Rosas sin espinas

– Carámbanos, pero si es Pedro Fuguet, el mundo realmente es un pañuelo. ¿De veras vives aquí? Mira tú qué sitio tan estupendo, a un tiro de piedra de Madrid, y parece que estamos en el campo. ¿Y ese rosal? Hay que ver lo bien que está a pesar de este calor sahariano… ¿Que qué hago por aquí? Y, ya ves, dando una vuelta… Qué amable invitarme a pasar un momento a tu casa, no quiero molestar, claro. A lo mejor estabas trabajando o metido en internet… Sí, si yo también soy superadicta, estoy todo el día conectada. ¿Cuál es tu nick? Tal vez hayamos coincidido en algún foro sin saberlo…


Algo por el estilo era lo que pensaba decirle al doctor Fuguet asomándome con cara de tonta por encima de la tapia de su jardín. Una estrategia de acercamiento poco imaginativa, lo reconozco, incluso un pelín temerario el detalle de preguntarle por su nick; pero lo cierto es que nada de esto llegó a tener lugar. El hombre propone y Dios dispone, se dice siempre y, en este caso lo que dispuso fue que, apenas entrar en la calle en la que él tenía su casa, sufriese yo el más furioso e inopinado ataque por parte de un yorkshire terrier enano que hincó sus dientes finos como estiletes en mi pantorrilla. El sol caía a plomo derritiendo el asfalto. No había un alma en la calle y la única persona que acudió a mis nada discretos gritos de dolor fue Pedro Fuguet.

– Vamos, Heathcliff, vuelve a tu casa, niño malo, venga, fuera de aquí -exclamó, y luego, después de explicarme que Heathcliff era el terror del barrio y que sus dueños no ganaban para denuncias porque la criatura tenía la mala costumbre de cavar una salida por debajo de un seto y atacar a los viandantes, me invitó a su casa a reponerme del susto.

– Pasa y tómate algo. Supongo que querrás esperar a que vengan mis vecinos para hablar con ellos, aunque lo mejor de todo es que te dé su teléfono. Trabajan hasta tarde y no creo que vuelvan antes de las ocho o las nueve. A ver, déjame que le eche un vistazo a esa pantorrilla. Bueno, bueno, creo que de ésta no te vas a morir.


Di por bien empleado el dolor de la dentellada. Mi pobre gemelo izquierdo mostraba dos hendiduras minúsculas y profundas como la picadura de una víbora, pero a cambio me ahorré tener que dar tontas explicaciones sobre qué hacía en un barrio tan apartado, puesto que nuestra conversación inicial giró exclusivamente alrededor de Heathcliff y sus muchas víctimas. Además, era agradable dejarse atender por alguien de manos tan solícitas. «Mira, ven, siéntate aquí, junto a la ventana, estarás más cómoda. Es una herida superficial y Heathcliff tiene todas sus vacunas, no te preocupes, ya he tenido que socorrer a otro par de damnificados, por eso lo sé. De todas maneras, te voy a hacer una cura. No, no, no es ninguna molestia, en seguida traigo el botiquín. Espera aquí, tengo que subir al tercer piso, que es donde está mi cuarto de baño. Esta casa es pequeña pero muy alta, igual que la torrecita de un cuento de Grimm.»

«Sí, como la de Rapunzel», pensé en responderle alardeando de entendida en literatura popular, pero preferí no levantar innecesarias suspicacias mencionando ese nombre.

Pedro Fuguet se dirigió entonces hacia el hueco de la escalera y calculé que tardaría unos cuantos minutos en volver, lo que me daba oportunidad de echar un buen vistazo a mi alrededor. Creo que, inconscientemente, lo que buscaba eran vestigios del paso de Olivia por aquella casa, su influjo en la vida de Fuguet. Pensaba, que igual que ocurría en casa de Flavio, la personalidad de mi hermana reinaría oculta, tal vez en la elección de los muebles o en el color de las cortinas. Oli era de esas personas que dejan su impronta en la vida de otros. Con un poco de suerte, tal vez podría incluso encontrar alguna foto de ellos dos en los tiempos en los que se veían. Pero nada. Por más que intenté descubrir la sombra de mi hermana en alguna parte, ni los muebles, ni las cortinas, ni uno solo de los enseres la recordaba. La casa de Fuguet era como él mismo. Discreta y solitaria, con cortinas azul grisáceo que entonaban bien con los muebles, sencillos y recios, mientras que las paredes pintadas en ocre invitaban a una cierta melancolía. Me acerqué entonces a una mesa camilla que había al fondo del salón en la que se agolpaba media docena de fotos en marcos de madera. Miré hacia arriba para ver si bajaba Fuguet, pero ningún ruido delataba su regreso, de modo que me permití estudiar las fotos una a una. Eran todas antiguas y de personas mayores. Seguramente se trataba de sus padres, también y posiblemente de sus abuelos u otros allegados vestidos de ese modo tosco pero aseado que hace pensar en una familia de pequeños agricultores. Sin duda el mundo de Pedro Fuguet y el de mi hermana Olivia debían de haber tenido pocos por no decir ningún punto en común.

– La buscas a ella, ¿verdad? No está. No está en ninguna parte.

Me volví, y allí, junto a la escalera, se encontraba Fuguet con el botiquín en la mano. Una vez más me pareció muy alto y desvalido, igual que su torrecita de Rapunzel.

– ¿Cómo dices? -pregunté.

– Lógico, tú eres su hermana y es normal que la busques en lugares en los que sabes que ha estado. Yo lo hago, o mejor dicho, lo hacía. Es difícil acostumbrarse a pensar que ya no volverá. Figúrate que hace un rato, cuando te vi en la calle, me pareció que la estaba viendo a ella.

– Olivia y yo no podíamos parecemos menos -dije asombrada.

– Cierto, pero igual que tú la buscas en esta casa porque sabes que ha estado aquí, yo la busco en ti aunque seáis tan distintas. A lo mejor eso es lo que te ha traído hasta mi puerta, sin darte cuenta, Ágata. Yo no creo en las casualidades.

Preferí, por prudencia, no preguntarle a qué casualidades se refería, y aprovechar su mención a Oli para hablar un poco de ella y de lo que habíamos vivido juntos en el Sparkling Cyanide.

– Nunca podré olvidar aquellos días -dije-, apenas fueron dos pero pasaron tantas cosas… Lo que más lamento es haber estado ausente en las últimas horas de la vida de mi hermana. Eso y no haberla visto con demasiada frecuencia en el último año. Quién sabe, es posible que cambiara mucho hacia el final de su vida, tal vez para mejor…

– ¿Mejor? Olivia era siempre la misma. Capaz de lo más terrible pero también de lo más maravilloso y extraordinario, así la recuerdo yo. Mejor dicho, no es que recuerde, es que ahora sé.

– ¿Y qué sabes? Cuéntame por favor. Me gustaría tanto conocer qué pasó en esas tres horas que estuve ausente, indispuesta. Lamentablemente, nada que puedas decirme cambiará los hechos, pero ¿qué viste tú? ¿Coincidiste con alguien en cubierta en aquella hora previa a su muerte? Me daría mucha paz saber cómo fueron sus últimos minutos, necesito averiguarlo…

– ¿Qué quieres saber, Ágata? Lo mejor es que preguntes y yo te contestaré lo mejor que sepa -dijo mientras indicaba que me sentase en una de las sillas que había junto a la ventana para proceder a desinfectar la herida.

Acto seguido se agachó para examinarla mejor. Trabajaba despacio y de un modo muy suave; me gustó el contacto de su piel.

– ¿Hablaste con Olivia antes de que muriera? -inquirí-. ¿A quién viste en cubierta y a qué hora?

Fuguet no contestó a la primera pregunta pero sí a la segunda.

– No soy muy bueno calculando el tiempo, pero si el accidente se produjo a las cinco, creo que yo y ese muchacho búlgaro, ¿cómo se llama?, Kalim o Kardam, fuimos los últimos en estar cerca de Oli. Recuerdo que acababa de sentarme en el salón interior cuando él entró de cubierta a coger un refresco.

– Olivia en ese momento estaba fuera, a muy escasos metros, hablando por teléfono, ¿no es así? Supongo entonces que tanto tú como él pudisteis oír lo que decía.


Tengo la impresión, y no quiero ser mal pensada, de que a esta última pregunta Pedro Fuguet contestó con las mismas, idénticas palabras que había utilizado en la investigación policial, tal como haría una persona que se ha aprendido un muy conveniente guión.

– …Yo estaba en mi camarote cuando de pronto decidí subir e instalarme en el salón -dijo-. No sé por qué lo hice, tal vez porque antes me había parecido oír la risa de Olivia a través de mi ojo de buey, que era todo menos alegre. Y sí, es verdad. Desde donde estaba en el salón interior la podía ver hablando por el móvil, también escuchar su conversación fuera. Se encontraba sentada de espaldas al mar sobre la barandilla de popa. Al cabo de unos minutos volví a bajar a mi camarote sin molestarla, no quería interrumpir.

– Ahora sabemos que estaba hablando con su médico, ese tal doctor Pedralbes. ¿Pudiste oír qué decía?

– Sólo tres palabras -respondió Fuguet-: «No-hay-tiempo.»

– ¿A qué crees que podía referirse?

– Estaba gravemente enferma, también eso se descubrió una vez muerta gracias a Pedralbes, ¿no? Supongo por tanto que se refería a que le quedaba poco tiempo de vida.

– Kardam estaba contigo en ese momento. ¿Crees que también él pudo oír sus palabras?

– En efecto -respondió Pedro Fuguet mientras sus dedos recorrían mi pantorrilla, muy suaves, muy sedantes, aunque de pronto los detuvo y me miró como si hubiese recordado algo.

– Ahora que hago memoria -dijo, y sus dedos reanudaron la cura (que por cierto estaba resultando demasiado larga y cuidadosa para una herida tan superficial)-, Kardam comentó algo pero no le di importancia en aquel momento. Al llegarnos la voz de Olivia desde el exterior con su «No hay tiempo» él comentó como para sí: «Entonces para mí tampoco.»

– ¿Y qué crees que pudo querer decir?

– Son cosas que se dicen, tonterías, supongo.

– Tal vez lo fueran si no le hubiera pasado nada a Oli, pero los comentarios que parecen intrascendentes ya no lo son tanto cuando cambian las circunstancias.

Además, si alguien realmente odiaba a Olivia era él. ¿No crees que se refería a que debía actuar cuanto antes o algo así?

Fuguet levantó la cabeza lentamente para mirarme mientras daba por terminada la cura.

– No estarás pensando que la muerte de Olivia no se debió a un accidente, ¿verdad?

– No, claro que no -mentí al ver cuánto le alteraba dicha posibilidad-, sólo te preguntaba por las palabras de Kardam; son muy extrañas.

Fuguet, que durante todo este tiempo había estado en cuclillas para mejor atenderme, se puso de pie. Ahora me miraba desde lo alto de sus casi metro noventa de estatura.

– Olvida lo que te he dicho, Ágata, olvídalo todo. Lo último que yo haría sería proyectar siquiera la sombra de una sospecha sobre otra persona. La muerte de tu hermana fue un accidente.

Me pareció que la voz le vibraba demasiado al decir esta última palabra. Su tono, en cambio era sereno, tranquilo y me miraba, siempre me miraba.

– Será mejor que me vaya -dije al ponerme de pie-. Ya me siento mucho mejor y creo que, en lo que a Heathcliff y sus dueños se refiere, haré lo que me has indicado, los llamaré por teléfono. No sabes lo que agradezco tu cura -añadí mientras le tendía la mano a modo de despedida.

Él la tomó entre las suyas sin decir palabra y luego se dirigió a la puerta para abrirla. A continuación se hizo a un lado para dejarme pasar y salimos al patio. Pude ver entonces y con todo detalle el jardín de Fuguet, el mismo por el que tantas veces había transitado mi hermana Olivia. Era muy alegre en comparación con el oscuro interior de la casa. Caminábamos en silencio, de modo que comencé a hacer un comentario sobre lo bien cuidado que estaba todo, sobre su único rosal, sobre la suerte de vivir casi en el campo, lejos del bullicio de la ciudad, pero él no me dejó terminar. Se había acercado al rosal y, con un movimiento tan rápido como experto, cortó la mejor rosa que en él había.

– Me gustaría que la guardases de recuerdo, no tiene espinas.

– No hay rosal sin espinas -sonreí-. Al menos eso dice el tópico.

– Éste sí. Se las quito una a una. Lo hago desde que ella murió.

A mí entonces sólo se me ocurrió preguntar:

– ¿Por qué dijiste antes que yo te recordaba a Olivia, Pedro?

El no respondió a mi pregunta sino que me hizo esta otra:

– ¿Te puedo llamar algún día, Ágata? Me gustaría mucho volverte a ver.


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