– Me alegro de que esté muerta -dijo Kardam Kovatchev alzando la barbilla al tiempo que me miraba derechito a los ojos-. No lo diría de un animal, creo no lo diría de ninguna otra criatura viviente, pero no me importa decirlo de tu hermana, yo soy así.
A continuación, se apoyó en el palo de la escoba que tenía en ese momento entre las manos y entonces pude apreciar, una vez más, el singular tamaño de sus bíceps. Ya sé que es muy común que los jóvenes parezcan culturistas de concurso o remedos de Hulk, pero el volumen de aquellos músculos me hizo reflexionar, una vez más, sobre las muchas contradicciones que adivinaba en el chico. A pesar de su aspecto neumático, a pesar también de las palabras tan duras que acababa de pronunciar sobre Oli, había algo tierno en su personaje, un cierto desamparo tal vez.
– Siento decírtelo tan claro, Ágata, pero, como la casualidad nos ha juntado, y como yo no tengo pelos en lengua…
Desde luego no era la casualidad la que nos había juntado, en absoluto. Es más, me había costado bastante dar con el nombre del establecimiento en el que él trabajaba ahora. Según sabía, después de varias averiguaciones aquí y allá, Kardam y Sonia se habían conocido cuando él era camarero en una de esas exclusivas y carísimas casas de reposo en las que se internan los privilegiados de este mundo cuando sufren algún revés. Sin embargo, al enterarse sus jefes de que salía con una de las pacientes (una con tentativa de suicidio, además) no le habían renovado el contrato y ahora trabajaba en una cafetería cerca de Manoteras. Qué contraste tan grande entre el decorado en el que nos habíamos visto la última vez y éste, pensé, pero según me dijo, él estaba orgulloso de su empleo y, sobre todo, de mantenerse fuera del círculo social de su novia. «Este es el mundo real -añadió- el otro se vuelve calabaza todas las mañanas.»
No supe si lo de la calabaza era una metáfora tomada del cuento de Cenicienta o si obedecía a su forma de construir el idioma castellano, que era correcta pero bastante particular. En cualquier caso, no me detuve a averiguarlo. En realidad, lo que me había traído hasta allí era intentar descubrir, de la forma más sutil, de la que menos suspicacias levantara, cómo había llegado el reloj de mi hermana a la muñeca de Sonia San Cristóbal. Ya sé que cuando uno tiene sospechas de este tipo lo normal es acudir a la policía o, más novelísticamente, a un detective privado. Pero no tenía pruebas sólidas para hacer lo primero, y tampoco dinero para lo segundo, de modo que no me quedó más remedio que encarnar yo misma a la inefable señorita Marple. Un poco menos vieja que ésta y bastante menos gorda, espero (al menos en su encarnación Margaret Ruthernford), pero dispuesta a seguir en todo su conocido método. Como creo haber dicho alguna vez, no me interesa especialmente Agatha Christie, pero no hace falta ser gran experta en su obra para darse cuenta de en qué consiste el método Marple. Al crear este personaje, sin duda mi tocaya eligió dotarla de una de las armas femeninas más antiguas que se conoce y también una de las más eficaces: hacerse la tonta despistada y fluster around, como dicen los ingleses.
Por eso a mí, siguiendo su ejemplo, no me había costado mucho hacerle creer a Kardam Kovatchev que mi presencia en aquel barrio tan apartado se debía a que estaba aprovechando mis largas vacaciones como profesora de instituto para elaborar un estudio sobre el comportamiento de los jóvenes del extrarradio durante el verano, «algo muy necesario para nosotros los docentes, bla, bla, bla y ¡…Qué increíble casualidad encontrarte aquí!», le dije plantándole dos besos que le cogieron completamente por sorpresa. Desde los besos hasta el momento en que hizo aquel comentario tan poco amable sobre mi hermana que he transcrito más arriba, habían mediado un café con leche (desnatada, eso sí) y una coca-cola light. El tiempo suficiente para alterar por completo mis buenos propósitos de no tomar nada entre horas, pero también para poner en marcha mi estrategia Marple y llevar la conversación de temas generales a otros terrenos más propicios a la confidencia.
– Espero que no tomes a mal lo que te he dicho de Olivia -se disculpó él por segunda vez-. Al fin y al cabo, eres tan opuesta a ella como la noche y la mañana -explicó con su particular forma de hablar.
Por supuesto aproveché para decirle que no me molestaba en absoluto su comentario. También para añadir que mi mundo se parecía infinitamente más al suyo que al de Oli, y así, la conversación fue derivando hacia un terreno muy conveniente para mis intereses, uno que sin duda compartíamos Kardam y yo. Me refiero a aquel que transitan los que pertenecen a un ambiente pero tienen a una persona muy allegada en otro.
– … Por eso yo, las pocas veces que visitaba a Olivia, me sentía siempre incómoda -le confesé-.Jamás hubiera elegido para mí ese mundo, tan falso y a la vez tan previsible. Pero se trataba de mi hermana y no tenía más remedio que pisarlo de vez en cuando. ¿Qué pasó cuando tú entraste en el de Sonia? Por lo poco que te conozco, apuesto que hubieras preferido que ella se moviera en otros círculos ¿Cómo fueron vuestros comienzos?
La explicación que me dio duró una segunda coca light y un croissant a la plancha, chorreante de colesterol, mucho me temo. Era esa hora tonta de las once de la mañana cuando las cafeterías terminan de servir desayunos y aún no han empezado con los aperitivos, por lo que no había nadie más que yo en el local. Tampoco al jefe de Kardam se le veía en el horizonte, a Dios gracias. Y es que, por lo que dijo Kardam, deduje que se trataba de uno de esos castellanos viejos a los que no les gusta malgastar saliva, y mucho menos que la malgasten sus empleados. Una suerte en lo que a mí respecta porque, aunque sólo fuera por llevarle la contraria, Kardam se había mostrado muy locuaz. Así, comenzó contándome cómo, contra todo pronóstico, había sido Sonia quien primero se interesó en él, y luego pasó a explicarme que si se había fijado a su vez en ella no era por las razones por las que cualquier hombre se interesaría en una muchacha tan bonita. «Fue por Cósima», dijo, mencionando un nombre que todos habíamos oído en boca de Olivia la noche antes de su muerte. Esta vez me costó una cerveza 00 y un montón de panchitos conocer los detalles, pero creo que la sobredosis de calorías valió la pena. Por lo visto, Sonia le recordaba mucho a su hermana internada como ella en una institución, aunque en el caso de Cósima, de forma permanente e irremediable.
– Con dieciocho años sigue teniendo la edad mental de cuando pasó «aquello» en lo que tanto tuvo que ver la hija de puta de tu hermana -afirmó Kardam bajando la voz como siempre se hace cuando alguien desvela un gran secreto y a pesar de que no había nadie más presente-. La otra persona culpable de «eso» pagó hace tiempo por lo que hizo y, para que lo sepas todo, era mi propio padre. Yo no puedo, yo no sé olvidar ni perdonar, Ágata.
Inmediatamente me di cuenta de que mi interlocutor pertenecía a ese tipo de persona que prefiere sustituir artículos neutros o adjetivos demostrativos lo que no es capaz siquiera de nombrar. Por eso yo, al continuar con nuestra conversación, procuré evitar deliberadamente la palabra «parto» o la palabra «robo», o cualquier otra que pudiera resultarle dolorosa. Él debió agradecérmelo aun sin palabras porque fue relatando con detalle cómo había sido aquel singular alumbramiento.
– Qué historia tan terrible -dije sin poder evitar un escalofrío cuando por fin terminó de desgranar su relato-. Pero dime, tu…
– …Tú, tú deberías haber conocido a mi hermana entonces -me interrumpió-. Era un ángel de trece años, una verdadera belleza con el pelo muy negro y los ojos claros. Ni te imaginas en lo que se ha convertido.
Dejé que un silencio se interpusiera entre nosotros. Todo lo que tenía que ver con Cósima me interesaba cada vez más, por las muchas veces que aparecía relacionada, no sólo con Olivia, sino también con otro de los pasajeros del Sparkling Cyanide. Y es que una de las primeras cosas que yo había hecho a mi vuelta a Madrid fue consultar mi archivo de Corazones Solitarios y comprobar que, lo que Olivia dijo la noche antes de su muerte sobre el doctor Fuguet y aquel extraño parto, coincidía punto por punto con lo que le había escrito, apenas unos días atrás, uno de aquellos solitarios Corazones a la inefable madame Poubelle. Y a su vez, esta historia enviada por internet bajo el nick «Rapunzel», encajaba también con lo dicho por Olivia sobre Kardam Kovatchev y su hermana Cósima. ¿Era posible que se hubieran producido en nuestras vidas una sucesión de carambolas tan reiteradas e inverosímiles por las que personas en apariencia distantes y distintas coincidieran por azar a bordo del Sparkling Cyanide? Yo, la verdad, creo cada vez menos en las carambolas y más en la mano que las provoca: claramente la de mi hermana Olivia.
Sin embargo, en lo que se refiere a la relación entre Fuguet y Cósima, tendría que profundizar más adelante. Ahora lo que me interesaba averiguar era lo que me había llevado hasta allí y hacerme la encontradiza con Kardam Kovatchev. Me refiero al asunto del reloj. Cabía la remota posibilidad de que Olivia se lo hubiera regalado a Sonia en las pocas horas en las que yo estuve aislada en mi camarote desde la hora del desayuno hasta que se produjo el accidente, pero no parecía verosímil. Mi hermana a veces podía ser extravagantemente pródiga, pero dada su situación económica no me la imaginaba regalando algo de tanto valor. Era más lógico pensar que Sonia lo había cogido, o bien antes, o bien después de la muerte de Olivia. ¿Pero por qué?
Todo el mundo sabe, querida, que eres la bondad -y la estupidez, dicho sea de paso- encarnadas. Pero hasta las personas más pánfilas y estúpidas a veces son capaces de hacer cosas que uno ni imagina…
Algo así había dicho Olivia sobre Sonia al exponer las razones que cada uno tenía (teníamos, mejor debería decir) para cometer un asesinato. ¿Pero era esta chica tan tonta como decía Olivia? ¿Tanto como para matar a alguien y luego quedarse con una prenda suya, una especialmente llamativa además? Debo decir que, contrariamente a lo que se lee en las novelas, contrariamente también a lo que apunta el sentido común, en mi experiencia como depositaría de secretos ajenos en internet, la gente es capaz de hacer cosas increíblemente estúpidas a veces, pero ¿¿¿tanto???
Despejar esta incógnita era pues la principal razón que me empujaba a querer averiguar algo más sobre la personalidad de Sonia utilizando para ello a Kardam Kovatchev. Sin embargo, como no era de esperar que un hombre enamorado revelase indiscreciones sobre su novia, así por las buenas, sobre todo a una persona a la que apenas conoce, me pareció más útil adorar el santo por la peana. En otras palabras, tirarle de la lengua, no sobre Sonia, sino sobre su madre, mi querida madame Serpent. De este modo, y con un poco de suerte confiaba en que, en el curso de la conversación, surgiera algún dato que me sirviese para desvelar el enigma del reloj.
– Es una mujer increíble, una persona que admiro mucho -comenzó diciéndome Kardam Kovatchev contra todo pronóstico cuando le pregunté por ella. Por la poca simpatía que yo había detectado en el barco de doña Cristina hacia su «yerno», imaginaba que el sentimiento sería mutuo, pero, por el contrario, las palabras de éste parecían denotar gran respeto-. Su vida entera -continuó diciendo Kardam-, eso es lo que ella ha entregado a Sonia. Supongo que ya conocerás su historia… sentimental, digamos, porque desde que su hija es famosa, las revistas de chismes se dedican a contarla con sus más feos detalles, pero yo sólo puedo decir una cosa. Doña Cristina es capaz de todo por su hija. Así lo demostró, por ejemplo, cuando ocurrió «aquello».
Desde que Sonia ingresó medio desangrada en la clínica en la que yo trabajaba y hasta el día en que salió de allí varias semanas más tarde, día y noche, no se despegó ni un minuto de su lado. No dejaba que nadie más que ella la lavara, la atendiera; tampoco permitió que la relevaran, ni siquiera para comer. ¿Sabes que dormía acurrucada a los pies de Sonia? No en una cama, no en un sofá, en el suelo, como un animal, como un perro. ¿Entiendes lo que es eso, Ágata? No, claro que no. A vosotros los del primer mundo estas cosas os parecen grotescas, ¿se dice así en español?, ridículas. La gente del sanatorio se reía de ella, por supuesto, se mataban de risa. Qué primitiva, decían, de qué remota tribu es esta mujer que se comporta así, pero yo sé por qué lo hacía. Porque el verdadero amor es una devoción, ¿también se dice así en vuestro idioma?, es una esclavitud. Así lo vive ella y así lo vivo también yo. Doña Cristina mataría por su hija y no son sólo palabras. Pero vosotros los civilizados, los sensatos, no entendéis nunca nada.
Lo que yo no entendía y me tenía un tanto inquieta era la facilidad con que últimamente tantas personas empleaban la expresión «mataría por». Sonia la había utilizado, con una gran sonrisa, la noche anterior a la muerte de Olivia. También Pedro Fuguet había proclamado algo parecido al dirigirse a mí momentos antes de desembarcar del Sparkling Cyanide, y ahora Kardam afirmaba otro tanto de doña Cristina y también de sí mismo.
– Debió de ser muy duro para ella -dije sin saber qué comentar a continuación-. Para alguien tan fuerte como doña Cristina, me refiero. A la gente con un temple fuera de lo común le cuesta mucho comprender las debilidades de los otros, más aún si se trata de alguien muy cercano y querido. Y más difícil todavía es, pienso yo, entender que, como consecuencia de lo ocurrido, esa persona se enamore de alguien que no es ideal para ella -añadí consciente de que estaba pisando terreno resbaladizo.
Kardam podía muy bien sentirse ofendido por mis palabras y dar por terminada nuestra conversación, pero una vez más me sorprendió su respuesta.
– Ella sabe -dijo y me miró fijamente, supongo que para comprobar mi reacción a sus palabras-. No lo dirá nunca pero es así. Me refiero a que conoce todos los defectos de su hija, también lo que es capaz de hacer y lo que no. Por eso comprende que, después de lo ocurrido con Sonia, ésta eligiera a un perro callejero como yo -añadió con un guiño casi imperceptible de sus ojos tan negros-. En realidad, doña Cristina entiende todo excepto una cosa, esa gilipollez de la compensación emocional.
– ¿Compensación emocional?
– Así lo llama el psiquiatra tan elegante al que mandaron a Sonia una vez que salió del sanatorio. Un tipo que, tanto a doña Cristina como a mí, nos miraba con una cara que sólo le faltaba decirnos «Pasen ustedes por la puerta de servicio». Yo sólo lo vi una vez y nunca he estado presente en ninguna de las entrevistas que mantuvieron, pero Sonia, una vez terminadas sus sesiones, me lo contaba todo y nos reíamos de sus modales tan finos. Doña Cristina le tenía tanta tirria -así lo pronunció Kardam- como yo, y cuando pasó lo de los pendientes de la joyería y él salió con lo de la compensación emocional…
Entonces Kardam me contó cómo, apenas unos meses después de que le dieran el alta y cuando ya había vuelto a trabajar en Nueva York como modelo, sorprendieron a Sonia robando unos pendientes en una joyería de la avenida Madison. Ni siquiera unos muy caros, según dijo él. Unos que, incluso es posible, que los dueños le hubieran regalado a cambio de lucirlos en cualquiera de las muchas fiestas a las que Sonia tenía que acudir por su trabajo; de ahí que el robo fuera aún más incomprensible. Sin embargo, al tener lugar el delito en Estados Unidos, lo sucedido después -siempre según el relato de Kardam- fue complicado y doloroso. Como allí no se andan con miramientos con los infractores, más aún si son extranjeros, la chica pasó dos noches detenida. En cuanto se enteró de lo sucedido, doña Cristina voló desde Madrid no sólo para pagar los pendientes, sino para solucionar cualquier otro problema que pudiera surgir y, por lo visto, logró incluso que la noticia no trascendiera a la prensa.
– Aun así, y a pesar de que al final todo salió bien, ésa fue la única vez que la vi llorar -me explicó entonces Kardam bajando de nuevo la voz como si traicionara otro gran secreto-. También fue la única vez que habló conmigo a estómago abierto, ¿se dice así en español?, me refiero a que confió sus temores. «Lo tiene todo, Kardam, ¿por qué, entonces? ¿Qué le han hecho a mi hijita? ¿En qué la han convertido? ¿Y qué pasará cuando ya no esté para protegerla? Por supuesto, ni siquiera me escuchó cuando le dije que yo estaría siempre allí para cuidar de nuestra niña -continuó Kardam-. Estaba obsesionada con las consecuencias del robo. Yo no entiendo por qué le dio al asunto tanta importancia, sobre todo ella, una mujer que conoce la vida. No es tan grave tener los dedos ligeros, ¿no crees, Ágata? ¿Cuántas modelos, cuantas actrices han hecho lo mismo que nuestra niña? Más de una, te lo aseguro. De donde yo vengo no pasan estas cosas, naturalmente. Nadie roba lo que ya tiene sino lo mucho que le falta. Es un mundo extraño el vuestro aunque yo, por Sonia, intento entenderlo.
Kardam siguió hablando. De doña Cristina, de Sonia, de su elegante psiquiatra, de su teoría de la compensación emocional, de los pecados de los ricos, pero yo no lo escuchaba. En realidad, ahora que tenía una primera explicación de cómo había desaparecido el reloj de Olivia lo único que me preocupaba era planear cómo y por dónde iba a seguir con mis averiguaciones. Y es que, cuando uno empieza a tirar de una madeja y logra desenredar la primera parte de la trama, resulta casi imposible no seguir adelante, puesto que un cabo lleva a otro cabo y luego a otro y a otro… A mí, por ejemplo, cada vez me resultaba más difícil creer que Sonia San Cristóbal fuera tan simple como su novio, su madre y también Olivia daban a entender. Por lo poco que había hablado con ella, no me parecía tonta en absoluto. Al contrario, había un brillo extraño en esos ojos bellos y duros como dos aguamarinas. ¿Serían figuraciones mías? Quizá. Olivia decía siempre que las personas tontas pueden en ocasiones llegar a parecer muy inteligentes porque las cosas que dicen son tan insólitas, tan de aurora boreal, que a uno no le cabe en la cabeza que alguien pueda razonar así, y termina buscándole a sus afirmaciones todo tipo de interpretaciones y quintas derivadas. Tal vez por eso, porque todo era muy intrigante, y tal vez también porque estábamos en el mes de julio y las vacaciones de una maestra de Lengua y Literatura son largas y sobre todo aburridas, yo comenzaba a aficionarme a este juego de las adivinanzas tan distinto a todos los que había conocido hasta el momento. Y es que, en el pasado, me había conformado con ver la vida desde fuera, desde la barrera, como quien dice, o en el mejor de los casos a través de la maravillosa ventana de internet. Y en verdad lo es, maravillosa, me refiero, de modo que era mucho lo que había aprendido de la naturaleza humana gracias a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios. Sin embargo ahora se me presentaba la oportunidad de continuar con este interesante estudio, no en el mundo virtual, sino en el real, ese que siempre había temido y esquivado. Un territorio que me había parecido inaccesible para alguien como yo. Y es que el mundo real, el que todos disfrutan y dicen amar tanto, era hasta hace muy poco el de Oli, mientras que el otro, el de las sombras, era el mío.
Pero las cosas habían cambiado. Olivia estaba muerta y yo viva; he ahí la gran diferencia entre nosotras.
«¿Qué pasaría -me pregunté a continuación- si me hiciese la encontradiza con otro -o mejor dicho otra- de las pasajeras del Sparkling Cyanide? ¿Qué nuevos hilos de la madeja desenredaría hablando con Sonia San Cristóbal, por ejemplo? ¿No era así, precisamente, como actuaban todos los detectives privados de todas las novelas policiales, buenas o malas que se han escrito en este mundo, entrevistándose uno a uno con los sospechosos para tirarles de la lengua? ¿Qué nuevas piezas de este curioso puzle lograría colocar en su sitio utilizando un sistema tan viejo y, por lo visto, tan eficaz?» Entonces aprendí que, cuando uno empieza a fingir y a mentir, descubre que ambas cosas pueden ser no sólo útiles sino también de lo más divertidas. Por eso fue que, con la más angelical de mis sonrisas, le hice a mi interlocutor la siguiente pregunta:
– Oye, Kardam, ¿me podrías decir cuál es la dirección del gimnasio de Sonia? Es que verás, en el barco ella mencionó que frecuentaba uno estupendo que, por lo que recuerdo, no quedaba demasiado lejos de mi casa. No lo anoté en su momento y ahora que he terminado este trabajillo sobre los jóvenes del extrarradio pienso que me vendría genial ponerme un poco en forma antes de irme a la playa. ¿Dónde dices que queda? Espera, espera, que voy a apuntar la dirección. ¿Tienes un boli?