Capítulo XVII



El criado

El día siguiente fue para todos nosotros de inactividad, y para Japp, de gran trabajo. A la hora del té vino a vernos. Estaba furioso.

—He sido un verdadero idiota.

—No es posible, amigo Japp —dijo amablemente Poirot.

—Sí, lo he sido; me he dejado engañar por un criado y se me ha ido de entre las manos.

—¿Que ha desaparecido el criado?

—Sí, y lo que más me avergüenza es no haber sospechado de él.

—Bueno, hombre, serénese.

—Es muy fácil decir eso. ¿Cree usted que se puede estar sereno después de haberle puesto a uno por los suelos en la Jefatura de Policía? ¡Ah! Ese mayordomo es un pájaro de cuidado; seguramente no es la primera vez que hace una cosa así.

El inspector se enjugó la frente. Era la estampa de la desesperación. Yo, más conocedor del carácter inglés, escancié una fuerte dosis de whisky con seltz y se lo ofrecí al inspector, quien en seguida se reanimó un poco.

Pero después, más tranquilizado, empezó a hablar.

—Muchas gracias, pero no sé si debo... No estoy muy seguro de que el criado sea el asesino, aunque no deja de ser sospechosa esa huida; sin embargo, debí empezar por detenerlo. Parece que era una mala cabeza. Frecuentaba cabarets de malísima reputación.

Tout de méme, eso no prueba que sea un asesino.

—Es verdad; puede que se halle metido en algún lío que no sea precisamente un asesinato. No; estoy convencido de que la autora fue miss Adams. No he podido encontrar nada que pruebe su participación en el crimen, aunque envié a varios de mis hombres a su piso para que hicieran un registro; pero, desgraciadamente, no hemos encontrado nada impresionante. Era una muchacha prudente. No guardaba ninguna carta comprometedora. Sólo se han hallado las referentes a contratos teatrales, cuidadosamente atadas y etiquetadas. También había algunas de la hermana que tiene en Washington. Nada de secretos. Guardaba, además, varias joyas antiguas de poco valor. No tenía ningún diario íntimo. Su libro de cuentas y el de cheques no dicen nada aprovechable. Parece que era una muchacha sin historia.

—Tenía un carácter reservado —dijo Poirot pensativamente—. Lo que para nosotros es una verdadera lástima.

—He hablado con la camarera, pero no he sacado nada en limpio. También he ido a ver a aquella joven que tiene una tienda de sombreros y que era muy amiga de miss Adams.

—Hombre, a propósito; ¿qué le ha parecido miss Driver? —dijo Poirot pensativamente.

—Una muchacha muy lista, pero no ha declarado nada de particular. Me ha contestado lo mismo que todos los demás amigos y conocidos de la muerta a quienes he interrogado. «Que era una joven muy simpática, que no mantenía amistad íntima con ningún hombre.» Y eso no es verdad. No es lógico. Para esas mujeres es imprescindible la amistad de los hombres. Esa estúpida lealtad de los amigos es la que dificulta la labor de la Policía —se detuvo para tomar aliento, y, entre tanto, le volví a llenar el vaso—. ¡Gracias, capitán Hastings! ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Bueno; pues hay por lo menos doce individuos con quienes ha ido a cenar, a bailar y a distintos sitios más; pero parece que ninguno de ellos le interesaba más que otro cualquiera. Entre esos sujetos está el actual lord Edgware, el artista de cine Bryan Martin y otros varios. La idea de usted de que detrás de todo eso se oculta un hombre me parece descabellada. Mi opinión es que obró por cuenta propia, y ahora trato de descubrir qué clase de relaciones eran las que existían entre ella y el muerto. Creo que tendré que ir a París. En la inscripción de la cajita de oro dice París, y lord Edgware fue varias veces a París durante el otoño pasado para asistir a subastas y comprar algunas curiosidades, según me dijo miss Carroll. Sí, tengo que ir a París. Mañana empieza la investigación judicial; por eso tal vez aplace el viaje, aunque, de todas maneras, puedo tomar el barco de la tarde.

—Es usted un hombre de una actividad terrible. Me confunde usted.

—Sí; y mientras tanto, usted aquí, sentadito tranquilamente, volviéndose cada vez más perezoso. Lo único que sabe hacer es sentarse y pensar, haciendo trabajar las células grises, como usted dice. Hay que ir a buscar las cosas, en lugar de esperar que vengan ellas solas a nosotros.

Nuestra joven sirvienta abrió la puerta y dijo:

—Está aquí míster Bryan Martin. ¿Le hago pasar?

—Bueno, Poirot, me marcho —dijo Japp levantándose—. Por lo visto, todas las estrellas del firmamento teatral y cinematográfico vienen a consultarle a usted.

Poirot se encogió modestamente de hombros. Japp se echó a reír, al mismo tiempo que decía:

—Ya debe de ser usted millonario, Poirot. Vamos a ver, ¿y qué hace usted con sus millones? ¿Los guarda?

—Eso es. Pero ahora que hablamos de dinero, ¿se sabe cómo ha dispuesto testamentariamente lord Edgware de su fortuna?

—Todas las propiedades que no están vinculadas al título se las deja a su hija, y quinientas libras a miss Carroll. No deja nada a nadie más. Es un testamento muy sencillo.

—¿Se sabe cuándo fue otorgado?

—Cuando su mujer le abandonó, hace unos dos años. Le excluye por completo de él.

—Se ve al hombre vengativo —murmuró Poirot. Con un amable «Hasta la vista», Japp se despidió de nosotros. En seguida entró Bryan Martin. Iba elegantemente vestido y parecía muy transformado.

—He tardado mucho en venir, monsieur Poirot —dijo excusándose—. De todas maneras, lamento haberle hecho perder el tiempo para nada.

En verité?

—Sí; hablé con la señora que les dije y traté de convencerla por todos los medios, pero no lo he conseguido; no ha querido en modo alguno que interviniese usted en el asunto. Creo que tendremos que dejarlo todo como estaba. Le aseguro que siento muchísimo haberle molestado.

Du tout, du tout —dijo Poirot cordialmente—. Ya me lo esperaba.

—¿Qué? —el joven quedó desconcertado—. ¿Que se los esperaba usted? —preguntó.

Mais oui Al decirme usted que lo consultaría, ya preví el presente resultado.

—Por lo visto se imaginaba usted algo.

—Un detective, míster Martin, siempre se imagina algo.

—¿Me querrá usted decir, pues, qué se imagina en este caso? Poirot movió amablemente la cabeza.

—Una de las reglas de todo buen detective es no decir nunca nada.

—Por lo menos, ¿puede usted sugerir algo?

—No; lo único que diré es que tan pronto como mencionó usted el diente de oro, descubrí la verdad.

—Estoy aturdido —exclamó—; no puedo comprender adonde va usted a parar.

Poirot dijo sonriendo:

—Cambiemos de tema si le parece.

—Como quiera; pero antes dígame cuánto le debo en concepto de honorarios.

Poirot movió la mano imperativamente, a la vez que decía:

Pas un sou! No he hecho nada por usted.

—Le hice perder el tiempo.

—Cuando un caso me interesa, nunca acepto dinero, y su caso me interesó mucho.

—Lo siento —dijo inquieto el actor.

—Vaya —dijo Poirot bondadosamente—, hablemos de otra cosa.

—¿No era un inspector de Scotland Yard el hombre que he encontrado en la escalera?

—Sí; el inspector Japp.

—Había tan poca luz, que no estaba seguro de que fuera él. A propósito, me hizo algunas preguntas acerca de esa pobre muchacha, Charlotte Adams, que murió a consecuencia de una intoxicación de veronal.

—¿Conocía usted a fondo a miss Adams?

—Empecé a tratarla en América, cuando era una chiquilla. Trabajamos juntos una o dos veces, pero nunca supe gran cosa de ella Me ha causado gran impresión la noticia de su muerte.

—¿Le gustaba su trato?

—Sí; daba gusto hablar con ella.

—Creo, como usted, que era una persona muy simpática.

—Supongo que siguen ustedes creyendo que su muerte debió de ser suicidio. Yo no sabía nada que pudiera orientar al inspector. Charlotte era muy reservada.

—Yo no creo que se trate de un suicidio —dijo Hércules Poirot.

—Sí, es más fácil que haya sido un accidente. Hubo una pausa Luego Poirot dijo con una sonrisa:

—El asunto de la muerte de lord Edgware se hace por momentos más intrincado. ¿No le parece a usted?

—Mucho. ¿Sabe si tiene la Policía alguna nueva pista..., ya que Jane está descartada del crimen?

Mais oui, tiene una fundada sospecha. Bryan Martin parecía nervioso.

—¿Sí? ¿De quién se sospecha?

—El criado ha desaparecido... Huir es igual que confesar, ¿comprende usted?

—¡Huir el criado! Me extraña mucho.

—Un hombre extraordinariamente guapo. Il vous ressemble un peu —y se inclinó ante Bryan Martin.

Entonces comprendí yo por qué el rostro del criado, al verle por primera vez, me recordó a alguien que ya había visto antes.

—¡Qué adulador es usted! —dijo Bryan Martin echándose a reír.

—¡Oh, no, no! ¿No es cierto que todas las jovencitas, ya sean criadas, coristas, mecanógrafas o aristocráticas, adoran a Bryan Martin?

—Vamos, sí, un verdadero lote de chicas —dijo Martin levantándose bruscamente—. Le reitero las gracias, monsieur Poirot, por todas sus molestias, y le repito otra vez que me dispense.

Nos estrechamos las manos. A mí me hizo el efecto de que había envejecido en unos instantes. Su trastorno era evidente.

Devorado por la curiosidad, tan pronto como la puerta se cerró tras él, descargué un chaparrón de preguntas sobre mi amigo.

—Poirot, ¿suponías verdaderamente que Bryan Martin renunciaría a las pesquisas para averiguar la extraña persecución de que fue objeto en América?

—Ya me lo has oído decir, Hastings.

—Sí, pero...

—¿Quieres ahora saber quién es la misteriosa muchacha a quien tenía que consultar? —él sonrió—. Tengo una idea, amigo mío, que proviene, como te dije, de ese detalle del diente de oro, y si no es equivocada, sé quién es la muchacha. Sé por qué no permite a míster Martin que me confíe el asunto; en fin, sé la verdad de todo ese suceso. Y también podrías tú conocerla si quisieras emplear las células grises que te dio Dios. Aunque a veces creo que por descuido te dejó sin ellas.

Загрузка...