La suerte de la Iguana Oberlus comenzó a cambiar una noche de octubre, cuando un viento furioso encrespó las olas, aulló estremecedor, y arrojó contra los acantilados de barlovento, casi a los pies de la entrada de su cueva, cien metros más abajo, a la fragata Madeleine, que regresaba a Marsella por la ruta del oeste tras una larga estancia en China y Japón.

El capitán del Madeleine, que había realizado el viaje de ida bordeando el Cabo de Buena Esperanza, se ahogó esa noche sin llegar a entender cómo era posible que se hubiera estrellado contra una pared de piedra, cuando, según sus cálculos, faltaban por lo menos dos semanas para avistar las costas de Perú. En su «derrotero» comprado a precio de oro a un piloto español renegado, no figuraba en parte alguna que allí, sobre la raya misma del ecuador y a setecientas millas de Tierra Firme, se alzara ninguna isla.

Pero fue así como, al amanecer, calmó el viento y las olas dejaron de batir con fuerza contra el muro de piedra, Oberlus distinguió el partido casco que descansaba sobre la cornisa de roca, los cadáveres que flotaban y los sacos de té que arrastraba la corriente mar afuera.

Tres hombres exhaustos y malheridos, habían conseguido a duras penas ganar la costa, y aparecían tumbados boca abajo, inconscientes y sangrantes, sobre una minúscula playa de piedras. Cuando, tras la trágica odisea que acababan de vivir y en la que habían estado a punto de perecer, viendo además cómo se ahogaban sus restantes compañeros, consiguieron al fin abrir los ojos, fue para descubrir, horrorizados, que habían sido fuertemente maniatados y se encontraban en poder del más abominable y repugnante de los seres humanos.

Uno de ellos, mayordomo de a bordo, no tuvo siquiera oportunidad de comprender qué era lo que le había sucedido, porque expiró allí mismo a causa de la pérdida de sangre, pero los dos restantes fueron conducidos por la fuerza a lugar seguro. Más tarde, Oberlus fue en busca de Sebastián Mendoza y el noruego Knut, a los que obligó a desembarcar cuanto pudiera serle de utilidad de los restos del naufragado Madeleine.

En la camareta del capitán había encontrado dos pistolas y buena cantidad de pólvora y municiones, y eso constituyó, sin duda, el mayor tesoro que hubiera poseído a lo largo de su vida, mucho mayor para él, desde luego, que el pequeño cofre repleto de perlas y pesados doblones que descubrió empotrado en un mamparo, detrás de un mapa de Francia.

Hizo que sus «esclavos» trasladaran los sacos de té, las sedas y los útiles de a bordo a una de las cuevas grandes de la cañada, y los días sucesivos les obligó a desarmar pieza por pieza los restos de la maltrecha nave, sacando a tierra los trozos que pudieran serle de utilidad y permitiendo que el mar se llevara lo demás.

Una semana más tarde nadie hubiera podido imaginar que en aquel lugar hubiera naufragado algún día una hermosa fragata, y que sus dos únicos supervivientes hubieran pasado a convertirse en esclavos encadenados que vagaban por la isla con prohibición absoluta de aproximarse a menos de trescientos metros, del noruego o el chileno.

Oberlus se mostró muy estricto a ese respecto. Reunió a los cuatro, mostró sus pesadas pistolas aclarando desde el primer momento quién era el único dueño de la fuerza en aquella isla, y sentenció en un tono que no permitía apelación alguna:

— Si os sorprendo juntos, echaré a suertes, mataré a uno, y a los restantes les cortaré dos dedos… ¡Tú…! Enseña a los franceses los que te faltan… — aguardó a que Mendoza alzara la mano mostrando sus falanges amputadas, y añadió en el mismo tono —: Yo nunca amenazo en balde. Y nunca dejo de cumplir lo que prometo… El que me obedezca vivirá en paz; el que se crea demasiado listo, se arrepentirá de haber nacido.

Aguardó a que uno de los franceses, que hablaba castellano, tradujera sus palabras a su compañero, y luego marcó una imaginaria línea que iba, de la alta roca que le servía de atalaya, al centro exacto de la bahía del norte:

— Esa es la frontera que no podéis cruzar, ni los franceses a un lado, ni vosotros al otro… El que se arriesgue, pierde la vida… — mostró luego la campana del Madeleine, que había colgado de la rama de un arbusto —. Cuando la haga sonar os quiero aquí de inmediato… — añadió —. Y al que llegue el último, le daré diez latigazos… ¿Queda claro?

— Lo que está haciendo es rapto y piratería… — le hizo notar Dominique Lassá, el francés que hablaba español —. Y eso, según las leyes del mar, está castigado con la horca…

Su raptor no pudo evitar una divertida sonrisa:

— ¿Y quién me va a ahorcar…? ¿Tú por casualidad…? Las leyes del mar no rigen aquí. Aquí únicamente cuenta la ley de Oberlus, y lo que yo diga está bien, y lo que opine cualquier otro, está mal… ¿Quieres que te lo demuestre…?

El interpelado lanzó una ojeada a los muñones de Sebastián Mendoza, y negó con un gesto mientras Oberlus asentía satisfecho por su actitud:

— ¡Eso está mejor…! — exclamó —.Los franceses tenéis fama de buenos cocineros… ¿Tú lo eres…?

Lassá señaló a su compañero:

— Él es mejor.

— Bien… En ese caso, dile que se ocupará de la cocina, tú le abastecerás de carne y pesca, Sebastián cuidará de los bancales de cultivo y los aljibes, y el tonto noruego le ayudará en lo que necesite y recogerá lo que el mar arroje a tierra… — señaló al segundo francés —. ¿Cómo se llama?

— Georges… — replicó Dominique Lassá.

— De acuerdo… — puntualizó la Iguana Oberlus —. Dile a tu amigo Georges que le haré probar cuanto pretenda hacerme comer para que no se le ocurra tratar de envenenarme… Y no creo que haga falta que os aclare que cualquier tipo de atentado contra mi persona será castigado, de inmediato, con la muerte… — hizo un gesto de despedida —. Y ahora marchaos… ¡A trabajar…!

Permitió que se alejaran apenas doscientos metros, y, alzando la mano, tomó la cuerda de la campana y la hizo repicar con insistencia.

Tropezando y cayendo a causa de las cortas cadenas que unían sus pies, los cuatro hombres acudieron a toda prisa en una tragicómica carrera en la que saltaban con los pies juntos e incluso gateaban, y Oberlus tomó uno de los látigos que había salvado de la fragata y señaló al noruego que había sido el último en llegar.

— ¡Túmbate en el suelo…! — ordenó con un gesto autoritario que el otro comprendió de inmediato —. ¡Rápido…!

Le descargó los diez latigazos prometidos, e indicó a Mendoza que le ayudara a ponerse en pie:

— La próxima vez daré más fuerte… — señaló —. Puedo azotar muy fuerte cuando me lo propongo… Lo de hoy no ha sido más que una advertencia… ¡Fuera…!

Cabizbajos y silenciosos, rumiando su miedo, su dolor y su ira, los cuatro hombres se alejaron en direcciones opuestas.

La Iguana Oberlus los observó mientras se perdían entre los arbustos, sacó una vieja cachimba renegrida, probable regalo de su esposa a un difunto tripulante del Madeleine, y la encendió muy despacio exhalando, satisfecho, una espesa nube de humo.

Era el amo.

El amo absoluto, y lo sabía.

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