– Tu hermana está mucho mejor muerta -dijo Cary Faithful con una de esas sonrisas torcidas que los ingleses de clase alta creen, y no sé por qué, que les hacen parecer muy sexys.
Seguramente debió de añadir algo más para completar esta sentencia, pero yo no me enteré. Me había quedado suspensa en aquellas seis palabras suyas, no sólo por lo poco caritativas que habían sido sino porque, curiosamente, eran las mismas que habían pronunciado tanto Kardam Kovatchev como Sonia San Cristóbal en mis conversaciones con ellos.
– …Aun así me alegro de verte -eso iba diciendo Cary cuando volví a sintonizar con sus palabras-. ¿Quieres un Pimm's? -añadió al tiempo que me extendía un vaso metálico lleno de un líquido amarillento en el que flotaba una gran lasca de pepino.
De mis lejanos tiempos de veraneo en el sur Inglaterra en casa de mi tía la cantinera, yo recodaba una observación interesante respecto de los ingleses y sus relaciones sociales. A pesar de que se dice que poseen, aún hoy, un sistema de castas más rígido incluso que el que impera en su antigua colonia india, existe un lugar en el que todas ellas confraternizan en alegre compañía y es, precisamente, en un jardín. O al menos eso pensé yo al observar el ambiente que me rodeaba. Nos encontrábamos en unos de esos maravillosos private gardens que existen en Londres, me refiero a esas parcelas de terreno valladas, bendecidas con grandes árboles y bellas flores que hay delante de algunas casas, con frecuencia las más caras de la ciudad. Se trata de jardines de disfrute privado a los que sólo pueden acceder los vecinos de los chalés más próximos (nunca demasiados). Seres que tienen en común tan urbano vergel y, por supuesto, el generoso bolsillo que se requiere para vivir en tan grandes como privilegiadas viviendas unifamiliares. Todas idénticas, todas blancas, como las que yo tenía ahora delante, igualitas a la casa de Mary Poppins. Aparte de estos detalles, cada uno de sus propietarios suele ser de su padre y de su madre, tanto en lo que respecta a nacionalidad como a educación u origen de su fortuna, algunas de ellas sospecho que bastante oscura. Aun así, yo no sé si será porque aquello parecía un oasis en medio del asfalto, o simplemente se debiera al indesmayable amor de los ingleses por el out doors que acaba contagiándose también a los extranjeros, pero lo cierto es que, según tuve oportunidad de observar esa mañana, todos los allí presentes compartían Arcadia con una mezcla de tolerancia e indiferencia que me pareció de lo más agradable. La consigna que flotaba en el ambiente era más o menos ésta: coincidimos junto a las petunias, nos saludamos brevemente, yo te ofrezco algo de beber o de comer de mi cesta de picnic, tú lo aceptas y me ofreces otra cosa a cambio, pero, a partir de aquí, cada uno a lo suyo, juntos pero no revueltos, que es como mejor se está.
Antes de explicar un poco más quiénes eran los integrantes de este minúsculo Edén, creo necesario detenerme unos minutos en relatar cómo logré acceder a él. Si sólo los propietarios tenían llave y la entrada estaba prohibida a extraños, a menos que fueran invitados por uno de los vecinos, la fórmula que se me ocurrió utilizar fue el viejo truco del pariente de los recién casados. Me refiero a esa argucia que muchas veces he observado que utilizan algunos para colarse en las bodas y que consiste en decirles a los parientes de la novia que son invitados del novio y viceversa.
Antes de comenzar con mi estrategia me entretuve unos minutos en observar prudentemente desde el exterior. Y lo que descubrí fue lo siguiente: tres grupos distintos de vecinos, tres cestas de picnic carísimas y tres conversaciones animadas: una en inglés (la de Cary y Miranda), otra en ruso (la de dos jóvenes parejas que parecían sacadas de las páginas de Vogue), y la tercera en árabe, a cargo de un par de mujeres veladas que debían de estar pasando un calor monstruoso en aquel húmedo julio londinense. Hecha la primera inspección ocular, el momento de pasar a la acción no tardó demasiado en presentarse cuando un muchacho del grupo de los rusos se dirigió a la cancela con la intención, según le oí decir, de subir a su casa por un frísbee. De algo me tenía que servir haber pasado dos años en las brumas soviéticas durante mi infancia. Mi ruso anda muy oxidado pero bastó no sólo para entender este asunto del frísbee, sino también para acercarme a aquel vecino con un amigable «izviniti payalsta» y luego preguntar, ya en inglés y con cara de despistada, si estaba allí adentro su vecino el señor Faithful. Le expliqué a continuación a aquel joven que había quedado con Cary en su casa pero que como nadie contestaba a mis timbrazos, imaginé que estarían en el jardín, puesto que hacía un día tan maravilloso. Dicho esto seguí perorando bla, bla, con esa morosidad llena de datos y detalles absolutamente irrelevantes que hace que un interlocutor, con tal de verse libre de plasta tan inoportuno diga basta, (jvatit!, en ruso) y luego franquee la entrada al tiempo que señala el interior del jardín. Y más concretamente al fondo, bajo un frondoso sauce, donde podía verse a Cary, ataviado con una especie de braga náutica muy poco favorecedora y sus sempiternas gafas negras, tumbado al sol. A su derecha había un joven dormido sobre una toalla que lucía un traje de baño idéntico al suyo mientras que, un par de metros a la izquierda de ambos, como una solícita nanny de niños traviesos, Miranda trasteaba con una gran cesta de picnic, organizando la comida de ambos, calculé yo.
Como el truco del pariente de los novios sirve lo mismo para un roto que para un descosido, una vez que me acerqué al grupo de Cary no me costó nada hacerles creer tanto a él como a Miranda que si me encontraba allí era porque conocía a una de las chicas rusas. ¡No sabéis qué increíble casualidad!, enfaticé señalando hacia el lugar en el que acampaban sus vecinos eslavos, todos jovencísimos, todos guapísimos, todos nuevorriquisísimos, a juzgar por la categoría del barrio. Figúrate que Irina, sí, sí, la de los shorts malva que está ahí, resulta que es hija de Liena Petrovna. ¿Te acuerdas, por supuesto, de nuestro colegio en Moscú y de Liena, la gorda que se sentaba conmigo en clase, verdad Cary? Hay que ver la de viejas y entrañables amistades que retoma uno a través de Facebook, qué gran invento. ¿A que es guapísima Irina? ¿Quieres que te la presente?, pregunté incluso en una atrevida jugada que podría haberme salido fatal si Cary llega a aceptar. Y es que no deja de ser curioso: cuando comienza uno a inventar trolas (y yo hasta ahora había sido una persona poco dada a ellas) se acaba volviendo temerario. Algo así como un tahúr, un timbero o un jugador de ruleta rusa, que viene más al caso dado el contexto. Sin embargo, y como también dicen los rusos, existe un dios de los tahúres porque, a mi imprudente pregunta Cary contestó que no, que le importaban un rábano Irina y Liena la gorda. Que lo mejor de vivir en Londres es que uno no tiene que confraternizar con los vecinos más que lo imprescindible, incluso cuando se comparte jardín, y que ya hacía un rato que les había ofrecido a los rusos un Pimm's, por lo que ahora cada uno se dedicaba a tomar el sol sin estorbarse.
– Supongo que eso no impide que le ofrezcas uno también a Ágata -intervino entonces Miranda, tan solícita como siempre. Y luego, al tiempo que se ponía de pie, añadió-: Venga Cary, aquí tienes los vasos, allí la jarra, sírveselo tú mismo. Yo vuelvo en seguida, que tengo que subir a casa por un cascanueces.
Si fuera amiga de las frases fáciles, ahora diría que aquel oportuno cascanueces me sirvió para acceder al interior de la hermética cabeza de Cary Faithful y descubrir qué secretos pensamientos escondía. Por lo general huyo de este tipo de metáforas pero creo que en esta ocasión la voy a dejar porque no se me ocurre mejor manera de explicar lo sucedido a continuación. Y es que gracias al asunto del cascanueces, desapareció Miranda camino de la casa y estuvo ausente por lo menos quince minutos. Tiempo suficiente para que Cary y yo habláramos de muchas más cosas de las que jamás habría imaginado.
– Ven, sentémonos un poco más allá, en ese banco de la derecha -comenzó diciendo él cuando la vio alejarse y luego, señalando a aquel muchacho desconocido para mí que los acompañaba, añadió-: Es por no despertar a Paul, el pobre estuvo trabajando hasta tardísimo anoche, ni te imaginas.
A mí me habría gustado preguntar quién era Paul y en qué consistía su cansoso trabajo pero me pareció más prudente no hacerlo. Miré, eso sí, hacia su figura dormida, su indudable juventud, la forma inocente en que su cabeza reposaba sobre un pequeño almohadoncillo, como si una mano solícita se hubiera ocupado de que estuviera lo más cómodo posible. Y algo debió adivinar Cary en mi cara porque lo que dijo a continuación y sin más preámbulo fue aquello de que Olivia estaba mucho mejor muerta. He aquí pues la razón por la que me encontraba yo tal como empieza este capítulo: observando a Cary con desconcierto y en la mano un vasito metálico lleno de un líquido amarillo en el que flotaba una lasca de pepino.
Si no fuera porque los ingredientes del Pimm's son bastante inofensivos (en realidad es sólo una especie de ponche de un tipo de ginebra con limonada, el pepino es opcional) tendería a pensar que su efecto sobre las personas era muy similar a un Sparkling Cyanide. Hablo de aquel mejunje que Olivia nos sirvió la noche antes de morir y que, según quien lo tomara, tenía la virtud de soltar la lengua (la de Olivia) o ralentizar la capacidad de reacción (la de todos los demás). En este caso, debo decir, la capacidad ralentizada fue la mía y la lengua desatada la de Cary, porque dijo sin más preámbulo:
– ¿Qué has venido a buscar, Ágata?
Yo no estaba preparada para una pregunta tan directa. Tanto con Kardam como con Sonia San Cristóbal, mi «interrogatorio», digamos, se había desarrollado del modo más cordial. Ahora en cambio, la expresión de Cary era de las que no invitan a cordiales divagaciones, precisamente.
– Piensas que no fue un accidente ¿verdad? -continuó diciendo-. A lo mejor crees que alguno de nosotros cumplió lo que ella misma había vaticinado y la mató. Tienes razón, posiblemente sucedió así, pero a mí no me mires, yo no sé nada.
Una vez caídas las máscaras, me pareció más apropiado dejarme de circunloquios y estrategias. ¿Quién decía aquello de que a los inteligentes y a los desconfiados hay que engañarlos siempre con la verdad, mostrarse con ellos lo más veraz posible para ganar su confianza y lograr que bajen la guardia? ¿No era Jacinto Benavente en Los intereses creados? Yo no consideraba demasiado inteligente a Cary pero sí muy desconfiado, por eso me decanté por hablarle de la manera más directa posible, sin esconderle nada.
– Yo tampoco sé qué pudo pasar, Cary. O mejor dicho, sí sé algunas cosas. Sé, por ejemplo, que Olivia era egoísta, manipuladora, que hizo daño a mucha gente, a todos nosotros en realidad. Por eso no me sorprendería que tuvieras razón y se tratara de una muerte… no natural, digamos. Una que, de ser así, nunca se descubrirá, me temo. Al fin y al cabo, la investigación ya está cerrada para la policía y lo cierto es que a ninguno de nosotros nos conviene que se reabra ¿No crees? Por eso, si quieres que te sea completamente sincera, no sé bien qué estoy buscando, supongo que en el fondo se resume sólo en esto: necesito comprender un poco más a mi hermana.
– No hay nada que comprender. ¿Tú crees que ella trató de entendernos a nosotros? ¿Que le importó un carajo lo que pudiéramos sentir o sufrir? ¿Sabes acaso lo que me dijo cuando intenté hablar con ella por última vez?
– ¿Cuándo lo intentaste? -pregunté yo entonces porque me interesaba mucho marcar los tiempos, saber en qué momento cada uno los presentes había hablado con Olivia antes de su muerte.
Él se encogió de hombros con un gesto mitad de amargura, mitad de desdén. Estuvo pensando unos segundos y al final se decantó por esta respuesta:
– Yo qué sé, no lo recuerdo.
– ¿Fue antes o después del almuerzo? -insistí.
– Después -dijo a regañadientes- pero no tengo ni idea de qué hora sería. Sólo recuerdo que, al subir a cubierta desde mi camarote, me crucé con la madre de Sonia San Cristóbal, que regresaba al suyo. Apuesto que también ella intentó sin éxito convencer a Olivia de algo, razonar, suplicarle. ¿Y sabes lo que me dijo tu hermana cuando llegó mi turno? «Demasiado tarde», ésas fueron sus palabras. «Demasiado tarde para mí, Cary, y por tanto también para ti.» Después me miró con una de esas sonrisas suyas y añadió la muy hija de puta: «No me guardes rencor por lo que voy a hacer. Todo lo oculto sale a la luz tarde o temprano, Cary, tu secreto nunca estará a salvo.» Habló entonces de una grabación en la que, según ella, yo mismo relataba cosas terribles sobre mi vida. Explicó lo que contenía dicha grabación y mencionó detalles explícitos. Habló de delitos que ni siquiera soy capaz de repetir aquí. Pero todo es falso, falso, ¡te lo aseguro! Así se lo dije y ella rió, se reía tanto que yo… aunque al final no hice nada. Me habría gustado, te lo aseguro, pero no pude.
Miré a Cary. Un fino surco húmedo escapaba desde detrás de sus Ray-Ban negras. Él se las quitó un momento para limpiarlas, lo que me permitió ver sus ojos y, ese acto me recordó de inmediato lo sucedido con sus gafas después de la muerte de Olivia, por lo que aventuré:
– Tus Ray-Ban -dije-. Aparecieron junto al cuerpo de Oli, sobre la plataforma de bañistas. Estoy segura de que hay una buena explicación para ello, pero lo cierto es que la policía las encontró allí.
Él levantó la cara, desafiante.
– Sí, y ésa la mejor prueba de que yo no la maté. No soy tan estúpido como para cometer un asesinato y luego dejarme las gafas en el lugar del crimen. Precisamente porque las uso con más frecuencia que otras personas es imposible que se me hayan «olvidado», ¿no crees? Tal vez alguien que no sufra fotofobia hubiera tardado mucho en notar su falta, pero yo me di cuenta de inmediato, en cuanto llegué a mi camarote.
– ¿Y por qué no volviste a buscarlas?
Cary dudó. Por primera vez me pareció que titubeaba, que se mostraba temeroso.
– Yo… -comenzó diciendo, pero se detuvo.
– ¿Tú qué? -insistí en un tono deliberadamente provocador tratando de concitar el mismo enojo, el mismo odio hacia Olivia que le había hecho tan lenguaraz-. Vamos, Cary, contesta a mi pregunta.
– Soy yo quien va a contestarla -dijo una voz suave a mi espalda.
Me volví para ver la cara de Miranda. Su expresión era sonriente, muy serena, igual que la de una responsable institutriz inglesa que se ve obligada a intervenir para justificar la última travesura de su joven pupilo.
– Fui yo a buscarlas, Ágata, yo quien habló con tu hermana y largo rato, además.
– ¡No, Miri! -intervino entonces Cary Faithful-, ¡no digas nada!
Pero Miranda no se detuvo. Continuó hablando y lo hizo de esa manera pausada, tranquila, que yo tanto había admirado en el Sparkling Cyanide. Ni siquiera la inclusión de tacos y duras palabras en su discurso parecía restar dulzura a lo que estaba diciendo:
– Está mejor muerta -comenzó-. Eso es lo que me he repetido una y otra vez desde que sucedió todo. Y es que esa grandísima hija de puta que fue tu hermana sabía muy bien lo que estaba haciendo con nosotros.
– ¿A qué te refieres?
– A provocarnos, a llevarnos al límite, a buscar que la mataran.
– Vamos, eso no tiene el más mínimo sentido -intervine-, nadie actúa así.
– Olivia era muy lectora, ¿verdad?
– ¿Mi hermana? En absoluto. No creo que haya leído más de una docena de novelas en toda su vida. Thrillers en su mayoría.
– ¿Y a Daphne du Maurier?
– A lo mejor vio la película que hizo Hitchcock sobre Rebeca, es posible, pero dudo que leyera la novela. Aunque no entiendo a qué viene esto ahora.
– ¿Tú sabes cómo me llamo yo, Ágata? -preguntó entonces.
– Miranda -respondí, cada vez más sorprendida-. Miranda… sabía tu apellido pero ahora mismo no lo recuerdo.
– Tu hermana sí que lo sabía y me pregunto si, cuando planeó aquel viaje con todos nosotros a bordo, no lo hizo, precisamente, pensando en él. Es difícil saber si comenzó por mi apellido y a partir de ahí tramó todo lo demás, o si sólo se dio cuenta de la gran casualidad que suponía un nombre así durante la conversación que mantuvimos después de que yo subiera a recoger las gafas de Cary, y actuó en consecuencia.
– Te aseguro que no entiendo nada -tercié verdaderamente perpleja-. ¿A qué viene ahora Daphne du Maurier o tu apellido? ¿Qué relación tienen con lo que estamos hablando?
– Empecemos por el principio… -continuó Miranda, pero una vez más intervino Cary pidiéndole que no dijera nada. Ella por su parte y sin perder ese aire entre bondadoso e inflexible que tanto me recordaba a una nanny, le ordenó que callara y, a continuación contó lo siguiente-. Cary llegó a nuestro camarote tan alterado después de entrevistarse con Olivia que, de inmediato, me di cuenta de que debieron de hablar de algo muy grave. Por supuesto no pregunté nada. Yo nunca hago preguntas, ¿sabes? En realidad no hace falta, no existen secretos entre Cary y yo, él me lo cuenta todo. Por eso no me cupo la menor duda de que tu hermana le había acusado de algo tan terrible como falso así que, después de tranquilizar un poco a Cary, le pedí que se quedara en el camarote, que se tumbara en la cama y descansara porque iba a subir a recuperar sus gafas. Por supuesto me obedeció y yo…
– Miri, por favor te lo pido -interrumpió él una vez más y, en esta ocasión el gesto con el que ella le conminó a callar fue bastante más severo.
– Déjame, ninguno de los dos tenemos nada que ocultar -dijo.
Retomó entonces la palabra y contó cómo había subido a cubierta atravesando el gran salón interior.
– Era la hora de la siesta y todos parecían haberse retirado a sus camarotes. Aun así, me crucé con tres personas. Con Sonia San Cristóbal, que volvía a su cabina escuchando un iPod, con Kardam Kovatchev que, según me explicó, estaba tomando el sol en proa y entró en el barco un momento en busca de una coca-cola, y también con otra persona más.
– ¿Con quién? -pregunté.
– Con ese silencioso doctor, ¿cómo se llama? Se me olvida su nombre. Estaba sentado en una de las grandes butacas del salón interior. Dijo que intentaba encontrar cobertura para su móvil, nos saludamos.
– ¿Crees que, desde donde estaba, el doctor Fuguet pudo oír la conversación que mantuviste con Olivia minutos más tarde en cubierta?
– Supongo que sí pero a ráfagas. ¿No se dice siempre que las conversaciones en el mar son tan racheadas como el viento que sople en ese momento? Aunque si la oyó o no, da igual. No me importa que se sepa todo lo que le dije a esa hija de puta y que es, exactamente, lo mismo que estoy dispuesta a contarte ahora.
– Explícame entonces qué tiene que ver tu apellido en todo este asunto, sigo sin entenderlo.
– No seas impaciente, Ágata, lo sabrás en su momento. Te iba diciendo que, después de saludar al doctor, salí a cubierta. Encontré a Olivia medio tumbada en uno de esos cómodos asientos de popa. Estaba sola y parecía juguetear con su teléfono móvil. «Te estaba esperando», dijo. Me acerqué y sin más preámbulo le espeté que no comprendía su actitud, que qué demonios se proponía soltando toda aquella sarta de disparates sobre cada uno de nosotros la noche anterior y que qué demonios le había dicho a Cary minutos antes. «¿De veras no te ha contado tu novio de qué hablamos?», preguntó al tiempo que me miraba de un modo tan insolente que tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no perder la paciencia. A continuación, y sin esperar a mi respuesta, señaló su teléfono móvil. «¿Sabes lo que es esto, Miranda?» Yo contesté que era obvio, pero ella dijo que no, que un teléfono es mucho más que un artilugio para comunicarse, es todo un mundo. «Uno lleno de cosas buenas y también muy malas, de secretos ajenos, por ejemplo. ¿Quieres oír ahora mismo uno muy interesante contado de viva voz por cierta persona que adoras? ¿Quieres descubrir lo estúpida que eres, Miranda? ¿Ver cómo tu novio te engaña y con quién lo hace?» Fue entonces cuando me abalancé para arrebatarle el puto teléfono pero ella lo puso en marcha y oí…
– ¡Miranda, por Dios, no me habías contado esta parte! -intervino Cary.
Ella continuó. Había una extraña sonrisa en sus labios.
– … Oí la sarta de mentiras más grande que puedas imaginarte, Ágata. Se trataba de una burda y completa falsificación de la voz de Cary relatando cosas que son tan ajenas a su forma de ser que sólo de pensarlo dan náuseas. Para que sepas de qué calaña era tu hermana, te diré que aquella voz mencionaba con toda naturalidad historias en las que intervenían muchachos, chicos menores de dieciocho años. Hablaba de fotos, daba nombres… Pero no vale la pena mencionar nada más sobre esta basura. Tú me preguntabas por mi apellido y dices que no lo recuerdas. Yo te diré cuál es y tú, que eres profesora de Lengua y Literatura, seguro que atas cabos: me llamo de Winter.
Mi expresión debió traslucir no sólo ignorancia sino también gran desconcierto porque Miranda no esperó mi respuesta.
– Estoy empezando a pensar que tu hermana era bastante más culta que tú, querida, y desde luego más lista. Por eso, no le fue demasiado difícil darse cuenta de que, los que llevamos un apellido idéntico al de una persona que aparece en una novela célebre, solemos saberlo todo sobre dicho personaje. ¿Te imaginas llamarte Jane Eyre, por ejemplo, y no haber leído la novela de Charlotte Bronté aunque sólo fuera por curiosidad? Por eso, en mi familia todos conocemos al dedillo ese cuento de hadas políticamente incorrecto de nombre Rebeca que escribió Daphne du Maurier a principios del siglo pasado. Con dieciséis o diecisiete años, en casa hacíamos incluso concursos para ver quién recordaba más diálogos de la novela y el que ganaba siempre era mi hermano mayor, que se llama (cómo no) Maxi de Winter, igual que el marido y asesino de Rebeca. Yo, por mi parte, sólo comparto apellido con él, pero conozco de memoria la escena en la que la mata. ¿De veras no te acuerdas, Ágata? Es una de las más famosas de la literatura popular de los últimos tiempos. Mucha gente la conoce por la película de Hitchcock. Claro que el viejo Alfred no tuvo más remedio que «tunearla» un poco para que no resultara tan moralmente reprobable como lo es en el libro. Supongo que, de haber sido escrita en nuestros días, incluso la prohibirían -rió-. Según la versión de Hitchcock, durante una discusión con su marido, Rebeca cae hacia atrás y se mata, pero en el original, no es así en absoluto. «Violencia doméstica», diría un lector actual, o, lo que es lo mismo, acto desesperado de un marido cornudo que descerraja dos tiros a su mujer cuando ella le confiesa que está embarazada de otro. Como digo, ahora resulta muy difícil justificar la reacción de Maxi de Winter, pero los lectores de la época en la que está escrita la obra hicieron una lectura muy diferente, te lo aseguro. Primero, porque entonces no existía la multitud de casos de violencia contra las mujeres que hay ahora, y segundo, porque lo que plantea la novela es un interesante dilema literario y también moral: la responsabilidad o no del autor de un crimen cuando se trata de un suicidio inducido por la víctima.
– ¿Suicidio inducido? No sé a qué te refieres.
– La situación que plantea Du Maurier en su libro es la siguiente: ¿Es posible que la víctima de un asesinato guíe la mano de su asesino para que lleve a cabo una acción que ella desea y, por las razones que fuere, no se atreve o no puede realizar?
– Sigo sin entenderte, Miranda.
– Como bien sabes, la historia habla de cómo Rebeca, la difunta primera señora de Winter, ensombrece la vida de su pobre y apocada sucesora. Y es que la nueva Mrs. de Winter vive atormentada porque está segura de que su marido adoraba a Rebeca, una mujer que todo el mundo recuerda como bellísima, brillante y muy inteligente. Tan famosa se ha hecho esta historia gracias al cine que se habla incluso de un «síndrome de Rebeca» que afecta a las personas que viven bajo el influjo del fantasma de un amor o relación anterior. Sin embargo, en esta novela hay otra cuestión psicológica mucho más interesante. Sucede que, hacia el final del libro, la nueva señora de Winter descubre por boca de su marido que él no sólo no amaba a Rebeca sino que ésta era un ser despreciable, capaz de todos los vicios, de todas las maldades. Por esta razón (y siempre según lo confesado por de Winter a su nueva mujer), un día él decide pedirle el divorcio, a lo que Rebeca se niega rotundamente. Y no sólo eso, le asegura que está esperando un hijo de otro hombre y que ese hijo heredará Manderley. A continuación se ríe de él, lo humilla y provoca hasta tal extremo que de Winter acaba pegándole un tiro. Una vez muerta, Maxi embarca el cadáver de su mujer en un pequeño velero y hace que éste se hunda para fingir que ha sido un naufragio. No quiero aburrirte con detalles que sólo retrasan el paralelismo que quiero hacer con la historia de tu querida hermana, pero te diré que un año más tarde descubren el barco con el cadáver de Rebeca a bordo y el señor de Winter es acusado de asesinato. El mar ha consumido el cuerpo, por lo que no hay rastro de la herida de bala que la mató, pero la policía se da cuenta de inmediato de que el casco del barco fue manipulado para que se hundiese. Por tanto, sólo hay dos posibilidades: o bien Rebeca se suicidó (¿pero qué razón tenía para hacerlo si, cara a la galería, tanto su vida como su matrimonio eran felices, y ella, guapísima, y adulada por todos?), o bien alguien la mató. Todo apunta a lo segundo y el principal sospechoso es, por supuesto, el marido.
Sin embargo, cuando ya parece condenado sin remedio, se revela un dato que salva a de Winter de la horca. Se descubre que sí existía una razón muy poderosa capaz de explicar por qué Rebeca pudo haber decidido suicidarse o, lo que es lo mismo, ahogarse en las frías aguas del mar del Norte. Una forma de morir, dicho sea de paso, muy verosímil dada su indómita personalidad. Y la razón es que Rebeca padecía un mal tan doloroso como incurable. Nadie lo sabía más que ella, pero una providencial llamada a un gran especialista de Londres desvela, al final del libro, que le quedaban apenas unos meses de vida.
– Vamos, Miranda, ¿no intentarás decirme ahora que eso es lo que pasó con mi hermana, verdad? ¿Que como sabía que iba a morir nos convocó a todos con la peregrina idea de que alguno de nosotros le pegáramos un tiro o la tiráramos por la borda para acabar más rápido y sin tanto sufrimiento?
– No lo digo yo, lo dijo ella, invitándonos a su asesinato, ¿recuerdas?
– ¿Pretendes acaso decirme que intentó provocarte, llevarte con sus mentiras y sus supuestas calumnias sobre Cary a un estado de ánimo tal que acabaras atentando contra su vida? Eso es completamente imbécil, Miranda, tú no eres el señor de Winter, no eres un marido que pierde el control porque su mujer le revela que es un cornudo. Es posible que algunos hombres actúen violentamente cuando se les provoca o se les veja, la prueba está en las estadísticas de la violencia machista, pero nosotras no matamos. O, en todo caso, matamos por otras razones.
– ¿Cuáles crees que son las razones por las que mata una mujer, Ágata?
– Creo que los hombres matan cuando los agreden mientras que nosotras matamos cuando agraden a quienes más amamos, a un hijo, por ejemplo.
– Así es -dijo Miranda, y lo hizo con voz tan quebrada y queda que me costó entender sus palabras.
Ahora, recordando esta respuesta de Miranda de Winter, me doy cuenta de que, tal vez, debería haber prestado más atención a sus palabras, pero lo cierto es que yo estaba tan en desacuerdo con todo lo que ella me había dicho hasta ese momento que no me detuve a analizarla como se merecía.
– Bobadas -dije por tanto-, toda esta teoría tuya de que Olivia te estaba provocando porque te llamas de Winter, porque había leído la novela de du Maurier e intentaba copiar la forma de morir de Rebeca puesto que también ella estaba enferma y no quería enfrentar una agonía lenta y dolorosa, es una soberana estupidez. A mi hermana le importaba un rábano la literatura, posiblemente ni siquiera leyera nunca Rebeca. A menos que -continué, y me detuve con un pequeño escalofrío-… a menos que lo que me estés intentando decir con todo esto tan alambicado, es que tú, Miranda, empujaste a Oli para que cayera. Pero no, claro que no, eso también es inverosímil. Según me acabas de contar, Olivia estaba sentada en una hamaca en popa y no sobre la barandilla durante vuestra conversación. E incluso si hubiese estado sentada allí, requeriría mucha suerte (o mucha destreza) provocar una caída de modo que se desnucara.
– Yo nunca he dicho que hiciera algo contra tu hermana, Ágata. Lo único que afirmo es que ése era su juego, su propósito invitándonos a todos.
– Ridículo -respondí-. No sólo porque la noticia de que le quedaban apenas unos meses de vida la tuvo esa misma tarde en conversación telefónica con su médico, sino por otra razón. Puede que en las novelas un personaje induzca a otro para que acabe quitándole de en medio, pero en la vida real no hace falta ser tan fantasioso. Si uno quiere morir, se toma unos cuantos somníferos o mete la cabeza en el horno, no se montan estas historias tan complicadas.
– A menos que esa persona necesite que su muerte no parezca un suicidio, ¿no crees?
– ¿Y por qué iba a necesitar Olivia semejante cosa?
Miranda se encogió de hombros.
– Eso lo ignoro -dijo, y por un momento reinó el silencio entre nosotras.
Fue entonces cuando aproveché para mirar a Cary. Él había seguido nuestra conversación en sepulcral silencio. Recuerdo, por ejemplo, que mientras Miranda relataba lo que le había dicho Olivia sobre sus secretas inclinaciones sexuales, yo había espiado brevemente la expresión de Cary Faithful. Pero nada en su rostro delataba más que un obcecado y ofendido silencio. Supongo que cuando se tiene una doble vida como la suya (y a mí a diferencia de lo que dice Miranda no me cabe la menor duda de que la tiene) acaba uno desarrollando un arte muy depurado para que el rostro no trasluzca lo que se piensa. Por eso, mientras Miranda desgranaba las graves acusaciones de Olivia sobre su persona, a Cary no se le movió un músculo. Ahora en cambio, una vez que la conversación había tomado otros derroteros y se hablaba de la curiosa teoría de Miranda sobre la forma de actuar de mi hermana, la fingida imperturbabilidad de Cary acabó resquebrajándose. Estaba pálido, jugueteaba sin darse cuenta con el cordón de su traje de baño, me dio lástima. Sólo cuando una voz ajena a los tres vino a alterar el silencio que se había instalado entre nosotros, la expresión de Cary volvió a retomar la misma bien cincelada indiferencia de antes.
– Sorry, I was really zonked.
Este comentario (¿qué demonios querría decir «zonked»?) lo acababa de hacer el cuarto miembro de nuestro particular picnic, que se acercaba ahora restregándose los ojos. Me refiero al muchacho que yo había visto antes dormitando cerca de Cary sobre una toalla. Me volví para mirarlo. En realidad, no había nada de extraordinario en su aspecto. Me pareció un chico recio, algo vulgar. ¿Cuántos años podía tener? Veinte, veintidós, no muchos más.
Entonces pensé con una no muy caritativa sonrisa que, de ser cierto el interés de Cary por los menores de edad, su relación con este joven debía durar ya unos cuantos años. «Paul es un viejo amigo nuestro -estaba diciéndome Miranda en ese mismo momento a modo de presentación-. Aquí donde lo ves, tan joven, se ocupa de recoger y redactar las memorias de Cary.»
– Que interesante -respondí, y a continuación me atreví a hacer una pregunta destinada a averiguar, indirectamente, cuánto de vieja era esa amistad.
– ¿Hace mucho que las escribes, Paul? Debes de haber empezado casi de pantalón corto -reí haciéndome la simpática.
– Estaba aún en el colegio -respondió Miranda por él-. Lo conocimos hace cuatro o cinco años una vez que Cary fue a dar una charla a St. Michael's, una escuela para chicos desfavorecidos. Es increíble, Ágata, la labor tan extraordinaria que ha hecho tu antiguo compañero de colegio para ayudar a los chicos una vez acabados sus estudios, ni te imaginas.
– En efecto, ni me la imagino -dije yo, rezando mentalmente para que no se me notara el inevitable retintín.
Calculo que debí lograrlo, porque tanto Paul como Miranda continuaron hablando con naturalidad. Me contaron, por ejemplo, que Paul trabajaba ahora en su antiguo colegio en calidad de profesor de gimnasia, ayudando a integrarse a jóvenes conflictivos como lo había sido él. Hablaron de diversos programas de confraternización y luego Miranda pasó a explicarme cómo Paul compaginaba todas estas actividades con otras. -Fue totalmente iniciativa suya -dijo Miranda-. Me refiero a la idea de ayudar a Cary a escribir sus memorias. Trabajan tantas horas seguidas, ni te imaginas, a mí a veces me asombra.
Miranda continuó hablando y yo no me atreví esta vez a mirar a Cary. Temía demasiado lo que podría delatar mi cara. Lo que sí hice en cambio, fue dejar que la vista vagabundeara por el jardín, que llegase hasta los rusos que jugaban al frisbee, hasta las dos mujeres árabes del chador. A continuación miré más allá, fuera de aquel vergel, hacia la casa de Cary, esa que tanto me recordaba la de Mary Poppins. Y al hacerlo, no necesité imaginar de qué extraños juegos nocturnos serían testigos sus paredes, ni en qué consistirían esas largas sesiones de ambos hombres ante el ordenador, sino que pensé en ella. En la extraña institutriz que tenía frente a mí, en a esa Julie Andrews sin paraguas y sin sombrero de flores de nombre Miranda. ¿Qué papel jugaba ella en este inquietante remedo de una película de Walt Disney?
– Y ahora, chicos, basta de charla. La comida está lista y habrá que lavarse las manos. Venga, Cary y Paul, vosotros dos vais primero. Y mientras ellos suben a casa, ¿puedo ofrecerte otro Pimm's, Ágata? ¿A que está delicioso? Ven. Déjame que te sirva un poquito más.