Capítulo X



Jenny Driver

Nuestra siguiente diligencia fue visitar al médico, cuya dirección nos había dado la camarera de Charlotte Adams. Dicho médico resultó un inquieto viejecito, de modales algo raros, que conocía a Poirot por su fama y se mostró complacidísimo de conocerle personalmente.

—¿En qué puedo serle útil, monsieur Poirot? —preguntó después que se cruzaron las cortesías de ritual.

—Esta mañana le llamaron a usted, doctor, para asistir a miss Charlotte Adams.

—¡Ah, sí, pobrecilla! ¡Una actriz tan inteligente! Fui dos veces al teatro a verla trabajar. Es una verdadera lástima que haya muerto. ¿Por qué tomarán drogas esas muchachas? No puedo comprenderlo.

—¿Supone usted que era aficionada a las drogas?

—Sería difícil asegurarlo. De todos modos, no las tomaba en inyectables, pues en su cuerpo no advertí los pinchazos. Seguramente las tomaba por vía bucal. La camarera me dijo que solía dormir bien, pero las criadas nunca saben nada de estas cosas. No tomaría veronal cada noche, pero sin duda lo tomaba de cuando en cuando.

—¿Qué le hace a usted creer eso?

—Esto.... —y buscó algo a su alrededor—. ¿Dónde diablos lo puse...? —escudriñó en un maletín—. ¡Ah! Aquí está —dijo al fin sacando un pequeño monedero de señora, de tafilete negro—. Esto es para el Juzgado, ¿comprende usted? Me lo traje para que la criada no husmease en él.

Y abriendo el bolso, sacó una cajita de oro, que tenía sobre la tapa, formadas con rubíes, las iniciales C. A. Era una joya valiosísima. El doctor la destapó. Estaba casi llena de unos polvos blancos.

—Veronal —dijo brevemente el anciano—. Ahora vean lo que hay escrito dentro de ella

En la parte interior de la caja, grabada en ella, veíase la siguiente inscripción:


A C. A. de D. PARÍS, 10 NOV. Dulces sueños


—Diez de noviembre —repitió Poirot pensativamente.

—Eso dice, y estamos en junio, lo que parece demostrar que empezó a tomar el soporífero hace lo menos seis meses, aunque, como el año no se indica, también puede ser hace dieciocho meses, o acaso dos años y medio, tal vez más...

—París, D. —repetía Poirot, ceñudo.

—Sí. ¿Le indica a usted algo eso? Yo todavía no le he preguntado qué interés le mueve a intervenir en este asunto, porque me figuro que tendrá sus motivos para hacerlo. Seguramente querrá usted averiguar si se trata de un suicidio, ¿no? Pero eso es algo que ni yo ni nadie podríamos asegurarlo. Según dijo la camarera, anoche miss Adams se encontraba perfectamente. Lo que hace suponer que se trata de un desgraciado accidente; mi opinión personal es que se trata de eso. El veronal es un soporífero desconcertante. A veces se toma una gran cantidad y no le pasa a uno nada; en cambio, en otra ocasión, se toma sólo un poquitín y mata. Es una droga peligrosa por ese motivo. No me cabe la menor duda de que el Juzgado lo calificará de muerte por accidente. Por mi parte, no puedo decirle nada más.

—¿Me permite usted examinar el monedero de la señorita?

—Desde luego, claro que sí.

Poirot vació el contenido del bolso. Había en él un pañuelo fino con las iniciales C. M. A., una borla de polvos, un lápiz de labios, un billete de una libra, algún dinero suelto y unas gafas. Estas últimas las examinó Poirot detenidamente. La montura era de oro, sencilla y severa.

—Es raro —dijo Poirot—. No sabía que miss Adams usase gafas. Acaso las necesitaba para leer.

El doctor las cogió.

—No; son gafas de miope —afirmó—. Muy potentes, por cierto. La persona que las usaba debía de tener muy mala vista.

—¿No sabe usted si miss Adams...?

—No fue cliente mía; una vez me llamaron para que examinase la

herida que tenía en un dedo la criada. Desde entonces no había vuelto más. Miss Adams, a la que vi en aquella ocasión un momento, no llevaba, desde luego, gafas.

Poirot dio las gracias al doctor y nos despedimos.

Mi amigo parecía preocupadísimo.

—¿Respecto al disfraz?

—Puede que yo esté equivocado —admitió.

—No; eso está comprobado. Me refiero a su muerte. Desde el momento en que tenía veronal en su poder, es muy posible que, sintiéndose cansada, lo tomase ayer para asegurarse una buena noche.

De pronto se detuvo, y con gran asombro de los paseantes y mío, se golpeó aparatosamente una mano contra la otra.

—¡No, no, no! —exclamó—. ¿Por qué había de ocurrir ese accidente precisamente en estos momentos? No, no se trata de ningún accidente, no es tampoco suicidio. ¡No! Ella desempeñó un papel, y con eso firmó su sentencia de muerte. Han elegido el veronal porque sabían que solía tomarlo y que tenía en su poder una caja. Pero si es así, el asesino debe de ser alguien que la conocía muy bien. ¿Quién es D.? ¡Oh!, Hastings, daría cualquier cosa por saber quién es D.

—Poirot —dije, mientras él se ponía de nuevo a gesticular—. ¿No sería mejor que nos fuésemos de aquí? Estamos llamando la atención.

—¿Qué dices? ¡Ah!, bueno, sí, es verdad. Aunque no me molesta que la gente me mire; después de todo, no pueden ver mis pensamientos.

—¡Hombre, mira que todo el mundo se ríe!

—Eso no tiene importancia.

No dije nada más. Lo único que afectaba a Poirot era que el sudor atacase la forma de su famoso bigote.

—Tomemos un taxi —dijo, moviendo su bastón.

Se detuvo uno y le indicó la dirección de «Genoveva», en Moffat Street.

Poco después nos deteníamos ante la casa. Subimos unos cuantos escalones y nos encontramos frente a una puerta en la que se veía este letrero: «Genoveva.» «Sírvase entrar.» Obedecimos aquella orden, encontrándonos en una pequeña habitación llena de sombreros y ante una rubia e imponente criatura que avanzó hacia nosotros, lanzando una recelosa mirada a Poirot.

—¿Miss Driver? —preguntó él.

—No sé si podrá recibirles. ¿Tienen la bondad de decirme el objeto de su visita?

—Tenga la bondad de decir a miss Driver que un amigo de miss Adams desea verla.

Apenas acababa de salir aquella belleza rubia cuando una cortina de terciopelo negro se agitó violentamente y una pequeña y vivaz mujercita, de cabellos de fuego, apareció.

—Dígame, señor. ¿De qué se trata? —preguntó.

—¿Es usted miss Driver?

—Sí. ¿Qué le ocurre a Charlotte?

—¿No se ha enterado usted de la mala noticia?

—¿Qué mala noticia es esa?

—Miss Adams murió anoche, mientras dormía, debido a una dosis excesiva de veronal.

—¡Qué cosa tan horrible! —exclamó—. ¡Pobre Charlotte, no puedo creerlo! ¡Si ayer mismo estaba llena de vida!

—Desgraciadamente, es verdad, señorita —dijo Poirot—. Y ahora dígame —miró el reloj—: Es la una, precisamente la hora de comer; le ruego, pues, que nos conceda el honor de venir a comer con nosotros; deseo hacerle algunas preguntas.

La joven le miró de arriba abajo. Era una muchacha deportiva; por lo nerviosa me recordaba algo a un foxterrier.

—¿Y quiénes son ustedes, vamos a ver? —preguntó bruscamente.

—Mi nombre es Hércules Poirot y mi amigo es el capitán Hastings. Me incliné cortésmente. La mirada de la joven iba de uno a otro.

—He oído hablar de usted —dijo secamente—. Está bien; iré con ustedes —llamó a la rubia—: ¡Dorothy!

—Diga, Jenny.

—Si mistress Lester viniese a buscar el modelo de Hose Descartes que le estamos haciendo, enséñele diferentes plumas. Hasta luego; supongo que no estaremos mucho tiempo fuera

Descolgó un sombrerito negro, se lo puso en una oreja, empolvóse furiosamente la nariz y luego miró a Poirot.

—¡Lista! —dijo bruscamente.

Cinco minutos más tarde estábamos sentados en un pequeño restaurante en Dovert Street. Poirot ordenó al camarero que nos sirviera con prontitud unos combinados.

—Ahora —dijo Jenny Driver —quiero saber qué significa todo esto. ¿En qué lío se enredó Charlotte?

—¿Estaba enredada en algo?

—Vamos a ver, ¿quién hace las preguntas, usted o yo?

—Creo que debería ser yo —dijo Poirot sonriendo—. Según tengo entendido, usted y miss Adams eran muy buenas amigas.

—Es verdad.

Eh bien, yo le garantizo a usted, señorita, que cuanto hago es sólo en beneficio de su difunta amiga. Tenga la seguridad de que es así.

Hubo unos momentos de silencio mientras Jenny Driver reflexionaba.

—Le creo —dijo—. Ahora hable usted. ¿Qué quiere saber?

—Creo que su amiga comió ayer con usted.

—Sí.

—¿Le explicó por casualidad los planes que tenía para la noche?

—No habló precisamente de la noche.

—Pero ¿le dijo algo?

—Sí; algo que quizá es lo que andan ustedes buscando, pero comprenderán que ella me lo dijo confidencialmente.

—Es natural.

—En fin, yo se lo contaré a mi manera.

—Como usted guste, señorita.

—Verán, Charlotte estaba muy excitada; no se ponía así a menudo, porque su carácter no era ese. En definitiva, no me dijo nada, pues

había prometido guardar silencio, pero algo dejó traslucir. Se trataba de algo así como de un bromazo.

—¿Un bromazo?

—Eso fue lo que me dijo, aunque no añadió cómo, cuándo ni dónde. Sólo... —se detuvo un momento—. Bueno; Charlotte, ¿saben ustedes?, no era de esa clase de gente que se divierte gastando bromas a los demás. Era una de esas muchachas serias, de cerebro equilibrado, que solo piensan en trabajar. Lo que yo supongo es que alguien quería utilizar su habilidad. Es una suposición mía nada más; no es que ella me lo dijera, ¿comprenden ustedes?

—Ya comprendo. ¿Qué fue lo que usted pensó?

—Pensé, porque la conocía muy bien, que allí había dinero de por medio. Nada, en realidad, era capaz de entusiarmarle, excepto el dinero. Ella era así. Fue una de las cabezas mejor equilibradas para los negocios. Seguramente no hubiera estado tan animada ni tan alegre si no se hubiese tratado de dinero. Una gran cantidad de dinero, desde luego. Mi impresión fue que había hecho alguna apuesta y que estaba completamente segura de ganarla. Quizá esto no fuera cierto; no intento que crean ustedes que Charlotte solía hacer apuestas. Nunca supe que hubiese hecho ninguna; pero, en fin, sea lo que fuere, estoy segura de que se trataba de dinero.

—¿No se lo dijo a usted?

—No; únicamente me dijo que dentro de poco tiempo me lo explicaría todo. Iba a hacer venir a su hermana de América para reunirse con ella en París; estaba loca por ella. Creo que es una muchacha muy delicada y amante de la música —y miss Driver acabó—: Les he referido todo cuanto sé respecto a Charlotte. ¿Es lo que ustedes querían saber?

Poirot movió afirmativamente la cabeza, al mismo tiempo que decía:

—Sí; confirma mi hipótesis, aunque, la verdad, esperaba algo más. Ya me figuraba yo que habrían recomendado a miss Adams que guardase el secreto, pero confiaba en que, siendo mujer, no hubiera podido contenerse y lo hubiese revelado a su mejor amiga.

—Por mi parte hice cuanto pude por hacerla hablar —dijo Jenny—; pero me dijo, riendo, que ya me lo contaría algún día.

Poirot guardó silencio por un momento; luego dijo:

—¿Conoce usted a lord Edgware?

—¿La víctima de ese asesinato? Lo he leído en un periódico hace media hora.

—Sí. ¿Sabe usted si miss Adams le conocía personalmente?

—No lo creo. Estoy segura de que no. ¡Oh!, espere usted un minuto.

—Lo que usted quiera, señorita —dijo Poirot amablemente.

—¿Cómo fue...? ¿Cómo fue...? —frunció el entrecejo y se apretó las sienes, como tratando de recordar—. ¡Ah, ya lo tengo! Habló una vez de él muy agriamente.

—¿Agriamente?

—Sí; dijo... A ver si lo recuerdo... ¡Ah, sí! «Los hombres como ese no hacen más que arruinar la vida de los que les rodean con su crueldad y falta de comprensión.» Dijo además... ¿Qué dijo, señor? —recordaba de nuevo—. ¡Ahora! Dijo: «Es de esa clase de hombres cuya muerte será un bien para todos.»

—¿Recuerda cuándo dijo eso, señorita?

—Debe de hacer un mes.

—¿Cómo fue hablar de él?

Jenny Driver se quedó pensativa durante unos momentos, y después movió la cabeza.

—No puedo acordarme. Sin duda fue al leer su nombre en algún periódico. Pensando en ello más tarde, me extrañó que Charlotte se hubiese mostrado tan vehemente al hablar de un hombre a quien ni siquiera conocía.

—Realmente es extraño —dijo Poirot pensativamente. Luego preguntó—: ¿Sabe usted si miss Adams tenía la costumbre de tomar veronal?

—Que yo sepa, no. Nunca le vi tomarlo; ni habló siquiera de ello.

—¿Vio usted alguna vez en su monedero una cajita de oro con las iniciales C. A. en rubíes?

—¿Una cajita de oro? No, no la he visto nunca.

—¿Recuerda usted dónde estuvo miss Adams en noviembre último?

—A ver..., un momento —recordó—. A últimos de ese mes se fue a Estados Unidos, pero antes estuvo en París.

—¿Sola?

—Desde luego, aunque usted no lo crea; no sé por qué, siempre que se nombra a París ha de imaginarse uno lo peor, cuando en realidad es una ciudad muy respetable.

—Bien, señorita. Ahora voy a hacerle a usted una pregunta muy importante. ¿Había algún hombre por el cual miss Adams estuviese interesada especialmente?

—La contestación es un no rotundo —dijo Jenny lentamente-. Charlotte, en todo el tiempo que la conocí, no hizo más que ocuparse de su trabajo y de su delicada hermanita. Era el cabeza de familia y todo dependía de ella, actitud muy digna de encomio. De todas maneras, eso lo digo yo sin ahondar demasiado en su vida, juzgando sólo por las apariencias.

—¿Y si ahondáramos? ¿Cree usted...?

—No me extrañaría que Charlotte se hubiese interesado por algún hombre.

—¡Ah!

—Claro que ésta es una simple conjetura mía. Llegó a ocurrírseme esta idea, sencillamente, por su comportamiento de estos últimos meses. Sufrió un cambio radical, era otra distinta..., aunque no se hizo precisamente soñadora, pero estaba algo abstraída. ¡Oh, no sé cómo explicarlo! Es una cosa que cualquier mujer lo entendería fácilmente. Además, es posible que esté yo equivocada al pensar todo esto.

—Gracias, señorita —dijo, y añadió inmediatamente—: Otra cosa antes de despedirnos: ¿tenía algún amigo miss Adams cuya inicial corresponda a la letra D?

—¿D? —repitió Jenny Driver pensativamente—. No, no recuerdo ninguno.

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