Casi un mes más tarde el anciano capitán se refirió, en una charla extensa y un tanto incoherente, a la vida en su Galicia natal, a las supersticiones de su pueblo, y al extraño y gigantesco mono blanco que acompañaba a menudo a los pescadores y marinos de Aldan cuando se dirigían, al amanecer, hacia sus barcas.

Recordó luego de igual modo, sin conseguir situarlo exactamente en el tiempo, a su tío Santiago, al que ahorcaron por «pirata de tierra», y, oyéndole, Oberlus comprendió que el pobre viejo perdía día a día la razón, o había entrado en un rápido proceso de senilidad, ya que desvariaba sobre las cosas más simples.

— ¿Qué es un «pirata de tierra»? — quiso saber, puesto que aquel era un término nuevo para él. pese a que durante un corto período de tiempo había sido auténtico pirata de mar.

— Uno como mi tío — fue la ilógica respuesta —. Mi tío Santiago era «pirata de tierra», y bien merecido tuvo que lo ahorcaran de una higuera.

¿Pero ¿qué hacía?

— El no nació en Aldan… — quiso puntualizar el español —. Los de Aldan nunca encallarían un barco a propósito… Él era de tierra adentro… De algún lugar de Orense…

— ¿Cómo los hacía encallar…?

— Como lo hacen siempre los piratas de tierra…

— Pero ¿cómo…? — se impacientó Oberlus.

El otro le miró sorprendido, como S! la pregunta se le antojara estúpida:

— Con luces…

— ¿ Luces…?

— ¡Luces…!

— Ahora fue el viejo el que se impacientó de veras —. ¿Acaso no sabes lo que son las luces de situación de un barco…?

Oberlus no respondió, consciente de que su interlocutor estaba atravesando uno de sus frecuentes momentos de crisis, y optaría por enmudecer por completo si advertía que el tema le interesaba en exceso.

Guardó silencio por lo tanto; comentó algo intrascendente sobre las ridículas evoluciones de una pareja de alcatraces de patas azules, que llevaban más de tres horas danzando cómicamente el uno frente al otro sin decidirse a poner fin al rito prenupcial, y abandonó al gallego, que parecía sumirse cada vez más profundamente en sus extrañas obsesiones, y murmuraba confusas órdenes destinadas al parecer al primer oficial del María Alejandra.

Pero Oberlus volvió sobre el tema a la semana siguiente, cuando encontró al capitán cocinando un puchero repleto de cangrejos escarlatas que pululaban a millares en torno a las colonias de iguanas marinas y las familias de focas.

Inocentemente, Alonso Pertiñas le explicó entonces, con todo lujo de detalles, los trucos que utilizaban algunas gentes de su tierra gallega para engañar en las noches oscuras a los navíos extranjeros que bordeaban sus peligrosas costas, haciéndoles creer que precedían a otra nave que seguía un rumbo correcto. Se encontraban de ese modo súbitamente encallados en una playa o estrellados contra un bajío, sufriendo el ataque inmediato de los piratas, que les asaltaban pasándoles a cuchillo y despojándoles, en cuestión de horas, de su carga.

— Es astuto — admitió Oberlus.

— Es cobarde… — replicó el otro —. La más cobarde forma de pillaje que ha inventado el hombre… Hunden un barco y ahogan a sus tripulantes por conseguir un puñado de fardos empapados… La mayor parte de la mercancía valiosa se guarda bajo cubierta y acaba siempre en el fondo del mar.

— Pero resulta comprensible que, quien no tiene un barco para abordar a otro, emplee su inteligencia para traerle a un terreno donde pueda vencerle con menor esfuerzo…

El capitán Pertiñas se envaró bruscamente, como si de pronto, en su mente, confusa a ratos desde semanas antes, se hubiera abierto paso la idea de que su verdugo le había utilizado, sonsacándole una información que pensaba utilizar algún día.

No dijo nada. No hizo comentario alguno, pero esa tarde, cuando Oberlus leía en lo alto de su roca, espiando de tanto en tanto a sus cautivos con ayuda del catalejo, reparó en la encorvada figura del anciano que ascendía cansinamente la suave pendiente que conducía a los acantilados de barlovento.

Alcanzó la cima a menos de cuatrocientos metros de donde él se encontraba, y tras contemplar un largo rato el mar lamiendo dulcemente las piedras que dejaba al descubierto la marea respiró por última vez, profundamente, y se lanzó, decidido, al abismo.

Lo observó mientras trazaba una trágica pirueta en el aire para ir a estrellarse con un golpe seco contra las rocas de un fondo de veinte centímetros de agua. Luego, lo enfocó con el catalejo comprobando que había muerto en el acto, quebrado el espinazo.

Mientras contemplaba cómo las olas jugueteaban con el cuerpo inerme, antes de arrastrarlo mar adentro, meditó en el hecho de que su Dios debía de haberle abandonado de improviso, o que un nuevo sentimiento de culpabilidad, más fuerte aún que el anterior, le había hecho insoportable la existencia.

Paseó la vista por la isla, hermosa, solitaria y pacífica en la templada tarde ecuatorial, sonrió satisfecho ante el paisaje, y se sumergió de nuevo en la lectura.

Había progresado mucho, y ya apenas necesitaba deletrear las sílabas.



Dos súbditos eran pocos incluso para un reino tan minúsculo como el de la isla de Hood, y su monarca pareció comprenderlo al poco tiempo.

Necesitaba gente, o de lo contrario él mismo tendría que regresar al trabajo, a cultivar la tierra, pescar, cocinar o reparar las cisternas, y eso le impediría dedicar todo su tiempo a lo que en verdad deseaba: leer, aprender, y observar hasta el último detalle de cuanto le rodeaba.

Los barcos que fondearon en la isla durante los meses siguientes, un falucho con todas las trazas de estar tripulado por piratas y un majestuoso buque de guerra de más de sesenta cañones, no le brindaron oportunidad alguna de apoderarse de nuevos cautivos, obligándole, por el contrario, a ocultarse y ocultar a los suyos durante el tiempo que permanecieron en «sus» aguas.

Ambas naves aprovecharon la estancia para cargar iguanas de tierra y galápagos, y advirtió, preocupado, que la población de estas últimas comenzaba a disminuir de forma alarmante. De los centenares que pululaban por el islote cuando desembarcó en él, se habían reducido, en el transcurso de cinco años escasos, a poco más de una veintena, refugiadas en los más inaccesibles barrancos del Oeste.

Las iguanas se reproducían con rapidez y jamás escasearían, pero no ocurría igual con las tortugas, cuyo ciclo vital era lento y terriblemente complicado, pues, pese a los centenares de huevos que solían desovar las hembras, sólo uno de cada diez mil aproximadamente llegaba a convertirse en un animal adulto.

Algunos capitanes habían descubierto ya que el aceite de galápago resultaba muchísimo más apreciado y rentable que el de las propias ballenas. aprovechándose al mismo tiempo su caparazón para fabricar objetos de adorno, y cada vez arribaban buques con mayor frecuencia al archipiélago, no ya para abastecerse de carne fresca para una larga travesía, sino, en especial, a la búsqueda de un fructífero y cómodo cargamento.

Oberlus sabía que podía alimentarse de iguanas, huevos, peces y verduras de sus huertos indefinidamente, pero la carne de galápago había constituido desde el primer momento la base de su alimentación, y le inquietaba seriamente el hecho de que un día pudiera llegar a faltarle. De hecho, las galápagos de Hood, de caparazón distinto a las del resto del archipiélago, se extinguieron por completo, fruto de la depredación, antes de concluir ese mismo siglo, y el propio Oberlus fue la principal causa de su desaparición.

Prohibió por tanto a Mendoza y al noruego que las mataran impidiendo el consumo de su carne salvo pena de severos castigos, y escondió la mayoría de las que quedaban en una gran caverna que se convirtió de ese modo en una despensa de seres vivientes que necesitaban muy poco cuidado y alimento, responsabilizando al chileno de su número y su seguridad.

Éste vivía obsesionado por la idea de evadirse, comenzando a ocultar con tal motivo alguno de los maderos que el mar arrastraba hasta las costas de levante, animado por la esperanza de que algún día estaría en condiciones de construir una balsa hacerse a la mar y alcanzar, en seis o siete días, alguna de las restantes islas del archipiélago.

Habiendo navegado sin embargo como lo había hecho, durante más de quince años por aquellas latitudes, Sebastián Mendoza sabía a ciencia cierta que la fuerte corriente que llegaba de la costa americana le impulsaría de modo indefectible hacia poniente. Si no tenía por tanto la suerte de recalar pronto en la isla de Charles o en la punta sur de Albemarle, esa corriente le adentraría en el Pacífico y transcurrirían en ese caso meses antes de avistar de nuevo tierra firme. Cabía incluso entonces el peligro de ir a caer en manos de las salvajes tribus antropófagas de Nueva Guinea o la Melanesia, si es que, por algún extraño milagro, había conseguido conservar hasta entonces la vida.

Era un bote a remos y una vela lo que necesitaba para salir de Hood, pero no podía siquiera soñar con ello ignorante como se encontraba de que su verdugo, la Iguana Oberlus, había ocultado la lancha auxiliar rescatada del María Alejandra en una diminuta cala de sotavento.

Agreste, rocoso y escaso de vegetación, el islote no ofrecía demasiados escondites próximos al mar, por lo que Oberlus había optado por el sencillo procedimiento de hundir la embarcación cargándola de piedras en un punto poco profundo y bien protegido, justo a unos cinco metros del límite que alcanzaban las aguas en las mareas más bajas. Allí nadie iría a buscarla ni podría encontrarla por casualidad, y sabía que la tendría a su disposición por el medio de introducirse en el agua, descargar de piedras y hacerla flotar nuevamente. Era una ballenera fuerte segura y rápida, capaz para ocho remeros, un timonel y un arponero; una de aquellas valientes lanchas con las que tantas veces había perseguido en mar abierto a las ballenas, o se había dejado arrastrar, a velocidad suicida, cuando la gran bestia se sentía herida e iniciaba una desesperada carrera huyendo de la muerte.

— ¡ Por allá sopla…!

Aún resonaba en sus oídos el grito excitado del vigía, que en la cofa apuntaba con el brazo hacia el punto en que el gran cetáceo había hecho su aparición, y era aquél, sin duda, el más alegre y maravilloso de los gritos: la única frase que consiguió despertar jamás eco en su espíritu, pues a partir del momento en que el capitán ordenaba «¡Botes al agua!», y saltaba de inmediato a la proa del primero, la Iguana Oberlus dejaba de ser el más hediondo monstruo que surcara los mares, para convertirse en el mejor, más valiente, astuto y certero de los arponeros del Pacífico.

Lanzaba el arma con la fuerza de un resorte de acero que se liberase, vibrando, tras meses de permanecer aprisionado, acompañándose de un grito corto y seco que parecía duplicar su potencia, para saltar atrás de inmediato y permitir que el largo cabo se desenrollara sin trabas, siguiendo al animal herido en su loca fuga hacia las profundidades.

Parecía saber luego siempre el momento justo en que la ballena cambiaría de idea y se lanzaría a una desesperada carrera hacia la superficie, y presentía — como si un sexto sentido se lo advirtiese — cuándo llegaba en plan de ataque o cuándo únicamente buscaba aire con el que iniciar una nueva escapada.

Remeros y timonel le obedecían a ciegas, conscientes de que, en más de una ocasión, habían salvado la vida por su causa, y Oberlus se transformaba en esos momentos en el jefe indiscutible, el líder que tal vez hubiera sido en vida, si la Naturaleza no se hubiera ensañado con él proporcionándole aquel rostro impresentable.

Pero media hora más tarde, cuando al fin había vencido, el cetáceo flotaba muerto sobre las aguas y la excitación de la caza y el peligro habían pasado, Oberlus se convertía de nuevo en el «monstruo» el «hijo del Averno», con el que pocos condescendían — o se arriesgaban — a cruzar una palabra.

Cuando no cazaba, dejaba pasar los días al aire libre, en proa, incluso bajo las lluvias torrenciales o el sol más violento, y prefería dormir también al raso, acurrucado sobre un jergón en el fondo de la mayor de las balleneras, sin ocupar casi nunca su hamaca del sollado de la marinería, al que no acostumbraba a descender más que cuando el mal tiempo arreciaba y el capitán ordenaba desalojar la cubierta.

De igual modo, comía solo en un rincón, de pie la mayoría de las veces, y recostado contra un mamparo se emborrachaba a solas cuando le correspondía emborracharse, y no se unía al resto de la tripulación más que cuando faltaba un jugador y le invitaban a sumarse a una partida de dados o de naipes.

Los puertos los recorría solo igualmente, asustando a la gente, y nadie se acordaba de él, ni se le aproximaba, hasta el momento en que, ya en mar abierto, el vigía gritaba con voz ronca:

— ¡ Por allá sopla…!

Pero, para su desgracia, no había muchas ballenas en los océanos, por lo menos, no tantas como hubiera necesitado para sentirse importante y dueño de su vida y la de otros con mayor frecuencia, y era eso lo que había hecho que — al fin — abandonara la caza y se encerrara para siempre en la soledad de un Islote.

Algunas tardes, cuando distinguía los surtidores de los cetáceos en la distancia durante sus largas peregrinaciones del Ártico al Antártico, evocaba con nostalgia aquellos pocos momentos en que había disfrutado de una auténtica plenitud y casi felicidad, pero le constaba que nunca más volvería a embarcarse, porque tras aquellos años de soledad e independencia, no se sentía capaz de acostumbrarse nuevamente a las muestras de horror o las frases de desprecio de cuantos le rodeaban. Ahora era Oberlus Rey de Hood, y había aprendido lo que significaba ser libre y, en cierta forma, poderoso.

La rebeldía inicial y el ansia de venganza que había motivado alguno de sus actos, impulsándole a secuestrar a Mendoza o al noruego Knut, e incendiar el María Alejandra, iba dejando paso, con el transcurso del tiempo, a un profundo convencimiento de que, en realidad, aquél era el destino para el que había nacido.

Era distinto al resto de los seres humanos, y su diferencia no estribaba tan sólo en un rostro deforme y un cuerpo contrahecho. Era distinto también en su forma de ser y de pensar, y en inteligencia, anhelos y sentimientos. Por todo ello, su concepto de la moral, el bien o el mal tenía que diferir, en lógica, de la del resto de los seres humanos.

El daño que pudiera causar mutilando o azotando a sus víctimas no podía compararse con el que le habían causado aborreciéndole desde que era niño, porque los castigos físicos se olvidaban con el tiempo, pero las heridas de un espíritu atormentado día tras día, no cicatrizaban nunca.

Matar a un hombre significaba tanto para él como matar a una foca, porque esos mismos hombres le habían convencido de que no formaba parte de su especie, no era un «semejante», y resultaba evidente que tan sólo el hecho de matar a un semejante constituía delito de sangre para la Justicia.

¿Habría castigado esa Justicia a quien matara a un monstruo como Oberlus? Él, el propio Oberlus, estaba convencido de que — si el juez le conocía personalmente — absolvería a quien acabara con él, incluso tal vez felicitándole por haber librado a la sociedad de semejante carga. Vejar, insultar, pegar, ofender, azotar, mutilar e incluso asesinar a la Iguana Oberlus, no debía resultar condenable a los ojos de la mayoría de los hombres, y por lo tanto, y a la recíproca, vejar, insultar, pegar, ofender, azotar, mutilar o asesinar a un hombre, no debía resultar condenable a los ojos de la Iguana Oberlus.

Y no es que fuera el suyo un razonamiento al que hubiera llegado tras larga meditación, sino un íntimo convencimiento asentado en lo más profundo de su subconsciente, como resultado de toda una vida de sentirse menospreciado.

La muerte de Lassá, Georges, el capitán Pertiñas o todo el conjunto de la tripulación del María Alejandra, no repercutían ya en la conciencia de Oberlus con la mayor intensidad de lo que pudiera repercutir el matar a una tortuga, pescar un tiburón, o arponear, años atrás, una ballena.

Sentía más afecto y respeto por cualquier viejo macho de foca de las que le hacían compañía en la cumbre del acantilado, que por ninguna persona de este mundo, y, desde luego, no hubiera cambiado la vida de uno por la de otro.

Y es que, en cierto modo, se sentía identificado con aquellos machos condenados a la soledad hasta el día de su muerte, tras haber sido fuertes, valientes y amos absolutos de un territorio y un harén sobre el que dominaron con poder indiscutible.

Día tras día habían luchado contra otros machos más jóvenes siempre por la posesión de su familia, hasta que los años y el cansancio les vencían, y acababan derrotados en su eterna batalla.

Desde ese mismo momento trepaban pesadamente a la cumbre de la isla y se establecían allí, como eternos vigías al borde del abismo, contemplando desde lejos, nostálgicos y resignados, el que había sido su reino y a la que había constituido su familia.

Dejaban pasar las semanas, y aun los meses, inmóviles como estatuas vivientes, hasta que, consumida toda su capa de grasa, se lanzaban de improviso al abismo en un salto suicida.

Si sobrevivían, saciaban su hambre, engordaban rápidamente, y reiniciaban su lenta andadura hasta la cumbre, a la espera de la, muerte o un nuevo salto.

Un amanecer, casi siempre era al amanecer, inclinaban la cabeza sobre el pecho y recibían, tranquilos, a la muerte.

Un mes más tarde, Oberlus acudía a retirarles los largos colmillos, curvos y afilados, que en un tiempo, antes de aprender a leer, se entretenía en tallar con esmero durante largas horas de tedio.

Aquellos viejos machos le habían acompañado durante años con su mal carácter y sus gruñidos, su indescriptible orgullo y su capacidad de sufrimiento, y se le antojaban por ello mucho más dignos de respeto y afecto que cualquier persona capaz de hablar, pensar y despreciarle.



Tuvo que aguardar tres meses antes de que se le presentara la oportunidad en una noche negra, sin luna, con nubes bajas que ocultaban las estrellas; noche en que no se distinguían los objetos — ni aun los más altos cactus — a media docena de metros de distancia, pero en la que aparecieron al fin en la distancia las luces que señalaban la presencia de un barco.

Las estudió largo rato con ayuda del pesado catalejo, tratando de hacerse una idea sobre el tipo de navío al que pertenecerían, y puso luego en práctica las explicaciones del capitán español, encendiendo dos rústicas farolas que colgó a los extremos de una larga vara.

Se paseó más tarde por la costa de poniente, balanceando la vara sobre sus hombros, alternativamente, de forma que un atento vigía pudiera suponer que en la distancia navegaba ante ellos un buque no demasiado grande.

Si el piloto de la nave sabía o suponía que se encontraba en las inmediaciones del archipiélago de Las Galápagos, corriendo por tanto el consiguiente riesgo de estrellarse contra una de sus islas, lo lógico era que le tranquilizase la presencia de un barco que marchase ante él, en su misma ruta, y optase por seguir sus luces de situación pues mientras brillasen significaba que no corrían peligro.

Cuando quisiera darse cuenta de que se trataba de una trampa, sería demasiado tarde y se encontraría embarrancado en la playa o hundido por un arrecife cerca de la costa.

Sin embargo, o bien el capitán de aquella nave conocía el truco de los piratas gallegos, o estaba muy seguro de cuál debía ser su rumbo, pues no pareció prestar atención a las luces de Oberlus, y se alejó hacia el sur, imperturbable, dejando la punta del acantilado a muchas millas de distancia por su banda de babor.

Cerca ya del amanecer, decepcionado, furioso y muerto de sueño y cansancio, la Iguana Oberlus abandonó su carga, apagó los faroles, y se retiró a su cueva, maldiciendo al viejo capitán y sus absurdas historias.

Pese a ello, en el fondo estaba convencido de que el sistema tenía que ser válido, y no tenía por qué culpar al marino por un primer fracaso.

Era cuestión de tiempo y paciencia.

Y él disponía de ambas cosas.

Esa paciencia dio como resultado que, al cuarto intento, un viejo carguero portugués que había zarpado dos meses antes de Río de Janeiro con destino a las colonias de China, se abriera como una naranja al clavar su proa contra los bajíos del sudeste, anegándose en cuestión de minutos.

Sólo cinco de sus tripulantes sabían nadar y alcanzaron a duras penas la costa. Oberlus golpeó a los tres primeros, dejándolos inconscientes, y acuchilló allí mismo a los dos restantes, impidiéndoles poner pie en tierra. Cinco nuevos cautivos se le antojaron demasiados para una sola «hornada» y carecía de grilletes con los que encadenarlos. Tres constituían un número perfecto que se sentía capaz de manejar sin problemas.

A media mañana, y aunque las mareas nunca eran demasiado acusadas en la isla, la pleamar liberó al Río Branco de su trampa de rocas, y las olas y la fuerte corriente lo arrojaron, escorado, contra la costa, donde quedó escurriendo agua por la enorme brecha de la amura de proa.

La Iguana Oberlus nunca había poseído tantas cosas. De pronto, y gracias a su ingenio, era un hombre rico.

Víveres, libros, muebles, ropas, dinero, cartas marinas, platos, cacerolas, cubiertos, armas e incluso dos pequeños cañones, que exigieron días más tarde toda una semana de duro esfuerzo por parte de sus cinco cautivos a los que obligó a acarrearlos hasta la parte más alta del islote.

Los emplazó allí, perfectamente protegidos y camuflados, apuntando hacia la entrada de la ensenada, y se sintió orgulloso. Dos cañones significaban fortificar su «reino» y le brindaban la oportunidad de dominar aún más a sus hombres, y alejar de sus costas a visitantes inoportunos.

Hood, refugio antaño de aves marinas, comenzaba a convertirse en un lugar importante que el mundo aprendería a temer y respetar.

Comprobó la potencia de su minúscula batería privada, y le divirtió advertir el pánico que las explosiones provocaban en la colonia de rabihorcados, albatros, alcatraces y piqueros, que alzaron de inmediato el vuelo, horrorizados, cubriendo el cielo con sus graznidos y cagadas. Era algo grande convertirse en dueño de tantas riquezas — dos cañones y cinco hombres — y sentarse allí a vigilar, con ayuda del catalejo, a sus cautivos.

De los recién llegados, dos, Souza y Ferreira, parecieron resignarse desde el primer momento a su destino, considerándolo una aventura transitoria, pero el tercero, un piloto llamado Gamboa, de gesto altivo y blanco cabello pese a no haber superado aún la cuarentena, se mostró de inmediato resabiado y silencioso, y había algo en su forma de mirar y aceptar las órdenes, que hizo comprender a Oberlus que pronto le daría motivos para tener que «castigarle». Pese a su seguridad, prefirió aguardar a que fuera el propio portugués el que le proporcionara motivos válidos para hacer justicia, pues deseaba que sus hombres le temieran, pero sabía, por su experiencia a bordo de muchos barcos, que tal temor debía basarse siempre en el convencimiento de que los castigos no eran nunca arbitrarios.

En su «reino», el que respetara su ley estaba a salvo aunque no estuviera de acuerdo con dicha ley. Él, Oberlus, ordenaba, y los demás obedecían.

En el fondo, estaba imponiendo una política tan antigua como la más antigua de las dictaduras regida por un cerebro medianamente lúcido que aspirase a perpetuarse en el poder, porque los caprichos y la anarquía no conducían más que al desconcierto, la desesperación y la rebeldía.

El día que Gamboa le ofreciera una oportunidad de caer sobre él, Oberlus la aprovecharía sin reparo, infringiéndole un castigo ejemplar, pero, por el momento, se limitó a dejarle actuar, vigilándole muy de cerca y aguardando, paciente, a que se decidiera a cometer un error.

Con motivo de la ampliación del número de sus súbditos, elevó a Sebastián Mendoza a la categoría de hombre de confianza y capataz, y pese a que continuaba desconfiando de él y sus marrullerías, le autorizó a recorrer la isla libremente para supervisar las tareas de los otros, aunque sin permitirle nunca detenerse demasiado tiempo junto a ninguno de ellos.

Le constaba que el mestizo le odiaba a muerte por haberle amputado los dedos, pero sabía, también, de igual modo, que le temía más que nadie en la isla, y se preocuparía de que todo funcionase como su amo ordenaba.

— De ahora en adelante la responsabilidad es tuya… — le advirtió —. Y si pretendes conservar los dedos que te quedan, te aconsejo que mantengas los ojos bien abiertos… Ya no tienes que trabajar, te daré una garrafa de ron a la semana y algunos víveres, pero tendrás que mantenerme informado si alguno remolonea, se rebela, o no atiende a razones…

Consiguió de ese modo dividir a sus cautivos.

De un lado se encontraba Mendoza, y con él su perro fiel, el incondicional noruego, que le obedecía ciegamente, y del otro los portugueses, divididos a su vez entre la latente rebeldía de Gamboa, y el callado sometimiento de Souza y Ferreira.

Podría incluso llegar a pensarse que, para estos dos últimos, el cautiverio no constituía una carga demasiado pesada, ya que no se diferenciaba en mucho a la vida que llevaban a bordo del barco, siempre a las órdenes de un capitán borrachín y autoritario, mal pagados y peor alimentados. Embarcados para sobrevivir de algún modo, expuestos siempre en alta mar a mil peligros, dadas las pésimas condiciones de mantenimiento de la vieja carraca, probablemente se limitaron a considerar que habían cambiado su cárcel flotante por otra más firme y segura, a la espera, como siempre, de la improbable llegada de tiempos más venturosos.

Contentos se daban por el momento con haber salvado el pellejo, convirtiéndose en los únicos supervivientes de una tripulación de treinta y seis hombres, y si todo cuanto se les exigía era trabajar y obedecer, eso era algo a lo que estaban bien acostumbrados. Por tal motivo, cuando Gamboa, que a menudo había abusado de ellos siendo su piloto, trató de aproximárseles incitándoles a amotinarse y jugarse la vida enfrentándose al monstruo, se limitaron a hacerse los sordos, eligiendo mantenerse al margen del problema.

Gamboa — Joao Bautista de Gamboa y Costa — descubrió pronto, por tanto, que se encontraba solo en sus ansias de libertad y lucha, y comprendió pronto, también, que su captor le vigilaba con especial atención, pendiente de sus actos. Pero Gamboa era hombre acostumbrado a mandar y no a obedecer, no había nacido para esclavo, y era el único, además, que sabía a ciencia cierta que Oberlus le había engañado con sus juegos de luces, precipitándole contra la costa.

Se encontraba de guardia en el puente del Río Branco aquella noche, y había decidido por su cuenta y sin consultar al capitán, seguir el rumbo de aquella nave desconocida que marchaba ante su proa en la distancia. Fruto de su ingenuidad y su iniciativa, era que, a aquellas horas, el capitán y casi todos sus compañeros de navegación se encontraban en el fondo del Pacífico, del navío que le habían confiado no quedaban más que un montón de astillas, y él, Joao Bautista de Gamboa y Costa, se había convertido en siervo de quien le había burlado de aquel modo.

No era, por tanto, un lógico deseo de libertad lo que le animaba únicamente en su necesidad de rebelarse, sino, sobre todo, una desesperada ansia de venganza.

En menos de veinticuatro horas, la Iguana Oberlus se había convertido para Gamboa en una obsesión exasperante; la representación de todo lo odioso y despreciable de este mundo: una alimaña a la que tenía que aniquilar aun a costa de su propia vida.

Sus posibilidades de triunfo eran pocas, y de eso estaba seguro, pero, armándose de paciencia, confiaba en encontrar el punto débil de su captor. Al fin y al cabo, y pese a su apariencia, su enemigo no era más que un ser humano como otro cualquiera, y los seres humanos solían cometer siempre, pronto o tarde, algún tipo de error.

Ese día, él, Joao Bautista de Gamboa y Costa, estaría esperando.

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