Con Nelson en la ballesta

Nelson Gutiérrez Müller no resultó ser ni cubano ni paraguayo descendiente de nazis sino español, al menos a juzgar por el acento, que no por su aspecto. Se me olvida siempre que España se ha convertido en un país multicultural, tal vez porque la transformación ha tenido lugar muy rápido y por aluvión. Por eso los Nelson Gutiérrez Müller de estos tiempos pueden ser como el individuo que ahora tenía delante. Un mulato bien parecido, una especie de Lenny Kravitz que me miraba desde detrás de su mesa de despacho vestido de Loro Piana. No es que yo sea especialista en marcas caras como mi hermana Olivia, pero da la casualidad de que hace poco leí en internet algo sobre esta sofisticada casa de modas, que es, a su vez, otra expresión de multiculturalismo: a pesar de su origen italiano, se especializa en prendas de vicuña andina, también cachemir pakistaní, y comenzó su exitosa andadura en Nueva York.

Y ahí estaba ahora aquel individuo como un figurín milanés: pantalón tostado, camisa rosa sin corbata y, para completar el look, unos calcetines lila.

– Supongo que te habrá sorprendido recibir mi carta -comenzó diciendo y tuteándome de entrada.

– Mucho -respondí mientras me dedicaba a cotillear su despacho. Las paredes grises, los altos techos estucados, los escasos muebles de diseño… y, en todo este muy previsible decorado minimalista encontré, sin embargo, dos notas discordantes: una gran bandera española que ondeaba junto a otra con los colores del arco iris.

«Mejor no sacar ninguna conclusión apresurada», me dije tratando de ensamblar datos tan inconexos. Nelson Gutiérrez me miró, supongo que divertido por mi desconcierto y así comenzó nuestra conversación.

– Antes que nada, permíteme darte el pésame. Siento de veras la muerte de tu hermana.

Era la primera persona que me decía algo agradable sobre Oli, por lo que se lo agradecí del modo más sincero.

– Sí -añadió Gutiérrez Müller-, qué muerte tan inesperada. Por fortuna tu hermana era una persona precavida. A pesar de ser joven, tenía sus cosas perfectamente en orden; eso no es muy corriente, ¿sabes?

– Me lo imagino -respondí sin saber muy bien qué decir.

– Ojalá la gente fuera tan previsora como ella. En realidad no cuesta nada tomar ciertas medidas y se evitan así muchos problemas. Fíjate, en su caso, las instrucciones que me dejó no podían ser más sencillas. Se trataba de disponer que, en el supuesto de que a ella le ocurriera algo, yo debía ponerme en contacto contigo para…

Aquí Nelson hizo una pausa, supongo que para estudiar mi reacción. Por supuesto no le di el gusto de delatar ninguna. Entonces preguntó:

– ¿Qué crees que te ha dejado tu hermana?

– Espero que me lo digas tú -respondí un tanto incómoda por la pregunta-. No tengo la menor idea.

– Ni yo tampoco -dijo él entonces-. En realidad mi cometido en todo este asunto se limita a hacer una pequeña gestión con Flavio Viccenzo, su ex marido. Una que, por cierto, no ha presentado problema, a pesar de que no había obligación alguna por su parte de colaborar.

– ¿Qué gestión es ésa y qué tiene que ver conmigo?

– Simplemente se trataba de llamar a Viccenzo para decirle que era deseo de Olivia que ciertas pertenencias suyas que aún quedan en el antiguo domicilio conyugal pasaran a ser de tu propiedad. También especificó que debías ir a recogerlas.

– ¿De veras es necesario? Preferiría que me las mandasen, si es posible. Además, ¿de qué pertenencias se trata?

Nelson se encogió de hombros.

– Yo que tú no me haría ilusiones. Ya sabes cómo son los ex maridos muy ricos, creen que todo lo que han regalado durante el tiempo que duró el matrimonio a sus mujeres vuelve a ser suyo una vez que se deshacen de ellas. Por eso no me extrañaría que por «pertenencias» se entiendan enseres de escaso valor.

– Yo no me refiero a su valor material -dije mientras una ola de infinita piedad por mi hermana me invadía; pobre Oli, qué mundo tan despiadado el suyo-. ¿Qué tengo que hacer -pregunté- para ponerme en contacto con mi ex cuñado, tal como quería mi hermana?

– También eso es parte de mi cometido. No tienes más que decirme cuándo te viene bien ir a casa de Viccenzo y concertaré la cita, incluso puedo acompañarte, si quieres.

– No creo que sea necesario -dije.

A continuación, Gutiérrez Müller cogió uno de los dos teléfonos móviles que había sobre su mesa y sin más dilación llamó a Flavio para concertar mi visita. Sin duda era un tipo resolutivo.

– Gracias -le dije mientras me ponía en pie en cuanto acabó su llamada telefónica.

Personalmente nunca he tenido contacto con un abogado de Nueva York de esos que tarifan por minutos, «by the clock» creo que es el término exacto, pero con gente como Gutiérrez Müller, uno tiene la inevitable sensación de que está malgastando su carísimo tiempo. Él, a su vez, se levantó y luego se ofreció a acompañarme hasta la puerta. Entonces recorrimos en silencio el largo pasillo que comunicaba su despacho con el vestíbulo de entrada. A ambos lados, varias puertas de cristal esmerilado tras las que se silueteaban diversas sombras daban la impresión de esconder otras tantas reuniones secretas. «Parecen cuevas de ladrones», pensé sin poder evitar un mínimo sobresalto, y aceleré el paso. No fue hasta el último minuto, cuando ya nos habíamos dado la mano, que él me dijo:

– No te pareces en absoluto a Olivia, nadie pensaría que sois hermanas.

– Sí -respondí-, eso nos decían siempre, desde que éramos niñas.

– Ella te admiraba mucho, supongo que lo sabes.

– ¿Qué me admiraba? -repetí genuinamente sorprendida.

– Tengo la impresión de que le hubiera gustado ser tú -respondió él, y al ver mi cara de enorme extrañeza sonrió al añadir-: Oli decía que tú al menos eras libre.


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