Los hombres quedaron admirados por la súbita presencia de la mujer que hizo su aparición de pronto, una radiante mañana, vistiendo pantalón masculino, botas ceñidas y una amplia camisa marinera que permitía, no obstante, adivinar la rotundidad de su portentoso pecho, alto y firme.

De los cuatro esclavos, Knut y Mendoza hacía más de dos años que no veían a una mujer, y los otros casi uno, por lo que se extasiaron ante la perfección de su rostro, un poco pálido por el encierro, y por la gracia casi alada de sus gestos cuando saltaba de una roca a otra.

Ella les observó con una mezcla de pena y curiosidad en un principio, hizo caso omiso a las advertencias de Oberlus, y pronto se enzarzó en largas charlas con el chileno, que era, naturalmente, con quien mejor se entendía en su idioma común, pese a que éste se mostraba remiso a la hora de hablarle, dirigiendo furtivas miradas a la cumbre del acantilado, desde donde Oberlus les vigilaba con ayuda de su inseparable catalejo.

— No puede vivir siempre aterrorizado… — le hizo notar ella —. No es un dios que todo lo pueda.

El mestizo le mostró la mano a la que le faltaban dos dedos, y señaló hacia el mástil del que aún colgaban los restos del piloto portugués.

— Él me hizo esto… — dijo —. Y mató a ese hombre… Y a docenas de otros, nadie puede saber cuántos… — continuó colocando piedras de lava en lo que un día sería un gran aljibe que recogería toda el agua de la ladera —. Está loco y no debe fiarse de él, porque es, además, un loco astuto… La utilizará hasta que se canse, o hasta que capture a otra mujer… Ese día su vida valdrá menos que la de una tortuga, puede estar segura…

Niña Carmen guardó silencio meditando en la posibilidad, que no se le había ocurrido antes, de que otra mujer hiciera su aparición en la isla. Por último, como si buscara deliberadamente cambiar de conversación, inquirió:

— ¿Y nunca ha pensado escapar…?

Sebastián Mendoza la miró como si sospechara de ella o imaginara por un momento que tan sólo se trataba de una espía enviada por su odiado verdugo.

Señaló hacia la macabra bandera que dominaba la isla:

— Gamboa lo intentó, y ya ve… — dijo —. En este maldito peñasco no hay adónde ir, ni elementos con los que construir una balsa manejable… Nos tiene atrapados… — La miró con fijeza —. ¿Hace mucho que está aquí?

— Perdí la cuenta… — fue la respuesta —. Dos o tres meses, supongo…

— Yo también perdí la cuenta… — El chileno pareció hundirse en sus amargos pensamientos —. En casa me darían por muerto cuando regresó mi barco, y tal vez ya mi mujer se haya casado con otro… ¡Dios! — exclamó —. Es la impotencia lo que hace más duro este suplicio.

— Pronto acabará.

Lo dijo convencida, como si supiese algo que el mestizo ignoraba, o hubiera madurado ya sus propios planes, pero el otro nada dijo, y continuó con su tarea, tal vez porque no compartía en absoluto su optimismo, o porque no deseaba comprometerse, ya que, en el fondo, no sabía quién era exactamente aquella mujer, ni hasta qué punto dependía de Oberlus.

Carmen de Ibarra — ¡quedaban tan lejos los tiempos en que fue Niña Carmen para alguien! — pareció comprender que nada obtendría de su interlocutor por el momento, y reanudó un largo paseo por la isla que se había convertido en una especie de rutina que le producía, no obstante, una especial satisfacción.

Aún no tenía un concepto claro de cuál iba a ser su futuro y hasta qué punto éste se encontraría ligado al de la Iguana Oberlus y el islote de Hood, pero había llegado a la conclusión de que cuanto había ocurrido, marcaría su vida en adelante y le serviría, sobre todo, para conocerse mejor a sí misma, y saber qué era lo que en realidad deseaba.

Desde que contaba dieciséis años había tenido que abrirse camino a través de una confusa maraña de ideas y sentimientos tratando, inútilmente, y ahora lo comprendía, de descubrir, en la complejidad de su mente, qué era lo que buscaba y lo que exigiría del hombre al que se entregara para siempre.

Había acabado por saberlo y no estaba dispuesta a engañarse más a ese respecto. Le gustara o no, había nacido esclava, y debía aceptarlo con sumisión, aceptando al propio tiempo, que tan sólo se sentiría feliz junto a alguien que la dominara sacando a la luz, sin tapujos, aquellas aberrantes degradaciones que tanto había luchado por ocultarse a sí misma y ocultar a los demás.

Su cautiverio, desnuda y encadenada, sometida a un engendro humano en el corazón de una cueva de un islote perdido, constituían, sin duda, el punto más bajo a que se podía llegar en semejante degradación, pero, alcanzando ese fondo, se hallaba en condiciones de encontrar, algún día, una posición de equilibrio entre la autenticidad de sus instintos y una forma de existencia aparentemente normal.

El precio que estaba pagando por descubrir su camino no se le antojaba excesivo, teniendo en cuenta el que había pagado hasta entonces v el que había hecho pagar a los demás inútilmente. Pronto cumpliría veintisiete años y si conseguía abandonar aquella isla y librarse de su captor, le quedaba toda una vida por delante, y Niña Carmen sabría buscar al hombre que la dominara, aunque le constaba que no resultaría empresa fácil, ya que todos acababan enamorándose de ella. El inocente Rodrigo, el débil Roberto, el experimentado Germán de Arriaga, e incluso el equívoco conde de Rioseco, habían acabado desmoronándose, perdido su genio, como si se tratara tan sólo de desafiantes penes que entraban en ella, erectos y agresivos, para retirarse al poco, fláccidos y colgantes, sin vida y sin fuerza, convertidos en simples pedazos de carne desmayada.

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