Al día siguiente

Lo siento, pero no pienso hacerlo. Me niego a intentar reproducir aquí lo que es una noche de insomnio, dudas y sospechas junto a un cuerpo que uno ha deseado mucho y por fin logra acunar entre sus brazos. Y no lo haré porque no tengo ganas de rememorar todo lo se siente al descubrir que puede una estar durmiendo con un asesino. Un verdadero escritor seguro que no perdería la ocasión de relatar los hechos curiosos que ocurren en estas circunstancias y cómo, con la inestimable ayuda de las sombras, cobran protagonismo ciertos objetos que acaban enseñoreándose de la noche. En mi caso fueron dos esos desagradables intrusos. Uno se encontraba muy cerca de nosotros, junto a la cama; al otro le dio por apostarse fuera de mi ventana y golpear el cristal, muy al estilo del comienzo de Cumbres borrascosas.

En realidad, el primero de ellos ni siquiera se puede decir que fuera un intruso, puesto que se trataba de mi viejo reloj despertador, que se dedicó a acompasar mis horas insomnes. En circunstancias normales es del todo inaudible, pero ahora sé que, cuando la noche se alarga y crecen las dudas, hasta a los despertadores discretos les da por volverse habladores, de modo que el mío se dedicó a repetir con cada tic tac: tonta estúpida, ¿de veras creías que ésta era una noche de amor? Cuándo aprenderás que las novelas rosa no existen, tic, tac, y así continuó partiendo la noche en minúsculos sístoles y diástoles que no se acababan nunca.

El otro intruso, el exterior al que antes he hecho mención, era una rama de árbol, desconocida para mí hasta ahora, lo juro, que se erigió en acompañante aún más incómodo. Porque si el reloj se ocupaba de rebanar el tiempo en minúsculas tajadas, aquella rama lo pautaba como un impertinente y descarnado dedo que picoteaba en el cristal para recordarme: ¿y mañana qué? No tendrás más remedio que hacer de tripas corazón y fingir que aquí no pasa nada, que todo está bien, hasta que, por fin, él salga de tu vida, y se vuelva a Palma. Esto te pasa, tonta, más que tonta gilipollas, por salirte del guión. ¿Dónde demonios se ha visto que la señorita Marple se encame con uno de sus sospechosos?


Sin embargo, como la noche se hace eterna cuando no llega el sueño, al final resulta que a una le da tiempo a pensar de todo. Incluso a cambiar de registro y desdecir tanto a los tic tacs inmisericordes como a los dedos acusadores. Por eso, no pocas veces a lo largo de aquella noche, me sorprendí pensando todo lo contrario. Cavilando, por ejemplo, que por mucho que yo hubiera logrado, al fin, recordar las palabras de Olivia seguidas de una carcajada por parte de Vlad, en realidad ni una cosa ni otra probaban nada. ¿Por qué iban a hacerlo? Yo ni siquiera sabía a qué hora tuvo lugar el encuentro entre ambos. Cabía la posibilidad de que se hubiera producido mucho antes de la hora del accidente, y entonces, ni las palabras de Oli ni la risa de Vlad tendrían la menor importancia.

Supongo que fue esta idea la que me permitió dormir al rayar el día porque lo próximo que recuerdo es el alegre repiqueteo de la ducha en el cuarto de baño seguido pocos minutos más tarde de la aparición de Vlad en la habitación con una pequeña toalla anudada a la cintura y otra aún más pequeña en la mano con la que se secaba encantadoramente el pelo.

Senti, tesoro. ¿Dormi bene?

La cabeza me daba mil vueltas, tenía un regusto ácido en la lengua y un zumbido en el oído izquierdo, pero por primera vez en mi vida agradecí tener tan monumental resaca. Y es que el clavo matutino me proporcionaba una coartada inmejorable para no tener que levantarme de la cama, también para mostrarme muy poco comunicativa.

– Creo que me pasé un pelín con el clericot -dije, sintiéndome la reina del eufemismo-. Soy incapaz de mover un músculo -añadí, y él rió.

– Entonces sigue durmiendo, princesa. Apenas son las ocho de la mañana.

– ¿Te vas ya? -dije, mitad sintiéndolo, mitad deseándolo.

– Sí, tengo dos o tres gestiones antes de las entrevistas.

– ¿Qué piensas hacer con el equipaje? -pregunté a sabiendas de que su respuesta me permitiría averiguar si volvería a verle antes de irse al aeropuerto o no.

– He pensado que es mejor que me lo lleve, al fin y al cabo no pesa casi. Si luego me da tiempo a pasar por aquí y despedirme, estupendo, pero así no ando con agobios.

«Esta es la última vez que le veo», me dije, y todo lo vivido la noche anterior, tanto lo bueno como lo malo, comenzó a parecerme casi irreal. Por supuesto era mucho mejor que regresara a Mallorca sin pasar de nuevo por casa. Mejor para Miss Marple, que así tenía el camino libre para continuar con sus pesquisas, mejor también para Ágata Uriarte y su tonto corazón romántico. Dicho esto y sin embargo, esta pobre válvula mía no pudo evitar conmoverse un tanto al ver cómo, con el mismo aire desenvuelto de antes y aún a medio vestir, Vlad, que había salido de la habitación camino de la cocina, regresaba ahora con una gran bandeja en las manos.

– Para que veas que la operación fondo de despensa funciona también por la mañanita temprano -dijo al tiempo que depositaba junto a mí un desayuno compuesto por un café con toda la pinta de auténtico capuchino, unas deliciosas tostadas con aceite y un zumo de frutas que no tengo ni idea de dónde logró sacar, supongo que de la resurrección de una manzana y un par de limones, que eran la únicas fuentes de vitaminas frescas que quedaban en la casa.

– Así ya no me siento tan culpable de esa tremenda resaca tuya -me dijo-. Prométeme que después del desayuno te volverás a dormir al menos un rato. Hoy no hay cole.


Me quedé mirándole mientras iba y venía por la habitación, vistiéndose, recogiendo sus cosas, guardándolas en la maleta, una a una, para que todo volviera ser como antes de su llegada, sin la maravillosa colonización de sus pertenencias entre las mías. Dentro de poco, ya no estarían sus libros entre mis libros, ni su cepillo de dientes junto a mi viejo Oral-B compartiendo balda en el cuarto de baño y, por fin, como último vestigio de su paso pude percibir, cuando se acercó a darme el beso de despedida, aquel inconfundible aroma a Oíd Spice. El mismo que tanto detestaba Olivia, el mismo que, con un poco de suerte, quedaría flotando por ahí como recuerdo de su fugaz paso por mi vida.

Respiré hondo para atraparlo, para que esta nueva vaharada siguiera conmigo en la cama cuando él se fuera.

– Adiós, Ágata, gracias por todo -dijo-. Te llamaré desde el aeropuerto para contarte qué pasa con las entrevistas. Se acercó a mí. Yo tontamente adelanté la mejilla para que la besara pero él lo hizo en los labios.

– ¿Por qué? -pregunté entonces a sabiendas de que es una pregunta que no debe hacerse nunca.

Sobre todo porque ese «por qué» no se refería a este último beso o nuestra noche juntos sino también a tantas otras incógnitas, como el afecto que siempre me había demostrado o el hecho de que me buscara después de la muerte de Oli.

– Mira que eres tonta, princesa. ¿Cómo que por qué? Porque quiero que me quieran. ¿Te parece poco?


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