¡Por Dios, que abran esa puerta!

«Qué sueño tan extraño he tenido -he aquí lo primero que pensó Ágata al despertar muy temprano a la mañana siguiente. Le dolía la cabeza y le zumbaban los oídos pero, aparte de esos detalles, no creía posible que lo que recordaba de la noche anterior hubiera tenido lugar en realidad-. Debió de ser una absurda pesadilla -se dijo, y sin embargo, allí estaba, para desdecirla, el vestido que llevara la noche anterior e incluso el pastillero en el que había guardado las dos cápsulas de Nongrass 321 ahora vacío-. ¿Y si entre los efectos secundarios de aquel medicamento estuvieran las pesadillas e incluso pequeñas alucinaciones? -pensó-. No, claro que no, pero en todo caso debía tener más cuidado de ahora en adelante con sus pastillas-milagro.»

Ágata decidió vestirse sin más demora. Un bikini y un pareo destinado a camuflar algún que otro michelín era todo lo que necesitaba para subir a cubierta y darse un buen baño tempranero. «Uno sin testigos -pensó, porque, el primer día en bikini tras los meses de invierno siempre le había parecido deprimente por no decir terrorífico-. Al menos hasta coger un poco de color que matice estas lorzas -rió antes de recorrer en silencio el largo trecho hasta llegar arriba. Todas las puertas de los camarotes estaban cerradas-. Mejor así, qué lujazo un baño sin nadie a quien dar palique.»

En lo primero que reparó al salir a cubierta fue en que estaban bastante lejos de la costa. Debían de haber navegado durante toda la noche porque el incierto contorno de la isla se recortaba a varias millas de distancia entre la bruma de la mañana. «Qué típico de los ricos -se dijo entonces- es esto de no parar. Cuando están en un lugar, venga tirar millas a otro cuanto más lejos mejor, y luego ooootra vez para otro lado. Gracias a su proverbial baile de san Vito debemos estar como mínimo a dos horas de tierra firme -añadió mientras procedía a quitarse el pareo, lo que la hizo sentirse maravillosamente bien y dejar de pensar en los ricos. Y es que era tan suave la brisa y estaba tan en calma la mar que todo invitaba a zambullirse despreocupadamente desde la cubierta saltando la barandilla de popa. Por fortuna no lo hizo. De haberlo intentado se habría estrellado contra una plataforma desplegada dos o tres metros más abajo, a ras del agua-. Por todos los diablos -pensó-. Esa plancha de madera desde luego no estaba ahí cuando embarcamos ayer. Debe ser -caviló entonces- que la pliegan cuando el barco está a punto de hacerse a la mar y sólo la abren para facilitar el baño de los pasajeros una vez que paran o fondean.»

Ágata recordó a continuación una foto de su hermana que ésta le había enviado el verano anterior en forma de tarjeta postal, como era su costumbre. En ella podía verse a Olivia sentada de espaldas al mar en esa misma barandilla de popa en la que ella estaba acodada ahora. «Conociendo a Oli, apuesto que cuando se fotografió estaba desplegada la plataforma de allí abajo, con lo peligrosa que es una caída hacia atrás. Cualquiera se rompe así la crisma -reflexionó, juiciosa, recordando cómo en su infancia era ella, la hermana pequeña, la que alertaba a Olivia, tan despreocupada siempre, de posibles accidentes-. Me pregunto -se dijo a continuación, puesto que acababa de invocar el nombre de su querida hermana- qué mosca le habrá picado para comportarse ayer de modo tan incalificable, mira que soltar toda esa sarta de disparates sin pies ni cabeza después de la cena. "El juego de la verdad", así lo llamó, vaya numerito, nunca he visto nada parecido. ¿Será éste el último entretenimiento entre los millonarios aburridos? ¿Decirse burradas a la cara cuando están tan borrachos que ya no pueden moverse o reaccionar? Qué tropa, para mí que no saben qué hacer para dar emoción a sus tediosas vidas.»

El ruido de una ducha proveniente del interior del barco interfirió de pronto sus pensamientos. «Vaya -se dijo entonces con un pequeño gesto de contrariedad-, parece que empiezan a despertar los más madrugadores», e inmediatamente decidió tirarse al agua para asegurarse de que, en efecto, podía disfrutar de un baño a solas. Se dirigió a una de las barandillas. No a la de popa debajo de la que se abría la plataforma para los bañistas, sino a la de babor, la misma en la que estaba adosada la escalera por la que todos habían subido a bordo ayer. «¿Y no te da miedo bañarte así, a varias millas de la costa, sin nadie en cubierta por si te pasa algo? ¿Y qué me va a pasar? ¿Me va a comer un tiburón? Lo peor que puede ocurrir -se dijo como quien intenta conjurar un tonto temor- es que me tope con una medusa y, según recuerdo haber leído en alguna parte, las medusas prefieren la costa.»

A continuación se dispuso a bajar utilizando la escalera pero luego, sintiéndose atlética, optó por saltar (no de cabeza, no se sentía tan atlética, sino de pie). Uno, dos, tres, allá voy y, segundos más tarde, Ágata se dejaba ya envolver por un agua de un azul tan intenso que casi parecía tinta. Y qué sensación maravillosa era aquélla de disfrutar del primer baño de la mañana a solas, ver cómo las gotas resbalaban sobre la piel de sus brazos, de sus manos, y luego comprobar cómo éstas se hundían fingiendo buscar las profundidades. Abrió por un momento los ojos y pudo ver los haces de luz que atravesaban el agua oscura, oleaginosa, hasta perderse en un fondo tan lejano como invisible e incierto. «Sólo es un remojón -volvió a decirse recordando la prudencia de no alejarse demasiado del barco, porque era evidente que si nadie sabía que estaba allí abajo, tampoco nadie podría ayudarla en caso de que sufriera un percance-. Siempre has sido un poco cagueta, querida -sonrió mientras pensaba-: No te va a pasar nada por alejarte un par de metros. -Y eso hizo, nadar alrededor del casco, hasta que, pasados unos diez minutos, decidió subir. Entonces se dio cuenta de que, para llegar arriba, tenía necesariamente que pasar por delante del ojo de buey del camarote principal, lo que la obligaría a echar, tal como había hecho ayer, otro vistazo al camarote de su hermana-. Aunque supongo -se dijo- que a estas horas las cortinas estarán echadas y Oli, dormida como un tronco, menuda es ella para los madrugones» -pensó antes de recordar algo que su hermana solía decir a menudo: «Nada que me interese en lo más mínimo sucede antes de las once de la mañana.» Y qué típico de Oli era ese discursito, qué acorde con su filosofía de vida. Muy fácil además para alguien que jamás había tenido que madrugar, no como ella que estaba en clase poco antes de las ocho a la espera de la llegada de unos cuantos adolescentes medio dormidos que se interesaban poco y nada por la lengua y menos aún por la literatura.

En esas cavilaciones andaba cuando le sorprendió reparar en que las cortinas del camarote de Olivia estaban abiertas, y no de un modo discreto o al descuido, sino de par en par. «Dormir a la vista de todo el mundo, eso sí que es exhibicionismo innecesario -pensó Ágata con puritano reparo justo antes de observar que la figura de su hermana, tendida sobre la cama, tenía un aire inerte y desmadejado que la alarmó-. ¡Oli! -exclamó al tiempo que con los nudillos golpeaba el cristal del ojo de buey-. ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?»

Con la cara semioculta por el pelo, el resto del cuerpo de su hermana dibujaba sobre las sábanas algo muy parecido a un signo de interrogación.

Ágata intentó gritar pero la voz se le quebró. Tenía que terminar de subir a toda prisa, bajar al camarote de Olivia, abrir esa puerta, tirarla abajo si hacía falta. «Dios mío. ¿Qué ha podido pasar?»

– ¡Por favor, por Dios, que alguien me ayude!


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