La lista de sospechosos con los que debía entrevistarme para seguir con el juego propuesto por Oli iba adelgazando de modo inquietante. Y digo inquietante porque me quedaban apenas dos por interrogar y, de momento, no tenía la más remota idea de quién podía ser el asesino. Claro que, según madame Serpent, me restaba por hablar, precisamente, con los dos personajes que a ella le despertaban más sospechas: el doctor Fuguet y el guapísimo Vlad Romescu. El había anunciado su llegada a Madrid para el próximo lunes y, según dijo, me llamaría para vernos.
Estábamos a viernes por la tarde, de modo que me quedaban más de dos días para averiguar algo interesante sobre el último y para mí más enigmático pasajero del Sparkling Cyanide. Por supuesto que lo más sencillo hubiera sido que Mahoma fuera a la montaña y no la montaña a Mahoma. Lo que quiero decir es que habría sido novelesco y a la vez comodísimo que Rapunzel le escribiera a madame Poubelle para hacerle una detallada y a la vez reveladora confesión de lo vivido por Pedro Fuguet a bordo de nuestro espumoso cianuro. Sin embargo, hace ya tiempo que me he dado cuenta de que la vida real tiene la irritante costumbre de no parecerse en nada a las novelas, y menos aún a las de detectives, de modo que yo seguía sin noticias de mi internauta favorito. ¿Y si por ejemplo, me había equivocado en mis deducciones y tras el nick Rapunzel se escondía otra alma atribulada, otro corazón solitario que nada tenía que ver con Olivia y su pasado? O peor aún ¿y si Rapunzel era Pedro Fuguet pero había descubierto por algo, por algún detalle de mi carta, por ejemplo, que madame Poubelle y Ágata Uriarte eran la misma persona? Improbable el primer interrogante, me dije, porque ¿cómo iba a haber otro Corazón Solitario con una experiencia tan similar a la de Fuguet? Y directamente imposible el segundo. ¿Cómo iba a darse cuenta de que yo era madame Poubelle? Es muy difícil desenmascarar a un bloguero a menos que intervenga la Justicia. ¿Y qué otro modo había para descubrir que era yo? ¿Por mi forma de expresarme? ¿Por mi particular uso de tal o cual palabra? Yo hablo igual que todo el mundo, no uso términos raros.
«Diablos», me dije, porque la cabeza me echaba humo con todas estas cavilaciones y encima hacía un calor insufrible en Madrid. Eran las cuatro, me había despertado hacía un momento de una agradable siesta y, después de regar mis plantas y trastear un rato por ahí arreglando cosas, decidí sentarme ante mi mesa de trabajo con ánimo de poner en orden las ideas. A continuación, encendí el ordenador sin esperanza alguna. Y es que, esa misma mañana, había estado navegando para ver si se me ocurría alguna idea que ayudara en mis pesquisas o por si recibiera un correo de mi esquiv® Rapunzel, pero silencio total. Tampoco ahora había mail suyo, de modo que me desentendí del ordenador para ocuparme de otras cosas. Como, por ejemplo, de echar un vistazo más detenido a aquel libro de bolsillo que doña Cristina me había entregado el día anterior. Volví a leer entonces la dedicatoria a la que ella hizo alusión y que yo, hasta el momento, sólo había ojeado de pasada. Decía así:
A mi hermana Ágata para que, en caso de emergencia, sepa que puede consultar con Mycroft H.
¿Mycroft H? Desde luego, si ésta era otra pista sembrada por Oli, no parecía tener nada que ver con Agatha Christie. El único personaje de este nombre que conozco es el hermano listo de Sherlock Holmes, ese con el que consulta cuando tiene un caso especialmente complicado. Y sí, hasta la inicial H coincidía, por cierto. ¿Pero qué demonios pintaba el hermano de Holmes en una dedicatoria escrita dentro de un libro de Agatha Christie y, sobre todo, quién demonios sería Mycroft en nuestra particular historia? Entonces recordé ciertas palabras de mi hermana dichas el mismo día de su muerte. «Tu problema, querida, es que no sabes pensar fuera de la caja», eso había sentenciado antes de añadir, que ella, en cambio, lo hacía siempre y con gran éxito. ¿Y qué más había añadido Oli? Ah, sí, que pensar fuera de la caja consistía en salirse del carril, del marco habitual de pensamiento, relacionar, por tanto, cosas dispares y, a veces, sumar peras con manzanas. Muy bien, tal vez aquello del pensamiento fuera de la caja más adelante me diera una idea que me ayudara a dilucidar por qué Olivia había decidido dejar ese libro precisamente en el camarote de doña Cristina y no en el mío. Sin embargo ahora había otras averiguaciones más urgentes que hacer. Como, por ejemplo, saber de qué trataba aquella novela y también qué diablos quería decir la palabra Némesis. ¿No era el nombre de una diosa griega o algo así?
Si algo tienen de inigualable las nuevas tecnologías es su virtud de conferir conocimientos instantáneos sin el esfuerzo de leer o estudiar nada de nada. Por eso yo, en menos de cinco minutos, no sólo sabía el significado de Némesis sino también la trama entera de la novela, incluido el nombre del asesino. «Dentro de poco -me dije sentenciosa- todos seremos analfabetos funcionales llenos de información precocinada», pero bueno, qué más daba eso ahora, que Dios bendiga a san Google, patrón de los curiosos impacientes.
La primera entrada sobre Némesis que vi se ocupaba del significado de la propia palabra (diosa de la justicia retributiva, según me entero ahora, eso significa Némesis). Y en segundo término venía un resumen de lo más útil e informativo sobre el libro de Agatha Christie: Némesis, leí, novela escrita en 1971, bla, bla, bla. El argumento habla de una visita que emprende Miss Marple para conocer los más bellos jardines de Inglaterra, bla bla, bla… Sin embargo, el súbito interés de la señorita por el paisajismo oculta un extraño encargo, el que le ha hecho una persona ya fallecida para que resuelva cierto asesinato que ha quedado impune bla, bla. El desenlace de la trama desvela que la persona que ha cometido el crimen lo hizo por amor bla, bla, bla.
Me detuve a pensar unos segundos. Desde luego había allí dos o tres datos que llamaron mi atención. Se hablaba de Miss Marple y de su amor por los jardines, por ejemplo, se especificaba cómo era el asesino o asesina, y por supuesto estaba el dato más interesante de todos, el hecho de que una persona muerta encargara desde la tumba a otra la investigación de un asesinato. «Igual que has hecho tú conmigo, ¿verdad, Oli?», pensé en voz alta y con una sensación de pequeño triunfo. Qué típico tuyo es este jueguecito. Apuesto que donde quiera que ahora te encuentres, querida, estarás divirtiéndote mucho con él.
Dejé entonces Némesis, sobre la mesa y me puse a buscar el otro libro, el que Olivia había dejado en mi camarote, por si podía establecer entre ambos alguna relación. ¿Dónde lo había puesto? Miré por la biblioteca y luego revolví en los cajones de mi escritorio hasta que por fin lo encontré en el último de todos. Estaba junto a esa especie de caja de zapatos que contenía las escasas pertenencias de Olivia que yo había recogido antes de ayer en casa de Flavio Viccenzo. Hablo, por supuesto, de aquellas terribles fotos, también de un sobre que, ahora me daba cuenta, ni siquiera había abierto, supongo que por no tener que enfrentarme una vez más con a la imagen de las niñas muertas. «Ya lo haré dentro de un rato», me prometí al tiempo que volvía a dejar la caja en su sitio para hojear La muerte de Roger Ackroyd.
La-muerte-de-Roger-Ackroyd…, vocalicé muy despacio, como quien intenta resolver un enredado acertijo, pero aquellas cinco palabras no me decían nada de nada. La primera vez que había cavilado sobre dicha novela, allá en el Sparkling Cyanide, lo único que me había llamado la atención era lo que la había convertido en tan célebre, el hecho de que estuviera escrita en primera persona por el propio asesino, un tal doctor Sheppard. Pero ¿qué más pistas podía haber en la historia? Tal vez la clave oculta estuviera en otra cosa, en el nombre de dicho asesino, por ejemplo, o en su aspecto físico, o por qué no, simplemente en su profesión. ¿No sería ésta la pista que Oli me quería dejar?
Lentamente coloqué La muerte de Roger Ackroyd encima de Némesis como dos mitades de una misma y perfecta esfera que se encuentran al fin, porque ahora sabía muy bien lo que debía hacer… No, no podía quedarme allí sentada esperando un correo del doctor Fuguet que tal vez no llegara nunca. «Tengo que ir a su casa y hablar con él», me dije. ¿Y qué método iba a utilizar esta vez con mi nuevo sospechoso? ¿El método Jacinto Benavente? ¿El de hacerme la encontradiza con él por la calle? ¿Ir quizá a su consulta fingiendo que acudía como paciente? Lo ideal, tal como había hecho con los otros invitados del Sparkling Cyanide, era visitarle en su propia casa por aquello del secreto lenguaje de los objetos. El interés de la señorita Marple por la jardinería en Némesis me dio además otra idea adicional. De la lectura del primer y ya muy lejano correo de Rapunzel recordaba la descripción de su casa y sobre todo de su pequeño jardín, que según él, era, junto a internet, su afición más preciada. Muy bien, a mí también me gustan las plantas aunque a veces se me olvide regarlas. Todo era cuestión, por tanto, de utilizar ese compartido interés nuestro para entablar conversación, muy sencillo en realidad.
Entonces, cuando ya me disponía a dejar lo que estaba haciendo para vestirme e ir al encuentro del doctor Sheppard (perdón, del doctor Fuguet, quiero decir), volví de pronto sobre mis pasos. Se me acababa de ocurrir que la señorita Marple jamás hubiera hecho lo que estaba yo a punto de hacer. Me refiero a tener un sobre dirigido a ella por la persona que desde la tumba le había encargado una investigación y ni siquiera echarle un vistazo. Me dirigí a mi mesa, abrí la caja que me había dejado Olivia, y allí estaban. Aquellas terribles fotos, me refiero. Se me antojaron centinelas que vigilaban la presencia de ese sobre con mi nombre en él. Me preguntaba ahora qué podía contener, tal vez una nota de Oli, sin duda apenas unas líneas, a juzgar por la extrema delgadez del sobre, y en efecto, cuando al abrirlo por fin pude comprobar su contenido, me di cuenta de que se trataba de un único papel, un pequeño resguardo de aspecto oficial y burocrático. «Registro de seguros de vida», podía leerse en el encabezamiento, y por encima de éste campaba el escudo del Ministerio de Justicia, seguido de una dirección, nada más. Bueno sí, también había un número de cinco cifras. Lo volteé por si hubiera algo escrito detrás; estaba en blanco. Evidentemente, lo más sencillo era acercarse a dicho registro para averiguar de qué se trataba, pero ya estaría cerrado a estas horas y, encima, hoy era viernes, qué mala suerte. Sin embargo, se me ocurrió que existía un modo bastante rápido de averiguar algo más y que no entrañaba mayor dificultad que marcar un número de teléfono. ¿Cómo se llamaba aquel original abogado de mi hermana Olivia? Seguro que él podía ayudarme y, quizá, incluso explicar qué era ese volante. Miré el reloj: las cuatro y diez, una hora posiblemente demasiado temprana para que un abogado estuviera en su bufete después de una presunta comilona con clientes. Sin embargo, tuve suerte, porque, aunque la secretaria que me atendió dijo que no había llegado aún a la oficina, se ofreció para conectarme con su móvil. A continuación quedé a la escucha de una musiquilla durante un buen rato (esta vez no era la de El golpe, por cierto, sino la de La sirenita).
– ¿Señor Müller? -dije por fin-. ¿Está usted ahí?
– Al aparato -respondió, y al oír su voz me pareció oír también un cadencioso clic, clic.
Ya me había pasado con ocasión de nuestra primera y única entrevista. Siempre que hablaba con él me lo imaginaba contando su valiosísimo tiempo (y cobrándolo, naturalmente) por minutos, por segundos incluso. Pero bueno, me dije, esto es sólo una consulta telefónica y sobre una cliente suya además, de modo que olvidemos el clicliclic.
– Plataforma vibratoria -dijo él a modo de explicación. ¿Con quién hablo?
– Soy Ágata Uriarte, señor Müller, ¿se acuerda usted de mí?
– Perfectamente, pero es Gutiérrez Müller, y de tú, ¿recuerdas? -corrigió él, poniendo especial énfasis en la pronunciación muy castiza de la z.
– Sí, claro -respondí, obediente-. Verás, te llamo por una consulta rápida, no te robaré más de un par de minutos. Resulta que recogí por fin las pertenencias de mi hermana Olivia de casa de su ex marido, tal como quedamos, y entre ellas había un sobre con una especie de volante de un ministerio o algo así. Si pudieras adelantarme qué es, me harías un gran favor porque si no, no podré salir de dudas hasta el lunes. Espera, espera, voy a leerte exactamente lo que dice.
Repetí entonces lo que había impreso en aquel escueto billete a la espera de la respuesta de Gutiérrez Müller.
– ¡Vaya, parece que estás de suerte! -dijo él-. Siempre pensé que tu hermana era una persona muy hábil, qué tía más lista. Muy buena noticia para ti, Ágata.
– ¿Para mí?
– Eres su pariente más directa, ¿no? Aunque debo decir que es una forma bastante particular de hacer las cosas…
– Perdona, pero no entiendo nada. ¿A qué te refieres?
– Me refiero a ese papelito que tienes en la mano. Está claro que es un volante con el que acceder a un registro que existe en el Ministerio de Justicia. Uno pensado para personas que desean dejar constancia de que han hecho un seguro de vida a favor de un determinado individuo.
– ¿Y eso es muy común?
– Más normal hubiera sido decírmelo a mí y no dejarlo en un registro, pero bueno. A veces se usa cuando alguien desea dejar un dinero a un beneficiario que no es su heredero directo, pero también se recurre a este método para puentear impuestos. Olivia era de esas personas que detestan Hacienda, de modo que estoy por apostar que ésa es la razón por la que lo ha hecho de este modo. Sí, le pega muchísimo. Y es muy hábil por su parte además, porque ésta es una forma perfecta de ser generosa después de muerta casi sin desembolso por su parte. Algo imprescindible en el caso de tu hermana, me temo.
– ¿Quieres decir que alguien que carece de medios económicos puede, como si dijéramos, dejar una herencia a quien elija, simplemente, al hacerlo beneficiario de su seguro?
– Bingo -respondió Gutiérrez Müller-, evidentemente que sí. Lo único que hay que procurar es poner mucha atención a las cláusulas del contrato que se pacta con la compañía aseguradora para que nada invalide la póliza o impida su pago, algo que también pasa a menudo.
– ¿Y cuáles pueden ser esas cláusulas?
– Son tantas, no sé. Está claro que no se paga lo mismo si la muerte se produce por enfermedad que si es por accidente, por ejemplo. Hay seguros que contemplan el suicidio; otros en cambio lo excluyen por completo. Todo esto se puede pactar con la aseguradora y tiene como resultado una cantidad mayor o menor para el beneficiario.
– ¿Y crees que yo puedo ser esa beneficiaría?
– Tú eres la que tiene el volante, ¿no?
Se me nublaron los ojos. ¿Era posible que Olivia hubiera hecho algo tan maravilloso por mí, por una hermana con la que nunca tuvo una relación demasiado próxima? Y de ser así ¿Por qué? ¿Qué había cambiado en ella durante el tiempo en el que apenas nos habíamos visto? ¿Habría existido una Olivia distinta a la que yo nunca llegué a conocer? Por un momento me acordé de algo que había dicho doña Cristina San Cristóbal en nuestro encuentro. Aquello de que hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces a día.
– ¿Estás ahí, Ágata? Oye, si quieres podemos ir juntos al Registro y ver de qué tipo de póliza se trata. Mira que me extraña que Oli no me consultara para nada. Pero bueno, todo eso da igual ahora. Tengo verdadera curiosidad profesional por ver cómo hizo las cosas tu hermana. No es políticamente muy correcto decirlo, claro, pero hay que ver qué bien le ha salido la jugada. Sin ella proponérselo, por supuesto, porque una muerte por accidente es lo que más dinero da al beneficiario. Y quién iba a imaginar que muriera tan joven, por una caída estúpida, además.
– ¿Mi hermana nunca te dijo que estaba enferma?
– Nunca… ¿Lo estaba?
No respondí a esta pregunta pero creo que mi silencio fue más que elocuente.
Gutiérrez Müller volvió a insistir en que quería acompañarme al registro ya que había aún varias incógnitas por despejar, como la cuantía del seguro, por ejemplo.
– No soy experto en esto, claro, pero para que te hagas una idea, por una póliza de sólo 200 euros se consigue alrededor de un millón, o incluso más. Una buena pasta por una inversión minúscula, ¿no crees?
Luego insistió en que, a todos los efectos, era conveniente salir de dudas, que desde luego no había que esperar a que la compañía de seguros se pusiera en contacto conmigo, que menudas eran algunas de ellas, etcétera, pero yo ya no lo escuchaba. En ese momento mi única preocupación era por dónde iba a continuar mis pesquisas, cómo averiguar y cuanto antes qué había pasado realmente esa fatídica tarde a bordo del Sparkling Cyanide. Ahora más que nunca se lo debía a Oli, y tenía todo el fin de semana por delante. Ya habría tiempo el lunes de ocuparse del dinero, de ver qué me había dejado, ella que no tenía nada, ni un céntimo a su nombre, y que sabía iba a morir muy pronto. Dios mío, Oli.
Un reloj parado. Un mandato desde la tumba para descubrir un crimen. Némesis, la diosa de la justicia retributiva… Todas estas ideas revoloteaban inconexas dentro de mi cabeza junto con esta otra: la imagen del doctor Sheppard, o mejor dicho, del doctor Fuguet, mi penúltimo sospechoso. Eran casi las cinco, ¿me daba tiempo de acercarme hasta su casa hoy mismo? Por qué no, son muy largas las tardes de julio.