A mi regreso a Madrid y con esta última conversación aún dándome vueltas en la cabeza sin saber cómo interpretarla, me encontré con que, en casa, me esperaban tres interesantes misivas. En realidad, sólo dos eran para mí porque la otra tenía como destinataria a madame Poubelle. Por supuesto que Madame tenía en la bandeja de entrada de su/mi ordenador multitud de otros correos provenientes de al menos dos docenas de Corazones Solitarios, pero estas pobres almas atribuladas mucho me temo que tendrían que esperar sine die o buscarse una nueva consejera sentimental, porque a mí solo me interesaba uno de ellos: aquel que tenía a Rapunzel como remitente.
Sin embargo, debo decir que, aun antes de abrir mi ordenador y descubrir el mencionado mail, aquella calurosa mañana de julio madrileño ya me había traído por correo ordinario dos cartas todavía más intrigantes. Sucedió que, al franquear la puerta de casa y aún con la maleta en la mano, me encontré con un par de sorpresas, una buena y otra mala. La mala fue la visión de todas mis plantas de interior desmayadas y medio muertas a causa de las altas temperaturas; la buena fue descubrir aquellos dos sobres de correo que alguien había deslizado bajo la puerta. «Portero holgazán -pensé al constatar ambos detalles, porque era evidente que, a pesar de la buena propina que le había dejado antes de irme, aquel tipo ni siquiera se había molestado en traspasar el umbral de casa-. Un momento, niños míos, ya mismo voy al rescate -dije a continuación, dirigiéndome sobre todo a mi kentia y a mi ficus enano, que son mis plantas preferidas y también las más delicadas-. Vuelvo en un periquete», añadí al tiempo que recogía del suelo los dos sobres y enfilaba rápidamente hacia la cocina por agua.
Sospecho que mis «niños» debieron de pensar que mi entrada en la casa fue sólo un espejismo producto del calor. Lo digo porque, en cuanto leí el contenido del primero de los sobres, y no digamos el del segundo, ya no volví a acordarme más de ellos durante horas.
Estimada señora Uriarte -así rezaba la hoja de papel que extraje del primero de los sobres-. Mi nombre es Nelson Gutiérrez Müller y soy el abogado de su hermana Olivia. Como única heredera de la finada, le ruego se ponga en contacto conmigo a la mayor brevedad para un asunto de su interés.
Aquellas escasas líneas venían escritas en un presuntuoso papel ocre coronado por una especie de óvalo en el que podía leerse «El tercer hombre». A continuación y en letra de imprenta pero muy pequeña, había una cita en la que no me costó demasiado reconocer cierto parlamento de dicha película protagonizada por Orson Welles. Da la casualidad de que es una de mis favoritas, por lo que, a pesar del tamaño minúsculo de la letra, supe en seguida que se trataba de ese tan célebre que pronuncia Welles al bajarse de la noria y recordarle a Joseph Cotten lo extrañas que son las contradicciones de la naturaleza humana. «Al fin y al cabo -le dice Welles a Cotten-, Italia durante treinta años tuvo guerras, terror y asesinatos, pero produjo a Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos años de paz y democracia, ¿y qué produjo? El reloj de cuco.»
Qué típico de mi hermana es haber contratado un picapleitos con este lema de vida, pensé mientras trataba de imaginar qué aspecto físico podría tener el tal Nelson Gutiérrez Müller y cuál sería su nacionalidad. ¿Un cubano? ¿Un paraguayo con un abuelo nazi y otro criollo tal vez? Algo así tenía que ser. Sin embargo, lo que más me intrigaba de todo era qué podría esconderse tras aquellas escuetas líneas enviadas por dicho sujeto. ¿Me habría dejado mi hermana algún dinero? ¿una pequeña herencia o legado? Según mis noticias, Olivia estaba completamente arruinada cuando murió. ¿Se trataría entonces de algún objeto de escaso valor económico pero sí sentimental? ¿Algo relacionado con nuestra infancia quizá?
Lo mejor era sin duda dejar de elucubrar y llamar cuanto antes al número de teléfono que aparecía en el margen inferior de la carta para averiguarlo.
Eso mismo me disponía a hacer cuando me detuve a ojear, así por encima, el segundo de los sobres recibidos ese día. También éste presentaba una particularidad que llegó a intrigarme. En él figuraba el membrete de un hotel barato del sur de Mallorca y llevaba mi nombre escrito con mucha pulcritud en tinta negra. Instintivamente lo volteé para ver si había algún remitente y, al comprobar que no, rasgué el borde superior.
Querida Ágata -leí-. Posiblemente te sorprenda que me ponga en contacto contigo por esta vía pero es que he perdido el número del móvil que me diste. También intenté llamarte al número de fijo que figura en la guía pero salta siempre el contestador, por lo que calculo que has estado de viaje. Pasaré muy brevemente por Madrid la semana próxima por un tema de trabajo y me encantaría verte. Ya tienes mi móvil pero, en caso de que seas tan descuidada como yo y lo hayas extraviado, te lo apunto a continuación. Es el 707989910. Deseando verte, te abraza,
Vlad Romescu
Leí dos veces seguidas estas escasas líneas y las dos me quedé enganchada en la penúltima de ellas, igual que un disco rayado.
Deseandoverteteabrazadeseandoverteteabraza
Hacía tantos años que no recibía algo remotamente parecido a una carta romántica que no paraba de repetir aquello. «Pero imbécil -me dije por fin saliendo del bucle-, deja ya de hacerte la novela. Esta no es una carta de amor ni nada que se le parezca. Son palabras de pura cortesía.» Sin embargo, ya se sabe cómo es el corazón humano. Más aún aquellos que no palpitan desde hace añares como el mío, por lo que me costó bastante sofocar sus latidos. En realidad, esa pobre válvula no volvió a retomar su ritmo normal hasta que llamé a Vlad y terminé de hablar con él. Entonces no es que se serenase, es que se encogió la pobre. No porque Vlad estuviera antipático ni nada por el estilo. He de decir, en honor a la verdad, que se mostró muy cordial. Me contó que pensaba venir a Madrid, que estaba buscando trabajo y que tenía dos entrevistas relacionadas con el gremio de hostelería. Charlamos un rato y yo le ofrecí quedarse en casa para no pagar hotel. Sin embargo, incluso cuando agradeció mi propuesta, no hubo nada, ni en el tono de su voz y menos aún en el contenido de sus palabras, que pudiera alimentar aquel prometedor «deseando verte te abraza».
Ante evidencia tan poco alentadora, en cuanto cortamos, la tonta Doris Day que llevo dentro se empeñó en argumentar que la gente es siempre mucho menos expresiva de viva voz que por escrito, que he ahí, por cierto, el éxito (y también el peligro) de los sms, porque se escribe lo que realmente se siente a diferencia de lo que se dice, que siempre es más cauto, más moderado. Sí, todo eso y más argumentó, voluntariosa, Doris D, pero la Dorothy Parker que también habita en mí no se anduvo con contemplaciones, sino que se ocupó de bajarme de la nube rosa de un guantazo: «Los hombres que me gustan nunca se enamoran de mujeres como yo», ésas fueron sus sentenciosas palabras y dictamen, pero lo cierto es que, curiosamente, lograron que me sintiera más tranquila. Sí, creo que me procuraron esa serenidad adolorida pero no por ello menos útil que se alcanza cuando se da uno cuenta de que no hay nada que hacer ni que esperar en el terreno amoroso.
Minutos más tarde ya había pasado yo página como quien dice y estaba delante del ordenador viendo qué correos había recibido mi alter ego, madame Poubelle. Y allí estaba. Me refiero a ese mail con remitente Rapunzel que yo tanto esperaba y que venía encabezado por el siguiente lema: ¿Puedo confiar en usted? Mientras lo abría (y con las prisas abrí otro que no tenía nada que ver) traté de imaginar al siempre silencioso y tal vez precisamente por eso para mí muy atractivo doctor Fuguet escribiéndome ante su ordenador. ¿Cómo sería su casa? Y ¿cuál su estado de ánimo? ¿Me contaría en su correo todo lo vivido por nosotros en el Sparkling Cyanide visto desde un ángulo nuevo, revelador? ¿Habría él, como todos los demás invitados a bordo, hablado con Oli en la hora previa a su muerte? Y si era así, ¿qué se dijeron?
Cuando por fin logré abrir el mail, simplemente, al ver lo corto que era, en seguida me di cuenta de que mis expectativas iban a quedar bastante frustradas, la verdad. Para empezar, aquel ¿Puedo confiar en usted? ya presagiaba un cierto recelo por parte de su remitente y luego venía el texto:
Hola, madame Poubelle -decía-. Hace tiempo que no le escribo pero es que he estado de viaje (eso ya lo sé, Pedro Fuguet, me dije con impaciencia, ¿qué más me cuentas?)… Fue un viaje muy bonito en un barco con gente interesante por unos parajes de ensueño. (Al grano, por favor, al grano.) Resultó un placer un tanto desasosegante reencontrarme con una persona a la que quise mucho y a la que aún quiero (bueno, por fin parece que vamos a entrar en materia), sí, debo reconocer que aún amo a esa persona aunque, si quiere que le diga la verdad, madame Poubelle, me alegro de que esté muerta (et tu, Brute? ¿Tú también Fuguet, amigo mío? ¿También tú utilizas la misma frase que todos los demás sobre mi pobre hermana?). Es terrible lo que digo pero pienso que, en el caso de la persona a la que me refiero, tal vez sea mejor así, de hecho estoy seguro de que ése era su deseo.
Confieso que al leer esta última línea me temblaban las manos sobre el teclado. ¿Qué quería decir Pedro Fuguet con que ése era su deseo? ¿A qué se refería? ¿Cuál, exactamente, era, según él, el deseo de mi hermana? ¿Se refería a algo parecido a lo apuntado por Miranda de Winter, tal vez? Era necesario continuar, seguir leyendo su correo para intentar averiguar un poco más. Lamentablemente, las próximas líneas no aclaraban nada respecto de este punto sino que se mostraban recelosas.
… Pero en fin -decían- todo esto es algo que me resulta muy penoso y sobre lo que me pregunto si será mejor hablar o no (Habla, por favor, hablar es siempre mejor que callar, venga anímate). Creo que por el momento prefiero lo segundo (carámbanos, o mejor dicho, coño, Fuguet, no me jodas, que es lo que habría exclamado Oli, coño, no me vengas con ésas ahora, por favor)… sí, madame Poubelle, por el momento prefiero guardar silencio, pero necesito saber una cosa: en caso de que me anime a hablar ¿realmente puedo confiar en alguien?, ¿en usted, por ejemplo? Por favor, escríbame y convénzame para que me sincere, necesito que me den un empujoncito…
Esperando su pronta respuesta le saluda muy atentamente,
Rapunzel
Después de leer esta carta casi tantas veces como la de Vlad Romescu, dediqué un buen rato a cavilar sobre cómo debía responderla. Es habitual comparar internet con un ancho y anónimo mar por cuyas aguas navegamos todos. Yo, por mi parte, comparo las confidencias que me llegan por este medio con la pesca de altura. Nunca en mi vida he tenido una caña en la mano pero da igual, la metáfora es perfecta: los que nos dedicamos a recibir confesiones ajenas nos parecemos mucho a pescadores. Lo digo porque cobrar una pieza es fácil cuando se trata de peces corrientes, sin interés especial, pero ocurre que, a veces, mordisquea el anzuelo un pez muy raro, un bello marlin, por ejemplo, y es fundamental no asustarlo, no tirar demasiado de prisa del hilo, darle carrete, saber cuándo cobrar y cuándo largar, para que no escape y se pierda en ese gran mar anónimo e inabarcable. Por eso, yo sabía que mi respuesta a Pedro Fuguet debía estar medida al milímetro para que tragara bien el anzuelo. Tenía que ser amistosa pero de ningún modo inquisitiva, incitante pero no insistente, cercana, familiar, pero a la vez perfectamente desapegada.
Al final, después de un sinfín de borradores me decanté por éste:
Carámbanos, Rapunzel, me alegra mucho recibir tus noticias. En cuanto a lo que me dices de si es conveniente hablar o no, naturalmente la decisión es tuya. Yo sólo puedo decir que estoy aquí para servirte de receptáculo. Conoces, supongo, el significado de mi nombre, Poubelle. Exactamente eso es lo que soy, querid@, una papelera. ¿De detritus de la peor especie? ¿De material sensible o, lo que es lo mismo, peligroso para ti o para los demás? ¿De reciclaje, tal vez? Eres tú quien elige. Y lo que tú elijas será sin duda lo mejor.
Muy afectuosamente te saluda,
MP
Después de haber tecleado lo que antecede, pulsé enviar sin pensarlo dos veces. La pesca es así. Uno puede elegir el cebo, calcular la tensión de la caña y la distancia a la que desea lanzar la línea, pero una vez hecho esto, la suerte está echada, y sólo hay que esperar que piquen.
Sin embargo, este marlin en concreto podía tardar un tiempo en dar señales de vida, de modo que había otras muchas cosas que hacer mientras tanto, otras situaciones a las que prestar atención. Vlad por ejemplo, había anunciado su llegada para el lunes próximo y estábamos a martes. Tenía pues casi una semana. Tiempo suficiente para recibir respuesta del para mí cada vez más interesante doctor Fuguet; también para visitar a otro de los sospechosos, como doña Cristina, por ejemplo, y tiempo, por supuesto, para contestar a la primera de las tres cartas que había recibido ese día. Me refiero a la del abogado de mi hermana Olivia. Miré el reloj, las cinco y media de la tarde: hora perfecta, me dije, para llamar al teléfono que figuraba en el sobre del letrado.
¿Dónde tendría su despacho? Miré la dirección que figuraba en el membrete y me sorprendió comprobar que era en la calle de la Ballesta, por lo que calculé que Nelson Gutiérrez Müller podía ser tanto un joven abogado de campanillas como un viejo y humilde picapleitos: es lo que tiene vivir en un barrio en pleno proceso de reconversión.
Sin pensarlo más, marqué el número de teléfono que figuraba también en el membrete:
– ¿El señor Gutiérrez Müller, por favor?
– Un momento -dijo una voz femenina muy agradable-, ahora mismo le paso -y me dejó escuchando una de esas musiquillas telefónicas que a veces describen muy bien cómo es su dueño.
Por si sirve de dato diré que, en este caso, se trataba de la inconfundible melodía de El golpe.