Primera Invitada, Ágata Uriarte

Allí estaba esa carta, junto a otras que le había entregado su casero al tiempo que le recordaba (de muy malos modos, por cierto) que le debía ya dos meses de alquiler. No hacía falta examinarla demasiado para adivinar que no se trataba del impreso de un banco, tampoco de un anuncio de venta por catálogo, propaganda electoral, ni ninguna otra forma de correspondencia no solicitada. Era uno de esos sobres que uno sopesa e incluso admira antes de abrir porque está escrito a mano, lo que trae recuerdos de tiempos lejanos cuando las cartas eran personales, interesantes y, en ocasiones, ay, de amor.

Ágata, sin embargo, no hizo nada de esto. Ni falta que hacía. Aquellos trazos de curvas marcadas que todo lo insinuaban, esas vocales abiertas que se unían a unas consonantes en apariencia débiles pero que un grafólogo hubiera calificado sin duda de tramposas; esas íes exhibicionistas con un circulito por punto… toda esa información sobre la personalidad del remitente estaba bien clara para quien quisiera descifrarla, sólo que nadie más que ella, Ágata, parecía haberlo logrado nunca.

«Olivia Uriarte», rezaba el remitente. ¿Desde cuándo su hermana había dejado de usar el apellido de su marido como era su exasperante costumbre? Quién sabe, hacía tanto tiempo que no tenía noticias suyas. Bueno, eso tampoco era cierto, se veían algunas Navidades y fiestas señaladas. Además, desde hacía años, Olivia solía telefonear inesperadamente desde Johannesburgo, Provenza, Zúrich, Santa Margarita o Corfú y preguntarle retóricamente qué era de su vida para después contarle la suya en una frase que lo resumía todo: «… Yo, en cambio, sensacional, ni te imaginas, tesoro, in-cre-í-ble. Por cierto, Flavio te manda muchos besos.» En realidad lo único que había cambiado en la conversación a lo largo de tantos años era el nombre de quién mandaba los besos. Primero fue Rupert, después Moshe, luego Heine, más tarde Juan Mario, últimamente Flavio… nombres sin apellido porque son de sobra conocidos; salen en las revistas económicas y en las páginas salmón de los periódicos internacionales: su hermana coleccionaba maridos como otros coleccionan ceniceros o tarjetas postales. A veces Ágata se preguntaba con cuántas iniciales entrelazadas a la suyas tendría Olivia toallas de baño, por ejemplo, o servilletas, o sábanas, o sobres de correo. Con media docena, lo menos. Sí, la vida de su hermana estaba llena de monogramas. Y es que ella tenía a gala ser muy tradicional (siempre que fuera en lo accesorio, claro).

Curiosamente, en esta ocasión, las iniciales de su último marido habían sido tachadas del sobre de correos y encima de ellas Olivia había garabateado su nombre seguido de una dirección en alguna parte de Mallorca. Pero ¿por qué le escribiría una carta? Ya nadie lo hace. «Sólo -se dijo- puede tratarse de una invitación.» Claro, eso era y ¿qué esperaba para abrirla? Tampoco podía tratarse de un misterio muy grande.

Aun así, Ágata aguardó un poco más. Siempre le había gustado jugar con su hermana al escondite. Siempre, desde el momento mismo en que ambas descubrieron dicho juego, Olivia con cinco o seis años, ella con dos menos: la hermana guapa y la hermana fea, el ángel y el conguito. Ágata recuerda lo tonta que era de niña y cómo pensaba que la belleza era algo que se adquiría cumpliendo años. «Cuando sea mayor seré guapa como mamá y cuando cumpla seis, tendré el pelo rubio y liso como el de Olivia.» «También tendré sus ojos grises», solía prometerse al descubrir las largas trenzas de su hermana, escondida tras los pliegues de las cortinas de su dormitorio o bajo una mesa camilla. Pero llegó su sexto cumpleaños y luego el séptimo y sus ojos y su pelo siguieron siendo del mismo color que antes, uno que su madre llamaba «color ratón». «Sí, mi amor, tú eres mi ratón gordito.»

«El año que viene seré guapa y muy delgada», se había jurado Ágata entonces y a la espera de que se produjeran ambos prodigios continuó jugando a descubrir las trenzas de Olivia entre cortinas o a provocar la expresión contrariada de sus ojos grises cuando la sorprendía escondida, por ejemplo, dentro del armario de la ropa blanca. Allí estaba su hermana tumbada de medio lado, una bella durmiente entre las sábanas buenas de mamá, esas que jamás se usaban. Entonces Olivia se erguía intentando bajar de tan estrecho escondrijo y al darse cuenta de lo difícil que era, clavaba en su hermana sus enojados ojos claros: «Venga, tonta, ya no juego más. Ayúdame, no sé cómo salir de aquí.»

La misma escena iba a repetirse muchas veces, no sólo en su infancia sino a lo largo de los próximos treinta y tantos años: Olivia muy bella, siempre tumbada, siempre en una actitud prohibida: «Venga, no juego más, ayúdame, no sé cómo salir de aquí.» Ágata sonrió. «Realmente -se dijo- la vida es muy poco imaginativa y se repite siempre. No, peor aún: se autoparodia una y otra vez.» Por eso estaba segura de que, fuera lo que fuese lo que contuviera aquel sobre que tenía en la mano, una invitación, una participación a una nueva boda, o cualquier otra cosa, querría decir exactamente eso: «Ayúdame, Ágata, no sé cómo salir de aquí.»


Por fin rasgó el sobre.

Olivia Uriarte tiene el placer de convidarle a rezaba la parte impresa de la tarjeta y luego, a mano, sobre la línea punteada, su hermana había escrito: «Festejo mi divorcio con un grupo de grandísimos amigos (atrás te pongo la lista). El Sparkling Cyanide está atracado en Andratx y navegaremos por allí; Flavio me lo deja hasta finales de julio.»

Sólo faltaba añadir: «Y Flavio te manda muchos besos», pero en realidad estaba implícito en el texto. Todo lo que tenía que ver con Olivia estaba rodeado siempre de lo que ahora llaman «buena onda». Por lo que decía aquella tarjeta, su hermana acababa de poner fin a su quinto matrimonio pero, aún así, su ex le prestaba un yate para que paseara con sus amigos en plenas vacaciones de verano. Y es que otra de las grandes virtudes de Olivia era que siempre quedaba en excelentes relaciones con todo el mundo: con sus diversos ex maridos, con los amigos a los que traicionaba, incluso con las mujeres a las que les había robado un amante. Era imposible estar enfadada con ella por mucho tiempo, como imposible era no protegerla; hay gente así, a la que todos desean socorrer.

Ágata se preguntó quiénes y cuántos serían los «grandísimos amigos» a los que Olivia había invitado a tan original reunión. Según anunciaba el texto, en el reverso de la tarjeta había una lista, de modo que la volvió y comenzó a leer:


Cary Faithful.


El primero de los nombres era ya bastante revelador, «el bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dijo, pero en vez de seguir leyendo el resto de la lista, decidió jugar otro rato más con Olivia al escondite, dedicándose a adivinar quiénes podían ser los demás invitados. Lo más seguro, dados los catastróficos momentos económicos que atravesaba el mundo en ese momento, era que entre ese grupo de «grandísimos amigos» hubiera uno o tal vez dos candidatos a sustituir las iniciales de Flavio en próximos manteles, sábanas, toallas y demás enseres. Sí, seguro, porque si el juego de infancia favorito de Ágata había sido el escondite, el de Olivia era (y seguía siendo) el de la oca y tiro porque me toca. Y claro que le tocaba, una y otra vez, porque ella era tan guapa, con esos ojos grises que nunca habían perdido el brillo confiado de la infancia. «Vamos -se dijo Ágata de pronto-, tampoco había que exagerar, Olivia no podía continuar siendo la maravillosa niña que había sido en tiempos, iba a cumplir 43 años el próximo septiembre. Además, le habían ocurrido cosas terribles en los últimos tiempos. Mucho peores de lo que ella misma estaba dispuesta a reconocer, sobre todo después del accidente y la muerte de sus dos hijas. Sin embargo, Olivia siempre había sido como los buenos boxeadores. No parecía encajar y menos aún acusar los golpes que recibía, para ella todo era siempre… "sensacional".»

Bueno, aunque así fuese, y aunque Ágata hacía tiempo que no la veía, lo más seguro, caviló, era que su hermana ya no fuera tan espectacularmente guapa como antes. «La vida y sus reveses dejan demasiadas cicatrices -se dijo- y la cirugía plástica reiterada más aún. ¿Por qué iba a ser Olivia una excepción?»

«Convéncete querida, las mujeres guapas siempre envejecen peor que las feas y no digamos las rellenitas como tú. El tiempo es el gran vengador, ya lo comprobarás.» Algo así le había dicho su coach (ahora los llaman coach) pocas semanas atrás en una de sus últimas sesiones en aquel consultorio de nombre tan esperanzador: el Mente y Cuerpo al que ella había acudido con la intención de perder seis o, mejor aún, ocho kilos. Pero Ágata no deseaba pensar ahora en Mente y mucho menos en Cuerpo. En realidad, todo lo que se decía en establecimientos de ese tipo servía de muy poco; sólo de vez en cuando alguna frase aislada como aquélla tenía la virtud de hacer diana. «Las guapas envejecen peor que las feas.» Qué cierto era aquello y qué fácil comprobarlo, no sólo en el caso de las famosas que uno ve en la tele sino también mirando simplemente alrededor. Cuando declina la juventud, de las guapas se dice con fingido, o por qué no, sentido pesar: «Ay, ¡con lo que fue Fulana!» De las feas suele comentarse: «Bueno, mira, sigue siendo la misma de siempre.»

«… Además, tú no tienes un gran problema de sobrepeso, ni mucho menos eres fea, Ágata. Son ideas tuyas debidas, con toda seguridad, a las comparaciones entre hermanas. Y es que, si entre otras personas son odiosas, entre hermanas pueden ser letales. No sabes cuántos casos como el tuyo tengo en mi fichero. Por favor, recuerda siempre esto, querida: ser bella es una actitud; tu hermana la tiene y tú no. Sentirse bella es ser bella. Hazme caso: no estás gorda sino hermosa y en el corazón de todos los hombres hay una gordita, te lo aseguro yo que de esto sé un rato.»

Sí, todo esto tan balsámico le había dicho aquella mujer mitad psiquiatra mitad dietista de la que ni siquiera recordaba el nombre. Sólo recordaba la pastilla que le había recetado. Milagrosa, por cierto. A saber qué ocurriría cuando pasara su beatífico influjo, pero de momento le había hecho perder tres kilos, y eso sin dejar de comer, que era lo que más le gustaba a Ágata.

Treinta y tantos años. Durante tres largas décadas, mientras su hermana cambiaba de marido y de iniciales bordadas, ella había cambiado de dietistas y de loqueros. Bueno, tampoco eso era tan malo como parecía. Para empezar, dietista y loquero son palabras feas pero muy útiles. Además, si su hermana había tenido éxito en lo sentimental, ella lo había tenido sin duda en el campo laboral. No en su ocupación conocida, digamos; ser profesora de Lengua y Literatura en un colegio concertado no es exactamente triunfar en la vida, pero Ágata tenía otra vida y también otra profesión. Una que había ido creciendo y prosperando entre dietista y loquero, entre sintagmas y fonemas. Y Ágata rió, pensando que era una suerte que existieran «profesiones» como la suya en las que haber tenido una infancia desgraciada o humilde (o las dos cosas a la vez, como en su caso) resultaba de lo más útil. «Que me lo digan a mí, la famosa, la muy comprensiva madame Poubelle…» «Madame Basurero», tradujo Ágata antes de volver a reír, porque ella reía siempre. Y es que también eso lo había aprendido a los cinco o seis años de edad: las niñas guapas consiguen todo lo que se proponen con unas cuantas lagrimitas, las gordas y feúchas deben recurrir a la risa: ya sea la que prodigan o la que provocan.

Se encontraba ahora de pie en el salón de su casa y miró a su alrededor. Aquel apartamento de dos habitaciones no tenía nada que ver con la casa espléndida en la que, sin duda, viviría su hermana, pero había que reconocer que también ella había logrado recorrer un largo camino desde su lejana y oscura infancia. ¿Pensaría Olivia en aquellos años de compartida y gris existencia tanto como ella? Si lo hacía, y, sobre todo, si hablaba de su infancia con sus amigos ricos de ahora, lo más probable es que la adornara considerablemente. En realidad, no le sería muy difícil hacerlo puesto que la infancia de ambas era muy adornable. Bastaba con cambiar apenas un par de detalles para convertirla, incluso, en fascinante.

Durante su adolescencia Ágata había tenido ocasión de oír muchas veces cómo su hermana hablaba a otros de su pasado común. Por eso podía imaginar muy bien lo que contaría a sus amigos ricos, a sus diversos maridos o amantes en una primera cita: «Mira, cuore, aquí donde me ves, yo soy una víctima de la guerra fría. Más aún, soy la espía esa de la que hablaba John Le Carré y que surgió del frío.» Ágata sonrió. Si aquél continuaba siendo el discurso de su hermana mayor, pronto iba a tener que revisarlo para no sonar antediluviana: ya casi nadie recuerda qué demonios era la guerra fría. Pero bueno, puesta al día y utilizada con habilidad (y Olivia era muy hábil) la frase seguro que continuaba suscitando cierta curiosidad: «¿Espía?», pongamos que preguntase el intrigado interlocutor, y Olivia seguramente respondería algo así: «Bueno, verás» (sonrisa deliciosa) «para ser exactos, el espía era papá, en la Rusia soviética, ¿sabes? Te hablo de un par de años antes de la Perestroika, allá por los ochenta, en "la capital de las tinieblas", que es como entonces llamábamos a Moscú. No te puedes imaginar lo in-cre-í-ble que fue mi infancia dividida entre los terciopelos de las embajadas y el olor a repollo de nuestra escuela Máximo Gorki. ¿Ves esta cicatriz que tengo junto a la ceja? Me la hice en clase de Guerra. Sí, tesoro, como lo oyes. En los colegios soviéticos de entonces nos enseñaban a armar y desarmar un kalashnikov. Hasta las niñas teníamos que estar preparadas para defender la Revolución»

Si la curiosidad del oyente hacía que éste preguntara si ella era rusa, Olivia seguramente abriría sus maravillosos ojos grises antes de achinarlos en señal de complicidad o de flirteo: «Soy del mismo corazón del Madrid de los Austrias. Pero he vivido en tantos lugares que me considero ciudadana del mundo. Papá estaba en el servicio diplomático ¿sabes?»

«Ciudadana del mundo» y «servicio diplomático» eran dos formas hábilmente engañosas de retratar lo que había sido su infancia. Si pasar un par de veranos junto a una tía emigrante cuyo marido regentaba una cantina militar al sur de Inglaterra la convierte a una en «ciudadana del mundo» y si vivir año y medio en un barrio obrero de Moscú donde su padre ejerció una agregaduría militar de bajo rango puntúa como «servicio diplomático», ambas cosas eran ciertas. Y es que se puede mentir mucho alejándose apenas de la verdad, eso Ágata lo sabía bien, se lo había visto hacer siempre a su hermana. A ella en cambio no le gustaba adornar el pasado. Por eso, cuando contaba su vida (a loqueros o dietistas, por ejemplo, y sólo un tonto les mentiría a unos u otros, según Ágata) solía hacerlo de forma parecida y a la vez completamente distinta.

Empezaba así: «Un eterno vivir de liliputienses en tierra de gigantes, un quiero y no puedo, ésa es la mejor manera de describir lo que fue nuestra infancia. O mejor aún, para comprender lo que intento decir basta con conocer nuestros nombres completos. Mi hermana y yo nos llamamos respectivamente María Olivia y María Ágata Sánchez Gómez-Uriarte. Pero muy pronto perdimos los María, necesarios sólo para la pila bautismal en tiempos franquistas, y más tarde desaparecieron también como por ensalmo el Sánchez y también el Gómez. Mi madre, a la que le encantaban las novelas románticas, había elegido para nosotras aquellos dos nombres poco comunes y a la vez sofisticados porque, según ella, un apelativo con sonoridad aristocrática ya predispone un poquito a serlo.

¿Quiénes son los que sostienen que un patronímico prefigura lo que uno va a ser en la vida? ¿Los esquimales? ¿Los indios sioux? ¿Los bosquimanos tal vez? Y tienen razón, he ahí, en origen, la finalidad de un nombre, abrir camino, crear un personaje, ayudar a inventarse un pasado y más aún un futuro. Por eso, mi hermana Olivia y yo paseamos nuestros bonitos nombres tanto por el sur de Inglaterra en casa de nuestra tía la cantinera como más tarde por la Unión Soviética, con la ventaja de que ambos suenan bien en todos los idiomas. En Moscú, por ejemplo, el ábrete sésamo de nuestros nombres de pila fue extremadamente eficaz, al menos al principio. Allí, y como diría mi hermana Olivia, nos permitieron "pasear desde los terciopelos de las embajadas al olor a repollo de nuestro colegio Máximo Gorki".»

En este punto de la explicación, los dietistas siempre interesados en encontrar a la preocupación de la paciente por su aspecto físico una causa infantil y remota, solían escribir aplicadamente en sus informes la palabra «repollo» y luego la palabra «terciopelo» antes de preguntar: «¿Qué significado tiene para ti la combinación de ambas palabras, Ágata? Háblanos un poco de todo eso.»

La explicación de «repollo» era la más fácil y Ágata solía comenzar por ahí. Relataba cómo, en los tiempos en que ellas vivieron en Moscú, toda la ciudad, todas las repúblicas y todo el grandioso paraíso soviético, olían a berza recocida. Y en la vida de los Sánchez Gómez, tal perfume ambientaba tanto la oscura oficinucha en la que trabajaba su padre como el colegio público en el que ellas estudiaban, para luego reinar omnipresente en el diminuto apartamento proletario que el gobierno facilitaba a los militares «visitantes».

Tal vez fue allí, entre esas tristes paredes que su madre adornaba con tarjetas postales de países extranjeros, como si de obras de arte se tratase, donde Olivia comenzó a soñar. Muchas veces Ágata la había sorprendido calcando el singular contorno del Palacio de Buckingham o el de Versalles en una cuartilla. Entonces pensaba que aquella actividad de su hermana era una forma de matar las horas que no podían matarse ni viendo la televisión (casi inexistente) ni jugando en la calle (veinte grados bajo cero no invitan a ello). Mucho más adelante comprendió que lo hacía por otra razón: igual que los niños aprenden a escribir haciendo palotes, Olivia aprendía los rudimentos de una vida regalada rebordeando sus contornos.

Llegado el momento de describir a su interlocutor la parte del «terciopelo», Ágata solía relatar siempre la misma escena. La vez que, junto a su madre, Olivia y ella asistieron a una función infantil en el Teatro Bolshói invitadas por un tercer secretario de la Embajada de España. La Filarmónica de Moscú tocaba Pedro y el Lobo, de Prokófiev, y aquélla sería la primera y única ocasión que ambas tuvieron de ver de cerca cómo era el mundo de sus compañeros de colegio más afortunados, los hijos de diplomáticos de verdad. Porque aunque la escuela a la que acudían era estatal, y por tanto gratuita y popular, estaba de moda entre los diplomáticos extranjeros de entonces matricular allí a sus hijos un par de años durante la educación primaria: «Para que aprendan ruso, querida, el mundo es de los osados e imagínate lo bien que van a quedar nuestros hijos en la Sorbona cuando comprueben que hablan el idioma del Comecón.»

Ágata nunca logró hacerse amiga de ninguno de aquellos niños privilegiados; Olivia, naturalmente, sí. E incluso fue invitada alguna tarde a merendar a casa de la hija de un embajador latinoamericano, una tal Sandrita con apellido muy vasco. Tenía su hermana entonces casi doce años y muy pronto iba a aprender que existe un puente levadizo e invisible que separa el mundo de los ricos del resto de los mortales, uno que permanece transitable durante toda la primera infancia. Y es que la infancia es igualitaria, democrática. Los hijos de los ricos juegan sin restricciones con el niño del jardinero o del lechero; no existen prejuicios ni clases sociales, no hay desdenes, ni narices respingadas. Sin embargo, un día, y sin previo aviso, el invisible puente se hace menos incorpóreo, luego se alza y se acabó la confraternización. Se pasa entonces del «tú eres mi mejor amigo» al «mi madre no me deja», de ahí al «perdona, hoy tengo clase de esgrima» y se acaba en «perdona pero no me acuerdo muy bien ni de cómo te llamabas». Por eso, en un momento dado, todo cambió para Olivia sin que ella comprendiera la razón aunque muy pronto iba a descubrirla.

Allí estaba ahora su gran amiga Sandrita Urziza en el Teatro Bolshói, buscando su localidad entre las butacas de terciopelo, monísima ella con una falda escocesa y un pulóver verde, tan mayor. No como Ágata y Olivia, que a sus diez y doce años vestían aún de niñas pequeñas con nido de abeja, nada menos y (oh, Dios mío) el dobladillo sacado para que no les quedasen cortos sus trajes de fiesta. Las luces se apagaron al fin. El gran telón rojo se alzó y, durante un buen rato, todos parecieron vivir sólo las aventuras de Pedro y el Lobo. Todos menos Olivia, que no paraba de mirar a Sandrita Urziza, allá muy lejos, junto a otras amigas también de falda escocesa, quienes, a pesar de los esfuerzos mudos de Olivia por reclamar su atención, no miraron ni una sola vez hacia donde ella estaba. Ágata no recuerda bien lo que pasó a continuación. Tal vez debió quedarse dormida, porque cuando quiso darse cuenta, se encontraban ya casi en el final de la obra, en ese momento en el que el solo de flauta con sus acordes más apremiantes relata cómo el lobo está a punto de comerse al pajarito amigo de Pedro. Y ya lo tiene en sus garras. Y ya lo va a devorar y Ágata repara en cómo los dedos de su hermana se crispan sobre los pliegues de su vestidito de nido de abeja una y otra vez, mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas. «Vamos, Oli, no te apures, sólo es un cuento.» «No llores», quiere decirle, porque ella tiene diez años y aún no sabe nada de los puentes que se levan de la noche a la mañana. Por eso tampoco entiende por qué esas niñas amigas de su hermana ríen y se dan codazos cuando por fin miran hacia donde están ellas dos. Y tan pequeña es Ágata que tampoco sabe distinguir estas miradas de otras «hambrientas», podría decirse, que le dedican a Olivia unos chicos que están en la fila de adelante. Para ella, todo el mundo mira a su hermana por la misma razón. La miran porque es guapa, porque es rubia y con ojos grises, porque llora por el pajarito que están a punto de comerse. «No sufras, Oli, no llores. Ya verás como pronto se acaba todo esto y baja el telón.»


Existe para Ágata otro recuerdo de aquella noche y tiene que ver no sólo con los terciopelos del Teatro Bolshói o con las faldas escocesas de Sandrita Urziza y sus amigas, sino con un nombre que acaba de leer minutos antes en el reverso de la invitación que le ha enviado su hermana: Cary Faithful. «Hay que ver qué pequeño es el mundo», piensa Ágata. El lobo se acababa de comer al pajarito y faltaba muy poco para que se encendieran las luces del teatro Bolshói, cuando uno de los muchachos, uno de la clase de los pequeños, Cary Faithful precisamente, se inclinó hacia Olivia para alcanzarle un pañuelo para sus lágrimas. Y al ofrecérselo, Ágata creyó ver como casi le daba un beso a su hermana. «Qué bien, ahora se morirán de envidia Sandrita Urziza y sus amigas», se dijo entonces Ágata porque ella conocía el mágico efecto del llanto de Oli. «Sí, sí, seguro, -añadió-. Esas bobas han visto perfectamente cómo el chico le ha dado a Oli un beso, que se fastidien.»

Pero qué pequeña es Ágata y qué tonta también, que no entiende nada de nada, porque en vez de morirse de envidia, lo que ocurre es que, al ver aquel beso, las niñas se mueren de risa redoblando los codazos cómplices. Y al mirar la cara de su hermana, Ágata descubrió con asombro que no había en ella lágrimas, ni una sola, y que incluso rechazaba de un manotazo el pañuelo que le ofrecía aquel niño tan amable. Y esa tarde, a pesar de sus pocos años, Ágata aprendió dos cosas interesantes sobre el amor y sus misterios: una, que los gestos bondadosos y los besos no valen nada de por sí, sino que dependen de quién los prodigue. Y dos que, a pesar de que las chicas guapas todo lo consiguen con unas cuantas lagrimitas, hay ocasiones en las que una niña guapa no llora así la aspen, y es, precisamente, cuando otras niñas guapas ríen.


«El bueno, el pequeño, el insignificante de Cary», se dice Ágata mientras recuerda el aspecto que tenía entonces aquel muchacho. ¿Quién iba a pensar que un chico no demasiado inteligente ni muy atractivo, con un aire desgalichado y un perpetuo gesto de azorada sorpresa, acabaría convirtiéndose en uno de los hombres más sexys del mundo? Cary Faithful, sí, aquel del que todos se reían en el colegio porque, para colmo, tenía nombre de chica, era ahora el actor inglés al que todos consideraban heredero del gran Cary Grant, con quien incluso compartía nombre de pila, qué cosas.

«Qué razón tiene mi dietista -se dice Ágata con una carcajada-. Verdaderamente el tiempo es el gran vengador.» Porque lo más probable es que, treinta y tantos años más tarde, la tal Sandrita Urziza y sus monísimas amigas fueran todas damas otoñales. Amas de casa aburridas, vestidas aún con idéntica falda escocesa allá en Quito, en La Paz, en Asunción, o donde quiera que vivan con más pena que gloria. Devoradoras de tranxiliums, y madres de otras sandritas urzizas igualmente monísimas que también reirán y se darán codazos ante niñas «distintas» a ellas. «Y en sus viditas de ahora -se dice Ágata-, cuando hojeen alguna revista de cotilleos de Hollywood en la que aparece Cary Faithful, o una de esas publicaciones de sociedad que tanto se ocupan de Olivia y sus sucesivos maridos, sin duda comentarán con mal disimulado orgullo a otras amigas tan devoradoras de tranxiliums como ellas: «Huy, a estos dos los conozco yo de toda la vida. Fuimos amigos en la infancia y siempre supe que llegarían lejos. Somos íííntimos, ni te imaginas."»

«Sí, eso dirán -rió una vez más Ágata-. Sin sospechar que yo, la hermana fea, el conguito, soy tanto o más conocida que ellos dos, a mi modo.» «La famosa madame Poubelle», vuelve a decir Ágata en voz alta con el aire de misterio del que gusta rodearse cuando habla de cierta parcela secreta de su vida. «La invisible, la influyente, la in-fa-li-ble madame Poubelle que ahora se dispone a utilizar sus largas -y muy mal pagadas, por cierto- vacaciones como maestra de escuela para embarcar en el ¿cómo dicen que se llama ese barco tan superguay? Ah sí, en el Sparkling Cyanide. Bonito nombre.»


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