Capítulo XXVIII



Poirot hace algunas preguntas

El paseo hasta casa fue muy curioso.

Se comprendía que Poirot trataba de reconcentrar el pensamiento. De cuando en cuando murmuraba alguna palabra. Pude oír un par de ellas. Una fue «cirios», y otra, algo parecido a douzaine. Seguramente, si yo hubiese sido más listo, habría comprendido el rumbo que tomaban sus ideas. Pero entonces sus palabras me parecieron un galimatías.

Tan pronto como llegamos a casa, corrió al teléfono, llamó al Savoy y preguntó por lady Edgware.

—No te hagas ilusiones de hablar con ella —le dije, algo divertido. Poirot, como ya he dicho varias veces, es el hombre peor informado del mundo—. ¿No sabes —continué— que está representando una nueva obra? Debe de estar en el teatro, pues no son más que las diez y media.

Poirot no me hizo caso. Hablaba con el portero del hotel, quien, sin duda, le estaba diciendo lo mismo que yo.

—¡Ah! En tal caso quisiera hablar con la doncella de lady Edgware. Poco después estuvo puesta la comunicación.

—¿Es usted la camarera de lady Edgware? Yo soy Hércules Poirot. ¿No me recuerda?

—Sí, sí; es muy importante. Venga en seguida Le voy a dar la dirección.

La repitió dos veces, y después colgó el aparato.

—¿Qué pasa? —pregunté curiosamente—. ¿Realmente has encontrado algo importante?

—No; es la camarera quien tiene que informarme.

—¿Que te ha de informar? ¿Sobre qué? Sobre cierta persona.

—¿Jane Wilkinson?

—¡Oh, no! Sobre ella tengo ya todos los informes que necesito.

—¿Sobre quién entonces?

Poirot me dirigió una de sus irritantes sonrisas y me dijo que aguardase y viese.

Luego se puso a pasear inquietantemente por la habitación.

Diez minutos más tarde llegó la camarera. Parecía estar algo nerviosa. Era una mujer pequeña, pulcra, y vestía enteramente de negro. Se quedó mirando a su alrededor dubitativamente.

Poirot se adelantó:

—¡Ah! ¿Ya está usted aquí? Ha sido usted muy amable viniendo. Siéntese, miss... Ellis, ¿verdad?

—Sí, señor; Ellis.

Se sentó en la silla que Poirot le ofrecía, con las manos reposando en el regazo y mirándonos a los dos. Su pequeño y pálido rostro se había serenado y sus labios estaban apretados.

—Para empezar: ¿cuánto hace que está usted con lady Edgware?

—Tres años.

—Es lo que me figuraba. Así, conoce usted perfectamente sus asuntos, ¿verdad?

Ellis no contestó; parecía molesta.

—Lo que quiero decir es si sabe usted quiénes son sus enemigas —siguió Poirot.

Ellis apretó más los labios, pero al fin dijo:

—Muchas mujeres han intentado causarle algún daño, pero sólo era envidia.

—El elemento femenino no siente muchas simpatías por ella, ¿verdad?

—No, señor, es demasiado bonita Además, siempre logra lo que desea. Por otra parte, entre las artistas siempre existe un sinfín de envidias y rencores.

—¿Y por parte de los hombres?

Ellis se permitió una agria sonrisa.

—Con los hombres es muy distinto; puede hacer con ellos lo que quiere.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo. Luego, en otro tono, preguntó—: ¿Conoce usted a Bryan Martin, el actor de cine?

—¡Ya lo creo!

—¿Bien?

—Muy bien, desde luego.

—Creo que hace un año, poco más o menos, míster Bryan Martin estaba muy enamorado de su señora.

—Loco por ella. Y no es que «estaba», sino que «está».

—Estaba convencido entonces de que ella se casaría con él, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Pensó lady Edgware seriamente en hacerlo? —preguntó Poirot.

—Lo pensó varias veces, y creo que si hubiera logrado obtener el divorcio, se habría casado con él —contestó Ellis.

—Pero entonces debió aparecer en escena el duque de Merton, ¿verdad?

—Sí, señor. Estaba realizando un viaje por los Estados Unidos. En cuanto la vio, quedó locamente enamorado de ella.

—Y adiós las esperanzas de Bryan Martin, ¿verdad?

—Claro que míster Bryan Martin ganaba mucho dinero, pero el duque de Merton tiene una posición mucho más elevada. Y mi señora se vuelve loca por la posición. Casada con el duque de Merton, hubiese llegado a ser una de las mujeres más importantes de la Tierra.

La voz de la sirvienta había adquirido un tono jactancioso, que me divirtió.

—Entonces míster Bryan Martin fue, como vulgarmente se dice, dejado a un lado. ¿Lo tomó a mal?

—Mucho.

—¡Ah!

—Llegó hasta amenazarla con un revólver. Hizo muchas escenas, que a mí me tenían aterrorizada Además, se dio a la bebida.

—Pero al final se conformó.

—Eso parece. Pero no creo que lo haya olvidado. Cuando la mira lo hace de una manera muy extraña. Se lo dije a mi señora, pero ella se echó a reír. Parece como si se distrajese mostrando su poder. ¿Comprende usted lo que quiero decir?

—Sí —dijo Poirot pensativamente—. Creo que la comprendo.

—Hasta ahora no habíamos vuelto a saber casi nada de él. Tal vez lo haya olvidado.

—Tal vez.

Había algo en la voz de Poirot que pareció alarmarla. Preguntó ansiosamente:

—No creerá usted que mi señora corre peligro.

—Sí —dijo Poirot—; creo que corre un gran peligro. Pero lo lleva en ella misma

Su mano se deslizó sin objeto por la repisa de la chimenea, tropezando con un jarrón lleno de rosas y haciéndolo caer. El agua se derramó sobre el rostro y la cabeza de Ellis. Pocas veces había visto a Poirot tan torpe. Debía de estar muy preocupado. Él mismo fue a buscar una toalla, y mientras se deshacía en excusas, ayudó amablemente a la camarera a secarse la cara y el cuello.

Al fin, después de estrechar fuertemente su mano, la acompañó hasta la puerta, dándole gracias por su amabilidad de haber venido.

—Pero aún es pronto —dijo mirando el reloj—. Estará usted de vuelta antes que su señora.

—Seguramente. Creo que cenará fuera Pero, de todas maneras, nunca quiere que la espere, a menos que me lo haya advertido antes.

De pronto, Poirot exclamó:

—Perdóneme, señorita; pero parece que cojea usted.

—No es nada; son los pies, que me duelen un poco.

—¿Callos? —preguntó Poirot confidencialmente, como lo hace uno que sufre un mal y se lo pregunta a otro que también padece de él.

Parece que efectivamente sufría de los callos. Poirot le explicó cierto remedio que, según él, hacía milagros.

Por fin, Ellis se marchó. Yo estaba lleno de curiosidad.

—¿Qué, Poirot, qué me dices? —pregunté.

—Por esta noche, nada. Mañana por la mañana, temprano, telefonearemos a Japp y le diremos que venga. También telefonearemos a Bryan Martin, pues creo que podrá decirnos algo interesante, y, además, quiero saldar una deuda que tengo con él.

—¿De verdad?

Miré a Poirot, que me sonreía de una manera rara.

—No creo que puedas sospechar de él como asesino de lord Edgware —le dije—. Especialmente después de lo que acabamos de oír. Eso, en lugar de una venganza, hubiese sido hacer el juego de Jane. Era librarla del marido, que resultaba un obstáculo para el casamiento con Merton.

—¡Qué inteligente!

—No te burles —dije, molesto—. ¿Qué tienes en la mano?

—Son las gafas de la excelente Ellis —contestó—. Se las ha dejado olvidadas.

—No digas tonterías. Al marcharse las llevaba puestas. Negó lentamente con la cabeza.

—Estás equivocado, completamente equivocado. Las que llevaba, amigo mío, eran las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.

Me quedé boquiabierto.

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