Cuando la madre de Diego Ojeda tuvo noticias del crimen que se había cometido en la isla de Hood, y del que habían sido testigos los hombres de la tripulación del Adventure, abrigó la esperanza de que tal vez el misterio que encerraba aquella isla guardara algún punto de contacto con el misterio de la goleta Ilusión, desaparecida en aquellas mismas aguas, y decidió, por tanto, enviar de nuevo al falucho, pero esta vez con diez hombres armados a bordo.
Sus órdenes eran capturar al asesino y traerlo a Guayaquil para someterlo a un exhaustivo interrogatorio, así como tratar de encontrar en el solitario peñón algún rastro del perdido navío.
El Madeleine y el Río Branco, de los que se habían descubierto huellas, eran buques que habían naufragado, también de forma harto misteriosa, por aquellas mismas fechas y en la misma zona, al igual que el María Alejandra, un ballenero del que tampoco se tenían noticias. No resultaba por todo ello ilógico suponer que los cuatro siniestros se hallaran relacionados de algún modo.
La clave tenía que estar, a todas luces, en el misterioso criminal, al que algunas voces comenzaban ya a identificar como la Iguana Oberlus, el espantoso arponero del Old Lady II que había desertado de su barco varios años atrás.
Doña Adelaida Ojeda, que pese al tiempo transcurrido continuaba negándose a aceptar la muerte de su primogénito, ofreció por tanto cien doblones de oro al capitán del falucho y cincuenta a cada uno de sus hombres, si le traían noticias fidedignas y definitivas de la suerte corrida por su hijo Diego.
— Y si me lo traéis con vida, os haré ricos… — prometió —. Ricos a todos.
El capitán del falucho, Arístides Rivero — que años más tarde alcanzaría notoriedad y acabaría ahorcado por tentativa de rebelión armada —, recaló por tanto en la isla de Chatman como primera escala, con la astuta intención de levar anclas a media tarde, calculando alcanzar las costas de Hood en plena noche para desembarcar a su gente buscando sorprender de ese modo al amanecer al escurridizo Oberlus en el momento en que abandonara, confiado, su seguro escondite.
Contaba con la ayuda de una luna menguante para encontrar la isla, pero quiso su mala suerte que negros nubarrones que llegaron del este inopinadamente la ocultaran, lo que motivó que, a medianoche, temiera estrellarse contra la roca, decidiendo mantenerse al pairo hasta el amanecer.
El alba le sorprendió a unas seis millas de la costa, pero aunque izó a toda prisa el trapo y navegó directamente hacia la bahía de sotavento, ya para entonces el avisado Oberlus le había descubierto, por lo que reunió de nuevo a sus cautivos encerrándolos una vez más en la gruta del acantilado.
Durante cinco días, los hombres de Arístides Rivero recorrieron la isla palmo a palmo, comprobando que parte de los aljibes habían sido reparados, y aquí y allá se distinguían huellas frescas que denunciaban presencia humana, lo que les llevó al convencimiento de que, en efecto, no sólo un hombre, sino varios — y tal vez incluso una mujer — se ocultaban en alguna parte.
Tres voluntarios se dejaron deslizar con cuerdas por la pared del acantilado, y Oberlus vio cruzar sus sombras y escucho sus voces a través de las diminutas oquedades de los nidos, calculando que uno de ellos habría pasado a menos de seis metros de la entrada de la cueva.
Lo estaban acorralando y lo sabía.
Ya era sólo cuestión de tiempo que dieran con él, y no le quedaría entonces más remedio que dejarse morir de hambre allí dentro como un conejo atrapado por los hurones.
No existía puerta de escape, y les bastaría sentarse en la cumbre del acantilado y aguardar.
Decidió por tanto que había llegado el momento de plantar batalla, y esa noche maniató también a Niña Carmen, amordazó a los cuatro, y tomando sus armas y su pesado arpón de ballenero, trepó en silencio hasta la cima. Distinguió la hoguera en la playa de la ensenada, y distinguió también las luces del falucho. Aguardó escuchando en las tinieblas y no le llegó más que el grito de algunas aves inquietas y el gruñido de un solitario lobo marino que aguardaba la muerte a una docena de metros de distancia.
Comenzó a moverse con sigilo, conocedor de cada sendero, cada roca y cada matojo de la isla, capaz de hacerlo a ciegas, sin un rumor, casi sin despertar a las aves que descansaban en sus nidos.
Aquél era su reino; el que había recorrido miles de veces, y en ocasiones, en noches semejantes, se había deslizado de igual modo para acechar a sus cautivos, comprobando que permanecían inmóviles y no trataban de rebelarse contra él.
Alcanzó la playa casi una hora más tarde, y se detuvo protegido por las sombras. Muy quieto, estudió a los hombres que dormían acurrucados en torno al fuego, y al que montaba guardia armado de un pesado trabuco.
No se dio prisa, cerciorándose de que todos sus enemigos se hallaban a la vista y nadie iba a sorprenderle de forma inesperada, y por último, calmosamente alzó el arpón, apuntó con cuidado, tensó el brazo y arrojó el arma sin acompañarla esta vez de su grito característico.
El centinela cayó de espaldas con un alarido, atravesado de parte a parte, y los durmientes se alzaron de inmediato.
Sonaron dos disparos, nacidos de la noche, y un hombre se derrumbó con la cabeza atravesada por una bala, mientras otro se llevaba las manos al vientre doblándose sobre sí mismo, gimiendo de dolor.
Se percibieron apenas los veloces pasos de unos pies desnudos que se perdían en la noche, y luego, nada.
Al día siguiente, tras permanecer alerta aguardando un nuevo ataque, los hombres de Arístides Rivero recorrieron una vez más la isla, pero en esta ocasión lo hacían airados, sedientos de venganza.
Todo fue inútil. Todo era siempre inútil, pues resultaba claro que no existía forma humana de descubrir la endemoniada madriguera de la bestia.
— ¡Perros…! — aulló al fin, Rivera, fuera de sí —. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes…? ¡Necesitamos perros…!
— Ni tú mismo creías en esta historia… — le hizo notar su piloto —. Pero ahora ya ves que es cierta…: Ese tipo existe, y sabe esconderse.
— En Chatham había perros… — le recordó Rivera —. Iré a buscarlos y en un par de días estaré de regreso.
Pretendió dejar a cinco hombres en la isla, montando guardia, pero estos se negaron. Nadie quería exponerse a recibir nuevos ataques llegados de las tinieblas a cambio de cincuenta doblones, y era estúpido continuar con una búsqueda que tan magros resultados había proporcionado hasta el presente.
— No tiene adónde ir… — fue la explicación aceptada por todos —. Al regreso, con los perros, lo sacaremos de su agujero… Si ha esperado tanto tiempo, bien puede esperar tres días más.
Esa noche, cuando Oberlus trepó a la cima del acantilado dispuesto a cobrarse nuevas víctimas, se sorprendió por la ausencia del navío, y, más cauteloso que nunca, recorrió el islote temeroso de una añagaza y de que hubieran dejado tiradores emboscados, pero no descubrió rastro alguno de vida humana.
Al amanecer, revisó con ayuda de su catalejo cada rincón, cada roca, bosquecillo o cañada, y comprobó, igualmente, que no se distinguía vela alguna en el horizonte.
Se habían marchado.
Confuso, tomó asiento sobre su roca reflexionando sobre el sorprendente hecho de que sus enemigos renunciaran tan fácilmente a su captura, puesto que resultaba evidente que aquellos hombres habían acudido decididos a atraparle.
¿A qué se debía tanta prisa, cuando la lucha no había hecho mas que comenzar?
Necesitó dos largas horas de meditación en las que se esforzó por colocarse en el lugar de cazadores a la búsqueda de una fórmula que obligara a mostrarse a alguien que se escondiera en aquella isla, hasta recordar una frase que él mismo había dicho cuando empleó casi diez días en localizar al portugués Gamboa:
«Si tuviera un buen perro lo haría salir de su agujero…»
¡Perros…!
Tuvo miedo.
El círculo se cerraba, y resultaba estúpido obcecarse en el convencimiento de que podría mantenerse oculto para siempre.
Había llegado la hora de moverse, y se movió.