leída la tarjeta, apenas le sorprendió el hecho de que su antigua amiga celebrara de modo tan poco usual su nuevo divorcio, uno más. Tampoco prestó demasiada atención a la lista de invitados que, dicho sea de paso, le resultaban todos desconocidos. En cambio, lo que sí llamó su atención fue la firma de Olivia. Y es que él conocía cada trazo de aquella rúbrica, la había visto muchas veces en cheques, en papeles oficiales, en los documentos que ambos habían falsificado juntos. «El crimen une tanto», eso le había dicho ella más de una vez, mientras le regalaba una de esas maravillosas sonrisas suyas que tenían la virtud de derretir icebergs y también conciencias. «Aquellos que delinquen unidos permanecen unidos», había dicho, y sin duda, así habría sido, ligados para siempre por tan corredizo nudo si él no hubiese logrado juntar coraje y cortar.
Y es que, desde el comienzo de su relación varios años atrás, ella tenía por costumbre aparecer y desaparecer de la vida de Fuguet a su antojo, hasta que un día él logró no verla más. Se había dejado jirones de piel y también de alma al hacerlo, pero lo había conseguido. O al menos eso creía hasta que recibió aquella carta. Pedro Fuguet podría haber cavilado a continuación qué nuevos sufrimientos y peligros se anunciaban con la llegada de la invitación de Olivia. Podría haber reflexionado también sobre lo que era ahora su vida en comparación con lo que fue años atrás cuando Olivia reinaba en ella, pero en lo único que atinó a pensar fue en la firma que tenía delante y lo que ésta delataba. El no era grafólogo ni mucho menos adivino pero algo en esos trazos inciertos y en la vacilante forma de la «O» mayúscula, que dejaban traslucir un cierto temblor, lo convencieron de que no había duda: «Dios mío -se dijo-, algo muy serio le sucede y necesitará mi ayuda. ¿Qué voy a hacer entonces?»
Era sábado. En la vida sin contratiempos que de dos años a esta parte se había forjado con tanto esfuerzo, los sábados de Pedro Fuguet estaban dedicados a la jardinería, y allí se encontraba él ahora, en el patio, podando su único rosal. Vivía en una pequeña y vieja casa de ferroviario, cerca de la estación de un pueblo cercano a Madrid, una que él mismo había ido reformando poco a poco y de la que se sentía orgulloso. Se trataba de un edificio de posguerra construido con materiales de entonces, de baja calidad: ciento quince metros cuadrados repartidos en tres minúsculas plantas. «Una torrecita alta y estrecha como en la que vivía encerrada Rapunzel», eso había dicho Olivia cuando Fuguet la llevó a conocer el edificio antes de la reforma, casi cuatro años atrás. «¿Que quién es Rapunzel, dices? Tesoro, hasta los niños lo saben. Es esa doncella de larguísimos cabellos rubios de la que hablan los hermanos Grimm y que vivía prisionera de una bruja en una alta y estrecha torrecita sin puerta y con un solo ventanuco allá arriba. "¡Rapunzel, Rapunzel, tira tus trenzas de oro!", gritaba desde abajo la hechicera cuando le llevaba de comer, y entonces la doncella no tenía más remedio que dejar caer sus largas trenzas para que la malvada trepara por ellas. Hasta que un día llegó un príncipe…»
Aquí acababa Olivia su relato con una gran carcajada, no sin antes explicar que -a pesar de su casi metro noventa de estatura- él era Rapunzel, el de las trenzas de oro encerrado en su torrecita; ella, la mala hechicera que lo iba a visitar siempre que le daba la gana, y que príncipe no había ni se le esperaba.
Pedro Fuguet nunca había leído a los hermanos Grimm. Sus lecturas infantiles iban más por Julio Verne y el Capitán Trueno, pero años más tarde, cuando ya Olivia había desaparecido de su vida, consultando internet logró comprobar que su historia con Olivia Uriarte guardaba muchas similitudes con la de Rapunzel. Y es que aquella casa suya tan alta y estrecha había sido punto de encuentro siempre que ella necesitaba algo y él, muchas veces a su pesar, la dejaba entrar y disponer a su antojo… pero en fin, qué más daba todo eso ahora, para bien (y para mal), las visitas de Olivia eran cosa del pasado.
En los años que habían transcurrido desde la despedida definitiva, Fuguet había logrado erradicar por fin de su casita de ferroviario todos los recuerdos de Olivia. A Dios gracias, porque, según él, casi lo más doloroso de los amores fracasados es la captura y exterminación de todo lo que recuerde a aquella persona, tantos minúsculos y terribles fantasmas. Afortunadamente, en su caso la «limpieza» no entrañó la eliminación de fotos, libros, ni mucho menos (y gracias al cielo) otros efectos personales como ropa o lencería íntima. Ya fuera por suerte o por desgracia, Olivia nunca había pasado allí más que unas horas, lo que libraba a Fuguet de eso que Joaquín Sabina certeramente llama «la maldición del cajón sin su ropa». Pero los amores desdichados dejan su rastro por todas partes, opinaba él, incluso donde no han reinado nunca. Por eso a Fuguet le había llevado años eliminar de su vida otros espectros que se manifiestan de muy diversa manera. Aquellos, por ejemplo, que asaltan la primera vez que se hace algo sin la persona amada, ya sea pasear por cierta calle, oír determinada música, o degustar su plato preferido. Sí, según Fuguet, la vida de quien se ha amputado voluntaria -o no tan voluntariamente como en su caso- un amor, está llena de dolorosos muñones, y él los conocía todos. Los conocía y los creía cicatrizados, y sin embargo, igual que dicen que aquellos que han perdido una mano o un pie sienten a veces picor en sus inexistentes extremidades, Fuguet descubrió esa mañana que también los dedos del alma dolían como si no se los hubiese cercenado varios años atrás.
Tal vez por eso ahora, en su patio y junto a su único rosal, al mirar desde la puerta de la calle su bonita casa de ferroviario, Pedro Fuguet la vio de pronto destartalada y vieja tal como era antes de la reforma, cuando Olivia llenaba su vida. E incluso le pareció oír el repiqueteo del timbre alegre e impaciente que anunciaba su llegada con un: «¿Estás ahí Fug?»
Nadie antes ni tampoco después le había llamado Fug, era un nombre absurdo, pero sonaba tan bien en sus labios. «Mira, he traído todos los papeles que necesitamos para conspirar, vamos dentro», añadía ella entonces. Y qué deliciosas eran esas tardes juntos, solos los dos, cuando Olivia reinaba en su vida y el mundo exterior dejaba de existir. De la vieja casa, sólo la planta superior estaba más o menos habitable en aquella época y allí se encerraban ellos, como Oli decía, a conspirar. ¿Y de qué tipo de maquinaciones se trataba? Pedro Fuguet prefería no pensar en eso por el momento, sino en rememorar los besos, las caricias, los deliciosos juegos de amor que Olivia le regalaba antes de entrar en materia. «Reconócelo, te vendiste a esa mujer por un mísero plato de lentejas.» Algo así le había dicho Perkanta X, una amiga que se había hecho por internet el año pasado, y que era la primera persona a la que se había atrevido a confesar al menos en parte su vieja historia de amor. Pero ¿qué demonios podía saber Perkanta X, que vivía en Jujuy, Argentina? Desde la distancia (y la ignorancia) lo suyo con Olivia es lógico que pareciera una relación desigual: él había arriesgado, entregado y también perdido mucho, mientras que ella le había dado a cambio lo que, en palabras de Perkanta, eran sólo lentejas o peor aún, migajas de un cariño. «Pero ¿se pueden realmente considerar migajas -pensaba a menudo Fuguet- varias tardes de amor de un mendigo con una reina?»
Fuguet rememoró cómo se habían conocido. Él tenía veintisiete años, acaba de llegar de Soria y comenzaba a ejercer como ginecólogo en una pequeña clínica privada cerca del paseo de La Habana. Por eso le sorprendió tanto que una mujer como Olivia apareciera un día por su consulta; más aún, que le pidiese que fuera su médico de ahí en adelante, porque las señoras de su clase tienen siempre ginecólogos de campanillas, no jóvenes inexpertos y sin pedigrí como él. «Pero es que yo me parezco muy poco a esas cacatúas de las que hablas, ya te irás dando cuenta», le había respondido ella mientras le dedicaba la primera de sus sonrisas derrite-icebergs, y desde ese día se había colado en la vida de Fuguet, iluminándola entera. Por eso era mentira que él se vendiera por un plato de lentejas, tonta e ignorante Perkanta X. Olivia se había convertido, para empezar, en su paciente; las conspiraciones vendrían más tarde, y hasta cierto punto a él le gustaba pensar que, incluso, la primera idea de saltarse la legalidad había sido suya y no de ella.
Por aquel entonces, Olivia acababa de divorciarse de su tercer ¿o era su cuarto? marido, pero aún así -o quién sabe si precisamente por eso- su mayor deseo era tener un hijo. Según llegó a confesarle a Fuguet, en los últimos años lo había intentado todo sin éxito: tratamientos de fertilidad, inseminaciones, fecundación in vitro, curanderos, charlatanes, rogativas. «En realidad sólo me falta vender mi alma al diablo. Y lo haré, puedes estar seguro, cuando no me quede más remedio, pero antes me gustaría que me ayudaras.» Eso le había dicho la tercera vez que acudió a su consulta, muy poco antes de que comenzaran los periódicos encuentros en casa de él. La carrera profesional de Pedro Fuguet no era tan corta como para ignorar que existen mujeres capaces de cualquier cosa con tal de tener un hijo. Y las que están diagnosticadas desde muy jóvenes como estériles más aún. En sus años de MIR, Fuguet había visto cosas increíbles. Mujeres que hipotecan su casa o se prostituyen con tal de pagarse una inseminación artificial. Mujeres que engañan a maridos que ellas suponen estériles con el único propósito de quedar embarazadas. Mujeres que hasta llegan a robar criaturas del nido y luego aseguran que son suyas. «Yo también estoy dispuesta a eso y a lo que haga falta. Tú me ayudarás ¿verdad, Fug? Júralo.»
El entonces se había reído diciéndole que no necesitaba convertirse en una asalta cunas, que había otros métodos para conseguir su deseo. Primero, porque ella era aún joven pero es que, además, suponiendo que su problema fuera irreversible, existía siempre la posibilidad de una adopción. Algo que, a pesar de no estar casada en ese momento, con su dinero e influencias no tenía por qué ser demasiado difícil.
Así empezó todo. Las primeras conspiraciones a las que se refería Olivia habían sido muy inocentes. Consistían en cosas tan relativamente sencillas para Fuguet como extenderle un certificado médico en el que se aseguraba que Olivia no estaba sometiéndose a ningún tratamiento de fertilidad, requisito éste obligatorio para iniciar los largos y complicados trámites de una adopción. Un punto, por cierto, sobre el que las autoridades no admiten engaños. Era falso que ella no estuviera en tratamiento. Como pronto descubrió Fuguet, Olivia seguía intentándolo mes tras mes con uno de esos ginecólogos de moda en Madrid «… Pero lo hago sólo por si suena la flauta, Fug. Todas las mujeres que estamos en esta triste situación jugamos a dos barajas ¿tú me comprendes verdad?»
Naturalmente que la comprendía y, a medida que ella se refugiaba más en él, ayudarla se convirtió en su único deseo. En realidad lo habría hecho sin contrapartida alguna, por una mirada, por una sonrisa siquiera, pero Olivia se había mostrado mucho más generosa que todo eso, y fue por aquel entonces cuando comenzaron a hacerse frecuentes sus citas fuera de la consulta, sus divinos encuentros en la casita de ferroviario. «Porque ahora, además de ser mi médico y mi cómplice, eres mi amante, Fug», le dijo una tarde, y aquel título que era tanto más grande que todo lo que Pedro Fuguet jamás se había atrevido a soñar, le pareció muy poca contrapartida a cambio de esa primera falsificación que ella le había solicitado, una que, por cierto, es bastante común desde que se han puesto de moda las adopciones. Pasaron varios meses, seis o tal vez siete. En una ocasión Olivia había quedado embarazada y Fuguet, a pesar de ser ginecólogo, a pesar también de saber las remotísimas posibilidades de que tal cosa fuera posible, llegó a fantasear con la idea de que el bebé fuera suyo y no de una probeta. Sin embargo el cuerpo de Olivia no logró retener aquel feto más allá de unas semanas y las ilusiones de ambos se malograron. Ni uno ni otro se detuvieron demasiado a sentir lástima de sí mismos; había que seguir adelante. Olivia debía ocuparse de la desesperante carrera de obstáculos a la que las autoridades someten a las personas que aspiran a adoptar un bebé: papeleos, entrevistas psicológicas, cursillos, súplicas, sobornos… Y durante toda esta larga ordalía, él estuvo a su lado, ayudándola a preparar las entrevistas, conjurando sus temores, mirando hacia otro lado mientras ella intentaba comprar voluntades. «Dios mío, parece que se aprovechan de la desesperación de personas como yo, cuántos requisitos estúpidos, cuántas trabas, eso por no mencionar que, en mi caso, al tratarse de una maldita adopción monoparental todo es mucho más difícil. Tal vez debería buscarme un nuevo marido. ¿Tú qué opinas, Fug?»
(Por un divino segundo él pensó que le estaba proponiendo matrimonio. Pero no, claro que no, las reinas nunca se casan con mendigos ni las damas con vagabundos, a menos que sea en una película de Walt Disney.)
– Estoy harta de todo, Fug, voy a agenciarme un marido para que no me den más la lata. Bueno, para eso y también porque se me está acabando la pasta. Qué vida ésta en que la felicidad resulta siempre tan cara.
Si fue después de esta última declaración de intenciones cuando comenzó a fraguarse su desgracia, Fuguet no llegó a ser consciente en aquel momento. Ahora, en cambio, con la perspectiva que dan los años y la distancia, aquellas palabras de Olivia se le antojaban anticipatorias de todo lo que ocurriría poco después. Y lo primero que sucedió fue que a ella le denegaron el certificado de idoneidad para adoptar. La suerte de las personas depende a menudo de pequeñas mezquindades, de la necesidad de un funcionario o funcionaría de demostrar quién manda y Olivia tuvo esa mala fortuna. Bastó que coincidiera la presencia de una inspectora muy poco sensible a los encantos de Olivia con el soplo que recibió de que continuaba con los tratamientos de fertilidad para que la declararan no idónea. Eso cerraba toda posibilidad legal de adopción, pero Olivia no estaba dispuesta a darse por vencida. Después de una tarde los dos en la cama, ella entregada a las más terribles manifestaciones de autocompasión y Fuguet al divino placer de consolarla y acunarla como una niña, Olivia desnuda y muy pálida se secó las lágrimas y lo miró a los ojos.
– Ayúdame, Fug, tú eres el único que puede.
– No sé qué más puedo hacer -le respondió él-. Ya me he metido en un lío extendiéndote un certificado falso por el que seguro me abrirán expediente. Sabes que por ti soy capaz de cualquier cosa pero…
Nunca debió pronunciar aquellas palabras porque con una determinación, con una calma que a Fuguet se le antojó terrible, Olivia comenzó a desgranar su próxima petición:
– Mi felicidad está en tus manos, sólo tienes que hacer lo que yo te diga.
– ¿Y qué es eso, mi vida?
Olivia acababa de liberarse del abrazo de Fuguet y lo miraba erguida, desnuda y fría, como una estatua.
– He estado haciendo mis averiguaciones. Hay otros métodos para conseguir un bebé y son muy sencillos para alguien como tú.
– ¿Como yo? -había repetido él genuinamente sorprendido-. No sé a qué te refieres.
Olivia entonces comenzó a hablar de un mundo sórdido del que Fuguet no tenía noticia o que, en el mejor de los casos, consideraba una leyenda urbana. Habló de los vínculos que unen a ciertos médicos de renombre con abortistas y a éstos con comadronas y enfermeros sin escrúpulos. Habló también de clínicas privadas, en apariencia respetables, en las que conviven partos normales con otros que no lo son tanto. Lugares en los que adolescentes, apenas niñas a veces, dan a luz y luego se les retiran sus bebés, en ocasiones por voluntad propia, otras asegurándoles que la criatura murió en el parto. Habló por fin del nada desdeñable negocio que se mueve alrededor de estos alumbramientos y lo hizo con tal precisión y abundancia de datos que a Fuguet no le quedó duda de que había dedicado muchas horas y no poco dinero a hacer sus averiguaciones. «Estás loca -la interrumpió entonces-. Aun suponiendo que ese submundo que dices exista, yo desde luego no quiero tener nada que ver con él. Además, piensa un poco Olivia. Una vez que te entreguen a la criatura ¿Cómo vas a legalizarla? ¿Y cómo te asegurarás de que esos desalmados no te harán chantaje una y mil veces, que te compliquen la vida con…?»
Ella le dejó hablar. Luego, fría y muy pálida, se levantó de la cama y comenzó a vestirse ante él. Lo hizo lentamente, con tal deliberación que a Fuguet no le cupo la menor duda de que era la última vez que la veía, a menos que hiciera algo por retenerla. Olivia comenzó primero por ponerse su collar, luego los anillos, los pendientes. Se puso a continuación la blusa negra cubriendo muy poco a poco el pecho desnudo, demorándose en abrochar uno a uno los botones. Era un juego perverso porque su pubis continuaba ahí, expuesto para que él pudiera admirarlo. A continuación se agachó para ponerse los zapatos, que eran altos y tan provocativos… «Dios mío, que acabe esta tortura -pensó Fuguet-. Olivia, vida mía. Olivia, mi amor.» Alargó entonces una mano deseando desesperadamente tocarla y, contra todo pronóstico, ella se lo permitió. Estaba helada.
Dos días más tarde comenzó para Pedro Fuguet la parte de su existencia que él desearía borrar para siempre, fingir que nunca tuvo lugar. Ojalá -había pensado mil veces desde entonces- que la vida se pareciera un poco más al maravilloso mundo de internet en el que basta con pulsar la tecla supr o delete para que todo desaparezca sin dejar rastro. Pero no. La vida no tiene tecla supr. Por eso, aunque Fuguet procuraba no pensar en aquellos meses que vinieron a continuación, todo permanecía en su memoria, archivado de forma indeleble. Primero el modo en que, siguiendo indicaciones de Olivia, él entró en contacto con un submundo que, para su enorme sorpresa, resultó que existía en su lugar de trabajo: casual o no tan casualmente en esa clínica próxima al paseo de La Habana en la que él pasaba consulta. ¿Puede uno ser tan cándido o ciego que no ve según qué cosas? Por increíble que parezca, así era y, después del primer estupor al descubrir qué respetables nombres formaban parte de aquel entramado clandestino, lo que más llamó la atención de Fuguet fue la forma en la que se conducían las… negociaciones, digamos, y el modo tan profesional de tratar ciertos asuntos. En conversación con compañeros de trabajo que ahora lo miraban con una mezcla de sorna y displicencia como quien dice «también tú eres de los nuestros», aprendió entonces que las formas se mantienen siempre en las transacciones inmorales, tal vez para convencerse unos a otros de que no lo son tanto. Por eso no se hablaba de madres, por ejemplo, sino de «cedentes». Las criaturas no eran bebés sino sólo «adopciones», los médicos y comadronas que atendían este tipo de partos eran «facilitadores», mientras que la mujer que buscaba hacerse con un bebé era «la dienta» y el pago de todo el proceso no era soborno o mordida, naturalmente, sino un simple abono «al contado y nada de cheques, por favor».
Así, tras algunos trámites, paradójicamente mucho menos engorrosos y largos que los de una adopción legal, Olivia ya estaba apuntada para un «advenimiento» que debía producirse un par de meses más tarde. Y una vez entrado en aquel submundo, Fuguet comprobó además con qué rapidez las cosas irregulares comienzan a verse como normales. Uno de aquellos colegas suyos le había indicado, por ejemplo, que, previo pago de una módica suma adicional, podía organizarse para que su «dienta» viera de modo confidencial a la «cedente». «Nada más fácil -había añadido aquel tipo- venid los dos a mi consulta el martes, ella estará ahí con un familiar para su revisión mensual. Porque como ya irás viendo, Fuguet, aquí todo se lleva con rigor y mucha profilaxis. Además, así podréis comprobar la dienta y tú lo guapa que es la cedente.»
Él le había suplicado a Olivia que no acudiera, que para qué añadir más carga emocional a todo el proceso, pero ella, adoptando una vez más esa actitud de helada esfinge que Fuguet tanto temía, le había dicho que daba igual lo que dijese, que iría con o sin él. Por eso, tres días más tarde, a los ya abundantes fantasmas que rondaban la cabeza de Pedro Fuguet se unió uno nuevo. La carita de una niña búlgara de trece años que no aparentaba más de diez u once y a la que su padre había metido en aquel «negocio». Una cara y una expresión entre aterrada y desvalida que, de ahí en adelante, tendría para Fuguet un nombre: Cósima. Conocer el nombre de la cedente estaba totalmente «contraindicado» en aquel submundo, pero sucedió que al padre de la muchacha se le escapó en una ocasión y por eso aquellas tres sílabas pasaron de inmediato a engrosar para Pedro Fuguet las huestes de sus pesadillas. Y si existiera esa bendita tecla supr o delete en la vida de las personas, él habría hecho desaparecer de su memoria dicha escena presenciada desde detrás de un cristal trucado tras un espejo. Pero, más aún, habría borrado y para siempre lo ocurrido apenas nueve semanas más tarde durante el parto. Aquel acontecimiento tuvo, además, varias notas sórdidas suplementarias porque, para que la cedente y los facilitadores no tuvieran problemas y todo fuera más fácil para la clienta, que había pagado una suma adicional para presenciarlo, el «alumbramiento» no se produjo en la clínica del paseo de La Habana sino en casa de Cósima, en unas condiciones que no podían ser más deplorables. Por eso, entre todos los fantasmas y recuerdos que Pedro Fuguet tuvo años para conjurar sin éxito, había uno que atormentaba sus sueños más que el resto. El grito de la madre-niña tumbada en su cama -tan infantil, tan incongruente con un ratón Mickey dibujado en el cabecero- al ver el rostro aún sanguinolento de su bebé.
Por lo general, y según supo Fuguet más tarde, se tomaban todo tipo de precauciones para que «contratiempos» como éste no tuvieran lugar, pero a veces ocurrían imprevistos. Por eso nadie, ni los facilitadores ni desde luego él, que había presenciado el parto con el alma sobrecogida, pudieron prever lo que iba a ocurrir. La criatura acababa de nacer oculta tras la preceptiva sábana verde, cuando la madre, en una reacción rapidísima e imprevisible en alguien en sus circunstancias, la apartó de un manotazo. Y he aquí por tanto la razón de que ahora Fuguet aún se estremezca al recordar, al revivir cómo aquella madre, aquella niña, suplicaba a gritos que le dejasen dar un beso a su bebé, uno solo, de despedida.
La escena duró apenas unos segundos. De inmediato el padre de Cósima se abalanzó sobre su hija tapándole la boca al tiempo que los facilitadores envolvían a la criatura en una toalla, para llevársela de allí, fuera, lejos, hacia el mundo que entre todos le habían comprado, mientras Fuguet, en una esquina de la habitación, la cara vuelta hacia la descolorida pared, temblaba de arriba abajo sin haberse decidido -cobarde, maldito cobarde- a intervenir.
Supr, supr, supr.
Y si la vida tuviera esa bendita tecla, Fuguet la oprimiría aún una, dos, hasta tres veces más para borrar una nueva serie de escenas que también se agolpan en su memoria. Por suerte estas que vienen a continuación tienen al menos la generosidad de presentarse rápidas, fugaces, casi inasibles. De ahí que, en el patio de su casa, con la invitación que acaba de recibir por correo en una mano y las tijeras de podar en la otra, Pedro Fuguet vea de pronto y muy brevemente la maravillosa sonrisa de Olivia Uriarte. En su recuerdo ella se encuentra asomada a la cuna de su bebé y le mira al tiempo que dice: «¿Verdad que es guapísima mi hija, Fug?»
Clara, así se llama la criatura y su nombre no puede ser menos adecuado. Clara es oscura, feúcha y enfermiza, pero es tan rápido el desfile de los recuerdos de Fuguet que, al instante, desaparecen las caras de Olivia y de Clara para dar paso a otra escena. La de él apenas unos meses más tarde en este mismo patio recogiendo del buzón un sobre, igual que acaba de hacer minutos antes con la invitación de Olivia para embarcar en el Sparkling Cyanide. Y en esa misiva anterior puede verse la misma caligrafía que en el de hoy, sólo que aquí la forma de la «O» de Olivia y la de todas las demás letras es firme, despreocupada:
Querido Fug:
Sé que te alegrarás de saber que soy muy feliz. Acabo de casarme. Aquí te incluyo una foto de Flavio, Clara y yo en Bahamas. Los tres te mandamos muchos besos.
Te quiere,
Olivia
Ahora, tanto tiempo después, al recordar aquella breve nota, Pedro Fuguet vuelve a sentir lo mismo que sintió ese día, cómo el sol allá arriba parece girar a gran velocidad en el cielo hasta que todo se vuelve negro. Y él lo mira sin comprender cómo se puede pasar en un segundo del día a la noche, de la luz a las tinieblas. Pedro ni siquiera había oído hablar del tal Flavio hasta ese momento. Cierto que, de un tiempo a esta parte, Olivia estaba muy ocupada, con muchos viajes, según ella. Cierto también que hacía varias semanas que no lo visitaba en su casita de ferroviario, pero ella era así, entraba y salía con frecuencia de la vida de Fuguet y hasta ahora no habían significado nada sus ausencias. Hasta ahora.
Desaparece también este recuerdo para dejar paso a otro. Y esta vez se trata de uno no visual sino acústico, el del alegre repiqueteo del timbre de calle con una contraseña que le es muy familiar, un timbrazo largo y dos cortos:
– ¿Estás ahí Fug?
Y a este recuerdo únicamente le falta añadir «Rapunzel, Rapunzel tira tus trenzas de oro» como en el cuento de Grimm puesto que, cuatro o cinco meses después de la carta en la que anunciaba que se había casado, Olivia reapareció un día por casa de Pedro Fuguet como si tal cosa. Él la dejó entrar sin hacer preguntas, y dos tardes, dos divinas tardes siguieron a esa visita en la que Olivia no había hablado de nada que tuviera lugar fuera de los muros de aquella casa. «Para que sea como siempre entre nosotros. Tú y yo contra el mundo Fug, bésame.» Y él la había besado, claro que sí, con tanto fervor, con tanta desesperación, con tanto alivio también, hasta que ella de pronto se zafó de su abrazo para rodar al lado opuesto de la cama y mirarlo con una de sus ya conocidas sonrisas. «Te necesito, Fug, tienes que ayudarme.»
Si todos los anteriores recuerdos habían volado fugaces a su alrededor, el que viene a continuación es aún más misericordiosamente breve. Por eso Fuguet apenas tiembla al revivir la siguiente escena. Los dos desnudos sobre sábanas revueltas, su largo cuerpo envolviendo la espalda de Olivia acunada en él «como cucharitas guardadas juntas en un cajón, Fug; me encanta estar así contigo, me siento protegida», exactamente eso había dicho ella justo antes de liberarse de su abrazo y añadir:
– Y ahora escucha: necesito que me ayudes, quiero devolver a Clarita.
Al principio le pareció que no había entendido bien; el tono empleado por Olivia era trivial, despreocupado. Sin embargo, las siguientes palabras que pronunció no dejaban lugar a dudas.
– Sí, me has comprendido perfectamente, quiero devolver a la niña. ¡Vamos Fug! no me mires así, ya va siendo hora de que bajes de tu nube particular. Esto es la vida real y cosas así pasan todos los días. Sólo tú en tu torrecita de marfil sigues creyendo en los cuentos de hadas, pero el mundo es como es y no como nos gustaría que fuera. Venga, tonto, no pongas esa cara, no soy ningún monstruo. ¿Sabes qué porcentaje de adopciones fracasan? ¿Sabes cuántas devoluciones de niños se producen? En este año y sólo en Madrid, ha habido entre quinientas y seiscientas, ésas son las estadísticas, te las puedo enseñar.
– Tú siempre tan bien documentada -acertó a decir Fuguet, recordando cómo, antes de adoptar a Clarita, ella también había hecho averiguaciones tan precisas como aterradoras. Pero Olivia aventó sus ironías con un impaciente vaivén de la mano.
– Es verdad, me gusta estudiar bien las cosas antes de actuar. ¿Quieres más estadísticas, Fug?, yo te las daré. El noventa y cinco por ciento de los niños adoptados tiene problemas psicológicos al crecer y sólo el quince por ciento no cuestiona jamás el vínculo. Clarita es aún muy pequeña, pero ya se ve que no será una niña feliz ni tampoco sana. No puede serlo, porque yo nunca debí sacarla de la vida que le correspondía por nacimiento. Este es mi castigo por querer torcer el destino de una criatura. Además, existe otra razón importante para replantearme su futuro. Estoy embarazada, Fug, y esta vez mi médico asegura que todo saldrá bien. ¡Por fin tendré un hijo, uno mío de verdad! Con un poco más de suerte será chico, que es lo que quiere Flavio. Ya sabes lo importante que es para un hombre, sobre todo para uno tan tradicional como él, que sea un varón y de su sangre, así me lo ha dicho. ¿Y sabes?, al final, a pesar de tanta liberación y tanta zarandaja, las mujeres somos así de tontas: siempre queremos complacer a quien amamos. Pero dime: ¿no te alegras por mí, Fug? ¿Verdad que me ayudarás a encontrar a la madre de Clara para devolverle su niña? ¡Se pondrá tan contenta! Serán felices ellas dos. Y yo también.
Supr, supr, supr.
Hasta aquí lo que Pedro Fuguet tanto desearía borrar. Sin embargo, a partir de este momento, los recuerdos siguientes sí merecen en cambio que los rememore. Que recuerde por ejemplo el modo en que él había reaccionado al oír todo lo anterior, y cómo, sin que le temblara apenas la voz, fue capaz de hacerle creer a Olivia que la ayudaría a conseguir sus deseos a sabiendas de que jamás lo haría.
Si eligió mentir fue porque era la única manera de sacarla de su cama, de su casa, de su vida. Porque así, una vez fuera, sin ella delante, sin el sonido de su voz ni el perfume de su cuerpo, sin la maldición de su mirada ni el extravío de su sonrisa, le sería un poco más fácil no contestar sus llamadas. Resistir al apremio de sus sms y de sus mensajes en el contestador a veces imperativos, otros en tono de súplica. Resistir incluso al repiqueteo del timbre de su casa con aquella consigna de un timbrazo largo y dos cortos seguidos de un alegre: «¿Estás ahí Fug? Venga abre, no seas tonto.»
Fue así cómo, a partir de ese día, Rapunzel se cortó las trenzas para que aquella hechicera no pudiera trepar nunca más hasta su interior. Más que un corte fue una amputación para atajar una gangrena, pero lo cierto es que lo había conseguido y se sentía orgulloso. Y no flaqueó ni una vez, ni siquiera el día en que -casi un año más tarde- el azar tuvo a bien desvelarle del modo más imprevisto el epílogo de su fallido cuento de hadas. Pedro Fuguet jamás leía revistas de chismorreos. Las evitaba, por si alguna de ellas hablaba de Olivia. Por eso debió de ser más el destino que un empujón casual una mañana en el atestado autobús que lo llevaba al trabajo, lo que hizo que su cara aterrizase de bruces entre las páginas de una de aquellas revistas. «Perdone señora», le dijo a la dueña de la publicación, y ya se incorporaba cuando vio una foto de Olivia llorando apoyada en el hombro de alguien. «Dios mío», pensó, e intentó evitar mirar con más detenimiento. Pero el titular era demasiado grande como para no leer aun sin desearlo. La doble tragedia de Olivia, rezaba a tres columnas, y luego en letras más pequeñas había un subtítulo: A la muerte de su bebé se añade ahora la pérdida de su hija mayor, Clara.
Con el empalagoso y sensacionalista estilo habitual de estas publicaciones, se contaba a continuación cómo Olivia Uriarte había tenido la mala fortuna de sufrir un accidente de coche en plena ciudad en el que había muerto en el acto su hija de menos de un año. Una niñita que según pudo enterarse entonces Fuguet se llamaba Caridad. En cuanto a Clara, que viajaba en el asiento de atrás, nunca superó el coma en el que había caído y murió también después de unas semanas.
Tras leer esto, el primer impulso de Pedro Fuguet fue telefonear a Olivia de inmediato, decirle que él estaba ahí, en el mismo lugar de siempre, para todo lo que pudiera necesitar, que la quería, que todo estaba olvidado… Sin embargo, lo detuvo el miedo a la gangrena. Su amor por ella había devorado gran parte de su alma y no podía permitirse que devorara el resto, había aún demasiadas heridas sin cicatrizar, demasiados muñones en carne viva. Además, era evidente que, a pesar de lo ocurrido, Olivia no había vuelto a intentar ponerse en contacto con él. De haberlo hecho, no habría tenido más remedio que acudir, que obedecer, pero por lo que se ve, la vida le daba una tregua, no debía ni podía desaprovecharla.
Dos años exactos. Ése era el tiempo que había transcurrido desde la lectura de aquella revista hasta la llegada de la carta de Olivia. Mientras, él había cambiado un par de veces de lugar de trabajo. Ahora era médico en un gran hospital de las afueras, tenía reconocimiento profesional y una situación económica que empezaba a ser desahogada. En su vida personal, en cambio, no había muchas novedades. Seguía -tal como hubiera dicho Olivia- «encerrado en su torrecita de Rapunzel y tan solitario como siempre». Claro que, de un tiempo a esta parte, hasta las torrecitas inexpugnables estaban mucho más conectadas que antes. Conectadas y a la vez a salvo de toda invasión, que era precisamente como a él le gustaba sentirse. Y es que se daba la circunstancia de que, una vez que se cortó las trenzas, Pedro Fuguet se había dejado crecer otra cabellera aún más larga. Una tupida e infinita trenza que, por un lado, lo conectaba con el mundo exterior, y por otro lo preservaba de él y sus demonios.
«Internet», he ahí el nombre de su nueva cabellera, o mejor aún, de su nueva amante, una casi tan extraordinaria como su amada anterior y desde luego mucho menos tiránica. Por eso, si alguien se hubiera asomado a la ventana más alta de la casita de ferroviario de Pedro Fuguet, allá arriba, en esa misma habitación aislada del mundo que había sido testigo de su historia de amor con Olivia, habría podido ver, noche tras noche, a su propietario entregado a su nueva relación amorosa. ¡Y eran tantas las satisfacciones que su muy complaciente amante le prodigaba sin pedirle nada a cambio!: entretenimiento, consuelo, sabiduría; tantas y tan maravillosas sorpresas sin moverse siquiera de su asiento. Pero sin duda el mayor placer que le proporcionaba su amada internet era la posibilidad de entrar en relación con muchos corazones solitarios repartidos por el mundo que él se imaginaba encerrados en otras tantas torrecitas altas y aisladas como la suya. Personas de diversa edad y condición con las que establecer relaciones tan intensas o fugaces como se le antojara en cada momento. Amigos y amigas invisibles, como Perkanta X de Jujuy, Argentina, por ejemplo, que a veces le servían de confidentes y depositarios de sus más ocultos o inconfesables secretos. Sí, qué gran invento era ése de los contactos virtuales. Amigos y relaciones que, curiosamente y para satisfacción de uno sus deseos más antiguos, sí podían borrarse y hacerse desaparecer con sólo pulsar la bendita tecla supr. Y eso mismo, suprimirla para siempre, es lo que había hecho con su amiga de Jujuy, Argentina, en cuanto se puso pesada con sus consejos y sermones insistiendo en que él se había entregado a Olivia por un plato de lentejas. Porque en realidad, ¿que sabía la tal Perkanta X de sus amores? Nada. Nada en absoluto, de ahí que chau, Perkanta, adiós pampa mía, la borró igual que había hecho con otras relaciones virtuales. De hecho con todas, porque últimamente había descubierto su contacto cibernético ideal, el inmejorable, el insustituible.
Madame Poubelle, ése era su nick. ¿Quién sería la tal madame? Cualquiera sabe, su identidad estaba oculta por ese manto de anonimato que para él constituía el más preciado atributo de su amada internet. Madame Poubelle te da el refugio y apoyo que tú necesitas, así rezaba el encabezamiento de su blog. Bienvenidos todos los corazones solitarios que laten sin ser comprendidos, explicaba a continuación, y desde luego así era. Porque madame Poubelle no abrumaba con consejos moralizantes, chácharas de psicólogo barato y otros bla, bla. Tampoco se escandalizaba cuando uno le confiaba un secreto atroz o le hacía una confesión brutal. Fuguet lo sabía bien porque, antes de abrirle su corazón, la había puesto a prueba. El nick de Pedro Fuguet en la red era, cómo no, Rapunzel, pero tenía varios más que usaba cuando no deseaba ser reconocido. Por eso, utilizando dos o tres de esos nicks alternativos, le había enviado a la tal madame todo tipo de falsas confesiones a cual más imaginativa y contranatura. «Madame Poubelle, estoy pensando en matar al novio de mi marido, ¿qué me aconseja?» «Madame Poubelle, soy una chica de quince años que se ha enamorado de su perro San Bernardo. ¿Qué puedo hacer?» «Madame Poubelle, soy sacerdote y todas las noches rezo para que el Señor aparte de mi camino a una niñita de doce años que me mira con concupiscencia. ¿Cómo puedo vencer al demonio que me tienta de modo tan cruel?»
Y eran tan inteligentes, tan sensatas, tan compasivas las respuestas que había recibido a todos estos disparates que a Fuguet no le quedó duda alguna de que aquélla era la única persona a la que podía confiar su gran secreto. Por eso ahora, después de recibir la carta de Olivia y aún con las tijeras de jardinero en la mano, Rapunzel dejó su rosal a medio podar, subió al piso más alto de su torrecita y entró de inmediato en el Club de los Corazones Solitarios o, lo que es lo mismo, en la página de su nueva confidente y amiga. Hola madame Poubelle, escribió, y luego, tras hacer un resumen somero de las circunstancias de su historia con Olivia (cambiando por supuesto todos los nombres y otros datos delatores para que nada fuera reconocible aun en el remotísimo caso de que su camino y el de madame Poubelle llegaran a cruzarse un día), tecleó:
…Y ahora que lo sabe todo, madame, ¿cree usted que debo aceptar la invitación que me envía esta persona?
La respuesta tardó apenas unos minutos en llegar y fue la siguiente:
Un pasado infeliz sólo puede conjurarse sometiéndolo a la inmisericorde luz del presente, querid@ Rapunzel. Por tanto mi consejo es que sí, que aceptes de inmediato la invitación.