«Cría cuervos y te sacarán los ojos», se dijo Olivia Uriarte admirando la bellísima espalda desnuda de Vlad Romescu mientras él trabajaba al sol.
«Vlad», que suena igual que sangre en inglés. Vlad, que es el nombre de pila del conde que inspiró el personaje de Drácula. Vlad, el Empalador, el vengativo. ¿A quién sino a ella se le podía ocurrir embarcar junto a sus invitados en el Sparkling Cyanide al mando de un capitán tan poco de fiar como éste? Lo menos malo que podría suceder era que los abandonara a todos una noche a la deriva cerca de las rocas para que se estrellaran sin remedio. «Pero bueno, según y cómo -pensó- también esto puede favorecer mis planes, dejemos que el destino decida por mí.»
Olivia encendió un cigarrillo. Se encontraba tomando el sol en la terraza de su casa de Andratx, ésa que muy pronto dejaría de ser suya para pasar a ser de los acreedores. Desde allí podía ver cómo su empleado Vlad (que, irremediablemente también dejaría de serlo en breve) cargaba en el Range Rover (propiedad ahora del banco) una maleta y varios bolsos (de momento suyos, pero a saber) que debía trasladar de la casa al puerto. Y allá lejos en dicho puerto, cabecearía impaciente el Sparkling Cyanide (propiedad de los acreedores, naturalmente), preparado para el último viaje y a la espera de la llegada de sus invitados.
– Cuidado con esa bolsa, tesoro -le gritó Olivia a Vlad-, contiene mis mejores sombreros; no me gustaría nada que se aplastasen. Y ahora vete tú por delante al barco. Yo bajaré en mi coche dentro de un rato.
Vlad le lanzó una mirada tan azul como asesina y Olivia, sonriendo, volvió a repetirse aquello de cría cuervos al tiempo que añadía este otro retazo de sabiduría popular: «Haz un favor y perderás un amigo.»
Quedaban menos de diez minutos para la hora de llegada de sus invitados al puerto, pero la puntualidad nunca había sido una de sus virtudes. Es más, la consideraba una horterada. A pesar de que se dice que es cortesía de reyes, ella era de otra opinión. La gente importante y las mujeres guapas siempre han de hacerse esperar, es su prerrogativa, casi su obligación. «Bah, total, tampoco pienso retrasarme demasiado», se dijo mientras se entretenía en filosofar un poco más sobre Vladimir y también sobre la veracidad del refrán que acababa de invocar. «Sí, lo tengo más que observado, algunas personas no sólo no te agradecen que les hagas un favor sino que después te odian por ello. ¿Será que no quieren que les recuerdes sus miserias? ¿Será porque les molesta estar en deuda con alguien? Curioso fenómeno.»
Olivia encendió un nuevo cigarrillo y luego estiró el brazo para alcanzar la copa de vino blanco que hace rato había dejado sobre una mesita cercana. Se la llevó a los labios pero el líquido estaba ya caliente y la mezcla de tabaco con alcohol tibio le hizo pensar nuevamente en Vlad que, en ese momento, le dedicaba otra de sus miradas antes de pasar por delante de ella en su Range Rover y desaparecer envuelto en una gran nube de polvo. «Cuánto han cambiado las cosas», pensó, y a continuación no pudo evitar recordar la primera vez que había visto aquellos ojos azules, tan maravillosos. «Mira Oli, éste es mi sobrino Vlad; con lo que a ti te gustan los niños, seguro que muy pronto te encariñarás con él.» Eso había dicho Flavio, su marido, al presentárselo. Claro que un hombre de treinta y dos años no es exactamente un niño. Menos aún si además de ojos tan fuera de lo común, se caracteriza por tener un espectacular cuerpo trigueño y una sonrisa de anuncio. Pero Flavio no parecía ser consciente de estas particularidades. Como buen italiano meridional, para él la familia era una vocación, casi una religión, y la palabra «niño» la aplicaba a todo pariente diez o doce años menor que él al que había que ayudar o proteger. Esto Olivia lo sabía bien puesto que, en los pocos años que llevaban juntos, lo había visto socorrer a toda una cohorte de parientes del más diverso pelaje, desde niños de papá tan inservibles como caprichosos, hasta viejos tíos lunáticos y arruinados pasando por un par de primas lejanas sedottas y abbandonatas. Flavio era inmisericorde con el resto de la humanidad pero adoraba a su familia. ¿Y cómo de extensa puede llegar ser una antigua estirpe napolitana para que siempre aparecieran parientes nuevos? Olivia no había logrado desvelar el misterio, como tampoco comprendía por qué algunos de esos parientes eran cultos y sofisticados mientras que otros, como este bellísimo pero sin duda rústico Vladimir, parecían recién llegados de algún remoto lugar de la Italia más profunda y atrasada. Pero es que además, en este caso existía un enigma añadido, aquel nombre de pila tan poco mediterráneo. ¿No es Vladimir un nombre más propio de algún país centroeuropeo? Así se lo preguntó un día a Flavio y él entonces sólo le había revelado parte del misterio. Por lo visto, Vlad pertenecía al tercer grupo de los parientes en apuros, aquel que incluía a las sedottas y abbandonatas. Años atrás una de sus primas mayores tuvo un descuido con un jornalero rumano de nombre Vlad Román mientras se dedicaba a la recogida de la fresa, una actividad, por lo visto, muy de moda entre las estudiantes ricas y aburridas de su generación. El hecho de que aquel fugaz romance hubiese tenido lugar fuera de Italia permitió, en este caso, camuflar de modo muy conveniente tan lamentable traspié. Para la versión oficial de los hechos, el desconocido padre de la criatura se convirtió entonces de jornalero en conde, su apellido pasó de Román a Romescu, como la salsa del mismo nombre, y se le inventó una muerte a tono con su rango: baleado por error en una cacería de ciervos durante la luna de miel. Fue así como la prima de Flavio volvió de la recogida de la fresa embarazada de un hijo supuestamente póstumo que al nacer recibió el nombre de pila de su desaparecido progenitor, del que, por cierto, heredó también aquellos maravillosos ojos.
Estos últimos detalles sobre los orígenes del muchacho no se los había contado Flavio. Él nunca hablaba de según qué asuntos porque ciertas cosas simplemente no pasaban en familias tradicionales como la suya. Pero cuanto más se afanan algunos en ocultar secretos, más fácilmente se extienden. Los trapos sucios eran mercancía común en los círculos en los que se movía Olivia, de modo que, no más de un par de semanas más tarde de que Vlad entrara en su vida, ella ya estaba al tanto de todos los pormenores de su llegada a este mundo. Desde que se conocieron y hasta el día de hoy habían pasado casi dos años y en ese tiempo habían tenido lugar muchas cosas relacionadas con los tres vértices del triángulo que muy pronto formaron Flavio, ella y el muchacho. En la geometría variable de tan curioso trígono, al principio todo fue normal y previsible. Vlad, que había nacido y crecido en un pueblecito marinero cerca de Sorrento en el que su madre fue a recalar «tras quedar viuda», traía bajo el brazo un supuesto título de licenciado en Economía. Su intención era trabajar en alguno de los muchos negocios de Flavio, por lo que comenzó un peregrinaje por varios de ellos para ver dónde encajaba mejor. Mientras se le buscaba una colocación adecuada a sus aptitudes (que no parecían muchas, así, a primera vista), las visitas a casa del matrimonio comenzaron a hacerse más frecuentes y, durante un fin de semana, Vlad viajó con ellos a Mallorca para pasar unos días en el Sparkling Cyanide. Muy poco después ocurrió aquello que Olivia tanto lucha por olvidar y de lo que habla lo menos posible por simple instinto de supervivencia: el accidente de automóvil y la pérdida de sus dos hijas. Primero, la pequeña Caridad, su niña tan deseada de menos de un año de vida, y después, tras unas semanas de sufrimiento, también Clarita, como una terrible maldición o castigo. Olivia enciende un nuevo cigarrillo. Realmente debería dejar de fumar o al menos recortar un poco el número. Como las desgracias nunca vienen solas, lo suyo no es para tomárselo a broma según le ha dicho el médico.
«Páncreas», ésa es la palabra que mencionó el doctor Pedralbes antes de explicar lo que significaba dicho término en su caso. «"Páncreas" e "incurable" son palabras que suelen ir juntas», así lo sintetizó él, vaya eufemismo. «Pero bueno, qué coño importa eso ahora», se dice. Si todo sale según sus planes, morirá muy pronto de todas maneras. Todos tenemos que pasar por ahí, tarde o temprano, lo verdaderamente importante es el cómo, no el cuándo.
Aspira con fuerza una primera calada de este nuevo Marlboro y, mientras exhala, procura evitar que se cuele en sus pensamientos el recuerdo de Caridad, su bebé, y también el de su desdichada hija mayor, Clara, al tiempo que se obliga a revivir sólo lo ocurrido una semana después de la muerte de ésta. «Vamos, Oli, tienes que sobreponerte. Mira, he estado pensando y ya sé lo que necesitas, verás como te gusta mi idea.» Flavio, que en opinión de Olivia había encajado la muerte de las niñas con una entereza que se parecía demasiado a la indiferencia, apareció una mañana con dos pasajes de avión para las islas. Por un momento ella pensó que le proponía pasar unos días solos, lejos de todo, para olvidar lo ocurrido. Sin embargo, él negó con aire de disculpa: «Me encantaría, claro, pero en esta época del año es imposible pensarlo siquiera, por eso le he dicho al niño que te acompañe.»
«El niño», según supo ella más tarde, no estaba muy feliz con el arreglo. Vlad lo que deseaba era medrar en los negocios de su primo, no convertirse en acompañante de mujeres tristes. Sin embargo, no tuvo más remedio que aceptar, y a partir de ese momento empezó un paréntesis bastante feliz para Olivia. Pronto descubrió que lejos de su ambiente habitual, le resultaba más fácil no pensar en lo ocurrido ni sentir lástima de sí misma. Además, Vlad se reveló como un acompañante agradable. Al principio parecía demasiado callado y taciturno pero, un par de días después, tanto Olivia como él se dejaban llevar de puerto en puerto bebiendo tal vez demasiadas margaritas sin más compañía que la discreta tripulación del Sparkling Cyanide, que estaba compuesta por varios marineros filipinos o malayos que se movían por el barco mudos y -según Olivia- también ciegos.
Fue a bordo de aquel velero donde Olivia descubrió los dos verdaderos talentos de su «primo» Vlad que, por cierto, distaban mucho de su pericia en el mundo de los negocios en el que él deseaba introducirse. El primero era que, así como en tierra podía parecer un muchacho rústico de modales toscos, en el mar se transformaba por completo; no había más que ver cómo se movía por cubierta y su pericia a la hora de ponerse al timón. Era evidente que había crecido rodeado de marineros, aprendiendo de su sabiduría, compartiendo su forma de ver la vida. Hasta tal punto esto era notable que la tripulación, reacia siempre a recibir órdenes de cualquiera que no fuera el dueño, lo aceptaba y obedecía de buen grado. «He aquí tu mundo», le dijo ella un día mientras señalaba el mar con un amplio gesto de su brazo y también el blanco interior del Sparkling Cyanide. Pero ante su sorpresa, él respondió de forma cortante que no había salido de su pueblo para convertirse en criado de ningún pariente rico y ahí acabó la conversación. Olivia no quería ofenderlo, lo único que deseaba era pensar lo menos posible, de modo que no volvió a hablar del asunto. Era mucho más agradable olvidar su gran pérdida charlando con él, aprender de su recién descubierta sabiduría y disfrutar de la singladura.
El segundo talento de Vlad se reveló una noche de viento suave al son de Vinicius de Moraes, con la sola compañía del mistral y de varias margaritas bien heladas. Tal vez la culpa fue de la bossa nova, o quizá del tequila, es posible también que fuera del viento. Pero no, sin duda todo se debió a otro factor al que Olivia se creía inmune. El dolor unido al olor de un cuerpo bastante más joven que el suyo.
¿Y cómo definir, en este caso, tan irresistible perfume? Olivia calculó que se trataba de un entrevero de sal y canela, sudor y tequila acompañado de una colonia tan barata como detestable llamada Old Spice que ella había percibido antes en otros cuerpos, pero que en éste se conjuraba para conformar una combinación irresistible. En un principio, le costó seducir (o al menos eso creyó ella entonces) al muchacho. Sin embargo, tras un breve tira y afloja, se amaron esa noche, y también de madrugada. Se amaron incluso por la mañana antes del desayuno aun a sabiendas de que los marineros malayos mudos y, seguramente no tan ciegos, trajinaban muy cerca de ahí, entregados a sus quehaceres.
Nada de lo antes descrito habría tenido mayor importancia ni se hubiera diferenciado de otras muchas aventuras de Olivia a no ser por una salvedad. Ese día, ella rompió por primera vez una premisa a la que había sido siempre fiel. Como le había dicho a otros amantes anteriores a Vlad, en lo que a infidelidad conyugal se refiere, cuando una tiene un marido difícil o caprichoso o las dos cosas al mismo tiempo, la única forma de jugar sin quemarse es que no exista una segunda vez. «Lo siento, tesoro -comenzó por tanto diciéndole a Vlad- yo sólo me permito aventuras de una noche. Por eso, a partir de ahora, será como si nada de esto hubiera sucedido.»
Lo dijo así, sin cambiar siquiera un par de palabras del discurso que había utilizado con otros muchos hombres pero, en cuanto terminó la frase, supo que no lograría cumplir su propósito. Ella hubiera podido resistir quizá esos ojos azules, también aquel cuerpo espectacular que ahora se estiraba orgulloso y desnudo junto al suyo en la cama, resistir incluso la contrariedad que supondría, de ahí en adelante, verle todos los días en compañía de Flavio. Todo, sí, salvo aquel olor a sal y canela, sudor y Old Spice. «¿Cómo es posible que una colonia que siempre odié enganche tanto? -se preguntó entre el asombro y la alarma-. ¿Se puede una enamorar de un olor que detesta?»
Después de aquel primer viaje en el Sparkling Cyanide volvieron a amarse muchas otras veces y para Olivia constituyó el mejor antídoto contra la pena. Lo hicieron en moteles baratos, en playas desiertas, también en ese mismo Range Rover que acababa de desaparecer de su vista minutos antes envuelto en una nube de polvo. Olivia conoció entonces el poder curativo de las amistades peligrosas. Descubrió el maravilloso desasosiego que las acompaña y se aficionó a él. Y así hubieran continuado sin duda las cosas hasta que la pasión se extinguiese (o hasta que se descubriera todo) de no ser por algo sucedido un par de semanas más tarde. Se dice con frecuencia que, así como un hombre es el último en enterarse de las infidelidades de su mujer, una mujer, en cambio, sabe siempre cuándo su marido la engaña. Y, según teoría de Olivia, esto es así, no porque ellas sean más inteligentes o sensibles sino porque las mujeres son menos proclives al autoengaño. Siempre según su teoría, tanto unos como otras, tarde o temprano, acaban topándose con una primera y muy delatora evidencia. Pero, mientras que ellos la ignoran y entierran en el más oscuro rincón del subconsciente, ellas prefieren tirar del hilo y acaban así por descubrir la madeja.
Desde luego Olivia cumplía a la perfección con esta premisa, porque bastaron uno o dos cabos de tan inquietante hilo para darse cuenta de que había alguien más en la vida de Flavio. En este caso, las evidencias no fueron las habituales. Nada de marcas de carmín en el cuello de su camisa, nada de largos cabellos rubios adheridos a la chaqueta de un traje, u horquillas «olvidadas» en la alfombrilla del automóvil.
«¿Qué es esto?», preguntó una mañana Olivia al encontrar unos calzoncillos Calvin Klein negros entre los bóxers que invariablemente usaba su marido desde que ella lo conociera. Y fue la reacción tan apresurada de Flavio al arrancárselos de la mano con un «deja eso, es mío» lo que se convirtió en el primer hilo, o mejor aún, en la primera de una larga serie de piedras de Pulgarcito que iban a llevarla a un inesperado descubrimiento. Un par de días más tarde, durante el fin de semana y desde esta misma terraza en la que ahora se encuentra tomando el sol, Olivia pudo observar a Flavio y a su primo afanados en la reparación de una vieja moto allá abajo, cerca del garaje. No alcanzaba a entender lo que decían, pero sus gestos resultaban más elocuentes que las palabras. Tal vez un observador menos perspicaz que Olivia no le hubiera dado demasiada importancia a lo que vio. Al fin y al cabo se trataba sólo de dos camaradas compartiendo una actividad de esas que tanto entretienen a los hombres. Sin embargo había una tensión extraña en los movimientos de uno y otro, un brillo especial en el torso desnudo de su marido, también un tono un punto más agudo e infantil en las carcajadas de Vlad, que se alzaban por encima del murmullo ininteligible de sus palabras. Fue después de esa escena cuando Olivia decidió poner más atención a las piedras de Pulgarcito que el destino dejaba en su camino. Y, poco a poco, éstas la fueron llevando hasta una puerta cerrada.
Se trataba de una hoja de madera muy conocida para Olivia aunque ella no la había franqueado jamás. «Tesoro, con lo grande que es el mundo, sólo los amantes confiados, y, por tanto, estúpidos, cometen la torpeza de amarse en el dormitorio de uno u otro.» Eso le había dicho ella a Vlad la primera y única vez que él sugirió encontrarse en la habitación construida encima del garaje que se había convertido en alojamiento provisional del muchacho cuando los tres visitaban Mallorca.
«Se ve que hay gente que nunca aprende de la prudencia ajena», recuerda ahora Olivia haber pensado mientras seguía los pasos de los dos primos escaleras arriba y a discreta distancia. Lo había dicho así, como quien resta importancia al asunto, intentando mantener ese perpetuo aire de ironía que era no sólo su rasgo más característico sino también su refugio en momentos delicados. Un, dos, tres pasos más hacia la planta superior guiada por las risas de los dos hombres y entonces su corazón pareció saltarse un latido al oír cómo la puerta se cerraba tras ellos. Olivia no era masoquista, tampoco era de las que, para creer, necesitan meter el dedo en la llaga o la mano en el costado, y maldita la falta que hacía en este caso. Sin embargo, un extraño impulso la hizo mirar hacia arriba, hacia el estrecho ventanuco de cristal esmerilado que se abría en la parte superior de la puerta. Ver o no ver, meter o no meter el dedo en la llaga, no sabía bien cómo actuar, pero al final se inclinó por lo segundo. Por eso, un par de minutos más tarde, con la ayuda de una silla, Olivia Uriarte pudo entrever todo lo que ocurría al otro lado de la hoja de madera. Bendito cristal incierto que le ahorraba los detalles más explícitos pero, aun así, su rugosa superficie permitía distinguir dos siluetas que se anudaban y desanudaban en un ballet tan bello como brutal. Dos cuerpos masculinos desnudos, que ella había amado muchas veces, muy blanco el uno, el otro del color del trigo. Una sincronía perfecta de movimientos parecía acompasar todos los sonidos que de ellos procedían: risas, embates, gemidos, suspiros y jadeos, interrumpidos tan sólo por el crujir de las maderas o el chirrido rítmico de un muelle.
«Qué distintos -recuerda ahora Olivia haber pensado-. Pero qué distintos son los movimientos de dos hombres», y se maravilló también de la irresistible atracción que a veces ejerce la visión de lo más detestable. Por eso continuó allí, sin respirar siquiera, admirando aquella escena distorsionada por la rugosidad del vidrio, extrañamente bella, letal. Y lo hizo con algo muy parecido a la paralizante fascinación con la que una mosca atrapada en una telaraña observa a la tarántula que amenaza con devorarla. ¿Cuánto tiempo transcurrió así? Olivia no lo recuerda; demasiado, en todo caso, hasta que por fin, igual que un insecto en la telaraña, también ella logró reaccionar para liberarse de la pegajosa trampa y emprender la huida.
Sí, porque lo más importante era salir de allí cuanto antes, librarse de aquella visión horrible, escapar. Ella era una persona racional, calculadora en el mejor sentido de la palabra. Necesitaba alejarse primero para poder meditar qué le convenía hacer a continuación. En realidad era sencilla la huida. Sólo debía descender de la silla sin hacer ruido, dar apenas un par de pasos hasta el pasillo y ya está. Comenzó, por tanto, a girar su cuerpo, lo hizo lentamente, pero para su desgracia se le ocurrió mirar por vez postrera a través del cristal esmerilado. Y ojalá no lo hubiera hecho, porque las sombras realizaban ahora un nuevo ballet de movimientos sincopados, tan hipnóticos, que la mosca en su telaraña ya no fue capaz de mover un músculo y continuó allí, cautiva, sin poder siquiera despegar los ojos de lo que tenía delante.
Atacar, he ahí la segunda estrategia de cualquier víctima cuando descubre que la huida se hace imposible. Desde luego, ganas no le faltaban, fuerzas tampoco. ¿No se dice siempre que la mejor defensa es un ataque? Claro que sí, sólo necesitaba abrir la puerta y montar un gran escándalo, gritarles a esos dos maricones que todo el mundo se iba a enterar de lo que eran, chillar que iba a pedir el divorcio y luego sacarle a Flavio hasta el último céntimo, incluida la herencia de toda su familia de mañosos elegantes, panda de bujarrones, estirpe de sarasas, sodomitas y putos, putos maricones de mierda.
Las tenues alas de la mosca en su trampa intentan alzar el vuelo para cumplir su propósito. Hacen un primer ensayo, luego un segundo y hasta un tercero pero ni una sola fibra de su cuerpo obedece sus órdenes. Mira entonces a su alrededor y, después de un momento de desconcierto, comprende qué es lo que le impide moverse: sus alas sí, sus alas están lastradas sin remedio.
«Prenup», así se llama el insuperable peso que le impide elevarse y volar. Prenup es el nombre gringo con el que se conoce ese contrato que ella había firmado con Flavio antes de su boda, una precaución muy común ahora entre los ricos de este mundo. «En caso de divorcio, y sean cuales fueren las circunstancias que lo provoquen, la parte b (ésta era Olivia, claro) no reclamará más pensión que la que la parte a (éste era Flavio, maldita sea su estampa) estipule como justa.» ¿Qué por qué lo había firmado? No por romanticismo, desde luego, tampoco por generosidad, sino por pura estrategia; porque sabía bien que, con los ricos muy ricos, la única arma infalible es mostrarse rendidamente desinteresada. Y es que Olivia conocía ya lo suficiente a los flavios de este mundo como para comprender que nunca se gana contra ciertas personas a menos que se finja ser un cordero degollado. Por eso había accedido a aquellas condiciones tan desfavorables. Por eso y porque -según le explicó el estirado picapleitos inglés experto en «prenups» que Flavio le había enviado para, según él, «discutir dos o tres pequeños detalles sin importancia, amore, ya verás que no hay ningún problema»- la oferta era eso o nada. «… Seguro que usted lo comprende, Ms. Uriarte. No se trata de nada personal, como es lógico, pero es que mi cliente va por su segundo divorcio y nosotros aconsejamos ser muy cautos con ciertas cosas. Nunca se puede ser lo suficientemente precavido con los temas crematísticos, ¿no cree usted lo mismo, Ms. Uriarte?»
Más o menos eso había dicho aquel tipo de modales untuosos y culo escurrido como una espátula. También tenía las manos manicuradas y llevaba kohol en los ojos, lo que lo hacía desagradablemente inolvidable. «Ahora que lo pienso -se dice Olivia al recordar estos detalles-, seguro que el fulano ése forma parte de la todopoderosa Mafia Pink que mueve el mundo. ¿También él se habría tirado a Flavio? ¿Es que ya no quedan tíos heterosexuales en este puto mundo de mierda?
Olivia, ante el cristal esmerilado, se dio cuenta entonces de que, descartadas la huida y también el ataque como estrategias, sólo le quedaba la posibilidad de recurrir al último y desesperado recurso de toda criatura aprisionada en una telaraña. Y al recordarlo ahora, casi un año más tarde, Olivia sonríe al encender un nuevo Marlboro porque el método elegido es uno que requiere temple y más aún perseverancia, pero que cuando se usa con astucia, resulta infalible: ella lo llamaba la catalepsia.
Igual que una criatura que no tiene otra escapatoria opta en última instancia por hacerse la muerta, eso mismo decidió Olivia aquel día. Fingir de ahí en adelante que nada veía, que nada oía, que nada sentía a la espera del momento en que su suerte cambiara y le permitiera conseguir sus propósitos. Por eso, apenas una hora más tarde, esa misma noche sin ir más lejos, se había sentado a la mesa a cenar con sus dos hombres como si nada hubiese pasado. Como si fuera tonta, sorda y tan ciega que no reparase en sus cabelleras húmedas y repeinadas, que recordaban a dos escolares traviesos que atusándose el pelo y poniendo cara de buenos intentan camuflar su última trastada. Tonta, ciega, sorda y también muda, así había continuado Olivia durante varios meses a la espera de su ocasión. Meses en los que Flavio había seguido intentando ayudar a su primo a encontrar un puesto para el que estuviera dotado. Pero lo cierto es que pronto se hizo evidente para todos -incluso para Flavio- que en el caso de Vlad la palabra «dotado» remitía a aptitudes que poco tenían que ver con el mundo de los negocios. Y durante todo ese tiempo tan doloroso, tan humillante, la mosca falsamente muerta fue fiel a su estrategia de la catalepsia hasta que le pareció notar que algo, muy sutil, comenzaba a cambiar en la actitud de Flavio hacia su primo, lo que presagiaba que pronto podría presentarse la ocasión para por fin ganar la partida. Dicha ocasión no apareció de un día para otro, se hizo esperar aún un poco más, pero Olivia conocía a sus clásicos. O, lo que es lo mismo, a su marido y el estrato económico al que pertenecía. «Un rico -solía consolarse pensando con no poca frecuencia-, tiene una desventaja que, según y cómo, puede ser también una gran virtud: tarde o temprano se cansa de todos sus juguetes.»
Por eso, al fin un día en que, después de una de esas noches en las que Flavio llegaba a casa muy tarde, según él de «un viaje de negocios» con su primo, Olivia notó que la mención del nombre Vlad no tenía ya como consecuencia que su marido irguiera imperceptiblemente el cuello en señal de alerta como hacía otras veces. Pronto se dio cuenta además de que los chistes que contaba el muchacho y las cosas que decía cuando estaban los tres juntos no hacían reír a Flavio como antes, y que los bostezos comenzaban a ser más frecuentes que las sonrisas. Fue entonces cuando la mosca falsamente muerta comenzó a desperezarse y, poco a poco, alzó el vuelo.
Se dice a menudo que nadie resulta más agradable y encantador a otro que la persona que, sin solicitarlo, le aligera de una carga que mucho le estorba pero de la que, por lo que sea, no se atreve a deshacerse. Y he aquí precisamente el papel que adoptó Olivia. El de inocente cómplice involuntaria en la caída de Vlad; y lo hizo, con toda deliberación, para dar un nuevo giro a la geometría variable que configuraba el singular triángulo amoroso formado por ella, su marido y el muchacho.
– He estado pensando -le dijo una tarde a Flavio mientras almorzaban-, que a pesar de lo mucho que has hecho por ayudar a Vlad, es evidente que el pobre no tiene demasiadas dotes para las finanzas. Pero no se lo reproches, tesoro, en realidad cada uno sirve para lo que sirve en esta vida. Mira, he estado dándole vueltas al asunto y se me ocurre el trabajo perfecto para él. Claro que la colocación a la que me refiero lo alejaría de nosotros, pero algún sacrificio tendremos que hacer para que el chico encuentre su lugar ideal. ¿No te parece?
Por la forma en que Flavio había dejado los cubiertos sobre el plato para escucharla con más atención, Olivia se dio cuenta de que iba por buen camino, de modo que continuó.
– Tu problema, Flav, es que eres demasiado bueno, demasiado generoso con todo el mundo. Pero ya has hecho por Vlad lo indecible -añadió, y al pronunciar esta última palabra notó cómo la voz se le quebraba, por eso continuó con redoblado énfasis. Desplegó entonces sus dotes de persuasión, que eran muchas, para explicarle a Flavio que lo mejor era relegar a su primo a tareas más sencillas y por tanto más acordes con su forma de ser-. A Vlad lo que le gusta realmente es el mar, por eso podríamos mandarlo a Mallorca para que supervise las obras que estás haciendo en el Sparkling Cyanide durante el invierno. Al fin y al cabo -añadió con su mejor sonrisa samaritana- es para lo que ha nacido, para estar entre marineros, velas y anclas, ésa es su verdadera vocación. Además, ahora que viene el frío tú viajarás con menos frecuencia a Andratx; en cambio yo puedo ir de vez en cuando y enseñarle lo que esperamos de su trabajo. No es que me vuelva loca el plan, el pobre me parece cada vez más cortito, pero todo sea por la familia ¿no crees?
Sobre el humo de la última calada de su Marlboro, Olivia recuerda cómo, a partir de ese día, Vlad comenzó a cumplir con su indefectible destino de juguete roto. Y lo hizo aquí mismo, en esta casa de Mallorca, desterrado de los salones y de la parte noble de la casa, relegado para siempre a esa habitación sobre el edificio del garaje, una, por cierto, que desde entonces habría de ser testigo de nuevos encuentros amorosos que tenían como participante al menos a uno de los protagonistas de aquella escena que Olivia no lograría olvidar jamás. Y es que, en más de una ocasión, aquel cuerpo trigueño, el mismo que se había trenzado ante sus ojos con el de Flavio Viccenzo, se anudaba ahora con el de su nuevo amo. Ama, habría que decir, porque su propietaria no era otra que Olivia, que viajaba a menudo a la isla para hacerle compañía en su destierro. «Para que no estés solo, tesoro; para que todo sea como antes entre tú y yo. ¿Verdad que te gusta cuando estamos juntos? Como ves, yo no soy de las que se olvida de ti, bésame Vlad.»
Y él no había tenido más remedio que besarla, que hacerle el amor, que estarle agradecido si no quería acabar en la calle, qué dulce venganza. Más que dulce en realidad, porque Olivia descubrió entonces que, si bien la primera vez que se había llevado a Vlad a la cama en aquellas circunstancias, su razón para hacerlo había sido un ejercicio de poder con el que demostrar quién mandaba, existía además otra razón secreta. Sal y sudor, tequila y Old Spice, así se llamaba esa poderosa razón. ¿Y qué importaba que ahora el muchacho la mirase con un nuevo brillo en el que a Olivia no le era difícil identificar algo parecido al odio? ¿Qué importaba que ni siquiera le agradeciese el haberle salvado del cruel destino de los juguetes rotos? «Los sentimientos son tan extraños -se decía- que a veces, cuando una no cuenta con otros afectos en la vida, acaba amando a alguien a contrapelo como le ocurría a ella con Vlad. ¿Cómo le llaman lo franceses a eso? Ah sí, amar á contre coeur o, lo que es lo mismo, hacerlo por razones que uno ni entiende ni aprueba.» «Ven, tesoro, ven aquí. Bésame otra vez.»
El resto de los recuerdos de Olivia Uriarte respecto de triángulos y juguetes abandonados ya no era tan feliz. Y es que lo malo de las geometrías variables, lo malo también de los caprichos de los ricos muy ricos, es que ambos se rigen por reglas inexorables y apenas tienen excepción alguna. Por eso, a pesar de que durante unos meses Olivia pensó que había ganado la partida con cada vértice del triángulo colocado en el lugar preciso que ella deseaba, el equilibrio se descubrió inestable. Así, un buen día comenzaron a aparecer en su camino nuevas y muy evidentes piedras de Pulgarcito. Una, otra y otra más. En esta ocasión dichas piedritas se ajustaban mucho más al patrón clásico de infidelidad conyugal que la vez anterior. Porque, en lugar de calzoncillos Calvin Klein y risas masculinas, se trataba ahora de horquillas de pelo «olvidadas» en los asientos de los automóviles; también de cuellos de camisa manchados de Cherry d'Amour, un tono de lápiz de labios que a Olivia siempre le había parecido decididamente chillón. «Parece que volvemos a la ortodoxia», se dijo al realizar este nuevo descubrimiento y, apenas con un suspiro de dolor, se preparó para volver a adoptar la estrategia de la catalepsia que tan buenos resultados le había dado la última vez. Lamentablemente en esta ocasión sirvió de poco. Sólo una semana más tarde, Flavio le daba la noticia. Kalina, así se llamaba su nuevo juguete. Tenía metro ochenta de estatura, pelo castaño y unos ojos tan azules como los de Vlad pero -y lo que sigue no lo dijo Flavio aunque resultaba evidente- a diferencia de su anterior capricho, éste no necesitaba esposa ciega, sorda y muda que sirviera de tapadera.
– Espero que lo comprendas, Oli. Kalina tiene dieciocho años y a esas edades todo es romántico, maravilloso, inocente. Además, ella viene de una familia de Cracovia superconservadora y tan convencional como la mía (sí, sí, eso dijo el muy cabrón), de modo que nos vamos a casar. Pero eso no es todo. Estamos esperando un bebé, un pequeño Flavio III. ¿Te das cuenta? Por fin un chico (sí, también eso dijo el grandísimo hijo de puta, lo que le hizo comprender a Olivia algo que nunca había entendido hasta el momento. La tibia, por no decir casi fría reacción de su marido ante la muerte de las niñas). Pero no te preocupes Oli -añadió entonces Flavio-, yo sé ser generoso con las personas que se portan bien conmigo y tú has sido una mujer estupenda en todos los sentidos. Te dejaré como una reina, descuida.
Como una reina destronada, así pensó Olivia que quedaría. «Pero en fin -se había dicho procurando, una vez más, mirar el lado positivo de las cosas-, qué remedio me queda.» «En realidad -añadió después de haberlo pensado un poco más- no está del todo mal el papel de divorciada de un marido rico con mala conciencia y, según y cómo, es bastante menos humillante que el de malcasada.»
Por eso, ya se aprestaba a asumir el nuevo revés (uno más) cuando, de pronto, hizo su aparición en el horizonte un nuevo contratiempo. Uno que jamás hubiera imaginado podía visitarla a ella y mucho menos a Flavio Viccenzo. Crisis, he ahí el nombre de aquel nuevo espectro. Crisis, crash, crac. («¿Por qué todas las catástrofes -se había preguntado entonces- se escriben con "c"? ¿Con "c" de Cósima, de Clara, de Caridad o con "k" de Kalina, que es casi lo mismo?») «C» también de calamidad, colapso, cataclismo… Y «c» por fin de cambio (para mal, para peor imposible) como el que la esperaba ahora que la fortuna de Flavio se había ido por el mismo sumidero que tantas otras después de la crisis financiera internacional. Sí, tantas y tan malditas «ees».
Olivia enciende un nuevo Marlboro y mira su reloj, que es un carísimo Franck Muller, de serie limitada. «Mi último resto del naufragio -se dice con una sonrisa antes de añadir que va a llegar muy tarde y que seguro que ya están a bordo todos sus invitados desde hace más de una hora-. ¿Y qué estarán haciendo en el Sparkling Cyanide mientras me esperan? Confío en que Vlad les haya ofrecido una copa para romper el hielo, de modo que vayan conociéndose. Sí, seguramente, allí estarán todos ellos ojeándose con recelo: Ágata, mi hermana, Sonia San Cristóbal con su chico y su encantadora mamá, Cary Faithful y su novia Miranda, Pedro Fuguet y, por supuesto, mi guapísimo ex primo político Vlad Romescu. ¿Cuál de ellos es el que más me odia? ¿Cuál me hará el inmenso favor de facilitarme el paso al otro mundo? Seguro que, si mi querida hermana Ágata pudiera oírme en este momento, comenzaría a hacer un montón de preguntas sobre qué demonios me propongo con tan extraña reunión de "amigos". Imagino perfectamente lo que diría: "Carámbanos Oli" (Ágata es la única persona que conozco que utiliza esta expresión tan ñoña y trasnochada). "¡Carámbanos, Oli! cuéntame por favor qué estás tramando. ¿No es todo muy enrevesado? Cuando una quiere desaparecer de este mundo por las razones que sean -y acepto que tú tienes unas cuantas- no invita a otros a que la asesinen. Lo normal, si de normal puede hablarse en casos así, es quitarse de en medio y hay varias maneras de hacerlo, algunas incluso indoloras, si lo que temes es al sufrimiento. Pero tú tienes otra idea adicional en la cabeza, ¿verdad? ¿Cuál es la razón para preferir que tu muerte no parezca un suicidio? Venga, cuéntamelo, que para eso soy tu hermana…»
«En efecto, seguro que algo parecido a esto diría mi querida hermana Ágata si pudiera oírme ahora. Y es verdad. Desde luego tengo mis razones para hacer las cosas de esta manera y no de otra. ¿Te imaginas cuáles son, Agatita? No, claro que no. Tú nunca tuviste demasiada imaginación, querida, y eso a pesar de llamarte igual que una de mis escritoras favoritas y una de las personas más imaginativas e inteligentes que he tenido ocasión de leer. Pues sí, tesoro, para que lo sepas: tengo un plan muy bien trazado, que tú irás descubriendo poco a poco. Y no te será difícil, te lo aseguro. Pienso dejarte todas las pistas necesarias para que, una vez que yo muera, puedas descubrir "el porqué", también "el cómo", igual que hace tu tocaya en cada una de sus novelas. Igual también que en nuestra infancia, cuando jugábamos al escondite, ¿recuerdas? Tú siempre acababas encontrándome pero ni por asomo lo habrías logrado sin las pistas que yo me tomaba la molestia de dejarte, así como al descuido. Y ahora sí. ¿Lista para empezar nuestro nuevo juego, querida Ágata… o querida Agatha mejor dicho? Pon mucha atención, tesoro, comienza la partida.»