Tres semanas más tarde, la Iguana Oberlus tomó cincel y martillo y desprendió el perno que cerraba la ancha argolla que sujetaba la cadena a un tobillo en el que había dejado ya una profunda marca.
— ¿Por qué lo haces?
— Ya no hace falta que sigas encadenada… Imaginé que podrías suicidarte, pero ahora sé que no lo harás… Y en esta isla no hay adónde ir.
Cuando se sintió libre, Carmen Ibarra no hizo gesto alguno. Permaneció sentada en la cama, contemplando la cadena, y resultaba de todo punto imposible averiguar qué era lo que en verdad estaba pasando.
Él la observaba inmóvil, y por último señaló los arcones del fondo de la cueva adonde ella nunca había tenido acceso.
— Allí está tu ropa… — dijo.
Dejó pasar un largo rato antes de encaminarse, muy despacio hacia los baúles, abrir el mayor de ellos, y contemplar el vestido que llevaba la tarde que desembarcó, y que recordaba haber doblado, cuidadosamente, sobre una roca antes de meterse en el agua.
Durante todo aquel tiempo había permanecido desnuda, y la ancha falda, el corpiño, las enaguas y la ropa interior, le devolvieron a la realidad de un mundo del que había deseado mantenerse ausente por completo.
Aquel vestido de seda gris con negros encajes en el cuello y los puños, se lo había regalado Germán de Arriaga tras una fabulosa noche de amor, y lo estrenó cuando viajaron a Aranjuez en busca de la capilla en que pensaban casarse un mes mas tarde.
Aún recordaba la angustia que le invadió al penetrar en la diminuta iglesia; angustia motivada por el hecho de que sabía que iban a «oficializar» su felicidad de aquellos momentos, convirtiéndola de sentimiento espontáneo, en forzada obligación.
Ahora, la visión de aquel vestido le producía idéntica sensación. La loca fantasía sexual; la orgiástica pesadilla-realidad que había tenido la virtud de trastocar todo su concepto de la existencia y de sí misma como ser humano mostrándole la realidad de su auténtica personalidad, parecía tocar a su fin.
Sin comprender exactamente por qué, intuía que vestirse significaba volver a convertirse en Niña Carmen, el más hermoso miembro de una ilustre y rancia familia quiteña venida a menos. Su elegante traje gris destacaría, absurdo, en el interior de aquella gruta inmunda que había servido de nido durante siglos a millones de pájaros marinos, y la deforme presencia del hombre, también semidesnudo, resaltaría de tal forma que resultaría grotesco.
— ¡Póntelo!
— No.
— Quiero verte como el día en que llegaste… ¡Póntelo! — repitió ahora amenazador y autoritario.
Obedeció. No por temor a su furia, pues hasta aquel mismo instante había amado la violencia que engendraba aquella furia, sino porque experimentaba una morbosa sensación de dolor, vacío y amargura al advertir que, a medida que se iba vistiendo, se iba alejando de él, su poder y su influencia.
Se sintió triunfadora.
Si había sido lo suficientemente estúpido como para liberarla de su cadena, imaginando, en su debilidad, que iba a agradecérselo y que por ese agradecimiento lo amaría de algún modo, merecía que ella se vistiera, y que, una vez vestida, le hiciera comprender el inmenso abismo que les separaba.
Él, Oberlus, su dueño, había roto el hechizo a martillazos. Tenía una esclava, sumisa y entregada, y no le había bastado. Quería una mujer enamorada, una amante, una esposa; alguien que se acostara con él por cariño, deseo o admiración. Comenzaba a comportarse, por tanto, como cualquier otro hombre; un hombre que resultaba, además, espantosamente feo y ridículamente pretencioso.
Se volvió y allí estaba, embobado porque se había ceñido un ajustado corpiño y unas anchas enaguas que únicamente dejaban al descubierto sus hombros y sus tobillos, y comprobó, con rabia, que su captor, su verdugo, su «amo» absoluto, no era una bestia, ni un hijo del Averno, ni aun siquiera un monstruo de la Naturaleza, sino tan sólo un pobre hombre deforme al que su inconcebible aspecto había deformado también el espíritu.
Y si se trataba tan sólo de un hombre, Niña Carmen sabía, por experiencia, que acabaría dominándole.
Continuó vistiéndose, pese a que le producía dolor, amargura y decepción, pero, por todo ello, y al mismo tiempo, un profundo y morboso placer.