Cuando recobró el conocimiento, la luna estaba muy alta y una nube la ocultaba.
Lo habían dejado solo, sobre la arena, y todo su cuerpo parecía arder convertido en una llaga, como si su verdugo se hubiera entretenido en medir cada golpe para que el látigo no dejara ni un solo centímetro de piel sin desollar, de tal modo que advirtió cómo algunos cangrejos habían comenzado ya a corretear sobre su espalda, alimentándose de pedazos de piel y carne desgarrados.
Los espantó, y se arrastró luego como pudo, muy despacio, mordiéndose los labios para no aullar de dolor, para introducirse en el mar, permitir que el agua refrescara un tanto sus incontables heridas y la sal contribuyera a cicatrizarlas.
Tres días y tres noches pasó en la bahía que llevaría desde entonces y para siempre su nombre, incapaz de regresar a su refugio, pese a que, en los mediodías, millones de moscas que proliferaban en torno a las colonias de focas, acudían ansiosas a cebarse en sus pústulas.
Fueron días de auténtico martirio, alternando las horas de inconsciencia y terribles pesadillas, con las de lucidez y sufrimiento insoportable, deseando a cada instante arrojarse al mar definitivamente, para permitir que los tiburones acudieran a poner fin, de una vez por todas, a su larga cadena de desdichas.
Pero fue tan sólo un pensamiento fugitivo; una tentación pronto rechazada, porque, sobre todas las cosas de este mundo, la Iguana Oberlus era un ser aferrado a la existencia, un superviviente nato al que parecía animar un indestructible sentimiento de revancha, como si en lo más profundo de su alma mantuviese la secreta esperanza de que, algún día, conseguiría vengarse de Dios y de los hombres, y el Destino le devolvería con creces todo cuanto hasta el momento se había empeñado, tan empecinadamente en arrebatarle.
No quería morir allí, olvidado, humillado y vencido; pavorosamente solo en la última isla del mayor de los océanos; destrozado a latigazos por unos desconocidos tras haber sido sucesivamente destrozado por todos y todo a lo largo de sus «no sabía cuántos malditos años de existencia».
No. Él, Oberlus, quienquiera que fuese y de dondequiera que proviniese, no se sentía dispuesto a que acabaran con él como con un perro vagabundo, apaleado y roto, sin que nadie jamás recordase que alguna vez había existido y había sido algo más que una trágica máscara de horror y repulsión.
Él, Oberlus, malherido, sediento y solitario; abandonado en el confín del universo, se enfrentaría al mundo y le reclamaría una parte de cuanto en él había, arrebatándoselo por la fuerza si es que, como parecía, la fuerza era siempre necesaria.
Al cuarto día inició penosamente la ascensión hacia sus cuevas, comprobando, al pasar, que el María Alejandra se había llevado en sus bodegas todas sus frutas y verduras, y su tripulación se había divertido destrozando sus árboles y arrancando de cuajo las matas de sus vides.
No quedaba en la mayor de las cavernas ni una garrafa sana ni una mesa, ni una silla utilizable, y su más preciado tesoro: el ámbar obtenido a base de años de paciente cosecha a la orilla del mar, había desaparecido por completo.
Hasta su mísero jergón había sido desgarrado a cuchilladas, y se dejó caer abatido sobre la hojarasca seca, advirtiendo cómo se adhería a sus mil heridas y permitiendo, por primera vez desde que tenía memoria, que las lágrimas corrieran por su rostro.
Lloró libremente y sin recato, convencido como estaba de que tenía sobradas razones para hacerlo, y no existía — y probablemente no había existido jamás a todo lo largo de la Historia — un ser tan profundamente desdichado sobre la capa de la Tierra.
Incluso Elegbá, la diosa del mal, le había abandonado, y comprendía ahora su error al confiar su suerte a una divinidad protectora de los negros, que nunca vería en él — pelirrojo y blancuzco — más que a uno de los tantos enemigos de su raza.
«Los dioses de los otros no me sirven — se dijo convencido —. Ni sus demonios… Tengo que construir mi propio mundo, y puesto que soy distinto a todos, juro por mi vida — que es lo único que tengo —, que de ahora en adelante no respetaré nada de cuanto los hombres hayan establecido; no obedeceré ley alguna, y no admitiré otro Cielo u otro Infierno que los que yo mismo establezca… Yo estoy a un lado, y los demás, al otro.»
Repitió su juramento días más tarde, palabra por palabra frente a un sol que descansaba ya, vencido, sobre la raya del horizonte, y cuando se sintió recuperado y fuerte, bajó a la costa, se apoderó del pesado arpón que nadie había descubierto clavado casi hasta la empuñadura en un montículo de arena, y lo arrojó con fuerza sobre el gran macho de la más cercana familia de focas.
Asombrada por la muerte, atravesada de parte a parte como una naranja por una certera flecha, la pobre bestia dio un salto en el aire y se abatió sobre la roca sin un quejido, golpeando por dos veces con la cola un charco vecino, del que elevó al aire cortinas de agua enrojecida.
Sus hembras y sus crías, ignorantes de la realidad de una muerte inesperada y violenta, se aproximaron curiosas a olfatear la sangre que manaba de su herida, y ni siquiera se apartaron asustadas cuando el hombre acudió a recuperar su arma.
Para las focas, nacidas en aquellas islas generación tras generación, desde que tal vez miles de años atrás la fuerte corriente fría nacida en los hielos antárticos, había arrojado a las costas del archipiélago a sus más remotos antepasados, la vida no presentaba otros peligros que el de los hambrientos tiburones o las feroces orcas, de las que sabían librarse en el agua gracias a su endiablada velocidad.
Cuando uno de sus viejos machos envejecía, otro más joven acudía de inmediato a disputarle el harén, y cuando el anciano resultaba al fin derrotado, se retiraba arrastrándose penosamente a los acantilados de barlovento, a la espera de una muerte que no tardaría en llegar, quizá como castigo por el abandono de sus fuerzas o su valor.
Era ésa la muerte natural y lógica de un cabeza de familia y rey de manada, pero nunca, desde que los anales de su especie guardaban memoria, se había dado el caso de que allí, en Las Galápagos, un poderoso macho fuerte y saludable cayera abatido de improviso por un largo hierro afilado y unido a un asta de madera.
Tampoco se inmutaron, porque carecían de la noción del miedo, el mal o el «enemigo», cuando el hombre se apoderó de una cría diminuta, apenas algo más que una bola de negro peluche, y alzándola sobre su cabeza, la lanzó con fuerza estampándola con un crujir de huesos contra la más cercana roca, y todo cuanto hicieron fue observarle con aquellos sus ojos redondos y asombrados; ojos en los que casi podía leerse el más absoluto estupor y desconcierto.
Ni un grito, ni una queja, ni un ademán de huida, y tal vez fue esa entrega, y esa absoluta sumisión ante sus deseos de destrucción y venganza, lo que aplacó a Oberlus, que al no encontrar oposición a su acto, pareció recapacitar sobre la inutilidad del mismo, se calmó en el acto y optó por alejarse, renqueante, playa adelante.