¿Cómo hace uno para interrogar sin que se note demasiado a una persona suspicaz, taimada, lista como el diablo que, encima, sabe más por ídem que por vieja? Lo digo porque todo esto y mucho más era sin duda la próxima de las invitadas del Sparkling Cyanide a la que me disponía a entrevistar.
Siempre según el método habitual de las novelas policíacas que yo había decidido copiar para seguir el juego propuesto por mi hermana Olivia, me tocaba ahora tirarle de la lengua al más correoso de todos mis personajes: la madre de Sonia San Cristóbal, la inefable y para mí más que interesante madame Serpent. Es muy conveniente también, y siempre según el método que he mencionado, que la entrevista se realice en el hábitat natural del individuo a sonsacar. Porque ya me he dado cuenta de que lo que no revela él o ella seguro que lo chivan las cosas que le rodean. «La elocuencia de los objetos», creo que es el término específico, aunque yo prefiero llamarlo el secreto lenguaje de los detalles.
Y lo cierto es que en este caso fueron muchos los que llamaron mi atención desde el mismo momento en que se abrió la puerta de la casa de doña Cristina. Empezando, sin ir más lejos, por la persona que me franqueó la entrada.
– Madame Serp… La señora Cristina -rectifiqué a toda prisa, y aquella muchacha sonrió amablemente al preguntar de parte de quién.
Mientras le daba mi nombre, me interesó comprobar que se trataba de una empleada rubia, española, a juzgar por el acento, perfectamente uniformada de gris y con un bonito delantal blanco de broderí. La nacionalidad de la chica no tendría mayor importancia hace unos años, pero en los tiempos que corren, es todo un detalle para el secreto lenguaje de los ídem al que antes hacía alusión, sobre todo, por el contraste que presentaba con otras varias señoritas que tuve oportunidad de ver minutos más tarde. Y es que después de preguntar si el motivo de mi visita era privado o de trabajo (mitad y mitad, contesté yo por las dudas), aquella muchacha me hizo entrar en una especie de oficina adyacente. Allí se alineaban por lo menos una decena de elegantes mesas ante las que se encontraban otras tantas señoritas muy concentradas en las pantallas de sus ordenadores. Muchachas jóvenes, de aspecto burocrático, vestidas y peinadas de modo sobrio pero chic. Y el contraste al que me refiero con la señorita que me abrió la puerta venía dado, sobre todo, por sus rasgos físicos. No pude corroborar mi hipótesis porque ellas realizaban su trabajo en perfecto silencio, pero estoy segura de que eran todas de origen andino, peruanas, ecuatorianas tal vez.
– Buenos días -saludé con la clara intención de salir de dudas, pero aquellas damas laboriosas se limitaron a responder con una leve inclinación de cabeza.
Entonces intenté espiar qué se veía en las pantallas de sus ordenadores. ¿Serían estas chicas brokers conectadas con la bolsa de Nueva York o algo así? ¿Corredoras de apuestas? ¿Intermediarias en el negocio del amor o, lo que es lo mismo, concertadoras de citas entre clientes y escorts de lujo? Imposible saberlo pero, conociendo los antecedentes laborales de doña Cristina, me inclinaba por esto último. Atravesamos aquel pool de señoritas y, tal como había hecho días antes en casa de Flavio y Kalina, me dediqué a observar el ambiente. En realidad es lo que más me gusta de mi recién estrenada labor como señorita Marple, admirar casas. No es que se me haya desarrollado un hasta ahora inexistente interés por la decoración de interiores, es por el asunto del secreto lenguaje de los detalles que mencionaba antes.
– Espere aquí -indicó mi guía una vez que llegamos a la siguiente habitación.
– Tome asiento, por favor, la señora la atenderá en unos minutos.
Si aquélla era la antesala del despacho de doña Cristina, tenía, desde luego, un aire de lo más coquetón. «Cosy», creo que es la palabra adecuada. Era como, si una vez atravesada el área industriosa de la casa, me encontrara ahora en la más personal. Telas con dibujos de Fortuny, adornos precolombinos, alfombras suecas, muebles ingleses… si tuviera que hacer un diagnóstico «decoratril» de la estancia, me inclinaría por decir que el estilo era «ecléctico». En cambio, si lo que se me pide es un diagnóstico… psicológico, digamos, añadiré que para mí doña Cristina, como ocurre con las personas inteligentes de extracción humilde, había ido absorbiendo por osmosis el gusto estético de su selecta clientela. Y puesto que a lo largo de su carrera se había relacionado con personas de lo más variopintas, también sus gustos lo eran.
– Siéntese donde prefiera -repitió aquella chica tan agradable antes de desaparecer por una puerta lateral, de modo que obedecí dispuesta a obtener más información a través de los objetos durante la espera.
Sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo porque, apenas unos segundos más tarde, la puerta se abría dejando paso a madame Serpent.
– Qué sorpresa -dijo, pero lo cierto es que ni el tono de su voz ni el hecho de que se abstuviera de preguntar qué demonios hacía yo en su casa parecían denotar tal sentimiento.
A continuación me escoltó a la habitación contigua, que era grande, espaciosa y en la que reinaba una única mesa de trabajo tan desprovista de papeles, enseres e incluso teléfono que me llamó la atención. En aquel neutro y frío decorado desentonaban muchísimo dos imágenes pías. Una de un Cristo crucificado con faldita de colores, y otra en escayola de uno de esos eccehomos dolientes, sangrantes y llagados que si uno no hubiera visto varios parecidos desde su más tierna infancia serían fuente de más de una pesadilla. Vaya contraste con el resto de la decoración, pensé, pero tampoco me dio tiempo a hacer demasiadas conjeturas sobre el particular porque en seguida empezamos nuestra conversación y yo necesitaba todas mis neuronas libres de distracciones para no levantar suspicacias en dama tan avisada como ella. Si alguien alcanza a leer mi relato -cosa que veo cada vez más posible porque voy cogiéndole gusto a esto de contar pesquisas detectivescas y a lo mejor me animo y lo convierto en una novela-. (Invitación a un asesinato, se podría llamar. ¿Por qué no? Es un título intrigante y cuenta con el aliciente de que se trata de una historia real, aquí no hay nada de ficción.) Pero bueno, vuelvo al principio de la frase, porque si al final me decido a convertirme en escritora, tengo que aprender a no irme por las ramas. Decía que si alguien alcanza a leer este relato, quizá, llegado a este punto, se pregunte si también doña Cristina, igual que había hecho el resto de los invitados del Sparkling Cyanide, me soltó aquello de «Tu hermana está mejor muerta». Y la respuesta es sí, aunque en su caso tardó un par de minutos más en hacerlo. Yo había decidido utilizar con ella mi método Jacinto Benavente, el mismo que usé con éxito en el caso de Cary Faithful. Me refiero a ese truco que aconseja que a los inteligentes y a los desconfiados hay que engañarlos primero contándoles la verdad, y dejar las mentiras para más tarde, cuando ya han bajado la guardia. Por eso, no me fui ni un poquitín por las ramas y le confesé así, a bocajarro y mirándola a los ojos (eso siempre queda muy bien) que tenía ciertos motivos para pensar que la muerte de Olivia no había sido un accidente. «Pero por supuesto -me apresuré a añadir- no tengo la menor intención de ir con esta sospecha a la policía. Soy la primera a la que no le gusta que la autoridad meta las narices en su vida -enfaticé, y ella asintió todavía con cierta desconfianza, por lo que insistí-: Nada de polis. El caso está cerrado y es mucho mejor para todos. Sin embargo mi problema, doña Cristina, es de otro tipo muy distinto y creo que usted es la única persona que conozco que puede comprenderme. Mi preocupación es la siguiente: ¿Cómo puedo dormir tranquila sin saber si el espíritu de mi hermana descansa en paz o no? -dije, e inmediatamente me di cuenta de que había dado con el argumento perfecto-. Lo único que me angustia -continué con redoblado énfasis- es averiguar si Olivia tuvo tiempo de sosegar su alma y por tanto no va a vagar por ahí o aparecérseme cualquier noche de éstas para darme un susto de muerte.»
Fue entonces cuando ella dijo aquello de «Tu hermana está mucho mejor muerta», mientras me observaba con unos ojos negros y duros como dos escarabajos (o mejor aún, como dos cucarachas). Yo, por mi parte, le aguanté la mirada, porque si importante es hacerlo cuando una dice la verdad, lo es más aún cuando se cuenta grandísima trola. «Como usted bien sabe, doña Cristina -dije entonces- mis relaciones con Olivia no eran, en fin, no sé si me entiende…»
Aquí no recuerdo si fui yo quien se detuvo o ella quien interrumpió en mitad de la frase.
– … Más mala que una víbora, así era su hermana, hijita. Y ni falta que hace que me explique cómo eran sus relaciones con ella. Tuve día y medio para aguaitarlas a ustedes a bordo de aquel barco platudo y yo soy perro viejo, no se me engaña muy fácil que digamos. -Me alarmé al oír esto, naturalmente. A lo mejor me estaba pasando de lista, y doña Cristina leía en mí como en un libro abierto. Sin embargo, sus próximas palabras me dieron cierta esperanza.
»-Sus relaciones con su querida hermana eran tan malas como las del resto de nosotros, aún peores, diría yo. Por eso comprendo perfectamente lo que me dice de su espíritu. Además, que las ánimas de la mala gente descansen en paz es más importante que lo hagan las de las personas buenas. Al fin y al cabo éstas ya están en armonía con el Más Allá. En cambio, aquel que fue tremendo bicho en vida, es peor todavía como alma en pena, si lo sabré yo.
Dijo esto y se quedó pensativa, por lo que no pude evitar preguntarme en qué oscuros fantasmas propios estaría pensando. Seguramente, una mujer con tanto pasado como ella tendría más de un esqueleto en el armario y alguna que otra alma errabunda perturbando sus noches. Pero sea cual fuere aquel espíritu, lo cierto es que se convirtió en un inesperado aliado mío, porque lo siguiente que dijo la doña fue:
– Cuente conmigo, hijita. Entiendo perfectamente su preocupación. ¿En qué puedo ayudarla?
– Gracias, se lo agradezco no sabe cómo. Para empezar, me gustaría hacerle una pregunta muy concreta: ¿Habló usted con mi hermana después del almuerzo o en algún momento cercano a la hora en que se produjo su muerte?
– No -contestó ella de modo rotundo.
Primera mentira, pensé yo, recordando que su propia hija me había dicho que sí lo hizo y durante un buen rato además. Visto lo visto, decidí no seguir por esa línea sino utilizar el segundo truco que tan buen resultado me había dado en interrogatorios anteriores, ese que consiste en preguntar a los sospechosos no por acciones propias, sino por las ajenas.
– Y dígame, ya que mi hermana era… bueno, ya sabemos cómo y por tanto hizo daño a muchas personas, a todos nosotros en realidad, ¿cree usted que alguien pudo querer matarla?
Doña Cristina achinó los ojos y luego juntó las yemas de sus dedos de un modo sacerdotal que me recordó más aún a la emperatriz aquélla de 55 días en Pekín antes de decir:
– No es mi intención, niña, hacerle ahora un discursito sobre el bien y el mal, no es mi estilo hacer filosofías, yo no sé filosofar, pero le voy a decir una cosa: se mata más por amor que por odio en esta vida. En cuanto a buenos y malos, no creo en semejante distinguimiento. Las personas buenas hacen cosas que le dejan a uno boquiabierto de vez en cuando, mientras que las malas… hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces por día, ¿no le parece?
Lo que a mí me parecía era que tanto una afirmación como la anterior sonaban extrañas o cuanto menos paradójicas, por lo que merecían una explicación más extensa. Así se lo dije y ella sonrió al responder:
– En lo que se refiere a la primera, no se trata de ninguna paradoja como usted dice, sino de una verdad muy simple. Se mata con más frecuencia por amor que por odio porque son las personas que queremos quienes más daño nos pueden hacer ¿no'scierto? Nada que ver con las que uno no quiere nada. Puede ocurrir además que se acabe matando a una persona, precisamente porque uno la quiere mucho. Y es que el amor es algo terrible, niña. Pero bueno, ya le dije que no me gusta filosofar. ¿Qué estaba diciendo, por dónde iba? Ah sí, hablábamos, en general, de que las personas buenas a veces hacen cosas tremendas que le dejan a una sorprendidísima. Pero seguro que sobre ese punto no es necesario que le explique más, pasa todos los días. Ni los buenos son buenos todo el tiempo, ni los malos son…
– Me ha gustado mucho la frase ésa del reloj -la interrumpí-. ¿Cómo era? ¿Me la puede repetir?
Madame Serpent se encogió levemente de hombros y luego dijo:
– Supongo que ahora con los relojes que no tienen agujas la cosa cambia y un reloj parado sólo da la hora exacta una vez por día, a diferencia de los clásicos, que la dan dos. Pero qué importa, niña, sea una o sean dos, lo que apunta ese sabio refrán está muy clarito. El ser humano es tan imprevisible que igual que una persona bondadosa e íntegra puede hacer, de pronto, algo inexplicablemente cruel, lo mismo ocurre al revés. Por eso, a lo mejor, su hermana de usted, que era grandísima víbora, hizo algo lindo antes de morir que nosotros desconocemos. Sí, es muy probable. Ahora que lo pienso, estoy casi segura. Y ésa es la explicación de que no se le haya manifestado la difunta como alma en pena.
Yo sentía gran admiración por madame Serpent, pero con esta explicación me pareció que empezaba a desbarrar seriamente. No era de espíritus ni de almas errabundas de lo que deseaba hablar, en absoluto, de modo que decidí reconducir el tema y hacerle una pregunta más directa.
– Mire, doña Cristina, la considero a usted muy observadora y buena juez de la naturaleza humana, de ahí que me voy a permitir preguntarle algo más comprometido: ¿Si tuviera que señalar a uno de nosotros como sospechoso de la muerte de mi hermana, a quién elegiría?
Ella achinó por segunda vez los ojos y luego tardó varios segundos en contestar. El tiempo suficiente para que yo recordara otra de las cosas que me había dicho su hija Sonia días atrás, me refiero a eso de que todo el mundo miente. Y puesto que madame Serpent me había mentido ya al menos una vez al negar que había hablado con Olivia, ¿no eran mayores aún las posibilidades de que volviera a hacerlo al contestar la pregunta tan directa que le había planteado?
– El doctor Fuguet o Vlad Romescu -pronunció doña Cristina muy despacio, y el sonido del primer nombre, y no digamos el del segundo, me produjo ese no siempre agradable tumulto interior que llaman mariposas en el estómago.
– ¿Cómo dice? -pregunté, y ella sonrió, supongo que notando mi turbación.
– Ya me oyó, niña. Usted pide los nombres de mis candidatos a asesino y se los estoy dando bien clarito. Suponiendo que alguien matara a su hermana, para mí los que tenían más razones (y también oportunidad) de hacerlo eran ellos.
Descarté por un momento el nombre de Pedro Fuguet, pero no así el de Vlad.
– ¿Pero por qué él?, ¿por qué Vlad y cuáles podrían ser sus motivos? -pregunté, y yo misma me di cuenta de que mi tono era innecesariamente apremiante.
– La razón, tanto de uno como de otro, es la misma que le he dado hace un rato. Porque se mata más por amor que por odio.
– ¿Usted piensa que Vlad amaba a Olivia? Ni hablar, no lo creo ni por un minuto. Es gay -añadí sintiendo cómo, el pronunciar ese tan socorrido eufemismo inglés que significa «alegre», me hacía sentir todo lo contrario.
– Ágata -replicó entonces la doña usando por primera y única vez en toda la conversación mi nombre de pila-, no me sea antigua ni fundamentalista, como se dice ahora, señorita, parece mentira.
– ¿Cómo dice?
Madame Serpent juntó las yemas de los dedos del mismo modo sacerdotal en que lo había hecho antes y luego comenzó a hablar.
– Mire muchacha, creo que usted ya es grande como para que tenga que hacerle un mapita de cómo son ciertas cosas en la vida. Pero como no hay más ciego que el que no quiere ver y como su ceguera es muy habitual en ese mundo necio en el que ustedes se mueven…
– ¿A quiénes se refiere?
– A todos ustedes los honorables de este mundo. A los de las viditas virtuosas, a los no pecadores, a los que creen que las cosas son sólo como se ven desde el lado de arriba de la cobija y nunca miran abajo.
– ¿Arriba y abajo de la cobija?
– Sí, querida, ésa es la verdadera línea que divide el mundo, lo demás son cojudeces. La gente piensa que el mundo se divide en ricos y pobres, en tontos y necios, en guapos y feos, pero lo cierto es que se divide también, y sobre todo, en arriba y abajo de la frazada.
– ¿Quiere decir con eso que hay personas que están arriba y otras que están abajo?
– No me sea boba, niña. Son las mismas personas, las mismitas. Lo que pasa es que, vistos desde arriba, todos son lo que ustedes llaman «normal». La gente es tan linda, sí, y tiene ocupaciones tan respetables, ama a los suyos, hace deporte, da lechuguita al canario, cuida su jardín. Todo es perfecto arriba de la cobija, todo limpito, sano y sobre todo, perfectamente comprensible ¿No'scierto? Nada que ver con lo que pasa abajo. Porque abajo, mi querida, toda esa gente normal y limpita ya no lo es tanto. Los buenos parroquianos se asombran cuando de pronto se descubre, por ejemplo, que un ciudadano, un vecino suyo perfectamente respetable, resulta que guardaba en su computadora toda una colección de fotos de niñitas desnudas. «Era un hombre ejemplar, dicen azorados, adoraba a su mamá, era un marido ideal, un padre devoto.» ¿Qué sorpresa, no? Ni imaginaban qué pasaba con aquel tipo debajo de la frazada. Pero la situación que le expongo no es más que el caso aislado que salta a las páginas de los diarios. Sin embargo, sin llegar a otros tan extremos y reprobables, todas, ¿me entiende?, todas las personas tienen un arriba y un abajo. Más feo, menos feo, más perverso o menos perverso pero siempre oscuro y por supuesto inconfesable; ni se imagina las cosas que yo podría contarle con nombres y apellidos. Mire, si no fuera tan vieja y no tuviera otros asuntos entre manos, a lo mejor me dedicaba a escribir algo sobre el viejo arte de amar y también sobre este asunto de la cobija. Lo malo es que no me iban a creer, nadie me creería. Y eso que lo tienen ustedes delante de sus narices; basta, para hacerse una idea, con leer los clasificados de los periódicos, por ejemplo. ¿Vio cuántas páginas ocupan? Y ¿de veras nunca ha hecho el instructivo ejercicio de estudiarlos un poco? De hacerlo comprendería que basta con levantar una puntita del manto de respetabilidad que cubre la vida íntima de las personas para entender de lo que hablo. La entrepierna de cada uno es mucho más complicada de lo que a la gente le gusta reconocer. Sólo tiene que observar, como muestra, el modo en que crece de día en día la sección de contactos eróticos y las ofertas tan estrafalarias que contiene. Pero eso los bienpensantes no quieren oírlo ni mucho menos verlo. Es mejor convencerse de que cosas así son desviaciones; vicios, lo llaman ustedes. Y sin llegar a historias raras (de las que también podría estar hablándole lo menos una semana), le voy a decir una cosita que tal vez no sepa o no quiera saber pero que le ayudará a captar lo que intento decirle sobre Vlad Romescu, que es por donde empezó esta instructiva disertación. Hablando ahora de personas completamente normales, sin desviaciones ni vicios, le diré que la frontera entre aquellos a los que les gusta la banana y los que prefieren la papaya es muy tenue, mucho más de lo que la gente cree.
– ¿Cómo dice, señora?
– Sí, mi querida, ya me entendió. Que en el caso de algunas personas es muy fina la línea que separa la heterosexualidad de la homosexualidad, por lo que hay gente que la cruza todo el rato de ida, también de vuelta, y sin problemas ni traumas. ¿Y sabe por qué? La respuesta a ese difícil enigma también es muy simple: porque lo único que la gente quiere es que la quieran y lo busca por donde sea.
– Si lo que trata de decirme con todo esto es que Vlad buscaba amor a través del sexo, primero con Olivia y luego con su primo, me parece bastante repugnante. Y más repugnante aún es la idea de que pudo haber matado a mi hermana por despecho amoroso o algo así. No lo creo en absoluto.
– La de las sospechas es usted, no yo, pero lo que sí le aseguro es que, le guste o no a su moral burguesita y no pecadora, existe otro mundo bajo las sábanas. Y sin el de «abajo» no se entiende ni papa lo que pasa arriba, téngalo muy en cuenta a la hora de seguir con sus… pesquisas. ¿No es ese el nombre que le dan en las novelas de asesinatos al tipo de diligencias en las que anda metida?
Me levanté para irme. Me estaba perturbando demasiado aquella conversación. No sólo por la sombra que proyectaba sobre una persona que me resulta muy agradable, sino también por la expresión que iba adquiriendo el rostro de doña Cristina. Me miraba ahora con una media sonrisa que hacía brillar sus ojos de un modo que los convertía en cálidos, extrañamente bellos. Por un momento pensé que había perdido la partida, que a punto estaba de convertirme en burlador burlado, en alguacil alguacilado.
Pensé que no había conseguido engañar ni por un momento a mi interlocutora y que ella estaba aprovechando mi tonta osadía de intentar tirarle de la lengua para reírse de mí y darme la información que más le convenía. Seguramente con el fin de desviar mis sospechas de otras personas, de sí misma por supuesto, pero también (o mejor dicho sobre todo), de su hija Sonia. «Debo salir de aquí cuanto antes», me dije, porque otras virtudes no tendré pero creo que soy capaz de darme cuenta de cuándo estoy a punto de perder una partida. Además, una retirada a tiempo es casi una victoria, o al menos eso dicen.
– ¿Alguna otra cosa más en la que pueda ayudarla, señorita? -rió ella-. ¿Necesita un consejo, una protección, un embrujo por si se le aparece una de estas noches el espíritu de su hermana de usted? Mire, con todo gusto le puedo regalar un escapularito del Cristo de los Temblores para que la proteja. Es de lo más milagrero, lo tengo aquisito nomás, espere.
Entonces vi cómo se acercaba a su desnuda mesa de trabajo y abría uno de los cajones. Extrajo de él varios objetos hasta encontrar al fin un escapulario de fieltro pequeño y bastante feo que procedió a colgarme del cuello sin que yo pudiera decir esta boca es mía.
– Lo que es la vida -añadió entonces con lo que me pareció genuina sorpresa-, mire lo que acabo de encontrar revolviendo cosas. ¿Ve esto? Es un libro, estaba en mi camarote del Sparkling Cyanide pero resulta que está dedicado a usted. ¡Qué curiosa circunstancia!, ¿no le parece? Tuve intención de dárselo a bordo, pero claro, con todo lo que pasó, al final ni me acordé. Se llama Némesis, y la dedicatoria habla de usted y también de un tal Mycroft o Microsoft o algo así… Ah, ¿cómo? ¿Que no conoce a nadie de ese nombre? ¿Se le ocurre algún motivo de por qué estaba en mi camarote y no en el suyo…? Vaya, así que usted también encontró otro librito de la misma colección en su mesita de noche, qué interesante, ya pues. A lo mejor es que su querida hermana quería fomentar en nosotras el sano hábito de la lectura, ¿no le parece? Sí, seguro que es eso, ella pensaba tanto en los demás, ¿no'scierto…?