– Tranquila, señora, lo más importante ahora es que haga memoria. Ya sé que son momentos difíciles, pero intente sobreponerse y pensar con claridad. Vamos a hacer una ronda de preguntas a todos ustedes, posiblemente por separado, por lo que es necesario que permanezcan en sus camarotes.
Ágata observó al hombre que tenía delante. «Qué poco se parecen los policías de verdad a los de las películas -pensó al ver a aquel guardia civil tan joven y menudo que casi flotaba dentro de su uniforme verde-. ¿Cuántos años podía tener, ¿veinticuatro? ¿veinticinco? Incluso parecía menos.»
– ¿Quiere que comience a hablar ya? -preguntó.
Pero aquel muchacho (el cabo Padilla, dijo llamarse) la tranquilizó con unos golpecitos en la mano.
– Hay tiempo. Cuando mi superior, el teniente Gálvez, termine con la inspección ocular, procederemos a hacer el atestado. Usted permanezca aquí y procure recordar las horas previas al descubrimiento del cadáver. Todos los detalles son importantes.
Fue Vlad Romescu quien descubrió el cuerpo de Olivia. Eso es lo primero que logra recordar Ágata. Eso, y que éste apareció en la plataforma de los bañistas, sin signos de violencia. Recuerda también cómo, a la voz de alarma del capitán, todos se habían congregado en cubierta junto a la tripulación. Cuando ella llegó, allí estaba ya el doctor Fuguet, que intentó reanimar a la accidentada durante lo que a Ágata le pareció una eternidad, pero sin éxito. ¿Qué había pasado? Alguien aventuró que parecía claro que Olivia hubiese caído de espaldas desde la barandilla de popa. Pero ¿estaba sola en ese momento o había alguien más? Cada uno negó haber visto u oído nada.
Lo que hicieron a continuación fue pedir ayuda por radio y entonces, siguiendo las indicaciones de la Guardia Civil del mar, el barco regresó a tierra. Ahora se encontraban atracados en el puerto de Andratx a la espera de la llegada del forense, pero se hacía esperar. Por lo visto había habido un accidente en carretera con varios muertos y se estimaba que tardaría por lo menos una hora. Había por tanto mucho tiempo para poner en orden las ideas tal como le pidió el cabo Padilla que hiciera. ¿Estarían los demás haciendo lo mismo en sus camarotes? Los recuerdos de unos y otros rara vez coinciden, se dijo Ágata, pero ella estaba muy segura de cuáles eran los suyos. Ahora se preguntaba si tendría razón Olivia cuando decía que la muerte suele anunciarse con pequeños avisos o señales. Reviviendo cierta conversación mantenida con su hermana unas cuantas horas atrás, mientras ésta se vestía para el desayuno, Ágata no tenía más remedio que reconocer que sí.
– ¿Cómo diablos se te ocurre gastar semejante broma estúpida, Oli? Peor aún: cruel y macabra si le añadimos tu numerito de anoche. Fingirte muerta, ¡y además perfumar tu cuarto con olor a almendras amargas como si de una novela de crímenes barata se tratara! ¿A qué vienen tantas estupideces? Supongo que éste es uno más de tus jueguecitos de millonarios aburridos, pero no tiene ninguna gracia. No hay más que ver la cara que se les ha quedado a tus invitados.
– Precisamente eso es lo que yo pretendía, tonta, verles las caras. ¿No lo comprendes?
– Desde luego que no. ¿Qué es lo que tengo que comprender?
– Hay que ver lo simple que puedes llegar a ser a veces, tesoro; intentaré explicártelo de otro modo. Se dice siempre que si uno pudiera estudiar las caras de las personas que tiene alrededor en el momento de morir, no sólo comprendería quién le ha querido de verdad y quién no, sino también quién más desea su muerte e incluso quién está dispuesto a darle matarile. Por tanto, yo ahora sé perfectamente qué piensa cada uno. ¿Te importa subirme la cremallera? ¿Cómo demonios se las arreglan las mujeres que no tienen marido ni mucama para ponerse ropa que se abrocha a la espalda? ¿Cómo te las arreglas tú que nunca has tenido ni una cosa ni otra?
– Ya basta, Oli -la había interrumpido ella a punto de perder la paciencia-, ni siquiera yo, que soy tu hermana, me creo este cúmulo de frivolidades y provocaciones en el que has convertido tu vida. ¿Además, qué quieres decir con eso de verles las caras? ¿Y qué carámbanos ganas con escenas absurdas como la de anoche o como la de hace un rato?
– ¿Aún usas esa exclamación del paleolítico inferior?, ¿carámbanos? Qué deliciosamente absurda eres, mi sol.
– Déjate de tonterías y contesta a lo que te he preguntado.
A continuación Olivia aspiró profundamente y, como quien intenta hacer acopio de paciencia, continuó diciendo:
– Veamos, querida, a ver si esta vez captas la idea. Nadie va por ahí diciendo lo que verdaderamente piensa o siente. ¿No es así? La hipocresía, o lo que es exactamente lo mismo, la buena educación, es un gran invento que sirve, sobre todo, para evitarnos el molesto espectáculo de los pensamientos ajenos. Hasta ahí estamos de acuerdo, ¿verdad? Sin embargo, cuando se rompen las reglas, cuando alguien, como hice yo anoche, dice a las claras lo que posiblemente nadie se atreve siquiera a confesarse a sí mismo, las formas saltan por los aires. Y existe además otro momento aún más interesante en el que no hay disimulo que valga: al producirse una muerte, ya sea real o fingida como la mía de hace un rato. Por eso lo que viste en la cara de todos esos lobos hambrientos minutos atrás no es más que el ensayo general de lo que sucederá dentro de muy poco si los acontecimientos se producen según mis planes.
– ¿Y qué demonios va a suceder? Nada, en absoluto. Ninguna de las cosas que dices tiene pies ni cabeza, a mi modo de ver.
– Precisamente ahí está el problema. En tu forma de ver, en tu forma de pensar, mejor dicho; tú nunca piensas fuera de la caja, tesoro.
– ¿De qué caja? Explícame por favor qué nueva y superferolítica teoría tuya es ésa -retrucó Ágata, más sarcástica que curiosa.
– No es ninguna teoría mía, aunque yo siempre la he practicado. Pensar fuera de la caja significa no razonar como todo el mundo, salirse del dos y dos son cuatro. En otras palabras, es relacionar cosas dispares, sumar peras con manzanas para solucionar lo que aparentemente no tiene solución.
– Vaya estupidez -respondió Ágata, ya muy irritada, y acto seguido se dedicó a descartar con un vaivén hastiado de la mano derecha todo lo que acababa de oír.
Es más, lo archivó en cierto apartado mental suyo muy antiguo, muy misceláneo y molesto que, de tener un rótulo, rezaría algo así como «Cosas de Olivia» o «Disparates de mi hermana». ¿Para qué seguir escuchando tonterías? Eran casi las once y con toda seguridad ya estaría servido en cubierta (y, con un poco de suerte con la presencia en la mesa de Vlad Romescu, como anoche) un gran desayuno. Uno de esos que se disfrutan en sitios pijos y caros y en los que abundan excentricidades como rollmops, arepas, quién sabe si incluso blinis con caviar o huevos rancheros. «A Olivia siempre le ha gustado -ironizó Ágata- mezclar "cuisines". ¿Podré tomarme otro Nongrass 321?», se preguntó, mientras cerraba la puerta del camarote de su hermana para subir a cubierta. Al hacerlo le pareció oír, al otro lado de la hoja, una risa ahogada y a la vez amarga, pero una vez más archivó el dato en el apartado «Cosas de Oli» mientras ponderaba si tomarse un Nongrass o ensayar, en cambio, algún otro nuevo milagro adelgazante. Probar, por ejemplo, una cápsula homeopática, carísima, que le había recomendado su vecina de rellano y que, según había leído en el prospecto que la acompañaba, tenía efectos controladamente laxantes.
«Uno de estos días voy a tener que dejar de hacer experimentos con las dietas-milagro -se dijo (por supuesto sin la menor intención de cumplir su propósito)-. Mañana, juro que mañana seré buena -añadió antes de concluir-: Y ahora, ¡a desayunar!, estoy muerta de hambre. Me pregunto qué pasará con los invitados a la hora de sentarse a la mesa después de todas las bromitas de Olivia.»
En este punto, Ágata detiene sus recuerdos. ¿Iba a contarle todo lo anterior al cabo Padilla y a su jefe, el teniente Gálvez, cuando la interrogaran? Sí, por qué no, de este modo podrían conocer la personalidad de Olivia. En las películas, al menos, la policía siempre intenta averiguar este tipo de detalles. «Lo que no pienso mencionar de ninguna manera -se dijo Ágata a continuación- son mis problemas con los adelgazantes. A nadie le importan. Pero bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, me dirigía a cubierta a desayunar.»
– Esperen y van a ver -recuerda Ágata que estaba diciendo doña Cristina Sosa cuando emergió del interior del barco-. Yo no estoy educada en el Sacrè Cur (así lo pronunció ella) ni en ningún colegio platudo como ustedes, de modo que no tengo naditita así de pelos en la lengua. Tampoco tengo edad de aguantar cojudeces de niñas ricas y aburridas. De modo que, o esa mujer nos pide a todos disculpas por el susto que nos ha dado esta mañana así como por sus palabras de anoche, o a mí que me llevan a puerto ahoritita nomás.
– Vamos, mami, no eran más que bromas sin importancia -eso le dijo Sonia San Cristóbal, quien con unos shorts blancos y una camisa celeste descuidadamente abierta resplandecía como un sol.
Pero a juzgar por la cara de al menos tres de los presentes (Miranda de Winter, Kardam Kovatchev y hasta el doctor Fuguet), Ágata no tuvo más remedio que deducir que el resto estaba más de acuerdo con madame Serpent que con su adorable hija.
Cary Faithful, por su parte, continuaba con su habitual política de hacer como si nada de lo que ocurriera a bordo le afectase en lo más mínimo. A ello contribuía el hecho de que, una vez más, sus ojos se encontraban ocultos tras sus Ray-Ban, que hoy parecían, si cabe, aún más inescrutables. Y, para completar la impresión de «esto no va conmigo», su atención estaba acaparada por una BlackBerry (¿querría eso decir que por fin había cobertura?) en la que se entretenía en escribir larguísimos textos a los que acompañaba con pequeñas exclamaciones, a veces de fastidio (oh shit) y otras de infantil impaciencia (oh, come on, for Christ, sake, fucking, shit).
– Por fin aparece su señoría -empezó diciendo doña Cristina en cuanto vio a Olivia hacer su entrada en cubierta pocos minutos más tarde-. Venga para acá que le voy a decir un par de cositas. Olivia respondió distraídamente «Sí, claro, ahora voy», pero lo cierto es que continuó su camino deteniéndose tan sólo ante el doctor Fuguet, al que dedicó una de esas maravillosas sonrisas que su hermana tan bien conocía de antaño. «Qué guapa está -recuerda Ágata haber pensado en ese momento sin prestar ya más atención a las protestas de madame Serpent, que se fueron diluyendo poco a poco-. Es curioso, pero Oli tiene ahora un aspecto completamente distinto del ajado y tenso que presentaba anoche o incluso hace un rato en su camarote. Casi parece una niña -pensó, aunque inmediatamente tuvo que rectificar esta impresión porque, una vez que la sonrisa dedicada al doctor se apagó, la cara de su hermana volvió a tener su aspecto desmejorado de antes. Ágata miró entonces a Fuguet. ¿Habría él visto lo mismo que ella? Por la expresión desconcertada de su rostro estaba segura de que sí-. El pobre está loco por Oli» -se dijo antes de preguntarse a qué podía deberse la sonrisa de su hermana. Tal vez tan sólo a la cortesía, no había que buscar más explicaciones.
Ágata detiene aquí sus recuerdos por segunda vez: «¿Le interesarán estas lucubraciones mías al cabo Padilla? -se preguntaba-. Por Dios, qué difícil es decidir qué debe uno contar a la policía y qué no.»
Sea como fuere, lo que sí tiene claro Ágata en ese momento es que los dos recuerdos que vienen a continuación no piensa contárselos a la policía ni a nadie. Y no lo hará «porque lo que más podría interesar a alguien que investiga un accidente -se dice- son, supongo yo, las conversaciones que hubo entre los invitados pero éstas yo no las recuerdo en absoluto.» («Cómo es posible, señora, tiene usted aspecto de ser una persona muy observadora», tal vez le diga Padilla que, a su vez, parece perspicaz), «pero es la pura verdad, no recuerdo ni una palabra -enfatiza Ágata antes de repetirse que lo que «recuerda en cambio no piensa contárselo a nadie, así la aspen-. Porque vamos a ver -se dice-. ¿Cómo cuenta uno las dos situaciones que vienen a continuación y que son una buena y otra muy mala sin provocar más de una carcajada?»
De las dos, la primera tiene por protagonista a Vlad Romescu y unos deliciosos huevos rancheros con chile poblano, la segunda… La segunda es mejor ir por partes, porque Ágata, a pesar de los, sin duda, mucho más trágicos acontecimientos del día, aún tiembla al recordarla.
Todo comenzó con ella tomando asiento en la única silla que quedaba libre en ese momento en la mesa, una que estaba entre Cary Faithful (que por fin había dejado su BlackBerry y se dedicaba a mirar con más intensidad de lo que la buena educación aconseja los bíceps de Kardam Kovatchev) y el siempre silencioso doctor Fuguet. Se trataba de un desayuno-buffet, por lo que era necesario que cada uno de los presentes se acercara a una segunda mesa que había instalada al fondo, junto a la barandilla de popa. Y allí, en posición de revista podía verse todo un repertorio de delicias: frutas tropicales, huevos preparados de tres formas y cocciones distintas, también beicon, salmón, caviar, fiambres de diversas clases, y hasta unos arenques a la crema que hicieron relamerse a Ágata. Todo estaba al alcance de los comensales salvo las bebidas e infusiones que, según pudo ver ella, eran servidas por marineros que iban y venían entre los invitados ofreciendo dos termos, uno con agua para el té, el otro con humeante café. «Yo acababa de regresar con un plato que daba gusto verlo -recuerda ahora Ágata, y al hacerlo casi puede revivir el delicioso entrevero de aromas de todas aquellas exquisiteces-. Tres miniblinis con caviar compartían espacio escénico con una gran cucharada de arenques a la crema y luego, dorados, crujientes y rodeados de frijoles negros por todos lados como una isla, reinaban en mi plato dos soberbios huevos rancheros con mucho chile.
Mientras daba cuenta de los arenques a la crema y a la espera de que llegara el café, hice dos cosas: primero, tomarme la mágica píldora homeopática que me había recomendado mi vecina, y después me entretuve en observar la llegada de Vlad Romescu, que acababa de hacer su entrada en cubierta. «Mirar es gratis, me dije, al tiempo que recordaba que, de ser verdad lo que Olivia había apuntado la noche anterior (y por qué no iba serlo), este guapísimo Vlad del que yo no lograba apartar la vista ni un segundo y que tenía un aire tan masculino, habría sido un buen hoplita en los ejércitos de Esparta, digamos. Tonta, más que tonta, me dije, ya verás lo que ocurre cuando pase por delante de Cary, que también es de la misma cofradía y sus cuerpos se rocen. Qué mundo éste en el que es más difícil encontrar un tío heterosexual que un rinoceronte albino, añadí con un suspiro y, a la espera de tener la confirmación de mi teoría, recuerdo que enterré un gran trozo de pan en la anaranjada yema de uno de mis huevos rancheros como quien intenta cegar un ojo demasiado iluso. Llegó entonces el momento en que Vlad se disponía a acercarse a Cary, y yo venga mirar. Pero por más atención que puse, lo cierto es que no logré detectar nada, ninguna reacción delatora en él. Qué raro, continué cavilando muy asombrada mientras aquella perfección de hombre se acercaba a mí.»
Aquí Ágata hace otra pausa en sus pensamientos. Y es que lo que viene a continuación lo quiere paladear despacio, muy poco a poco, como un manjar. No culinario pero igualmente exquisito, porque lo cierto es que después de acercarse a darle los buenos días, fue él quien la rozó a ella y, no una, sino dos veces. Sí, sí, no había duda posible. Vlad había dejado que su brazo se deslizara sobre el hombro de Ágata demorando el contacto y lo retuvo ahí mientras le hablaba de algo que Ágata ni siquiera recuerda porque estaba atenta a otro tipo de lenguajes que poco tienen que ver con las cuerdas vocales, la verdad.
«Vamos, querida -se reconvino entonces mientras engullía una cantidad considerable de arenques a la crema revueltos con la yema de dos huevos-, más vale que pares ahora mismo de hacerte la novelita rosa. No sólo tú no le gustas (cosa bastante comprensible) sino que te recuerdo una vez más, por si no te has enterado, que el tío es g-a-y» -deletreó como si intentase tatuar esas tres letras en su iluso y, según ella, bastante patético corazón.
Entonces es cuando Ágata cree que comenzó a fraguarse su desastre. No la muerte de su hermana, eso vendría unas cuantas horas más tarde, sino otra calamidad. Una anterior y no tan terrible pero que sin duda jugaría un papel decisivo en su percepción de todo lo ocurrido aquel día. Quizá la culpa fuera de aquel roce imprevisto que le regaló Vlad Romescu. O tal vez del café, que estaba muy cargado. Quizá se debiera a que había engullido casi sin masticar dos huevos rancheros con arenques a la crema. Aunque lo más probable es que se debiera a todo eso unido a aquella píldora homeopática de efectos, oh, Dios mío, laxantes. Pero lo cierto es que en cuanto Vlad se alejó un par de metros para servirse unas tostadas, Ágata sintió los primeros indicios de una suerte de turbulencia. De un tsunami que comenzaba a manifestarse no en el mar, que estaba en perfecta calma, sino en su estómago o, más concretamente, en sus intestinos. Uno siempre sabe cuándo se avecina este tipo de catástrofe. Primero fue un eructo perfumado al café y revuelto con chile poblano. Después un ruido como de cañería obturada, seguido de una especie de desplome o «plop» interior que la hizo estremecerse de arriba abajo y romper a sudar en frío. «Oh no», se dijo, y a partir de ese momento ya todos sus recuerdos son de los que no se pueden rememorar ni siquiera a solas sin enrojecer de espanto. Sucedió de modo tan repentino y a la vez fugaz que tal vez hubiera sido posible («sí, sí, ojalá, ojalá, Dios mío») que a nadie le diese tiempo de observar cómo por su pareo (de color kaki, qué gran bendición) se extendía infamante cierta mancha parda que fue creciendo, creciendo, antes de que ella acertara a levantarse y correr como alma que lleva el diablo.
Ágata ahora, sentada al borde de su cama a la espera de la llegada del cabo Padilla y su superior, el teniente Gálvez, para comenzar con la ronda de preguntas, cierra de modo instintivo sus rodillas y contrae los glúteos. No. Nada de todo esto piensa contárselo a la Guardia Civil, ni loca que estuviera. Por eso es necesario que invente alguna otra razón que explique por qué, desde la hora del desayuno hasta el momento en que se descubrió el cadáver de su hermana Olivia, hacia las cinco de la tarde, ella no había estado con los demás.
«Verá, cabo, después del desayuno me sentí levemente mareada (sí, eso dirá. Tan digno el mareo, tan socorrido, y en un barco más que comprensible)… muy levemente, pero claro, usted ya sabe lo desagradable que puede llegar a ser esa sensación. He ahí la causa de que pasara tantas horas sola en mi camarote.» «¿Entonces desde la hora del desayuno hasta las cinco, cuando se descubrió el cuerpo de su hermana, usted no vio ni oyó nada?» Seguramente Padilla y su superior preguntarán algo parecido a esto y a continuación tal vez añadan: «Y dígame, señora Uriarte, ¿nadie en todo ese tiempo se acercó a su camarote a ver cómo estaba usted? ¿Tampoco a través del ojo de buey vio o escuchó algo, una conversación, un grito, un golpe?»
Y, si los policías de la vida real se parecen en algo a los de las películas -piensa Ágata-, tras la pregunta anterior es muy posible que Padilla o quizá su jefe se asomen al ojo de buey de su camarote, con lo que comprobarán que, en efecto, desde allí sí se alcanza a ver al menos la mitad de la plataforma de madera. La misma que ella había visto esta mañana antes de su baño matutino, la misma en la que apareció por la tarde el cuerpo sin vida de su hermana Olivia.
«Una caída muy desafortunada. Con toda probabilidad su hermana de usted estaba sentada allá arriba en cubierta en la barandilla de popa, hablando por teléfono de espaldas al mar (encontramos su móvil en la plataforma) y cayó. Desnucada, sí, es fácil de colegir que ésa ha sido la posible causa de la muerte. Pero es necesario averiguar si estaba sola o acompañada. Piense una vez más, señora, mientras estaba usted aquí en su camarote con su leve mareo, ¿vio o escuchó algo?»
Ágata cierra aún con más fuerza sus rodillas. Un nuevo amago de tsunami recorre su cuerpo y hasta su boca sube incluso una pequeña ola con regusto a café rancio. Sí. Si la policía le hace esta pregunta, ella no tendrá más remedio que contestar de forma afirmativa. Y es que fueron varios los retazos de conversaciones que llegaron hasta sus oídos en aquellas cinco o seis horas. También varias las sombras que habían bailoteado ante el cristal de su ojo de buey desde el que, en efecto, se alcanza a ver parte de la plataforma. ¿Pero qué decían esas voces? ¿Y qué demonios hacían esas sombras? «Si esto fuera una película y no la vida real, seguro que ahora -se dice Ágata- comenzarían a acudir a su memoria, poco a poco, ráfagas de conversación, palabras sueltas, incluso alguna visión fugaz pero muy reveladora que ayudasen a descifrar cómo se produjo el mortal accidente. Pero esto no es una película sino la realidad. Y, por lo que se ve -continúa diciéndose Ágata- la vida real no tiene el menor escrúpulo en mezclar lo irreparable con lo inconfesable, lo luctuoso con lo bochornoso. O, dicho en román paladino, la muerte de mi única hermana con una monumental cagalera.»
Por eso, en los recuerdos de Ágata Uriarte se entreveran y confunden palabras sueltas con retortijones. También una risa que tiene la particularidad de acabar en una nota aguda, muy infantil y luego, al cabo de varios minutos, la fugaz visión de algo a través del ojo de buey (un móvil caído, unas gafas de sol), todo esto mezclado, por supuesto, con desesperados corre-corres al cuarto de baño y con oh dios mío, que otra vez no llego al retrete.
«Qué mala, pero qué mala guionista es la vida y, sobre todo, qué desconsiderada», se dice ahora Ágata aún con las rodillas muy juntas y tratando de hacer memoria y poner en orden sus recuerdos antes de que se abra la puerta y aparezca Padilla con el teniente Gálvez para comenzar la ronda de preguntas.
«Piensa, Ágata piensa, por lo que más quieras ¿Qué fue exactamente lo que viste u oíste y en qué orden? Recuerda, recuerda.»