— ¿Qué haces?

Había surgido de improviso a su lado, naciendo, como siempre, de la nada y en absoluto silencio, como una sombra sin cuerpo, y Dominique Lassá dio un respingo aterrorizado.

— Estoy escribiendo.

— ¿Sabes escribir…? — se sorprendió la Iguana.

— Si no supiera, no escribiría… — fue la lógica respuesta —. Yo llevaba el Diario de a bordo del barco.

— Eso lo hace siempre el capitán… Son los capitanes los que saben escribir.

— El capitán prefería que lo hiciera yo, porque mi letra era mejor que la suya…

— ¿Es ése el Diario de a bordo?

— No. Es mi propio diario… Lo encontré entre las cosas que el noruego y Sebastián bajaron a tierra… Algunas páginas se han mojado, pero aún sirve.

Oberlus extendió la mano, tomó el libro, grueso y pesado, encuadernado en una sobada piel oscura, y lo hizo girar entre sus manos abriéndolo, estudiando la letra menuda y de perfecta caligrafía, y las páginas que quedaban en blanco.

— No sé leer… — admitió al fin devolviéndoselo —. Nadie quiso enseñarme nunca.

El otro no respondió, cerró el pesado libro colocándolo a sus espaldas, como si se tratara de un preciado tesoro que pudieran arrebatarle, y observó, tratando de vencer su repulsión, al hombre que se había sentado frente a él, y que contemplaba ausente el mar que se extendía, indescriptiblemente tranquilo, de color plomizo, como un bruñido espejo sin la más leve mancha, hasta perderse de vista en la distancia.

— Tampoco me hubiera servido de nada saber leer… — comentó Oberlus al cabo de un largo rato —. De nada… Aunque me hubiera convertido en el hombre más sabio del mundo, seguiría teniendo este mismo rostro, y todos me hubieran rechazado de igual modo… — le miró de frente —. ¿Para qué sirve leer?

— Para comprender lo que otros han escrito… — replicó el francés con naturalidad —. A veces, cuando nos sentimos solos tristes o casi desesperados, lo que nos cuenten otros puede tranquilizarnos… Saber cómo sufrieron experiencias semejantes, y de qué modo les hicieron frente, ayuda…

La Iguana Oberlus meditó unos instantes y negó convencido:

— No en mi caso… — replicó por último —. No creo que nadie haya pasado antes por cuanto yo he pasado y tuviera ánimos para contarlo.

— ¿Cómo puede estar tan seguro…? — inquirió Dominique —. Nadie puede estar seguro de algo así, porque nadie ha leído todos los libros que se han escrito.

— Lo sé, porque lo que yo siento… lo que me habéis hecho sentir a lo largo de estos años — toda una vida —, nadie puede haberlo expresado en modo alguno… — agitó la cabeza con gesto pesimista, buscó la cachimba, y frotó el pedernal para encenderla —. Se empeñaron en convencerme de que por haber nacido deformado era un auténtico «hijo del Averno», y acabaron convenciéndome… ¿Pero dónde está mi padre, el demonio…? Nunca acudió en mi ayuda, y todas las maldades que se supone que debía enseñarme, las fui aprendiendo poco a poco porque los demás me las hacían… Si yo no soy capaz de expresar, ni simplemente hablando, lo que he sufrido, ¿cómo puede nadie expresarlo escribiendo?

No obtuvo respuesta porque el francés se sentía incapaz de comportarse con naturalidad ante la presencia de aquel espantoso ser, al que odiaba ya como no había odiado a nadie desde que guardaba memoria, y que le repugnaba como si un vaho fétido escapara por cada uno de los poros de su cuerpo. No le resultaba ni siquiera factible tratar de captar el hilo de sus pensamientos, ni comprender a través de qué larga cadena de padecimientos había llegado hasta aquel lugar y aquel punto. En cierto modo, y por el simple hecho de mirarle y advertir su repelente fealdad, resultaba natural y lógico aceptar que la humanidad se hubiera comportado con él con la crueldad con que lo había hecho.

Oberlus había permanecido también en silencio, contemplando el mar, inmerso en sus propios pensamientos, y al cabo de un largo rato fijó la vista en la pluma de cormorán que había quedado sobre la piedra, junto al tosco tintero que no era otra cosa que un viejo cazo de latón, y comentó secamente:

— Enséñame a escribir.

— ¿Cómo ha dicho…? — se asombró Lassá.

— Lo has oído: que me enseñes a escribir… — tomó la pluma y jugueteó con ella —. Sé que puedo aprender, y me servirá para contarle al mundo lo que me hizo y por qué le declaré la guerra… — sonrió divertido —. Al fin y al cabo, si voy a convertirme en Rey de Hood, justo es que, como Rey, sepa escribir.

— ¿Tiene idea de lo que hacen los españoles con quienes pretenden coronarse rey de alguno de sus dominios…? Les arrancan la lengua y los ojos, les dan a beber plomo derretido, y si aún son capaces de mantenerse con vida, hacen que cuatro caballos los descuarticen…

— Me parece muy justo… — admitió Oberlus con tranquilidad, y se diría que en verdad le parecía la cosa más natural del mundo —. Si no fuera por temor a tales castigos, cualquier cobarde se atrevería a alzarse… — hizo una pausa —. Los rebeldes debemos saber contra qué nos rebelamos y a qué nos exponemos, porque, de lo contrario, esa rebeldía no tendría mérito… — mostró la pistola que descansaba sobre su regazo —. Yo sé que, en cuanto descuide mi vigilancia, acabaréis conmigo de la peor manera posible, pero acepto ese riesgo, pese a que me hubiera resultado mucho más sencillo continuar viviendo en paz, aquí escondido para siempre.

— ¿Luego le consta que lo que está haciendo es malo…?

— Malo, no… Distinto… — replicó Oberlus —. Al fin y al cabo, ¿en qué se diferencia mi postura de la de cualquier rey…? ¿No descuartizan a quien se les opone? ¿No quema la Inquisición a quienes no ven a Dios como ellos pretenden que se le vea…? ¿No está plenamente aceptado esclavizar a los negros por el simple hecho de que su piel es distinta a la nuestra…? La Ley lo admite, y si se ahorcara a todos los propietarios de esclavos, pocos nobles quedarían con vida… Tú eres distinto a mí, no por el color de tu piel, sino por el hecho de que yo soy distinto a todos… — se encogió de hombros —. Por esa única razón, tengo tanto derecho como cualquier estúpido noble a esclavizar a quien no sea igual a mí… — trató de sonreír con aquella mueca que le hacía más espantoso aún si es que ello era posible —. Únicamente respetaré a mi igual, a aquel que sea tan monstruoso, deforme y desgraciado como yo…

Alzó las manos en un ademán que no quería decir nada pero quizá significaba mucho.

— Se me antoja una postura consecuente para los tiempos en que vivimos, ¿no te parece…?

Dominique Lassá, nacido en Sete, educado en Marsella y en París, segundón de una antigua familia, y que había elegido el mar como válvula de escape a su sed de aventuras y sus ansias de conocer el mundo y a sus gentes, no supo, o no quiso, buscar argumentos que enfrentar a lo que consideraba peregrinas teorías de su captor. Había corrido mucho; había conocido muy diversos pueblos y muy distintas idiosincrasias y regresaba de un largo periplo por Oriente, donde su contacto con chinos y japoneses había constituido una de las más intensas e interesantes experiencias de su vida. Aun tan alejados como se encontraban de su forma de ser y pensar, admitía con ciertas reservas el fatalismo de los orientales y la indiferencia con que se enfrentaban a su destino o a la muerte. Podía comprenderlos, pese a que su concepto del honor, sus relaciones con las mujeres y los niños, su culto a los ancianos, o su bárbara sed de sangre a la hora de la guerra, le desconcertaran.

Pero el hombre que se encontraba sentado frente a él, la Iguana Oberlus, constituía un hecho aislado, un ser único — único e irrepetible —, y se negaba a aceptarlo. Por lógica no debería existir ni formar parte de la especie humana, y en caso de ser considerado como lo que en realidad era: un trágico error, su lugar tan sólo podía estar allí, en aquel islote abandonado, oculto a la mirada del resto de los hombres.

¿Cómo podía semejante error, del que apenas cabía esperar que fuera capaz de emitir media docena de palabras inteligibles, aspirar a enfrentarse a cuantos no fueran tan monstruosos como él, osando convertirse en soberano de un solo metro cuadrado de tierra?

Representaría desde luego un magnífico papel como tiranuelo de una roca, gobernando cómicamente sobre iguanas, tortugas y cientos de miles de cagonas aves marinas, pero resultaba en verdad risible que pretendiera aspirar a más nobles empresas, en especial si en tales empresas se hallaban involucrados auténticos representantes de la especie humana.

— Si todos aquellos que, por algún motivo, se consideraban en cierto modo diferentes, pretendieran imponer su ley a quienes no son o no piensan como ellos, el mundo se volvería un infierno… — dijo al fin.

— El mundo es un infierno… — fue la respuesta —. Al menos, lo ha sido para mí, y no veo por qué no debo contribuir a que continúe siéndolo, si eso me beneficia… ¿Me enseñarás a es cribir…?

— No creo que sepa hacerlo.

La amenaza llegó seca e inapelable:

— Si dentro de un mes no sé escribir, te cortaré una mano — aseguró la Iguana Oberlus, y el francés tuvo la absoluta certeza de que lo haría.

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