Cuando la vio vestida, la admiró largo rato, la hizo girar sobre sí misma e ir de un lado a otro de la cueva, y luego le pidió que se acostara porque deseaba hacerle el amor con el vestido puesto.
No la tiró sobre la cama o la arrojó al suelo y la violó. Ni siquiera se lo ordenó con aquella voz suya, bronca, autoritaria y cavernosa. No. Se limitó a pedírselo como se lo suplicaría un enamorado alférez a la complaciente modistilla que estuviera mostrándole el traje que acababa de planchar para una cliente.
Y resultaba cómico, perdido allí, entre enaguas, encajes y refajos, hociqueándole primero entre las piernas, buscando con la lengua un sexo que se mantenía ahora rígido y seco, para trepar más tarde y penetrarla de mala manera, con ansiosa urgencia, concluyendo en un instante, enredado entre ropas y cintas.
Se tumbó luego junto a ella, acaricio unos instantes las negras puntillas, murmuró algo entre dientes y se quedó dormido.
Niña Carmen permaneció muy quieta largo rato, contemplando el techo pensativa, y luego su vista recorrió, despacio, los mil veces vistos objetos de la cueva hasta detener su atención en las pistolas que él dejaba siempre sobre una piedra, junto a su camastro, lejos del alcance de la cadena.
Alzó la pierna y contempló la profunda llaga, supurante, que había causado el grillete en su tobillo. Meditó, y por último, con sumo cuidado, se deslizó de la cama sin molestar al durmiente.
Avanzó despacio hasta las pistolas, las observó sin tocarlas y se volvió a Oberlus que continuaba en idéntica postura, resoplando acompasadamente. Se inclinó, tomó una de las armas, y con las dos manos la amartilló, regresando sobre sus pasos, para ir a detenerse frente a su captor.
Éste advirtió que le sacudían levemente, despertándole, y cuando abrió los ojos se encontró con el negro agujero del cañón que le apuntaba.
Tardó en hablar, y cuando lo hizo, su voz no parecía alterada:
— ¿Vas a matarme? — inquirió.
— Aún no lo sé.
— ¿Tienes miedo?
Ella negó con un gesto:
— En absoluto. Pero si te mato, no habré disfrutado apenas de mi venganza… — señaló la cadena, y autoritariamente, ordenó —: ¡Póntela…! Quiero que seas tú quien la lleve ahora…
Pero la Iguana Oberlus agitó la cabeza sin perder la calma.
— No pienso hacerlo… — le mostró la pierna —. Pero si quieres, ven tu a colocármela. Carmen Ibarra sonrió despectiva, rechazando la proposición, mientras tomaba asiento en el sillón de cuero que él utilizaba siempre.
— No soy tan estúpida… — señaló —. No pienso dejarme sorprender tan fácilmente… — Ahora su sonrisa se hizo burlona —. No te creía tan necio… — añadió —. El primer día que dejas de comportarte como una bestia te atrapan como a un conejo…
Oberlus no hizo comentario alguno, limitándose a observarla con fijeza como si quisiera hipnotizarla.
— No me mires así… — le advirtió ella —. Ya no me asusta. Al principio me desmayaba sólo de verte, pero con el tiempo me acostumbré a tu cara… ¿Te he dicho alguna vez que eres realmente espantoso…? Y más que por fealdad, por lo que llamas aún la atención, es porque hay algo en ti que no parece humano… Por mucho que trate de esforzarme y ver más allá de tu rostro tratando de convencerme de que oculta a una persona, me resulta imposible… — Empuñó con más fuerza el arma al advertir que él parecía dispuesto a moverse —. ¡No lo intentes…! — señaló —. Rodrigo me enseñó a disparar… Tan sólo hoy he descubierto en ti una expresión humana… — añadió regresando al hilo de su monólogo… — . Mientras me vestía, me recordaste a mi primo Roberto cuando le dejaba en la cama y comenzaba a arreglarme para volver a casa… — Chasqueó la lengua con un gesto de fastidio —. Se le iba el alma por los ojos mirándome y temiendo que jamás volviera… — Se diría que ahora se estuviera lamentando de algo que le doliera profundamente —. En el fondo, lo mismo le ocurría a Rodrigo… Y a Germán. Me tenían; les pertenecía, y, no obstante, vivían angustiados por el temor de que me esfumara de un momento a otro… — Negó como desconcertada —. Nunca estaban seguros de sí mismos, y era eso, quizá, lo que me empujaba a abandonarlos.
— Me estás cansando — señaló él con naturalidad —. Decide de una vez lo que piensas hacer, porque no voy a quedarme aquí escuchando tu estúpida historia.
— Te quedarás hasta que yo decida.
La Iguana Oberlus clavó en ella los ojos, casi burlón, y menospreciando el arma, se irguió con lentitud, mientras ella continuaba apuntándole, con el dedo cada vez más tenso sobre el gatillo.
Ya en pie, la miró de arriba abajo y se encaminó sin prisas al camastro, deteniéndose frente a la piedra junto a la que descansaba la segunda pistola.
— ¡No se te ocurra tocarla…! — amenazó Niña Carmen con voz ronca, pero él no pareció escucharla; se inclinó, tomó el arma, y se volvió mientras la amartillaba.
— La diferencia entre tú y yo… — dijo mientras le apuntaba con pulso firme — es que no eres capaz de matar ni a tu verdugo, mientras que a mí no me importaría matar a mi propia madre… — Sonrió mostrando su sucia dentadura —. Decídete, porque tienes tres segundos.
Ella trató de leer en el fondo de sus ojos:
— No vas a disparar… — aseguró.
— ¿Estás segura?
— Sí.
La explosión atronó la cueva, y su eco pareció repetirse un millón de veces rebotando de pared a pared.
Asombrada, incrédula aún, Carmen de Ibarra permaneció unos instantes muy quieta, tratando de comprender lo que significaba estar muerta tras haber recibido un balazo en el pecho disparado casi a bocajarro.
Pero el estruendo huyó escapando por la estrecha salida de la caverna, y de nuevo se hizo un silencio en el que no se podía percibir más que su agitada respiración y el violento golpear de su corazón.
Buscó la herida bajando la vista, pero no la encontró.
Él, el monstruo ahora más odiado que nunca, continuaba frente a ella, muy quieto, mirándola impertérrito y burlón.
Comprendió la verdad, apuntó a su vez al pecho de su enemigo y apretó el gatillo.
Sólo hubo ruido. El mismo ruido, que se repitió de idéntica manera y escapó por la misma salida.
Niña Carmen arrojó lejos el arma.
— ¡Te has estado riendo de mí todo este tiempo…! — le increpó —. Habías quitado las balas
Oberlus asintió en silencio, se aproximó despacio, y de un violentísimo bofetón la derribó de espaldas con sillón y todo.
— Esto por los insultos… — puntualizó, y la observó mientras tomaba aliento en el suelo, sacudiéndose el vestido y limpiándose la sangre que comenzaba a manarle de la nariz —. No soy tan estúpido como crees… — añadió —. Y necesitaba saber cómo pensabas, y cómo te comportarías cuando te dejara libre… — Se aproximo hasta casi tocarla con los pies y la pateó levemente —. Porque quiero que estés libre… — dijo —. Resulta demasiado cómodo para ti justificarte con el hecho de que te mantenía encadenada… Quiero que lo que hagas de ahora en adelante, lo hagas a conciencia, porque te gusta y lo deseas… — Se desabrochó los pantalones dejando a la vista su enorme pene ya excitado, y ordenó —: Y ahora chúpamela hasta que me corra sobre tu precioso vestido de encaje…
Tragándose su ira y su odio, pero sumisa y satisfecha, Niña Carmen obedeció, pese a que la sangre que continuaba manándole de la nariz se le introducía también en la boca.