Antes he comparado los acontecimientos de aquellos últimos días con las distintas cuentas de un collar de abalorios. Y si la primera cuenta era el doctor Fuguet y su carta, la segunda y la tercera llevaban también el nombre de pasajeros del Sparkling Cyanide. Hablo de Vlad Romescu y de doña Cristina San Cristóbal. Uno y otra irrumpieron de pronto en mi vida, el primero sólo por teléfono (llamaba para decir que no había habido suerte con las entrevistas, que se volvía a Mallorca, que sentía no haber pasado por casa a despedirse de mí, que me mandaba un besito muy fuerte); la segunda, en carne y hueso (más de lo primero que de lo segundo, dada su particular fisonomía).
– ¡Doña Cristina! -exclamé al verla avanzar hacia mí envuelta en una de esas veraniegas túnicas que tanto parecen gustarle (color naranja y amarillo canario en esta ocasión)-. ¡Qué casualidad tan grande verla por aquí!
Y en verdad lo era. Porque si todos los encuentros «casuales» de los que se habla en esta historia habían sido provocados por mí, juro que no tuve nada que ver en que, esa mañana, al doblar la esquina camino del Registro, allí estuviera ella, brazos enjarra.
– A ver si miramos un poco por dónde vamos -dijo con su habitual aire de malas pulgas, y las dos nos quedamos mirándonos, en la acera.
Me habría gustado preguntarle qué hacía por este barrio tan lejano al suyo y a esas horas de la mañana, pero doña Cristina no es de las personas que incitan a que uno indague en sus actos. Más bien al contrario, es ella la que suele hacer las preguntas.
– ¿Cómo van las pesquisas? -inquirió irónica-. ¿Algún descubrimiento interesante? ¿El nudo se aprieta alrededor de los sospechosos?
Le dije que no había nada nuevo, y seguramente ahí habría acabado nuestra casual conversación si ella no me hubiera hecho una pregunta sarcástica.
– ¿Y no se le ha aparecido a usted la finada tal como temía? La vez que me vino a ver para jalarme de la lengua dijo que la razón de su visita era pedirme consejo para esquivar el peligro de que grandísima víbora se materializara como fantasma. La veo a usted de lo más contenta, incluso relinda diría yo, por lo que imagino que no ha habido apariciones molestas.
Se rió como sólo ella sabe hacer, dejándome ver esa dentadura perfecta que yo recordaba de otros encuentros y que debió de costarle un platal.
– No, no se me ha aparecido -reconocí-, al menos de momento.
– No lo descarte, del todo, niña. Aunque quién sabe, los finados tienen formas muy diversas de comunicarse con nosotros, pobres mortales.
(Otra con ideas esotéricas pensé.)
– No creo demasiado en los espíritus -dije a continuación, tratando de poner fin a una charla que empezaba a resultar un poco cansina-. Tampoco creo en los mensajes que se mandan desde el Más Allá.
– Es que a lo mejor el mensaje no viene del más allá sino que ya está en el más acá.
– ¿En el más acá?
– Desde luego no es una conversación para tener en mitad de la calle, pero ¿no me diga que su hermana de usted no le dejó alguna cartita, un sobre con últimas voluntades o algo así? Era más mala que el curare, pero muy ordenadita y organizadora la doña. Seguro que le dejó algo escrito, qué se yo, una encomienda.
– En efecto, lo hizo -respondí, cada vez más molesta por tener que darle explicaciones a madame Serpent sobre cosas que no eran de su incumbencia.
Además, ahora que conocía la generosidad póstuma de Olivia para conmigo, me molestaba su modo de referirse a ella. Por eso le conté lo del volante que obraba en mi poder y mi conversación con Gutiérrez Müller el viernes explicándole de qué se trataba.
– … Da la casualidad de que ahora mismo voy a pasarme por ese registro del Ministerio de Justicia y averiguar qué me ha dejado. Así que ya ve, mi hermana se acordó de mí después de todo. Un seguro a mi favor, algo completamente inesperado y muy generoso por su parte, de modo que preferiría que no continuara hablando mal de ella.
– ¿Y cómo sabe que es al suyo?
– ¿A mí qué? -respondí ya al límite de mi paciencia.
– A su favor, tontita mía.
– ¿A favor de quién va a ser si no? El resguardo lo tengo yo.
– Los mensajes del más allá -o los del más acá, como este caso- son muy interesantes, pero es menester saberlos leer de forma correcta. Que usted tenga ese volante no quiere decir, necesariamente, que sea la beneficiaría, ¿no'scierto?
– Bobadas. ¿Por qué me lo deja a mí entonces?
– Ahí tiene otro misterio curioso a cargo de su querida hermana, pero uno muy fácil de resolver, sólo tiene que ir a ese registro y averiguar. También debe de haber alguna razón por la que decidió dejarle a usted ese papelito y no a otra persona, como a un abogado, por ejemplo. ¿Sabe una cosa? Estoy empezando a pensar que necesitaba usted un coach, ¿no es así como ahora los llaman? O dicho en palabras llanas, alguien con las ideas claras que le diera una manito. Dos cabezas piensan mejor que una y lo que no ven dos ojos lo ven cuatro -rió-. Por cierto -dijo-, es curioso que nos hayamos encontrado aquí, no más, en la calle, ¿no'scierto? Si no creyera firmemente que su hermana de usted está friéndose como un anticucho en las calderas de Pedro Botero, estaría por asegurar que se las ha arreglado para que coincidamos en esta veredita alegre con luz de luna o de sol.
Dicho esto empezó, como si tal cosa, a tararear Fina estampa; luego me plantó dos besos a modo de despedida y la vi partir. Corría una tenue brisa muy impropia del mes de julio y esa túnica amarillenta suya la hacía parecer envuelta en una nube sulfurosa. Ya me disponía a hacer algún comentario sarcástico sobre esta última particularidad cuando sonó mi móvil, sobresaltándome. El nombre que figuraba en la pantalla era el último que yo había incorporado a la lista de mis contactos, apenas unos días atrás. «¡Pedro Fuguet!», exclamé sin poder evitar una gran sonrisa, y es que estaba casi segura de que llamaba para concertar una cita tal como habíamos quedado.
– … Síííí, ¿dígame? ¡Pero qué ilusión!